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100 Clásicos de la Literatura

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Su voz se apagó y Baby oyó un ruido sordo de golpes en la puerta. Luego volvió a oírse la voz de Dick.

— ¿Es que no hay ahí ningún americano? ¿Ningún inglés?

Baby recorrió el pasillo siguiendo la voz hasta que, al llegar a un patio, se quedó un momento desorientada y por fin localizó la salita de guardia de donde procedían los gritos. Dos carabinieri se pusieron en pie sobresaltados al verla, pero Baby pasó ante ellos rápidamente y se dirigió a la puerta de la celda.

— ¡Dick! —exclamó—. ¿Qué es lo que ha pasado?

—Me han sacado un ojo —dijo Dick con voz lastimera—. Me pusieron las esposas y luego me golpearon, los malditos… los…

Baby, echando chispas por los ojos, dio un paso hacia los dos carabinieri.

— ¿Qué le han hecho? —murmuró, con tal fiereza que los dos se echaron hacia atrás previendo que iba a tener un acceso de ira.

—Non capisco inglese.

Los maldijo en francés. Su furia era tal que dominaba todo aquel espacio y envolvía a los dos hombres, hasta que éstos se amilanaron y trataron de quitarse de encima todo el peso de la culpa que dejaba caer sobre ellos.

— ¡Hagan algo! ¡Hagan algo!

—No podemos hacer nada mientras no nos lo ordenen.

—Bene. Bay-nay! Bene!.

Una vez más consiguió Baby que su cólera les afectara de tal modo que se deshicieron en disculpas por no poder hacer nada y se miraron convencidos de que debía haber pasado algo terrible. Baby fue hasta la puerta de la celda, se apoyó en ella, casi acariciándola, como si de ese modo Dick pudiera sentir su presencia y su poder, y exclamó:

—Me voy a la Embajada. Volveré.

Tras lanzar a los carabinieri una última mirada furibunda, salió apresuradamente de allí.

Fue en taxi hasta la Embajada americana y al llegar allí tuvo que pagar al taxista, que se negaba a esperarla. Seguía siendo de noche cuando subió las escaleras y apretó el timbre. Tuvo que apretarlo tres veces hasta que al fin le abrió la puerta el portero con aire soñoliento.

—Necesito ver a alguien —dijo ella—. A quien sea. Pero dese prisa.

—No hay nadie despierto todavía, señora. No abrimos hasta las nueve.

Con un gesto de impaciencia, Baby pasó por alto aquella mención de la hora.

—Es importante. Le han dado una paliza terrible a una persona… a un ciudadano americano. Está en la cárcel italiana. —No hay nadie despierto. A las nueve…

—No puedo esperar. Le han sacado un ojo… es mi cuñado, y se niegan a dejarlo en libertad. ¿No se da cuenta de que tengo que hablar con alguien? ¿Está usted loco? ¿Qué hace ahí parado mirándome como un idiota?

Yo no puedo hacer nada, señora.

— ¡Tiene que despertar a quien sea!

Le agarró por los hombros y le dio una sacudida violenta.

—Es un asunto de vida o muerte. Como no despierte a alguien, no respondo de lo que le pase a usted…

—Haga el favor de no ponerme las manos encima, señora.

Desde arriba, a espaldas del portero, llegó como flotando una voz cansina con acento de Groton.

— ¿Qué pasa ahí?

El portero contestó aliviado.

—Es una señora. Y me está agrediendo.

Había dado un paso atrás para contestar y Baby irrumpió en el vestíbulo. En uno de los rellanos superiores de la escalera había un joven de aspecto singular, envuelto en una bata persa blanca con bordados, que claramente acababa de despertarse. Tenía la cara rosa, pero de un rosa monstruoso y artificial, vivo y a la vez inanimado, y tenía la boca tapada con lo que parecía ser una mordaza. Al ver a Baby movió la cabeza hacia atrás para que quedara en penumbra.

— ¿Qué pasa? —repitió.

Baby se lo explicó, abriéndose paso en su agitación hacia las escaleras. Mientras le contaba lo sucedido, se dio cuenta de que lo que había tomado por mordaza era en realidad una especie de venda para el bigote y que tenía la cara cubierta de crema de color rosa, lo que encajaba perfectamente en aquella pesadilla que estaba viviendo. Lo que tenía que hacer, insistió con vehemencia, era acompañarla a la cárcel inmediatamente y sacar de allí a Dick.

—Mal asunto es ése —dijo él.

—Sí —asintió Baby en tono conciliatorio—. ¿Qué?

—Eso de enfrentarse a la policía.

Empezó a insinuarse en su voz un tono de ofensa personal.

Me temo que no se va a poder hacer nada hasta las nueve.

— ¡Hasta las nueve! —repitió Baby horrorizada—. ¡Pero algo podrá hacer usted! ¿Por qué no viene a la cárcel conmigo para asegurar que no le vuelvan a hacer daño?

—No estamos autorizados para ese tipo de cosas. De eso se encarga el Consulado. El Consulado abre a las nueve.

La impasibilidad de su rostro, constreñido por la tira que sujetaba el bigote, acabó de irritar a Baby.

—Pues no puedo esperar hasta las nueve. Mi cuñado dice que le han sacado un ojo. ¡Está herido de gravedad! Tengo que volver allí. Tengo que encontrar un médico.

Decidió no dominarse más y lloraba exasperadamente al hablar, pues sabía que una escena de nervios tendría más efecto sobre él que todo lo que pudiera decir.

—Tiene que hacer algo para arreglarlo. Su obligación es proteger a los ciudadanos americanos cuando tienen algún problema.

Pero él era de la costa este y más duro de lo que Baby esperaba. Moviendo la cabeza con un gesto que indicaba que estaba teniendo mucha paciencia con ella, a pesar de que se negaba a entender su posición, se ciñó más la bata persa y descendió unos peldaños.

—Dele a esta señora las señas del Consulado —le dijo al portero— y busque las señas y el teléfono del doctor Colazzo y déselos también.

Se volvió a Baby con la expresión de un Cristo enojado.

—Señora mía: el cuerpo diplomático representa al Gobierno de los Estados Unidos ante el Gobierno de Italia. No le incumbe para nada la protección de los ciudadanos, salvo si recibe instrucciones específicas del Departamento de Estado. Su cuñado ha infringido las leyes de este país y lo han metido en la cárcel, igual que podrían meter en la cárcel a un italiano en Nueva York. Los únicos que lo pueden poner en libertad son los tribunales italianos y si su cuñado tiene motivos para presentar una denuncia, puede usted obtener asistencia y asesoramiento en el Consulado, que se encarga de proteger los derechos de los ciudadanos americanos. El Consulado no abre hasta las nueve. Yo no podría hacer nada aunque se tratara de mi propio hermano y…

— ¿No podría llamar usted al Consulado? —interrumpió Baby.

—No podemos injerimos en los asuntos del Consulado. A las nueve, cuando el cónsul llegue…

— ¿No me puede dar usted la dirección de su domicilio? Tras una minúscula pausa, negó con la cabeza. Cogió la nota que el portero le tendía y se la entregó a Baby. —Y ahora, si me lo permite…

Se las había arreglado para llevarla hasta la puerta; durante un instante, la luz violeta del alba iluminó crudamente la máscara rosa y la tira de tela que sujetaba el bigote. Y de pronto, Baby se encontró sola en la escalinata: había estado en la Embajada diez minutos.

La plaza a la que daba estaba casi totalmente vacía: sólo había un viejo recogiendo colillas con un palo con púas. Baby tomó un taxi y fue al Consulado, pero allí no había más que tres pobres mujeres fregando las escaleras. No consiguió hacer que entendieran que quería saber la dirección del cónsul. De pronto le volvió a entrar la preocupación y salió corriendo y le dijo al taxista que la llevara a la cárcel. Aquél no sabía dónde estaba, pero usando las palabras sempre dritte, destra y sinistra consiguió que la llevara hasta un lugar cercano, donde se bajó y se lanzó a explorar un laberinto de callejas que creía reconocer. Pero todos los edificios y las callejas parecían iguales. Siguiendo una pista salió a la Plaza de España y se animó al ver la palabra «American» en el rótulo de las oficinas de la American Express. Había luz en la ventana y atravesó la plaza apresuradamente, pero la puerta estaba cerrada y vio que eran las siete en el reloj que había dentro. Entonces se acordó de Collis Clay.

Recordaba cómo se llamaba su hotel, una villa anticuada forrada de felpa roja que estaba enfrente del Excelsior. La mujer que estaba en recepción no parecía dispuesta a ayudarla: no estaba autorizada a entrar sin avisar en el cuarto del señor Clay y se negaba a dejar subir sola a la señorita Warren; finalmente, tras convencerse de que no se trataba de un asunto amoroso la acompañó arriba.

Collis yacía desnudo en su cama. La noche anterior había llegado bastante borracho y, al despertarse, tardó un rato en darse cuenta de que estaba desnudo. Trató de compensarlo con un exceso de recato. Se llevó la ropa al cuarto de baño y se vistió apresuradamente, mientras murmuraba para sus adentros: «¡Caray! Desde luego me ha visto todo lo que me podía ver». Tras hacer varias llamadas telefónicas, averiguaron dónde estaba la cárcel y allí se dirigieron.

La puerta de la celda estaba abierta y Dick estaba repantigado en una silla en la sala de guardia. Los carabinieri le habían limpiado parte de la sangre que tenía en la cara, le habían peinado someramente y le habían encasquetado el sombrero de forma que le tapara casi toda la cara. Baby permaneció en la entrada. Estaba temblando.

—El señor Clay se quedará contigo —dijo—. Voy a ver si consigo ver al cónsul y traerte un médico.

—Muy bien.

—No hagas nada y quédate tranquilo.

—Sí.

—Hasta luego.

Fue en taxi hasta el Consulado. Ya eran más de las ocho y la dejaron esperar en la antesala. El cónsul llegó hacia las nueve, y Baby, histérica por lo impotente y lo agotada que se sentía, repitió toda la historia. El cónsul se irritó. Le dijo que no había que enzarzarse en peleas en una ciudad extraña, pero lo que más parecía importarle era que esperase afuera. Con desesperación, Baby leyó en sus ojos de persona mayor que deseaba mezclarse lo menos posible en aquella catástrofe. Mientras esperaba una decisión suya, empleó el tiempo en telefonear a un médico para que fuera a ocuparse de Dick. Había otras personas en la antesala y a algunas de ellas las hicieron pasar al despacho del cónsul. Pasada media hora, Baby aprovechó el momento en que salía alguien para pasar precipitadamente por delante de la secretaria y meterse en el despacho.

 

— ¡Esto es intolerable! A un norteamericano le han dado una paliza que casi lo matan y lo han metido en la cárcel y usted no hace nada por ayudarle.

—Un momento, señora…

—Ya he esperado bastante. ¡Venga inmediatamente conmigo a la cárcel y sáquelo de allí!

—Señora…

—Mi familia es muy importante en los Estados Unidos. (Se le iba endureciendo el gesto a medida que hablaba). Si no fuera por el escándalo que… Ya me encargaré yo de que queden bien informadas las personas pertinentes de la indiferencia que ha mostrado usted en este asunto. Si mi cuñado fuera ciudadano británico, hace ya horas que estaría en libertad, pero a usted le preocupa más lo que pueda pensar la policía que cumplir con sus deberes de cónsul.

—Señora…

—Póngase el sombrero y venga conmigo inmediatamente.

Que mencionara su sombrero pareció alarmar al cónsul, que empezó a limpiarse los cristales de las gafas apresuradamente y a desordenar sus papeles. De nada le sirvió aquello: tenía ante sí a la Mujer Norteamericana en estado de excitación; nada podía hacer ante aquel temperamento irracional que barría con todo, que había acabado con el espíritu de toda una raza y había convertido todo un continente en una guardería infantil. Telefoneó al vicecónsul: Baby había ganado.

Dick estaba sentado al sol que entraba profusamente por la ventana de la sala de guardia. Con él estaban Collis y dos carabinieri, y todos parecían esperar que pasara algo. Con la limitada visión que le quedaba en un ojo, Dick podía ver a los carabinieri. Eran campesinos toscanos con el labio superior corto y le resultaba difícil relacionarlos con la brutalidad de la noche anterior. Le pidió a uno de ellos que le trajera un vaso de cerveza.

La cerveza le puso un poco alegre y por un momento consideró todo lo ocurrido con cierto humor sarcástico. Collis tenía la impresión de que la muchacha inglesa tenía algo que ver con todo el lío, pero Dick estaba seguro de que había desaparecido mucho antes de que ocurriera nada. Collis seguía dando vueltas al hecho de que la señorita Warren lo hubiera encontrado desnudo en la cama.

A Dick se le había pasado algo la indignación y tenía una profunda sensación de irresponsabilidad penal. Lo que le había ocurrido era tan horrible que nada podía cambiarlo, salvo que consiguiera borrarlo totalmente de su memoria y, como esto no era nada probable, estaba desesperado. A partir de aquel momento iba a ser una persona diferente, y en el estado de hipersensibilidad en que se encontraba, se hacía ideas sumamente extrañas de cómo iba a ser esa nueva persona. Aquello parecía tener el carácter impersonal de un caso de fuerza mayor. Ningún ario adulto es capaz de sacar provecho de una humillación. Si llega a perdonarla, es porque ya ha pasado a formar parte de su vida, se ha identificado con aquello que le humilló. Pero en este caso no parecía posible que ello ocurriera.

Cuando Collis habló de tomar represalias, Dick sacudió la cabeza y no dijo nada. Entonces entró en la sala con tres hombres un teniente de carabinieri de aspecto reluciente, desplegando gran energía y vitalidad, y los guardias saltaron a posición de firmes. Agarró la botella de cerveza vacía y reprendió severamente a sus subordinados. Estaba animado de un nuevo sentido del orden, y lo primero que había que hacer era sacar aquella botella de cerveza de la sala de guardia. Dick miró a Collis y se echó a reír.

Llegó el vicecónsul, un joven recargado de trabajo que se llamaba Swanson, y se dirigieron al juzgado, Collis y Swanson uno a cada lado de Dick y los dos carabinieri detrás, a corta distancia. Era una mañana brumosa, amarillenta. Las plazas y los soportales estaban llenos de gente, y Dick, con el sombrero calado hasta las orejas, caminaba deprisa, marcando el ritmo de la marcha, hasta que uno de los carabinieri de piernas cortas se adelantó para quejarse. Swanson lo tranquilizó.

—Les he deshonrado, ¿no? —dijo Dick en tono jovial.

—Se expone uno a que lo maten luchando con italianos —replicó Swanson tímidamente—. Por esta vez quizá lo dejen en libertad, pero si fuera usted italiano no le libraba nadie de pasar un par de meses en la cárcel.

— ¿Ha estado usted en la cárcel alguna vez? Swanson se echó a reír.

—Me cae bien —le anunció Dick a Clay—. Es un joven muy agradable y da excelentes consejos, pero apuesto a que él también ha estado en la cárcel. Seguro que se ha pasado semanas encerrado.

Swanson volvió a reír.

—Lo que le quiero decir es que tenga más cuidado. No sabe cómo es esta gente.

— ¡Sé perfectamente cómo son! —exclamó Dick, irritado—. Son unos canallas.

Y volviéndose a los carabinieri, les dijo:

— ¿Han oído eso?

—Le tengo que dejar —dijo Swanson precipitadamente—. Ya se lo dije a su cuñada y nuestro abogado le estará esperando arriba en la sala. Sea prudente.

—Adiós —dijo Dick, dándole la mano cortésmente—. Muchísimas gracias. Presiento que va usted a hacer carrera.

Con una última sonrisa, Swanson se marchó apresuradamente, y su cara volvió adoptar la expresión oficial de desaprobación.

Entonces pasaron a un patio rodeado por sus cuatro lados de escaleras exteriores que llevaban a las salas del piso superior. Al cruzar el patio fueron recibidos con una serie de gruñidos, siseos y abucheos por los grupos de gente que había allí, al parecer esperando a alguien, y oyeron voces llenas de ira y desprecio. Dick miró a su alrededor sin comprender.

— ¿Qué es eso? —preguntó horrorizado.

Uno de los carabinieri dijo unas palabras a un grupo de hombres y dejaron de oírse las voces.

Entraron en la sala del tribunal. Un abogado italiano de aspecto zarrapastroso, enviado por el Consulado, le estuvo hablando al juez un largo rato mientras Dick y Collis esperaban a un lado. Alguien que sabía inglés y que estaba junto a la ventana que daba al patio se les acercó y les explicó el motivo de aquel tumulto con que se habían encontrado a su paso por el patio. Un individuo de Frascati que había violado y matado a una niña de cinco años tenía que comparecer esa mañana y la gente había supuesto que era Dick.

Pasados unos minutos, el abogado le dijo a Dick que era libre. El tribunal consideraba que ya había recibido suficiente castigo.

— ¡Suficiente! —exclamó Dick—. ¿Y castigo por qué?

—Vámonos —dijo Collis—. No puede hacer ya nada.

—Pero ¿qué es lo que hice, aparte de pelearme con unos taxistas?

—Ellos alegan que se acercó a un inspector de policía como si fuera a darle la mano y le dio un puñetazo.

— ¡Eso no es cierto! Le dije que le iba a dar un puñetazo… No sabía que era inspector de policía.

—Es mejor que se vaya —le apremió el abogado.

—Vámonos.

Collis le agarró del brazo y bajaron las escaleras.

— ¡Quiero pronunciar un discurso! —gritó Dick—. Quiero explicar a esta gente cómo violé a una niña de cinco años. Seguramente fui yo…

—Vamos.

Baby les aguardaba con un médico en un taxi. Dick no tenía ganas de mirarla y le desagradó el médico, que con sus modales severos demostraba pertenecer a uno de los tipos de europeo más insoportables: el moralista de país latino. Dick resumió su versión de lo que había ocurrido, pero los otros no parecían tener mucho que decir. En su habitación del Quirinal el médico le limpió la sangre que aún le quedaba en la cara y el sudor grasiento, le compuso la nariz y las costillas y los dedos fracturados, le desinfectó las heridas más leves y le cubrió el ojo con una venda, esperando que así se curara. Dick pidió una pequeña dosis de morfina, pues seguía despabilado y lleno de energía nerviosa. Con la morfina consiguió dormirse. El médico y Collis se marcharon y Baby se quedó con él hasta que llegara una enfermera que habían pedido en el sanatorio inglés. Había sido una noche terrible, pero a ella le quedaba la satisfacción de saber que, a partir de aquel momento, e independientemente de cuál hubiera sido el comportamiento anterior de Dick, su familia tenía una superioridad moral sobre él que podría hacer valer mientras les siguiera siendo de alguna utilidad.

Suave Es la Noche

Libro Tercero

Por

Francis Scott Fitzgerald

I

La señora Kaethe Gregorovius alcanzó a su esposo en el camino de su chalé.

— ¿Qué tal estaba Nicole? —preguntó, como de pasada; pero su hablar jadeante reveló que tenía la pregunta en su mente mientras se acercaba a él.

Franz la miró sorprendido.

—Nicole no está enferma. ¿Por qué me lo preguntas, cariño?

—Como la ves tanto. Pensaba que estaría enferma. —Mejor hablemos de eso dentro de la casa.

Kaethe accedió sumisamente. Como su marido tenía el despacho en el edificio donde estaban las oficinas y los niños estaban en el cuarto de estar con su profesor particular, subieron al dormitorio.

—Perdona, Franz —dijo Kaethe antes de que él pudiera hablar—. Perdona, cariño. No tenía que habértelo dicho.

Sé cuáles son mis obligaciones y estoy orgullosa de ellas. Pero entre Nicole y yo hay como una corriente de antipatía mutua.

— ¡Los pájaros en sus nidos viven en armonía! —soltó Franz con voz de trueno. Pero al darse cuenta de que el tono no resultaba apropiado a lo que trataba de expresar, repitió la frase en el tono pausado y mesurado con el que su viejo maestro, el doctor Dohmler, conseguía dar significado a la afirmación más banal—. Los pájaros… en… sus… nidos… ¡viven en armonía!

—Sí, ya lo sé. No creo que puedas decir que no me he comportado correctamente con Nicole en todo momento.

—Lo que sí puedo decir es que te falta sentido común. Nicole es en cierto modo una persona enferma… y tal vez lo siga siendo el resto de su vida. Mientras no esté aquí Dick, me siento responsable por ella.

Pareció dudar; a veces, medio en broma, trataba de ocultarle noticias a Kaethe.

—Esta mañana hemos recibido un telegrama de Roma. Dick ha estado con gripe y regresa mañana.

Tranquilizada, Kaethe siguió hablando del tema que le interesaba en un tono menos personal:

—Creo que Nicole está menos enferma de lo que pensamos. Lo que hace es utilizar su enfermedad como instrumento de poder. Debería trabajar en el cine, como esa Norma Talmadge que tanto te gusta. Eso es lo que les gustaría hacer a todas las mujeres americanas.

— ¿Es que tienes celos de Norma Talmadge, en una película?

—No me gustan los americanos. Son unos egoístas. ¡Unos egoístas!

—Y Dick, ¿te gusta?

—Sí, Dick sí —reconoció—. Pero él es diferente. Piensa también en los demás.

«Igual que Norma Talmadge —pensó Franz—. Norma Talmadge debe ser una mujer buena y generosa, aparte de muy bonita. Yo creo que la obligan a hacer papeles insulsos. Norma Talmadge debe ser una mujer a la que sería un gran honor conocer».

Kaethe se había olvidado ya de Norma Talmadge, una sombra vívida que le había causado una profunda inquietud una noche, cuando regresaban en el coche después de haber visto una película en Zurich.

—Dick se casó con Nicole por su dinero —dijo—. Ése fue su fallo. Tú mismo me lo insinuaste una noche. —No seas maliciosa.

—No debería haberlo dicho —se retractó—. Todos tenemos que vivir juntos como pájaros, como dices tú. Pero no resulta fácil cuando Nicole se comporta como… cuando se echa hacia atrás un poco, como conteniendo la respiración… ¡cómo si yo oliera mal!

Sin pretenderlo, Kaethe había dicho algo que era muy cierto. Ella sola hacía casi todo el trabajo de la casa y, como era muy austera, se compraba muy poca ropa. Cualquier dependienta de comercio norteamericana, que se lava dos mudas cada noche, habría percibido en la persona de Kaethe indicios del sudor del día anterior reavivado, que más que un olor eran los restos amoniacales de una eternidad de trabajos caseros y deterioro físico. Para Franz aquello era tan natural como el aroma fuerte y pesado que despedía el pelo de Kaethe, y de faltarle lo hubiera echado igualmente de menos. Pero para Nicole, que había nacido detestando el olor de los dedos de la niñera que la vestía, equivalía a una ofensa que sólo podía tratar de sobrellevar lo mejor que podía.

 

—Y lo mismo con los niños —siguió Kaethe—. No le gusta que jueguen con los nuestros.

Pero Franz ya había oído bastante:

—Ten cuidado con lo que dices. ¿No te das cuenta de que si hablas así me puedes perjudicar profesionalmente? ¿No comprendes que tenemos la clínica gracias al dinero de Nicole? Venga, vamos a comer.

Kaethe se dio cuenta de que habría hecho mejor en callarse, pero lo último que dijo Franz le recordó que había otros americanos aparte de Nicole que tenían dinero, y una semana más tarde volvió a expresar la animadversión que sentía hacia Nicole con otras palabras.

Fue con ocasión de la cena a la que invitaron a los Diver para celebrar el regreso de Dick. No habían dejado aún de oírse sus pasos en el camino de grava cuando cerró la puerta y le dijo a Franz:

— ¿No te has fijado en los ojos de Dick? ¡Ha debido llevar una vida de crápula!

—No te precipites, por favor —le pidió Franz—. Dick me dijo lo que había pasado en cuanto llegó. Estuvo boxeando en el trasatlántico. Los americanos practican mucho el boxeo cuando viajan en trasatlánticos.

— ¿Quieres que me lo crea? —repuso ella en tono burlón—. Le duele un brazo cuando lo mueve y tiene una herida en la sien que todavía no le ha cicatrizado. Se nota el punto donde le han cortado el pelo.

Franz no se había fijado en esos detalles.

— ¿Qué? —siguió Kaethe—. ¿Crees que ese tipo de cosas le hacen algún bien a la clínica? Esta noche se le notaba en el aliento que había estado bebiendo y no es la primera vez que lo noto desde que ha vuelto.

Y en tono más pausado, para dar mayor solemnidad a sus palabras, añadió: Dick ya no es una persona seria.

Franz empezó a subir las escaleras y se encogió de hombros como para quitarse de encima aquella persistencia de su mujer. Al llegar al dormitorio se volvió a ella.

—Dick es un hombre serio y brillante. No me cabe la menor duda. Se le considera el más brillante dé todos los que han obtenido el título de neuropatología en Zurich en los últimos años. Más brillante de lo que yo podré ser nunca.

— ¡Qué vergüenza!

—Es la verdad. La vergüenza sería no reconocerlo. Cuando los casos son muy complicados, tengo que recurrir a Dick. Todo lo que ha publicado sigue siendo lo definitivo en su especialidad. Ve a cualquier biblioteca médica y pregunta. La mayoría de los estudiantes se creen que es inglés. No se pueden imaginar que una mente así haya podido salir de América.

Al sacar el pijama de debajo de la almohada emitió unos gruñidos familiares.

—No entiendo por qué hablas de esa manera, Kaethe. Yo pensaba que te era simpático.

— ¡Qué vergüenza! —dijo Kaethe—. Tú eres el que de verdad hace el trabajo. Es como lo de la liebre y la tortuga, y en mi opinión la liebre ya ha dejado prácticamente de correr.

— ¡Calla! ¡Calla!

—Bien, me callo. Pero es la verdad.

Franz dio un enérgico manotazo al aire.

— ¡Cállate de una vez!

Pero el resultado de la discusión fue que habían intercambiado realmente puntos de vista. Kaethe reconoció para sus adentros que se había mostrado demasiado severa con respecto a Dick, al que admiraba y cuya presencia le imponía respeto, y que, además, siempre le había hecho caso y se había mostrado comprensivo con ella. En cuanto a Franz, una vez que llegó a calar en él lo que había dicho Kaethe sobre Dick, nunca más volvió a pensar que éste fuera una persona seria. Y, con el tiempo, llegó a convencerse a sí mismo de que nunca había pensado que lo fuera.

II

Dick le contó a Nicole una versión expurgada de su desastrosa noche en Roma; según esa versión, había salido caballerosamente en defensa de un amigo que había bebido más de la cuenta. Podía contar con que Baby Warren no se iría de la lengua, puesto que le había descrito los efectos desastrosos que podía tener sobre Nicole el saber la verdad de lo ocurrido. Todo esto, sin embargo, era juego de niños comparado con la mella que en él mismo había hecho aquel episodio.

Su reacción consistió en una dedicación tan intensa a su trabajo que Franz, que estaba tratando de romper su asociación con él, no conseguía hallar fundamento para iniciar un desacuerdo. Una amistad digna de tal nombre no se puede destruir en una hora sin dejar alguna herida abierta, así que Franz se empeñó en creer, hasta llegar a convencerse totalmente, que Dick daba curso a sus razonamientos y sus impulsos emocionales a tal velocidad que su misma vibración le aturdía la mente; si bien ese contraste con su propia personalidad antes lo consideraba una virtud en su relación. O sea, que la burda necesidad obliga a hacer zapatos de lo que el año anterior era piel de animal.

Pero hasta que llegó mayo no tuvo Franz oportunidad de meter la primera cuña. Un día, al mediodía, entró Dick en su despacho pálido y con aspecto de estar cansado y, al sentarse, dijo:

—Bueno, se acabó.

— ¿Ha muerto?

—Le falló el corazón.

Dick se había dejado caer agotado en la silla más próxima a la puerta. Había permanecido tres noches enteras a la cabecera de aquella artista anónima cubierta de pústulas a la que había llegado a tomar cariño, oficialmente para administrarle dosis de adrenalina pero en realidad para tratar de arrojar alguna luz, por tenue que fuera, en la oscuridad que se avecinaba.

Dándose cuenta sólo a medias de cómo se sentía, Franz se apresuró a emitir un juicio:

—Era neurosífilis. Todos los Wasserman que pudiéramos haber hecho no me harían cambiar de opinión. El fluido cerebroespinal…

— ¡Qué más da! —dijo Dick—. ¡Qué diablos puede importar ya! Si tanto le importaba su secreto que quería llevárselo a la tumba, déjala en paz.

—Me parece que deberías tomarte un día de descanso.

—No te preocupes. Me lo voy a tomar.

Franz había encontrado la oportunidad que esperaba. Levantando la vista del telegrama que le estaba escribiendo al hermano de aquella mujer, le preguntó a Dick:

— ¿O no preferirás hacer un pequeño viaje?

—En este momento no.

—No me refiero a unas vacaciones. Se trata de un caso que tenemos en Lausana. Me he pasado toda la mañana al teléfono con un chileno…

—Fue tan valiente hasta el final —dijo Dick—. Y tardó tanto en morir.

Franz hizo un gesto de comprensión con la cabeza y Dick logró dominarse.

—Perdona que te interrumpiera.

—Esto será un cambio. Un padre que tiene problemas con su hijo y no consigue hacerle venir acá. Quiere que vaya alguien allí a verle.

—Pero ¿de qué se trata? ¿Alcoholismo? ¿Homosexualidad? Al decir Lausana…

—De todo un poco.

—Bien, iré. ¿Hay dinero por medio?

—Yo diría que mucho. Cuenta con estar allí dos o tres días y tráete al muchacho aquí si necesita tratamiento. En todo caso, tómatelo con calma; procura combinar trabajo y placer.

Después de dormir dos horas en el tren Dick se sintió como nuevo, y se dirigió a la entrevista con el señor Pardo y Ciudad Real con excelente estado de ánimo.

Ese tipo de entrevistas se parecían mucho las unas a las otras. Muchas veces la histeria de que daba muestras el representante de la familia era tan interesante desde el punto de vista psicológico como el estado del paciente. Esta entrevista no constituyó una excepción: el señor Pardo y Ciudad Real, un apuesto español de porte noble y pelo gris como el acero, con todos los atributos de la riqueza y el poder evidentes en su persona, daba vueltas como enloquecido por su suite del Hotel des Trois Mondes mientras le contaba la historia de su hijo con el mismo descontrol que podría tener una mujer ebria.

—Ya no sé qué hacer. Lo he intentado todo. Mi hijo es un pervertido. Lo era ya en Harrow. Lo era en el Kings College en Cambridge. No tiene ya remedio. Y ahora que encima bebe, es cada vez más evidente lo que es, y los escándalos son constantes. Como le digo, lo he intentado todo. Elaboré un plan con un médico amigo mío: se fueron juntos a hacer un viaje por España. Todas las tardes le ponía a Francisco una inyección de polvo de cantárida y luego se iban los dos juntos a un burdel renombrado. Durante una semana o así la cosa pareció funcionar, pero al final no dio ningún resultado. Hasta que la semana pasada, en esta misma habitación, o más bien en ese cuarto de baño (lo señaló), hice que Francisco se desnudara hasta la cintura y le azoté con una fusta.