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100 Clásicos de la Literatura

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—Un poco. Y no le cae bien. Pero desde luego no me caso para satisfacer a Henrietta —añadió. Habría sido mejor para el pobre Caspar que ella hubiese intentado contentar algo más a la señorita Stackpole, pero no dijo nada de eso. Solo preguntó cuándo se celebraría la boda, a lo que ella respondió que todavía no lo sabía—. Solo puedo decir que será pronto. No se lo he dicho a nadie más que a usted y a otra persona, una vieja amiga del señor Osmond.

—¿Cree que sus amigos no aprobarán esta boda? —quiso saber.

—No tengo la menor idea. Como ya le he dicho, no me caso para complacer a mis amigos.

Caspar prosiguió, sin ninguna exclamación, ningún comentario, solo haciendo preguntas sin el menor asomo de delicadeza.

—Entonces, ¿quién y qué es el señor Osmond?

—¿Quién y qué? Nadie y nada, excepto un hombre muy bueno y honorable. No se dedica a los negocios —dijo Isabel—. No es rico, ni se le conoce por nada en particular.

Le desagradaban las preguntas del señor Goodwood, pero se dijo que lo menos que podía hacer por él era satisfacer su curiosidad en la medida de lo posible. No obstante, la satisfacción que mostraba el señor Goodwood no era mucha; la miraba desde su asiento, con la espalda muy recta.

—¿De dónde es? ¿Dónde pertenece?

Su acento nunca le había sonado tan desagradable como al hacer esas preguntas.

—No es de ningún sitio. Ha pasado casi toda su vida en Italia.

—Me dijo en su carta que era norteamericano. ¿No es de un sitio concreto?

—Sí, pero lo ha olvidado. Se marchó siendo muy pequeño.

—¿Nunca ha regresado?

—¿Por qué tendría que regresar? —respondió Isabel poniéndose a la defensiva—. No tiene profesión alguna.

—Podría haber vuelto por placer. ¿No le gusta Estados Unidos?

—No conoce el país. Además, es muy tranquilo y sencillo: se conforma con Italia.

—Con Italia y con usted —dijo el señor Goodwood con franqueza lúgubre y ninguna intención de ser satírico—. ¿Qué es lo que ha hecho? —añadió abruptamente.

—¿Para que me case con él? Nada en absoluto —respondió Isabel, mientras su paciencia se iba tornando en dureza—. ¿Me habría perdonado más fácilmente si hubiese hecho grandes cosas? Renuncie a mí, señor Goodwood. Me caso con alguien sin la menor entidad. No intente interesarse por él. No puede.

—No sabré apreciarle, eso es lo que quiere decirme. Y no es sincera cuando dice que no tiene entidad. Usted piensa que es maravilloso, que es magnífico, aunque nadie más piense lo mismo.

Isabel se ruborizó; sintió que su acompañante había estado muy agudo en su apreciación, y era ciertamente una prueba de cómo la pasión podía aguzar la percepción en alguien que ella nunca había considerado de refinada perspicacia.

—¿Por qué vuelve a insistir en lo que piensan los demás? No puedo hablar con usted de cómo es el señor Osmond.

—Claro que no —respondió Caspar razonablemente. Y permaneció allí sentado con su aire de rígida impotencia, como si no solo esto fuera verdad, sino que tampoco hubiese nada más de lo que pudieran hablar.

—Ya ve qué poco saca en claro —respondió Isabel en consecuencia—, qué poco consuelo o satisfacción puedo darle.

—No esperaba que pudiera darme mucho.

—No entiendo entonces por qué ha venido.

—Vine porque quería verla una vez más, incluso en la situación actual.

—Se lo agradezco, pero si hubiese esperado un poco, seguro que tarde o temprano nos habríamos vuelto a ver, y ese encuentro habría sido más agradable para los dos que este.

—¿Esperado a que se hubiese casado? Eso es precisamente lo que no quería hacer. Usted será distinta después de casarse.

—No mucho. Seguiré siendo una buena amiga suya. Ya lo verá.

—Será peor aún —dijo el señor Goodwood sombríamente.

—¡Desde luego, no hay manera de que se conforme! No puedo prometerle que le detestaré para ayudarle a resignarse.

—¡No me importaría en absoluto si lo hiciera!

Isabel se levantó con un gesto de impaciencia reprimida y se dirigió a la ventana, donde permaneció un momento mirando afuera. Cuando se dio la vuelta, su acompañante seguía inmóvil en su sitio. Se acercó de nuevo a él y se detuvo, apoyando la mano en el respaldo del asiento que acababa de dejar.

—¿Quiere decir que ha venido simplemente para verme? Puede que eso sea mejor para usted que para mí.

—Deseaba escuchar el sonido de su voz —dijo él.

—Ya lo ha oído, y como ve no es demasiado amable.

—Me complace igualmente.

Y tras decir esto se levantó.

Isabel había sentido dolor y disgusto al recibir aquella mañana la noticia de que Caspar estaba en Florencia y de que, si daba su permiso, iría a verla al cabo de una hora. Se había sentido irritada y consternada, aunque había respondido a su mensajero que podía visitarla cuando quisiera. Tampoco se sintió mejor al verle, pues su presencia allí estaba llena de profundas implicaciones. Implicaba cosas que ella no podía tolerar: derechos, reproches, reconvenciones, reprimendas, la esperanza de hacerla cambiar de opinión. Estos sentimientos, aunque implícitos, no habían sido expresados; y ahora nuestra joven, extrañamente, empezaba a lamentar el notable autocontrol de su visitante. Había en él un aire desdichado que la irritaba; el gesto varonil de su mano le hacía latir más deprisa el corazón. Sintió que su agitación crecía y se dijo que su enfado era el de una mujer disgustada por haberse portado mal. Pero ella no se había portado mal, afortunadamente no tenía que tragarse esa amargura, y aun así hubiese preferido que él le recriminara algo. Hubiera deseado que la visita fuera corta, pues no tenía sentido ni era apropiada. Sin embargo, ahora que parecía que él se marchaba, sintió un horror repentino ante la posibilidad de que la dejara sin pronunciar una sola palabra que le brindara la oportunidad de defenderse más de lo que lo había hecho por escrito un mes atrás, con unas pocas palabras cuidadosamente elegidas, al anunciarle su compromiso. Pero si no había hecho nada malo, ¿por qué habría de querer defenderse? Era un exceso de generosidad por parte de Isabel desear que el señor Goodwood expresara su enfado. Y si hasta entonces él no hubiese requerido de gran esfuerzo para dominarse, ahora debería hacerlo al oír el tono en que ella exclamó repentinamente, como si le acusara de haberla acusado:

—¡Yo no le he engañado! ¡Era completamente libre!

—Sí, lo sé —admitió Caspar.

—Ya le advertí que haría lo que quisiera.

—Dijo que seguramente nunca se casaría, y lo dijo de tal forma que llegué a creerla.

Isabel reflexionó durante un instante.

—Nadie está más sorprendida que yo misma por lo que voy a hacer.

—Me dijo que, si me enteraba de que se había comprometido, no debía creerlo —prosiguió Caspar—. Me enteré hace veinte días por usted misma, pero recordé lo que me había dicho. Pensé que quizá se trataba de un malentendido, y esa es en parte la razón por la que he venido.

—Si quiere que se lo repita de viva voz, lo haré sin falta. No hay ningún malentendido.

—Me di cuenta en cuanto entré en la habitación.

—¿Qué bien le haría que no me casara? —preguntó con cierta agresividad.

—Lo preferiría a esto.

—Es usted muy egoísta, como ya he dicho antes.

—Lo sé. Soy tan egoísta como el hierro.

—¡Incluso el hierro se funde algunas veces! Si se muestra razonable, aceptaré verle de nuevo.

—¿No le parece que ahora estoy siendo razonable?

—No sé qué decirle —respondió ella con humildad repentina.

—No la molestaré mucho tiempo —continuó el joven. Dio un paso hacia la puerta, pero se detuvo—. Otra razón de que haya venido es que quería escuchar qué explicación tenía para haber cambiado de opinión.

—¿Qué explicación? —La humildad desapareció de su voz tan súbitamente como había llegado—. ¿Cree que estoy obligada a explicarme?

Él le dirigió una de sus largas y apagadas miradas.

—Estaba usted muy convencida. Yo la creí.

—Yo también lo creía. No podría explicarlo aunque quisiera.

—Imagino que no. Bien —añadió—, tengo lo que quería. La he visto.

—¡Qué poco ha sacado de tan terribles jornadas de viaje! —se oyó decir Isabel, sintiendo la mísera irrelevancia de su respuesta.

—Si le preocupa que esté destrozado, como parece querer indicar, puede estar tranquila. —Dio media vuelta, esta vez con decisión, y no se dieron la mano ni hubo entre ellos ningún otro gesto de despedida. Cuando llegó a la puerta se detuvo con la mano en el picaporte—. Mañana me marcho de Florencia —dijo sin vacilar.

—¡Estoy encantada de saberlo! —respondió ella con vehemencia.

Cinco minutos después de que se hubiera ido, Isabel estalló en sollozos.

33

Su llanto, sin embargo, pronto se apagó, y las señales del mismo habían desaparecido cuando, una hora más tarde, le soltó la noticia a su tía. Utilizo esta expresión porque la joven estaba segura de que a la señora Touchett no le iba a gustar oírlo, y había esperado a decírselo hasta ver al señor Goodwood. Tenía la extraña impresión de que no sería correcto hacerlo público antes de haber escuchado lo que el señor Goodwood tuviera que decir al respecto. Lo que este había dicho era bastante menos de lo que se había esperado, y ahora tenía una irritante sensación de haber perdido el tiempo. Pero no iba a perderlo más; esperó a que la señora Touchett entrara al salón antes del almuerzo y le dijo sin más:

—Tía Lydia, tengo que contarle una cosa.

La señora Touchett dio un pequeño respingo y la miró casi con fiereza.

 

—No hace falta que me lo digas, ya sé lo que es.

—No entiendo cómo puede saberlo.

—Del mismo modo que sé cuándo una ventana está abierta: porque noto la corriente. Vas a casarte con ese hombre.

—¿A qué hombre se refiere? —preguntó Isabel con gran dignidad.

—Al amigo de madame Merle… el señor Osmond.

—No sé por qué le llama el amigo de madame Merle. ¿Es ese el principal rasgo por el que se le conoce?

—Si no es amigo suyo, debería serlo… ¡después de todo lo que ha hecho por él! —exclamó la señora Touchett—. Nunca me habría esperado eso de ella; me siento decepcionada.

—Si quiere decir con eso que madame Merle ha tenido algo que ver en mi compromiso, está completamente equivocada —dijo Isabel con una especie de ardiente frialdad.

—¿Te refieres a que tus encantos han sido suficientes, sin necesidad de echarle el lazo al caballero? Tienes toda la razón. Tus encantos son inmensos, y él nunca se hubiera atrevido a pensar en ti si ella no le hubiera animado. Osmond tiene muy buen concepto de sí mismo, pero no se molesta por nada. Madame Merle se ha tomado la molestia en su lugar.

—¡Él también se ha tomado muchas! —exclamó Isabel con una risa forzada.

—Imagino que, después de todo, sí se habrá esforzado, para conseguir gustarte tanto —asintió con gesto brusco la señora Touchett.

—Pensé que a usted incluso le agradaba.

—Hubo un tiempo en que así era, por eso estoy enfadada con él.

—Enfádese conmigo, no con él —dijo la joven.

—Siempre estoy enfadada contigo, ¡eso no es ningún consuelo! ¿Fue por eso por lo que rechazaste a lord Warburton?

—Por favor, no vuelva otra vez sobre lo mismo. ¿Por qué no habría de gustarme el señor Osmond si a otras también les gusta?

—Pero esas otras no han querido casarse con él ni en un arrebato de locura. Ese hombre no es nada… —explicó la señora Touchett.

—Entonces no podrá herirme —respondió Isabel.

—¿Crees que vas a ser feliz? Deberías saber que nadie es feliz en estos casos.

—Pues entonces seré yo la que instaure la moda. ¿Para qué se casa la gente?

—Solo Dios sabe para qué te casas tú. Por lo general, la gente se casa por lo mismo que se asocia: para fundar una casa. Pero en esta sociedad tú eres la que lo pone todo.

—¿Es porque el señor Osmond no es rico? ¿Es eso a lo que se refiere? —preguntó Isabel.

—No tiene dinero, ni apellido, ni tampoco tiene prestigio. Yo valoro esas cosas y tengo el coraje de decirlo; creo que son muy valiosas. Mucha otra gente piensa lo mismo y lo demuestra, pero ofrecen otras explicaciones.

Isabel titubeó un instante.

—Creo que yo valoro todo aquello que es valioso. Me importa mucho el dinero, y por eso deseo que el señor Osmond disponga de un poco.

—Dáselo entonces, pero cásate con otro.

—Su apellido es lo bastante bueno para mí —continuó la joven—. Y además es muy bonito. ¿Acaso el mío es tan bueno?

—Razón de más para que intentes mejorarlo. Apenas hay una decena de apellidos estadounidenses que merezcan la pena. ¿Te casas con él por caridad?

—Era mi deber decírselo, tía Lydia, pero no creo que sea mi deber darle explicaciones. Incluso si lo fuera, no podría hacerlo. Así que, por favor, no me reconvenga. Hablando de este tema estoy en desventaja, porque yo no puedo hablar.

—No te reconvengo, tan solo te respondo: es mi deber dar alguna muestra de inteligencia y sensatez. Lo vi venir y no dije nada. Nunca me entrometo.

—Nunca lo hace y se lo agradezco enormemente. Ha sido usted muy considerada.

—No fue por consideración, lo hice por conveniencia —dijo la señora Touchett—. Pero voy a hablar con madame Merle.

—No entiendo por qué se empeña en mezclarla en esto. Ha sido muy buena amiga conmigo.

—Es posible, pero conmigo no lo ha sido en absoluto.

—¿Qué es lo que le ha hecho?

—Me ha engañado. Prácticamente me prometió que impediría tu compromiso.

—No habría sido capaz de impedirlo.

—Ella es capaz de cualquier cosa, es lo que siempre me ha gustado de madame Merle. La sabía capaz de desempeñar cualquier papel, pero creí que los interpretaba de uno en uno. No imaginé que interpretaría dos papeles al mismo tiempo.

—No sé qué papel habrá interpretado con usted —dijo Isabel—, eso queda entre ustedes dos. Conmigo se ha mostrado sincera, amable y entregada.

—Entregada, por supuesto, porque quería que te casaras con su candidato. A mí me dijo que solo te vigilaba para poder interponerse.

—Eso se lo dijo para complacerla —respondió Isabel, consciente a pesar de todo de lo poco convincente que resultaba su explicación.

—¿Para complacerme por medio del engaño? Me conoce mejor que todo eso. ¿Acaso me siento complacida hoy?

—No me parece que usted se sienta nunca muy complacida —se vio obligada a responder Isabel—. Si madame Merle sabía que usted acabaría por saber la verdad, ¿qué podía ganar con su insinceridad?

—Ganó tiempo, como puedes ver. Mientras yo esperaba a que ella interfiriera, tú te alejabas desfilando mientras ella iba marcando el paso.

—De acuerdo. Pero según usted misma reconoce, fue consciente de que yo me alejaba y, aunque ella hubiese dado la voz de alarma, usted no habría intentado detenerme.

—Yo no, pero alguien más lo habría hecho.

—¿A quién se refiere? —preguntó Isabel mirando a su tía con mucha dureza.

Los brillantes ojillos de la señora Touchett, tan activos como de costumbre, más que devolvérsela le sostuvieron la mirada.

—¿Habrías hecho caso a Ralph?

—No si se hubiese dedicado a ofender al señor Osmond.

—Ralph no ofende a la gente, lo sabes de sobra. Te tiene muchísimo cariño.

—Lo sé —dijo Isabel—, y ahora lo podré comprobar, porque él sabe que todo cuanto hago lo hago por un motivo.

—Él jamás creyó que fueras a hacer esto. Le dije que serías capaz de hacerlo y él argumentó todo lo contrario.

—Lo hizo porque le gusta discutir —sonrió la joven—. Si a él no le acusa de haberla engañado, ¿por qué acusa entonces a madame Merle?

—Ralph nunca me dio a entender que lo impediría.

—¡Me alegra saberlo! —exclamó alegremente Isabel—. Me gustaría mucho —añadió a continuación— que, cuando llegue, sea usted la primera que le hable de mi compromiso.

—Desde luego que se lo diré —respondió la señora Touchett—. A ti no te voy a decir nada más, pero te advierto que pienso hablar de ello a otras personas.

—Haga lo que mejor le parezca. Yo únicamente me refería a que me parece mejor que se entere por usted antes que por mí.

—Estoy de acuerdo contigo, ¡es mucho más apropiado!

Tras decir esto, tía y sobrina se fueron a almorzar y la señora Touchett, tal y como había prometido, no volvió a mencionar al señor Osmond. Sin embargo, al cabo de un rato en silencio, le preguntó quién era el que la había visitado hacía una hora.

—Era un viejo amigo, un caballero estadounidense —dijo Isabel sonrojándose.

—Un caballero estadounidense, naturalmente. Solo un caballero de Estados Unidos podría venir de visita a las diez de la mañana.

—Eran las diez y media. Tenía mucha prisa, se marcha esta noche.

—¿No podría haber venido ayer, a la hora normal?

—Es que llegó anoche.

—¿Y solo pasa veinticuatro horas en Florencia? —exclamó la señora Touchett—. Es un verdadero caballero estadounidense.

—Desde luego que lo es —dijo Isabel, pensando con admiración perversa en lo que Caspar Goodwood había hecho por ella.

Ralph llegó dos días después, pero aunque Isabel estaba convencida de que la señora Touchett no había perdido el tiempo en comunicarle la gran noticia, al principio su primo no dio muestras de saber nada del asunto. De lo primero que hablaron fue de su salud, naturalmente. Isabel quería hacerle muchas preguntas acerca de Corfú. El aspecto de Ralph la había conmocionado al verlo entrar en la habitación; ya había olvidado su aire enfermizo. A pesar de su estancia en Corfú, aquel día parecía encontrarse muy mal, y la joven se preguntó si su primo estaría realmente peor o si simplemente ella había perdido la costumbre de vivir con un enfermo. El pobre Ralph no se acercaba ni de lejos a los cánones de la belleza convencional en su recorrido por la vida, y la pérdida completa de salud que ahora padecía no contribuía en absoluto a mitigar la rareza natural de su aspecto. Demacrado y maltrecho, pero aún sensible e irónico, su rostro parecía un desvencijado farol de papel; su fina barba languidecía sobre las mejillas delgadas; la curva desorbitada de su nariz resaltaba con mayor nitidez. Se le veía más flaco que nunca, enjuto, larguirucho y desgarbado, una unión accidental de ángulos descoyuntados. Su chaqueta de terciopelo marrón se había convertido en una prenda perenne; las manos se le habían pegado dentro de los bolsillos; andaba con pesadez, arrastrando los pies y a trompicones, de una forma que delataba una gran indefensión física. Era quizá ese andar errático lo que revelaba mejor que nunca su carácter de enfermo cómico, para quien incluso sus propias debilidades forman parte de la gran broma general. En el caso de Ralph, bien podían haber sido la causa principal de la falta de seriedad con la que veía un mundo en el que le era ya imposible encontrar una razón que explicase la continuidad de su presencia en él. Isabel se había encariñado con su fealdad, y su torpeza había acabado por gustarle. Estas características se habían dulcificado con el trato y le parecían que eran precisamente esas las peculiaridades que daban a Ralph todo su encanto. Era tan encantador que la percepción que Isabel había tenido hasta el momento de su enfermedad había estado acompañada de una especie de consuelo: el estado de su salud no había parecido una limitación, sino un tipo de ventaja intelectual que le liberaba de toda emoción profesional y oficial, y le permitía el lujo de sentir exclusivamente las de índole personal. El resultado era una personalidad deliciosa, una prueba fehaciente de haber vencido la cara más rancia de la enfermedad. Se había visto obligado a reconocer que se encontraba terriblemente mal, aunque en cierto modo había evitado declararse formalmente enfermo. Esta era la impresión que la joven tenía de su primo, y si había sentido lástima de él había sido únicamente producto de la reflexión. Y como reflexionaba tanto, se había permitido sentir cierta compasión hacia él, aunque siempre había temido malgastar aquella esencia, aquel artículo tan preciado, que tiene más valor para quien lo ofrece que para cualquier otro. En ese momento, sin embargo, no hacía falta tener una gran sensibilidad para comprender que el hilo que sostenía la vida del pobre Ralph era menos elástico de lo que debiera. Ralph era un espíritu brillante, libre y generoso, tenía toda la iluminación de la sabiduría y nada de su pedantería, y a pesar de todo, para horror suyo, se estaba muriendo.

Isabel observó de nuevo que la vida era ciertamente difícil para algunas personas, y sintió una ligera oleada de vergüenza al pensar lo fácil que ahora prometía ser para ella. Estaba dispuesta a admitir que Ralph no se mostrase complacido con su compromiso, pero a lo que no estaba dispuesta, pese al afecto que hacia él sentía, era a permitir que ese hecho estropease la situación. Ni siquiera estaba dispuesta, o así lo pensaba, a enfadarse porque no sintiese ninguna simpatía hacia sus planes, pues sería privilegio suyo (sería, de hecho, su inclinación natural) no mostrarse de acuerdo con ningún paso que ella diese hacia el matrimonio. Un primo siempre parece odiar al marido de su prima; eso es algo tradicional, clásico, forma parte de esa creencia generalizada de que el primo parece siempre adorar a la prima. Ralph era ante todo crítico y, aunque a ella, aparte de otras consideraciones, le habría agradado casarse para complacer tanto a él como a los demás, habría sido absurdo conceder importancia a que su elección coincidiera con la opinión de su primo. ¿Cuál era esa opinión después de todo? Había dado a entender que prefería que se casara con lord Warburton, pero eso solo lo había hecho porque ella había rechazado a aquel hombre excelente. Si lo hubiese aceptado, estaba claro que la actitud de Ralph habría sido distinta; él siempre llevaba la contraria. Cualquier matrimonio se podía criticar; era parte de la esencia del matrimonio ser susceptible a la crítica. ¡Lo bien que podría ella, si se lo planteara, criticar aquella unión suya! Pero tenía otras cosas en las que pensar, y estaría encantada de que fuese Ralph quien se encargase de esa tarea en su lugar. Isabel estaba dispuesta a ser lo más paciente e indulgente posible. Su primo tenía que haberse dado cuenta, y por eso resultaba aún más extraño que no dijese nada. Transcurridos tres días sin que Ralph hablase, nuestra joven se cansó de esperar; por mucho que le disgustase, su primo debía al menos cumplir con las formas. Nosotros, que sabemos más del pobre Ralph que su prima, podemos creer sin dificultad que durante las horas que siguieron a su llegada al palazzo Crescentini ya había sopesado en privado las más diversas formas para afrontar aquello. Su madre le había recibido literalmente con la gran noticia, lo cual le produjo incluso más escalofríos que el maternal beso de la señora Touchett. Ralph se sintió horrorizado y humillado: sus cálculos habían sido erróneos y había perdido a la persona que más le importaba en el mundo. Deambulaba por la casa a la deriva, como una nave sin timón en medio de un torrente salpicado de rocas, o bien se sentaba en el jardín del palacio en una gran butaca de mimbre, con las largas piernas estiradas, la cabeza echada hacia atrás y el sombrero cubriéndole los ojos. Sentía el corazón helado; jamás había detestado algo tanto. ¿Qué podía hacer, qué podía decir? Si no podía reclamar a su prima, ¿podía fingir que se alegraba? Tratar de recuperarla solo era admisible si el intento podía tener éxito. Intentar convencerla de que había algo sórdido o siniestro en el hombre ante cuyas profundas artes había sucumbido solo sería aceptablemente discreto en caso de que ella se dejase convencer. En caso contrario, Ralph habría firmado su propia condena. Le costaba el mismo esfuerzo expresar sus pensamientos que ocultarlos; no podía ni asentir con sinceridad ni protestar con esperanza. Mientras tanto, sabía (o más bien suponía) que la pareja de prometidos renovaba a diario sus votos mutuos. Osmond se dejaba ver poco en aquellos momentos por el palazzo Crescentini, pero Isabel se reunía con él todos los días en otros lugares, como era libre de hacer una vez que su compromiso se hubo hecho público. Había alquilado un carruaje por meses, para no sentirse en deuda con su tía por los medios necesarios para lograr un fin que la señora Touchett desaprobaba, y por las mañanas iba en él al Cascine. A primera hora del día, aquel exuberante parque de las afueras estaba libre de intrusos y nuestra joven, que se reunía con su enamorado en la parte más tranquila, paseaba con él un rato bajo la grisácea sombra italiana y escuchaba a los ruiseñores.

 

34

Una mañana, a la vuelta de su paseo, una media hora antes del almuerzo, Isabel bajó del vehículo en el patio del palacio y, en lugar de subir por la majestuosa escalinata, cruzó el patio, pasó por debajo de un arco y entró al jardín. En ese momento era el lugar más delicioso que pudiera imaginarse. Sumido en la quietud del mediodía, la sombra cálida, envolvente y en calma convertía los cenadores en espaciosas cuevas. Ralph estaba allí sentado en la penumbra clara, a los pies de la estatua de Terpsícore, ninfa danzante con crótalos en los dedos y velos flotantes a la manera de Bernini. La relajación extrema de la figura de su primo hizo pensar al principio a Isabel que estaba dormido. Su paso ligero sobre la hierba no le había despertado y, antes de marcharse, la joven se detuvo un instante a contemplarlo. En ese momento Ralph abrió los ojos, e Isabel se sentó en un rústico asiento a juego con el que ocupaba su primo. Aunque en su enfado le había acusado de indiferencia, no estaba tan ciega para no ver que había algo que atormentaba a Ralph. Isabel había justificado su aire ausente en parte por la abulia que le provocaba una debilidad cada vez mayor, en parte por las preocupaciones relacionadas con la propiedad heredada de su padre, fruto de unas excéntricas operaciones que la señora Touchett desaprobaba y que, como le había dicho a Isabel, ahora encontraban también la oposición de los otros socios del banco. Tendría que haberse ido a Inglaterra, le decía su madre, en lugar de a Florencia. Hacía muchos meses que no iba por allí, y mostraba el mismo interés por los asuntos bancarios que por la situación de la Patagonia.

—Siento haberte despertado —dijo Isabel—; pareces muy cansado.

—Me encuentro muy cansado. Pero no estaba dormido. Estaba pensando en ti.

—¿Y eso te cansa?

—No te puedes imaginar hasta qué punto. No lleva a ninguna parte. El camino es largo y no llego jamás.

—¿Adónde te gustaría llegar? —le preguntó mientras cerraba la sombrilla.

—A poder expresarme apropiadamente lo que pienso de tu compromiso.

—No pienses demasiado en eso —le respondió con suavidad.

—¿Quieres decir que no es asunto mío?

—Llegado a cierto punto, no lo es.

—Ese es el punto que quiero precisar. Imagino que habrás pensado que me estaba portando como un maleducado. No te he felicitado todavía.

—Claro que me he dado cuenta. Me preguntaba por qué guardabas silencio.

—Por muchas razones. Te lo voy a explicar —dijo Ralph. Se quitó el sombrero y lo dejó en el suelo. Después se sentó frente a ella, mirándola. Se echó hacia atrás bajo la protección de Bernini, con la cabeza apoyada en su pedestal del mármol, los brazos caídos a los lados y las manos apoyadas en los brazos de su amplia butaca. Se le veía raro, incómodo. Estuvo vacilando un buen rato. Isabel no dijo nada: cuando veía a alguien incómodo solía sentir lástima, pero estaba decidida a no ayudar a Ralph a decir una sola palabra que no respetase su gran decisión—. Creo que a duras penas me he recuperado de la sorpresa —continuó al fin—. Eres la persona de quien menos esperaba que se dejara atrapar.

—No sé por qué lo llamas dejarse atrapar.

—Porque te van a meter en una jaula.

—Si me gusta mi jaula, eso no tiene por qué preocuparte —respondió ella.

—Eso es lo que me pregunto, y en lo que he estado pensando.

—Si tú lo has estado pensando, ¡puedes imaginar cuánto lo he pensado yo! Me siento satisfecha de lo que estoy haciendo.

—Pues mucho debes de haber cambiado. Hace un año valorabas tu libertad por encima de cualquier cosa. Lo único que deseabas era contemplar la vida.

—Ya la he visto —dijo Isabel—. Y reconozco que ahora no me parece una ocupación tan atractiva.

—No pretendo que lo sea; solo que tenía la idea de que mantenías una opinión positiva sobre ella y de que querías explorar todas sus posibilidades.

—He comprobado que no se puede abarcar algo tan amplio. Hay que escoger un rincón y cultivarlo.

—Eso es lo que yo pienso. Y hay que elegir el mejor rincón posible. Durante el invierno, mientras leía tus deliciosas cartas, no tenía ni idea de que estuvieras tomando una decisión. No dijiste nada al respecto y tu silencio me hizo bajar la guardia.

—No se trataba de algo que te pudiera contar por carta. Además, no sabía nada del futuro. Todo esto ha sucedido después. Pero, de haber estado en guardia, ¿qué habrías hecho? —preguntó Isabel.

—Te habría dicho: «Espera un poco más».

—¿Esperar a qué?

—Bueno, a tener un poco más de luz —dijo Ralph con una sonrisa un tanto absurda, mientras metía las manos en los bolsillos.

—¿Y de dónde habría llegado esa luz… de ti?

—Podría haber hecho saltar una o dos chispas.

Isabel se había quitado los guantes y, tras colocarlos sobre la rodilla, los alisó. La delicadeza de aquel gesto era accidental, pues la expresión de su rostro no era conciliadora.

—Estás dando palos de ciego, Ralph. Te gustaría decir que no te agrada el señor Osmond, lo que pasa es que te da miedo hacerlo.

—¿«Dispuesto a herir pero temeroso de atacar»? A él estoy dispuesto a herirle, sí, pero a ti no. Te temo a ti, no a él. Si te casas con él, no me favorecerá haber hablado así.

—¡Si me caso con él! ¿Acaso tenías alguna esperanza de poder disuadirme?

—Está claro que eso te parece demasiado fatuo.

—No —respondió Isabel tras una breve pausa—, me parece demasiado conmovedor.