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100 Clásicos de la Literatura

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—Si, vamos a anotarlo —farfulló Nicolás Parthenovitch.

—No deben mencionar eso de la vergüenza. Si les he hablado de ello, pudiendo callarme, ha sido sólo por complacerlos... En fin, escriban ustedes lo que quieran —terminó Mitia, malhumorado—. Conservo mi orgullo ante ustedes.

—¿Quiere explicarnos de qué tipo es esa vergüenza? —preguntó tímidamente Nicolás Pamhenovitch.

Una vez más, el procurador frunció el entrecejo.

—N—i—ni—, c’est fini; no insistan. No vale la pena envilecerse. Ya me he envilecido por el contacto con ustedes. Ustedes no merecen que yo les hable sinceramente; ni ustedes ni nadie. Ya lo saben, señores: no diré nada más sobre este punto.

La respuesta era tan categórica, que Nicolás Parthenovitch no insistió. Pero el juez leyó en los ojos de Hipólito Kirillovitch que éste no había perdido las esperanzas.

—¿Puede usted decir al menos, el dinero que tenía cuando llegó a casa del señor Perkhotine?

—No, no puedo decirlo.

—Usted ha hablado al señor Perkhotine de tres mil rublos recibidos en préstamo de la señora de Kokhlakov.

—Es posible. No insistan, señores; no diré la cifra.

—Bien. ¿Podemos preguntarle cómo ha venido a Mokroie y qué ha hecho usted desde su llegada?

—Para saber eso les bastaría preguntar a las personas que hay aquí. Sin embargo, lo voy a explicar.

No reproduciremos su relato, rápido y seco. Pasó por alto la embriaguez de Gruchegnka y dijo que había renunciado a suicidarse, por «haber cambiado las circunstancias». Narraba sin exponer los motivos ni entrar en detalles. Los magistrados le hicieron pocas preguntas. El relato de Mitia tenía para ellos escaso interés.

—Volveremos a esta cuestión cuando depongan los testigos, por supuesto en presencia de usted —dijo Nicolás Parthenovitch, dando por terminado el interrogatorio—. Ahora, ¿quiere depositar en la mesa todo lo que lleva encima, y especialmente el dinero?

—¿El dinero? Por supuesto, señores. A sus órdenes. Comprendo que es necesario. Me sorprende que no hayan pensado antes en ello. Aquí lo tienen. Cuenten, cuenten... Me parece que ya está todo.

Vació sus bolsillos de billetes y monedas y, finalmente, sacó dos piezas de diez copecs que le quedaban en uno de los bolsillos del chaleco. Se contó el dinero. Había en total ochocientos treinta y seis rublos y cuarenta copecs.

—¿Ya está todo? —preguntó el juez.

—Todo.

—Según ha dicho usted, ha gastado trescientos rublos en «Plotnikov», y ha dado diez rublos a Perkhotine y veinte al cochero. Además, ha perdido doscientos jugando a las camas.

Nicolás Pamhenovitch hizo las cuentas con ayuda de Mitia. Se contó hasta el último copec.

—Si a lo gastado añadimos estos ochocientos, resultará que usted debía de tener unos mil quinientos rublos.

—Exacto.

—Sin embargo, todos dicen que tenía mucho más.

—Son dueños de pensar lo que quieran.

—Y usted también.

—Sí, yo también.

—Las declaraciones de los testigos nos servirán para comprobar todo esto. Esté usted tranquilo respecto a su dinero. Se depositará en sitio seguro y se le devolverá cuando todo haya terminado..., si se demuestra que usted tiene derecho a ello. Ahora...

Nicolás Pamhenovitch se levantó y dijo a Mitia que estaba obligado a prestarse a una inspección completa de sus ropas y de todo él.

—Bien, señores. Me volveré los bolsillos del revés si ustedes quieren.

Y así lo hizo.

—Se ha de quitar la ropa.

—¿Desnudarme? ¿Para qué, demonio? ¿No pueden registrarme vestido?

—No, Dmitri Fiodorovitch. Es necesario que se quite usted la ropa.

—Como ustedes quieran —accedió Mitia, contrariado—. Pero no aquí, por favor: detrás de la comma. ¿Quién me registrará?

—Desde luego, la inspección se llevará a cabo detrás de la cortina —aprobó Nicolás Parthenovitch, cuyo pequeño rostro tenía una expresión de profunda gravedad, acompañando sus palabras con un movimiento afirmativo de la cabeza.

VI. El procurador confunde a Mitia

Entonces se desarrolló una escena que Mitia no esperaba. Diez minutos antes, no habría sospechado ni remotamente que nadie osara tratarle a él, a Mitia Karamazov, de aquel modo. Se sintió humillado, expuesto a dejarse llevar de la arrogancia y el desdén. No le importó quitarse la levita, pero se le rogó que se desnudara por completo. Mejor dicho, se le ordenó. Mitia se dio perfecta cuenta de ello. Se sometió en silencio, con orgullo desdeñoso.

Al pasar al otro lado de la cortina, además de los jueces, le habían seguido varios patanes. «Sin duda, para prestar ayuda —pensó—. O tal vez para algo más.»

—¿He de quitarme también la camisa? —preguntó Mitia, de pronto.

Pero Nicolás Parthenovitch no le contestó. Tanto él como el procurador estaban enfrascados y vivamente interesados en el examen de la levita, de los pantalones, del chaleco y del gorro.

«¡Qué desfachatez! No observan ni siquiera la corrección reglamentaria.»

—Les vuelvo a preguntar si he de quitarme la camisa —dijo Mitia, irritado.

—No se inquiete por eso: ya le diremos si se la tiene que quitar —repuso Nicolás Parthenovitch en un tono que pareció autoritario a Dmitri.

El procurador y el juez hablaban a media voz. La levita presentaba, sobre todo el faldón izquierdo, grandes manchas de sangre coagulada, y lo mismo el pantalón. Además, Nicolás Parthenovitch examinó, en presencia de los testigos de la placa metálica, el cuello, las vueltas, las costuras, para cerciorarse de que no había en ellos dinero escondido. Esto hizo comprender a Mitia que se le consideraba capaz de todo. «Me tratan como a un ladrón, no como a un oficial», gruñó para sí.

Cambiaban impresiones en su presencia con toda franqueza. El escribano, que estaba también detrás de la corona, llamó la atención a Nicolás Parthenovitch sobre el gorro, que se examinó igualmente.

—Acuérdese del escribiente Gridenka. En el verano fue a recoger los sueldos de todos los empleados de la cancillería, y, al regresar, dijo que se había embriagado y había perdido el dinero. ¿Dónde se encontró? En el ribete del gorro. Allí cosió, después de enrollarlos, los billetes de cien rublos.

El juez y el procurador se acordaron perfectamente de este hecho y sometieron el gorro a un examen tan minucioso como el que habían realizado en otras prendas.

—Un momento —exclamó de pronto Nicolás Parthenovitch, al ver el puño de la manga derecha de la camisa de Mitia, vuelto hacia arriba y manchado de sangre—. ¿Es sangre esto?

—Sí.

—¿De quién? ¿Y por qué está vuelta su manga?

Mitia explicó que se la había manchado al atender a Grigori, y que se había vuelto la manga en casa de Perkhotine, para lavarse las manos.

—Tendrá que quitarse también la camisa. Puede ser una prueba importante.

Mitia enrojeció y gruñó:

—Entonces tendré que quedarme desnudo.

—No se preocupe por eso. Todo se arreglará. Tendrá que quitarse también los calcetines.

—¿Habla en serio? ¿Es indispensable?

—Hablo completamente en serio —replicó severamente Nicolás Parthenovitch.

—Bien, bien. Si es necesario... —murmuró Mitia.

Se sentó en la cama y empezó a quitarse los calcetines. Estaba confuso y —cosa extraña—, al permanecer desnudo, se sentía como culpable ante aquellos hombres vestidos. Incluso le parecía que tenían derecho a despreciarlo como a un ser inferior.

«La desnudez —pensó— no tiene nada de particular. La vergüenza nace del contraste. Esto parece un sueño; yo he tenido a veces, en sueños, sensaciones de esta índole.»

Se sonrojó al quitarse los calcetines, bastante sucios, como su ropa interior, cosa que todo el mundo estaba viendo. Nunca le habían gustado sus pies; siempre le habían parecido deformes sus pulgares, especialmente el derecho, aplanado y con la uña encorvada, y todo el mundo los estaba viendo. La vergüenza acrecentó su grosería. Se quitó la camisa con rabia.

—¿No quieren ustedes mirar en otra parte, si no les da vergüenza?

—No; por ahora no hace falta.

—Entonces, ¿he de estar así, desnudo?

—Sí; es necesario. Tenga la bondad de sentarse y esperar. Puede envolverse en la cubierta de la cama. Tengo que llevarme esta ropa.

Ya vistas las prendas de vestir y demás efectos por los testigos, y redactado el proceso verbal de su examen, el juez y el procurador salieron del dormitorio. Se llevaron las ropas y Mitia se quedó en compañía de varios campesinos que no apartaban de él los ojos. Tenía frío y se envolvió en la cubierta, que era demasiado corta para cubrirle los pies. Nicolás Parthenovitch tardó en volver.

«Me trata como a un pilluelo —dijo para sí Mitia, rechinando los dientes—. Ese zoquete de procurador se ha marchado porque le repugnaba verme desnudo.»

Mitia creía que le devolverían las ropas después de examinarlas, pero vio, en el colmo de la indignación, que, siguiendo a Nicolás Parthenovitch, aparecía un mendigo que llevaba en las manos prendas de vestir que no eran las suyas.

—Aquí tiene un traje y una camisa limpia —dijo el juez con desenvoltura y visiblemente satisfecho de su hallazgo—. Se los presta el señor Kalganov, que, por fortuna, tiene ropa de repuesto. Puede volver a ponerse los calcetines.

—No quiero ropas de los demás —exclamó Mitia, indignado—. ¡Devuélvame las mías!

—No puede ser.

—¡Deme mi ropa! ¡Al diablo Kalganov y su traje!

No fue fácil hacerle entrar en razón. Se le explicó, mal que bien, que las prendas manchadas de sangre eran pruebas que los jueces debían retener. «En vista del cariz que ha tornado el asunto, no podemos permitirnos devolvérselas.»

 

Mitia acabó por comprenderlo, se calló y se vistió a toda prisa. Se limitó a observar que el traje que le prestaban era mejor que el suyo y que le sabía mal aprovecharse.

—Además, es tan estrecho, que me da un aspecto ridículo. ¿Pretenden ustedes que vaya vestido como un payaso para divertirlos?

Le replicaron que exageraba. Cierto que el pantalón era un poco largo, pero la levita se le ajustaba a los hombros.

—¡Uf! ¡Qué difícil es abrocharse! —refunfuñó Mitia—. Hagan el favor de decir al señor Kalganov que yo no he pedido este traje y que me han disfrazado de bufón.

—Él lo comprende y lo lamenta —dijo Nicolás Parthenovitch—. Pero no es lo del traje lo que lamenta, sino lo sucedido.

—No me importa que lo lamente o lo deje de lamentar. ¿Adónde hemos de ir ahora? ¿Hemos de quedarnos aquí?

Se le rogó que pasara al otro lado de la pieza. Mitia salió del dormitorio con el semblante sombrío y esforzándose por no mirar a nadie. Vestido de aquel modo extravagante se sentía humillado incluso ante los rudos campesinos y Trifón Borisytch, que acababa de aparecer en la puerta. «Viene para verme vestido de este modo», pensó Mitia. Se sentó en el mismo sitio de antes. Creía estar soñando; le parecía no hallarse en su estado normal.

—Ahora dispongan que me hagan azotar. Es lo único que les falta.

Dijo esto al procurador. No quería mirar a Nicolás Parthenovitch, y menos dirigirle la palabra. «Ha inspeccionado minuciosamente mis calcetines, a incluso los ha vuelto del revés para que todos vieran que están sucios. Es un monstruo.»

—Ahora hay que escuchar a los testigos —dijo el juez replicando a la ironía de Dmitri.

—Sí —aprobó el procurador, absorto.

—Dinitri Fiodorovitch, hemos hecho todo lo posible por usted —dijo Nicolás Parthenovitch—; pero como usted se ha negado categóricamente a explicarnos la procedencia del dinero que se encontró en su poder, nos vemos obligados a...

—¿Qué clase de piedra es la de esa sortija? —le interrumpió Mitia, como saliendo de un sueño y señalando una de las sortijas que adornaban la mano de Nicolás Parthenovitch.

— ¿Qué sortija?

—Esa, la mayor, la de la piedra veteada —dijo Mitia en un tono de niño terco.

—Esta piedra es un topacio ahumado —repuso el juez sonriendo—. Si quiere usted verla mejor, me la quitaré.

—No, no se la quite —exclamó Mitia, cambiando de opinión e indignado contra sí mismo—. ¿Para qué se la ha de quitar? ¡Al diablo su sortija!... ¡Señores, ustedes me ofenden! ¿Creen que si hubiese matado a mi padre lo disimularía, que recurriría a la mentira y a la astucia? No, yo no soy así. Si fuese culpable, les aseguro que no habría esperado la llegada de ustedes. No me habría suicidado a la salida del sol, como era mi propósito, sino antes del amanecer. Ahora me doy clara cuenta de ello. En esta noche maldita he aprendido más que en veinte años... Además, ¿estaría como estoy, sentado cerca de ustedes, y hablaría como lo estoy haciendo, con los mismos ademanes y las mismas miradas, si fuera realmente un parricida, cuando la supuesta muerte de Grigori me ha atormentado durante toda la noche, y no por terror, por el solo terror del castigo? ¡Qué vergüenza! ¿Pretenden ustedes, hipócritas, que no ven nada ni creen en nada, que están ciegos como topos, que yo revele una nueva bajeza, un nuevo acto vergonzoso, aunque sea para justificarme? Prefiero ir a presidio. El que ha abierto la puerta para entrar en casa de mi padre es el asesino y el ladrón. ¿Quién es? En vano pretendo hallar la respuesta: lo único que puedo afirmar es que el asesino no es Dmitri Karamazov. Ya lo saben; no puedo decirles más. No insistan... Mándenme a un penal o al patíbulo, pero no me atormenten más. Ahora me callo. Llamen a los testigos.

El procurador había observado a Mitia mientras hablaba. De pronto le dijo con toda calma y refiriéndose al hecho más natural:

—Respecto a esa puerta abierta que acaba usted de mencionar, hemos obtenido una declaración sumamente importante del viejo Grigori Vasiliev. Ese hombre asegura que cuando oyó el ruido y entró en el jardín por la puertecilla que estaba abierta, vio a su izquierda, también abiertas, la puerta y la ventana de la casa. Usted, en cambio, afirma que esa puerta estuvo cerrada todo el tiempo que permaneció en el jardín. Grigori no le había visto todavía en el momento en que usted, según ha declarado, se alejó de la ventana por la que estaba observando a su padre, para dirigirse al muro del jardín. No quiero ocultarle que Vasiliev está firme en su creencia de que usted salió por la puerta, aunque él no presenció este detalle. Grigori le vio a cierta distancia cuando usted corría ya junto al muro.

Mitia se levantó.

—Eso es una vil mentira. Grigori no pudo ver la puerta abierta, porque estaba cerrada. Ese hombre ha mentido.

—Me considero obligado a repetirle que la declaración de Grigori Vasiliev ha sido categórica a insistente. Lo hemos interrogado varias veces.

—Cierto —confirmó Nicolás Parthenovitch—. Del interrogatorio me he encargado yo.

—¡Es falso falso! ¡Una calumnia o la visión de un loco! Creerá haber visto todo eso bajo los efectos del delirio cuando yacía herido en el sendero.

—En el momento en que vio la puerta abierta aún no estaba herido: acababa de entrar en el jardín.

—¡No es verdad, no puede serlo! —dijo Mitia, jadeante—. Es una calumnia. Habla así por maldad. No ha podido verme salir por esa puerta porque no he salido.

El procurador se volvió hacia Nicolás Parthenovitch y le dijo:

—Muéstreselo.

—¿Sabe usted qué es esto? —preguntó el juez, depositando en la mesa un gran sobre en el que se veían aún tres sellos de lacre. Estaba vacío y abierto por un lado.

Mitia abrió los ojos desmesuradamente.

—Es el sobre de mi padre, el que contenía los tres mil rublos... Vean si lo escrito en él es esto: «Para mi pichoncito.» Y añade: «Tres mil rublos.» ¿Verdad que dice «tres mil rublos»?

—Sí, lo dice. Pero no hemos encontrado el dinero. El sobre estaba en el suelo, detrás del biombo.

Mitia estuvo un instante perplejo.

—¡Ha sido Smerdiakov! —exclamó de pronto con todas sus fuerzas—. ¡Él ha matado a mi padre! ¡Él le ha robado! Sólo él sabía dónde guardaba ese sobre el viejo. ¡Ha sido él: no me cabe duda!

—Pero usted sabía también que ese sobre estaba escondido debajo de la almohada.

—Yo no sabía nada. Es la primera vez que veo ese sobre, del que únicamente sabía lo que me había contado Smerdiakov. Sólo ese hombre conocía el escondrijo del viejo. Yo lo ignoraba.

—Sin embargo, usted ha declarado hace un momento que el sobre estaba bajo la almohada del difunto, «bajo la almohada». Luego usted lo sabía.

—Lo hemos anotado —confirmó Nicolás Parthenovitch.

—¡Eso es absurdo! Lo ignoraba por completo. Además, tal vez no estuviera debajo de la almohada... Lo he dicho al azar... ¿Qué dice Smerdiakov? ¿Lo han interrogado ustedes? ¿Que dice? Eso es lo principal... Yo hablaba en broma cuando he dicho que estaba bajo la almohada. Y ahora ustedes... Ustedes saben muy bien que uno dice a veces inexactitudes. Sólo Smerdiakov sabía dónde estaba el dinero; sólo él y nadie más que él... Y Smerdiakov ha guardado el secreto sobre el escondite. Es él, no cabe duda de que es él el asesino. Esto es para mí de una claridad meridiana —exclamó Mitia con exaltación creciente—. Apresúrense a detenerlo. Cometió el crimen mientras yo huía y Grigori yacía sin conocimiento. Esto es evidente... Hizo la señal y mi padre le abrió la puerta. Pues sólo él conoce la contraseña, y, sin la contraseña, mi padre no le habría abierto.

—Vuelve usted a olvidar —observó el procurador sin perder la calma y con gesto triunfante— que no había necesidad de hacer señal alguna, porque la puerta estaba abierta cuando usted se hallaba aún en el jardín.

—La puerta, la puerta... —murmuró Mitia mirando fijamente al procurador.

Se dejó caer en la silla y, tras una pausa, exclamó con una expresión de ferocidad en la mirada:

—Sí, la puerta... ¡Es como un fantasma! ... Dios está contra mí.

—Hágase usted cargo —dijo gravemente el procurador—. Juzgue usted mismo, Dmitri Fiodorovitch. Por una parte, la declaración de Grigori, abrumadora para usted, sobre esa puerta abierta utilizada por usted para salir; por otra, su silencio incomprensible obstinado, relativo a la procedencia del dinero que tenía usted en su poder a las tres horas de haberse visto obligado a pedir diez rublos prestados con la garantía de sus pistolas. En estas condiciones, juzgue usted mismo a qué conclusión nos hemos visto obligados a llegar. No nos acuse de ser unos hombres fríos, cínicos, burlones, incapaces de comprender los nobles impulsos de su alma, Póngase en nuestro lugar.

Mitia experimentaba una emoción indescriptible. Palideció.

—Bien —exclamó de pronto—; voy a revelarles mi secreto, a decirles de dónde procede ese dinero... Me expondré a la vergüenza pública para que ni ustedes puedan acusarme a mí ni yo pueda acusarles a ustedes.

—Le aseguro, Dmitri Fiodorovitch —se apresuró a decir, con, visible satisfacción, Nicolás Parthenovitch—, que una confesión sincera y completa en estos momentos puede mejorar considerablemente su situación actual a incluso...

El procurador le tocó con el pie por debajo de la mesa, y el juez se detuvo. Pero era igual: Mitia no prestaba atención a Nicolás Parthenovitch.

VII. El gran secreto de Mitia

Señores —empezó a decir emocionado—, ese dinero... Voy a contarlo todo... Ese dinero era mío.

El juez y el procurador se irguieron: esta revelación era la que menos esperaban.

—¿Cómo podía ser suyo —dijo Nicolás Parthenovitch—, cuando a las cinco de la tarde, según usted mismo ha declarado...?

—¡Al diablo esas cinco de la tarde, al diablo mi propia declaración! Todo eso poco importa... El dinero era mío... Bueno, no lo era, porque lo robé... Siempre llevaba encima mil quinientos rublos.

—¿De dónde los había cogido?

—Los llevaba en el pecho señores, en una bolsita pendiente de mi cuello. Desde hacía bastante tiempo, lo menos un mes, los llevaba conmigo como un testimonio de mi infamia.

—¿Pero de quién era ese dinero que usted se apropió?

—Usted quiere decir «robó». Dígalo francamente. Sí, no cabe duda de que es como si lo hubiera robado. Pero si usted prefiere la otra expresión, le diré que, en efecto, me los había «apropiado». Ayer por la tarde los robé definitivamente.

—¿Ayer por la tarde? Pero si acaba usted de decir que hacía un mes que... que se los había procurado...

—Sí. Pero tranquilícense: no se los robé a mi padre, sino a ella. No me interrumpan: déjenme contarlo todo. Es una vergüenza. Verán ustedes. Hace un mes, Catalina Ivanovna Verkhovtsev, mi ex prometida, me llamó... Ya la conocen ustedes.

—¿Qué dice usted?

—Estoy seguro de que la conocen. Un alma noble a carta cabal. Pero me odia desde hace mucho tiempo, y no sin razón.

—¿Ha dicho usted Catalina Ivanovna? —preguntó el juez, estupefacto.

El procurador daba muestras también de profunda sorpresa.

—No pronuncien su nombre en vano. He cometido una vileza al mencionar a esa mujer... Sí, hace ya tiempo que me di cuenta de que me odiaba; lo advertí la primera vez que Catalina vino a mi casa... Pero no diré nada más sobre esto: ustedes no merecen saberlo. ¿Para qué? Sólo les diré que hace un mes me entregó tres mil rublos para que se los enviara a una hermana suya y a otro pariente que vivían en Moscú. ¡Como si no hubiera podido hacerlo ella misma! Y yo me hallaba en un momento fatal de mi vida, pues... En una palabra, acababa de enamorarme de otra, de ella, de Gruchegnka, la joven que está en esta casa. La traje aquí, a Mokroie, y dilapidé en dos días la mitad de ese maldito dinero. El resto me lo guardé. Este resto, mil quinientos rublos, es lo que llevaba en el pecho como un amuleto. Ayer abrí la bolsita y empecé a gastar. Los ochocientos rublos que quedan están en poder de ustedes.

—Perdone. Hace tres meses, usted despilfarró aquí tres mil rublos y no mil quinientos: todo el mundo lo sabe.

—¿Usted cree que hay alguien que lo sabe? ¿Quién ha contado mi dinero?

—Usted mismo ha dicho que gastó en aquella ocasión tres mil rublos.

—Cierto: lo dije a todo el que me hablaba de ello, la noticia corrió y toda la ciudad aceptó la cifra. Sin embargo, sólo gasté mil quinientos rublos, y los otros mil quinientos los puse en una bolsita que me colgué del cuello. Ya saben ustedes de dónde procede el dinero que empecé a gastar ayer.

 

—Todo eso es muy extraño —murmuró Nicolás Parthenovitch.

—¿No habló a nadie de eso, de esos mil quinientos rublos restantes? —preguntó el procurador.

—No, no hablé a nadie.

—Es extraño. ¿De veras no lo dijo a nadie, a nadie en absoluto?

—A nadie en absoluto.

—¿Por qué ese silencio? ¿Qué razón le llevó a envolver este asunto en el misterio? Aunque a usted le parezca que cometió un acto vergonzoso, esa apropiación temporal de tres mil rublos es, a mi entender, un pecadillo de escasa importancia si tenemos en cuenta el carácter de usted. Admito que su proceder sea censurable, pero no vergonzoso... Por lo demás, muchos han sospechado la procedencia de esos tres mil rublos, aunque no la hayan revelado. Incluso yo he oído hablar de ello, y también Mikhail Makarovitch... En una palabra, es el secreto de Polichinela. Además, hay ciertos indicios, desde luego posiblemente erróneos, de que usted dijo a alguien que esos tres mil rublos procedían de la señorita Verkhovtsev. Por eso es incomprensible que envuelva usted en el misterio y que le produzca tanto horror haberse reservado una parte de esa cantidad. Cuesta creer que le sea tan penoso revelar este secreto. Usted acaba de exclamar: «¡Antes el presidio!»

El procurador se detuvo. Se había acalorado y lo reconocía, pero sin creer que había obrado mal.

—No son esos mil quinientos rublos la causa de mi vergüenza, sino el hecho de haber dividido la suma —exclamó Mitia en un arrebato de orgullo.

—Pero dígame —replicó, irritado, el procurador—: ¿cómo puede usted considerar vergonzoso haber hecho dos partes de esos tres mil rublos que se quedó usted indebidamente? Lo que importa es que se haya apropiado esta cantidad y no el use que haya hecho de ella. Y ya que hablamos de esto, ¿quiere decirme por qué hizo esta división? ¿Qué es lo que perseguía? ¿Puede usted explicárnoslo?

—Caballeros, lo que importa es la intención. Dividí en dos partes el dinero por vileza, o sea por cálculo; porque el cálculo en este caso es una vileza. Y esta vileza ha durado todo un mes.

—Es incomprensible.

—Me asombra que no lo comprenda. En fin, se lo explicaré. Acaso sea una realidad incomprensible. Escúcheme atentamente. Vamos a suponer que me apropio de tres mil rublos que se me entregan confiando en mi honor. Dilapido la cantidad entera entre jarana y jarana. A la mañana siguiente voy a casa de ella y le digo: «Perdón, Katia: me he gastado tus tres mil rublos.» ¿Está esto bien? No, es una vileza, el acto de un monstruo, de un hombre incapaz de dominar sus malos instintos. Pero esto no es un robo; convengan ustedes en que no es un robo directo. Yo he dilapidado el dinero, pero no lo he robado. Ahora hablemos de un caso todavía más perdonable. Presten mucha atención, pues la cabeza me da vueltas. Dilapido solamente mil quinientos rublos de los tres mil. A la mañana siguiente voy a casa de Katia para entregarle el resto. «Katia, soy un miserable. Toma estos mil quinientos rublos. Los otros mil quinientos los he despilfarrado, y éstos los despilfarraría igualmente. Líbrame de la tentación.» ¿Qué soy en este caso? Un malvado, un monstruo, todo lo que ustedes quieran; pero no un verdadero ladrón, pues un ladrón no habría devuelto el resto de la cantidad, sino que se la habría quedado. Ella vería, además, que, del mismo modo que le devolvía la mitad del dinero, procuraría devolverle todo lo demás, aunque para ello tuviera que trabajar hasta el fin de mis días. En este caso seré un sinvergüenza, pero no un ladrón.

—Admitamos que existe cierta diferencia —dijo el procurador con una fría sonrisa—. Pero es extraño que dé usted a esta diferencia una importancia tan extraordinaria.

—Sí, veo una diferencia extraordinaria. Se puede ser un hombre sin escrúpulos, yo incluso creo que todos lo somos; pero para robar hay que ser un redomado bribón. Mi pensamiento se pierde en estas sutilezas. Desde luego, el robo es el colmo del deshonor. Piensen en esto: hace un mes que llevo encima este dinero. Podía haberlo devuelto cualquier día, y habría cambiado mi situación. Pero no me decidí a proceder de este modo, a pesar de que no pasaba día sin que me exhortara a mí mismo a hacerlo. Así ha pasado un mes. ¿Green ustedes que está bien esto?

—Admito que no está bien; eso no se lo discuto. Pero dejemos de polemizar sobre estas diferencias sutiles. Le ruego que vayamos a los hechos. Todavía no nos ha explicado usted los motivos que le han llevado a dividir en dos partes los tres mil rublos. ¿Con qué objeto ocultó usted la mitad? ¿Qué destino pensaba darle? Insisto en ello, Dmitri Fiodorovitch.

—¡Es verdad! —exclamó Mitia, dándose una palmada en la frente—. Perdónenme por haberlos tenido en tensión en vez de explicarles lo principal. De haberlo hecho, ustedes lo habrían comprendido todo en seguida, pues es la finalidad de mi proceder la causa de mi vergüenza. Miren ustedes, mi difunto padre no cesaba de acosar a Agrafena Alejandrovna. Yo tenía celos; creía que ella vacilaba entre mi padre y yo. Yo pensaba a diario: «¿Y si ella toma una resolución y me dice de pronto: “Te amo a ti; llévame al otro extremo del mundo”?» Yo no tenía más que veinte copecs. ¿Cómo llevarla a ninguna parte? ¿Qué podía hacer? Me veía perdido. Pues no la conocía aún y creía que no me perdonaría mi pobreza. Entonces aparté la mitad de los tres mil rublos, conté el dinero con calma, premeditadamente, lo guardé en la bolsita que cosí y colgué de mi cuello y me fui a gastar alegremente los otros mil quinientos rublos. Esto es innoble. ¿Lo comprenden ya?

Los jueces se echaron a reír. Nicolás Parthenovitch dijo:

—A mi entender, no gastándolo todo, dio usted una prueba de moderación y moralidad. No considero que la cosa sea tan grave como usted dice.

—La gravedad está en que he robado. Es lamentable que no lo comprendan ustedes. Desde que colgué los mil quinientos rublos de mi cuello, me decía a diario: «Eres un ladrón, un ladrón.» Este sentimiento ha sido la fuente de todas las violencias que he cometido durante este mes. Por eso vapuleé al capitán en la taberna y por eso golpeé a mi padre. Ni siquiera me atreví a revelar este secreto a mi hermano Aliocha; ello prueba hasta qué punto me consideraba un malvado y un bribón. Sin embargo, pensaba: «Dmitri Fiodorovitch, no eres todavía un ladrón, ya que puedes ir mañana mismo a devolver los mil quinientos rublos a Katia.» Y ayer por la tarde tomé la decisión de rasgar la bolsita. En ese momento me convertí indudablemente en un ladrón. ¿Por qué? Porque, al mismo tiempo que mi bolsita, destruí mi sueño de ir a decir a Katia: «Soy un sinvergüenza, pero no un ladrón.» ¿Lo comprenden ya?

—¿Y por qué tomó esa resolución precisamente ayer por la tarde? —preguntó Nicolás Parthenovitch.

—¡Qué pregunta tan tonta! La tomé porque me había condenado a muerte: me suicidaría a las cinco de la mañana, aquí mismo, a la luz del alba. Yo me decía: «¿Qué importa morir con honra o deshonra?» Pero vi que no era lo mismo. Créanme, señores, que lo que esta noche me ha torturado sobre todo no ha sido la muerte de Grigori ni el terror de ir a Siberia precisamente cuando sentía el triunfo de mi amor y el cielo se abría de nuevo ante mí. Desde luego, esto me ha atormentado, pero menos que la idea de haber sacado de mi pecho ese dinero maldito para dilapidarlo y haberme convertido así en un verdadero ladrón. Lo repito, señores: he aprendido mucho esta noche. He aprendido que no sólo es muy difícil vivir con el conocimiento de ser un hombre sin honor, sino también morir con semejante sentimiento... Es preciso ser honrado para afrontar la muerte.

Mitia estaba pálido.

—Empiezo a comprenderlo, Dmitri Fiodorovitch —dijo el procurador amablemente—; pero, la verdad, yo creo que todo eso es de origen nervioso. Usted está enfermo de los nervios. ¿Por qué razón, para poner fin a sus sufrimientos, no fue a devolver esos mil quinientos rublos a la persona que se los había confiado y a explicarle todo lo sucedido? Y luego, dada su desesperada situación, ¿por qué no dio un paso que parece sumamente natural? Después de haber confesado noblemente sus faltas, pudo pedirle la cantidad que era para usted tan necesaria. Dada la generosidad de la persona perjudicada y el grave conflicto en que se hallaba usted, estoy seguro de que esa señorita le habría hecho el préstamo deseado, sobre todo si usted le hubiera ofrecido las mismas garantías que al comerciante Samsonov y a la señora de Khokhlakov. ¿Acaso no considera usted que esa garantía sigue teniendo el mismo valor que antes?