Una Iglesia de mujeres y varones

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Una Iglesia de mujeres y varones
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Obertura

1. En el año 2013


Solo hacía seis meses que el papa Francisco había accedido al cargo pontificio cuando especificó, en una conversación con el P. Antonio Spadaro, hermano jesuita y director de La Civiltà Cattolica, algunas de las preocupaciones y prioridades que lo iban a ocupar. Y así mencionó con una insistencia particular el tema de las mujeres. Era preciso, según explicó, «ampliar los espacios para una presencia femenina más incisiva en la Iglesia [...] elaborar una teología más profunda de lo femenino [y además introducir a las mujeres] allí donde se ejerce la autoridad en los diferentes campos de la Iglesia» 1.

También hay que destacar que el papa ha movilizado inicialmente la atención sobre el tema con un gesto llevado a cabo en el corazón de la liturgia de los días santos, gesto que sorprendió a más de uno: es sabido que invitó a dos mujeres al lavatorio de los pies que celebró en una cárcel romana el Jueves Santo, unas semanas después de su elección. Brecha abierta en la masculinidad del rito, tal como se celebra de ordinario. Este eminente gesto confiado a la Iglesia para significar y desplegar el misterio pascual en la carne del mundo dejaba de estar confiscado a favor de los varones. Se ampliaba a toda la humanidad, incluyendo a las mujeres... Encontraba así la densidad de sentido que reviste en el evangelio, en cuanto gesto fundador, puesto que se es cristiano por la gracia de Cristo, que se hace servidor de todos hasta la muerte; como gesto de identificación, ya que les es dado a los discípulos como consigna, y como gesto por excelencia de testimonio, porque es en esta postura de servicio transmitida por la Iglesia como Cristo es anunciado del modo más meridiano. Es cierto que el término «discípulo» borra en el relato las diferencias sexuales. Pero ¿cómo no pensar que las mujeres se hallan incluidas en él? En primer lugar, porque, como recordó un día Christian de Chergé, es de una mujer de quien Jesús había recibido ese mismo gesto en Betania. Además, porque se trata de un gesto de solicitud para con la carne del otro y porque en esa materia existe una innegable maestría femenina bajo los cielos y desde siempre, y, por tanto, también en el evangelio. Sin solución de continuidad, el papa, en su anuncio de Pascua, elogió el testimonio del Resucitado dado por las mujeres. Subrayó incluso que las profesiones de fe en la resurrección no harían otra cosa que reformular lo que habría sido atestiguado al principio por el relato de las mujeres, vibrante de experiencia viva e inmediato al acontecimiento.

De este modo, gestos y palabras confluían para manifestar la manera en que este papa era cristiano e invitaba a serlo, de modo especial con su manera de ser varón en su relación con las mujeres 2. Todas estas cosas quedarían confirmadas posteriormente; la Exhortación Evangelii gaudium, como otras muchas intervenciones orales, a veces improvisadas, insiste en la manera en que en la Iglesia se trata a las mujeres y –hay que decirlo– más de una vez se las maltrata, y la exposición Amoris laetitia se destaca entre las demás por la atención especial prestada a la condición de las mujeres en las sociedades de hoy.

De hecho, las expresiones de los primeros meses de 2013 eran como para asombrar por su tono casi inaugural. Como si esta preocupación por reconocer a las mujeres en la Iglesia no hubiera acompañado a los últimos pontificados, desde el de Juan XXIII, y con una insistencia creciente en sus sucesores. Pero, como en muchos otros campos, el papa Francisco remitía a la casilla de salida del juego, si se permite designar así las urgencias del Evangelio. Ciertamente, no se trataba de que en los tiempos precedentes el magisterio hubiera carecido de fidelidad a este. Pero nada como volver a escuchar el Evangelio, ahora y siempre, para lavar la mirada y liberar la novedad de Cristo en nuestros tiempos, acechados por el cansancio y el desánimo ante tantas patadas recibidas. «Él pasa y ya nada es como antes», declara insuperablemente, hablando de Cristo, el poeta Christian Bobin. Él pasa y los órdenes establecidos quedan al descubierto en su parte de desorden, el grito de los olvidados fuerza la atención de los indiferentes y la misericordia hace estallar las estrecheces moralizantes. ¡Y las mujeres invisibles son, por fin, reconocidas en los cambios de agujas de la historia a los que Dios misteriosamente acompaña, como este tramo de vida que asegura, a pesar de todo, la solidez de un tejido de humanidad que tantos desgarrones sufre!


2. La vida de las mujeres,

una cuestión perpetua


La cuestión urge más que nunca. Incluso acucia nuestra actualidad. En primer lugar, socialmente, en un tiempo de grandes remodelaciones antropológicas que echan por tierra las representaciones tradicionales de las identidades, por cuestionar en especial los modelos de feminidad que han incorporado –y siguen incorporando en muchos sitios– los prejuicios que encasillan lo femenino en una insuperable inferioridad y en clichés despectivos que sirven de justificación a un orden masculino omnipresente en las sociedades.

De hecho, el momento es complejo. Indiscutibles evoluciones caminan en el sentido de un reconocimiento de las mujeres. Pero, a través de lo que se ha llamado «liberación de la palabra», es también el crecimiento de las violencias simbólicas y físicas lo que se revela a nivel mundial, como lo atestigua, por ejemplo, la expansión fulgurante del hashtag #MeeToo, aparecido a finales del año 2017. Al mismo tiempo, un creciente número de sociedades son presa hoy de inquietantes movimientos de opinión. Es sabido cuánto favorecen las incertidumbres y desestabilizaciones políticas la proliferación de ideologías autoritarias que, tanto en el este como en el oeste, mantienen sin tapujos discursos de desprecio y odio contra todo lo que encarne la figura del otro. En tal coyuntura, el machismo ha llegado a ser una marca registrada que tiene como escaparates tanto la Rusia de Putin como la América de Trump, sin contar todos sus émulos que existen en el espacio geográfico que hay entre ellos. En el primer caso, es una virilidad del músculo y del combate lo que se muestra en los carteles, que se hace pasar como el antídoto contra una feminización de las sociedades denunciada como el veneno de Occidente. En el otro, es una grosería propia de payaso lo que se adueña de una campaña electoral y luego de la vida política en el escenario de la mayor democracia del mundo. En otro sitio, un diputado de la Europa del Este estigmatiza públicamente una debilidad intelectual de las mujeres, que justificaría las desigualdades de su sueldo en el trabajo 3. Y en el estrato más profundo de las poblaciones, las opiniones siguen esa pendiente, aproximando dramáticamente a sociedades de tradición cristiana –por principio, abiertas al reconocimiento de la igualdad de sexos– con sociedades musulmanas, en las que solo las mujeres, por el momento, llegan a dar a conocer las insoportables opresiones que pesan sobre la condición femenina en tierras del islam.


3. También la Iglesia


La Iglesia, moradora de este mundo como «su alma» –tal como la describe la célebre Carta a Diogneto–, está también ella directamente concernida por estas realidades. Aunque a lo largo de los decenios recientes ha experimentado en su seno algunas modificaciones positivas en la relación entre varones y mujeres, no llega de modo manifiesto, en lo profundo de sus reflejos institucionales, a desprenderse de una misoginia visceral que desespera a muchas cristianas. La vida de la Iglesia continúa cargando un desprecio rampante sobre las mujeres. Como reverso de desconfianza y miedos, ese desprecio alimenta formas de violencia larvada, como esa condescendencia que, en la vida diaria, humilla a muchas mujeres en las parroquias o en la vida religiosa y que es causa de injusticias cuyo testimonio herido y púdico se empieza a recoger hoy de boca de cristianas de otros continentes, entregadas en cuerpo y alma a la obra de la caridad 4. Hasta las terribles revelaciones de comienzos del año 2019 sobre los crímenes sexuales cometidos por eclesiásticos contra religiosas, crímenes que llevan el mal al colmo de la ignominia.

Subrayémoslo: estas difíciles verdades se hallan, ciertamente, en el horizonte de las páginas que se van a leer. Pero sería caer en un error confundirlas con una carta de pésame, reivindicación obsesiva de cristianas feministas –¡una expresión sospechosa en ambientes católicos!–, inmovilizadas en la preocupación por ellas mismas, con las injusticias que sufrirían por parte de una institución eclesial de la que solo saben sospechar y a la cual denigran. Desvaríos de mujeres, en suma. Es sabido que esta expresión sirve como objeción contra la palabra de las mujeres en boca de los discípulos, incrédulos el día de la resurrección, según el relato del evangelista Lucas (en el que, por otra parte, recibe el más mordaz desmentido en un momento evidentemente decisivo). Más allá de hacer un alegato a favor de las mujeres, aquí se va a tratar de la vida de la Iglesia en su conjunto. Porque esa es la apuesta: que la novedad del Evangelio alcance y recupere esa relación fundadora de humanidad, que reúne a varones y mujeres en la misma tarea de ser realidades vivas y, en su caso, realidades vivas al servicio del Espíritu. A Paul Beauchamp, lector de las Escrituras, incomparablemente sensible a la intersección de lo antropológico y lo teológico, le gustaba decir: «El amor divino se juega en lo que ocurre entre los seres humanos en el campo de su diferencia».

 

Este esencial enunciado supera con mucho su aparente modestia. Si en su contexto inicial apunta a la relación de los cristianos con el misterio de Israel, vale en grado eminente para el lugar de cita del varón y la mujer, porque, al situar la diferencia en un punto de extrema sensibilidad, el cara a cara de lo masculino y lo femenino es por excelencia el lugar de la cita con Dios.

Verdad que trágicamente quiere ignorar el discurso de algunos en la Iglesia, cuando se atreven a argumentar con la idea de que la preocupación contemporánea por la promoción de las mujeres constituiría un peligro que desestabiliza tanto a la Iglesia como a las sociedades. Es, evidentemente, el modo de desear un pronto retorno a un orden más tradicional 5. Aunque, lejos de este propósito extremo e indecente, hoy se invoca con complacencia un «malestar masculino», fácilmente explotable, para poner sordina a las palabras de las mujeres. Es indudable que la ruptura de las imágenes y los papeles a los que los varones y las mujeres estaban amarrados durante los siglos precedentes afecta de modo traumático a las identidades y, en más de una ocasión, hace casi angustiosamente incómoda la condición masculina. Es indudable que este problema atañe también al mundo eclesial, en el que los varones –laicos, sacerdotes y religiosos–, privados de sus atributos tradicionales, se sienten amenazados o disminuidos por todo lo que las mujeres han ganado en autonomía. Y así, en Francia, conocen en el mundo católico un claro éxito las peregrinaciones que ofrecen a los varones la ocasión de un repliegue sobre ellos mismos. Pero sigue existiendo el problema de identificar con claridad lo que puede ser una justa recuperación de la seguridad para la masculinidad rota por la coyuntura. Harvey Mansfield, pensador del conservadurismo norteamericano, invoca una virilidad como valor en cierto modo caballeresco 6, que, en realidad, muy pronto ha buscado sus representaciones en la vuelta a una virilidad conquistadora, «indomable», según el título de una obra que se vendió muy bien en los años dos mil en Estados Unidos y otros lugares 7. ¿No llega incluso a invocar las figuras guerreras del Dios de la Biblia, conquistador y vengativo, para estimular las energías masculinas y devolver a los varones una afirmación belicosa y ofensiva de sí mismos, que los restablezca en la conciencia de sí? Desde un punto de vista cristiano, esto debería suscitar algunas verificaciones. Más allá del problema de un inquietante fundamentalismo escriturario, es difícil confirmar esta problemática alegando como razón que la persona de Jesús –varón, como es sabido– permite reconocer una justa masculinidad en ruptura con todos los tópicos de una virilidad en equipo de combate, conminada a demostrar sin cesar su capacidad de performance, en particular en la relación con las mujeres. Los evangelios, que narran a Jesús en sus gestos y palabras, en sus encuentros y sus amistades, así como en las confrontaciones con sus adversarios, deconstruyen drásticamente este juego de representaciones que pesan de hecho como un destino tiránico sobre el imaginario cultural masculino. Designan, como en un negativo, la figura de una ternura que se revela como la paradójica omnipotencia de Dios, que Paul Beauchamp –por citarlo otra vez– detecta en el origen y en el final de la historia según las Escrituras. Y a la que todos, varones y mujeres, están invitados a encontrar junto a Cristo y a encarnar en la singularidad de su carne.

En estas condiciones, es concebible el interés y la urgencia que existe en que los cristianos estén atentos a la palabra del papa Francisco, que convoca a un trabajo de fondo que permita articular una sana identidad masculina, capaz empero de conjugarse correctamente con lo femenino en un mundo en vías de recomposición.

Las páginas que siguen se estructuran en cuatro momentos. El primero lo ocupará un balance del modo en que se ha vivido la relación entre la institución eclesial y las mujeres a lo largo de los últimos decenios (capítulo 1). A continuación, se tratará de ver cómo la coyuntura actual, que le da a las mujeres una visibilidad inédita, engendra una dinámica fecunda que permite una relación muy saludable de la lectura de las Escrituras (capítulos 2 y 3). Luego, ya que nuestra investigación se lleva a cabo en el seno de la tradición católica, haremos un alto bastante largo en la cuestión del sacerdocio, y más en concreto en la relación entre sacerdocio ministerial y sacerdocio común, tal como sugiere pensar la condición de mujer en la Iglesia: realidad crucial que lleva mucho más allá del debate sobre el acceso de las mujeres al sacerdocio ministerial; puesto que implica la puesta en práctica de una eclesiología vivida dentro de la amplitud de miras de Lumen gentium y, por tanto, de la gran tradición, libre de las estrecheces de las problemáticas jerárquicas, aún tan poderosas en las mentalidades (capítulo 4). Y, por último, centrando nuestra atención en algunas mujeres especiales –desde Etty Hillesum a la figura revisada de María, pasando por voces contemporáneas como la de Svetlana Alexiévitch–, haremos justicia a algunos aspectos de la vida vivida en femenino, que permiten identificar una singularidad que pretende no pensarse en clave de un «genio femenino», sino más bien retomando la idea de un «signo de la mujer», que ya había centrado nuestro interés en una obra anterior 8.

Anticipemos ya desde ahora nuestra pretensión final: a través de este recorrido, es la mujer y el varón, el varón con la mujer, y a la inversa, los que tienen que ser el objetivo de una comprensión teológica revisada que permita una auténtica renovación de las actitudes y las prácticas en el mundo eclesial.

1

A vueltas con
los tiempos de hoy

Cuando, en 1963, Juan XXIII, en su encíclica Pacem in terris, enumera tres realidades mayores del mundo que se estaba configurando –lo que a continuación se designará como «signos de los tiempos»–, menciona específicamente «la presencia de la mujer en la vida pública» (n. 41). El estilo del texto tiene un vigor que no admite rodeos:


La mujer ha adquirido una conciencia cada día más clara de su propia dignidad humana. Por ello no tolera que se la trate como una cosa inanimada o un mero instrumento; exige, por el contrario, que, tanto en el ámbito de la vida doméstica como en el de la vida pública, se le reconozcan los derechos y obligaciones propios de la persona humana 1.


De quien habla el papa es de una mujer de pie, rebelada contra las humillaciones. Y subraya que son las sociedades de civilización cristiana las que van a la cabeza de esta reivindicación. Una verdad buena para recordar allí donde se estuviera tentado de descalificar el «feminismo», reduciendo este vocablo a los procesos que se atribuyen a la secularización, por juzgar que la cuestión sobre las mujeres planteada a la Iglesia no sería sino un problema de contaminación del ambiente del momento. Justo antes que Juan XXIII, Pío XII había abierto una brecha en la tradicional indiferencia del magisterio hacia los problemas de las mujeres en un discurso al congreso de la Unión Católica Italiana de Comadronas, pronunciado en 1951. De ahora en adelante, al mismo tiempo que el Concilio Vaticano II dirige la atención de las opiniones hacia la Iglesia, ¡el magisterio hace saber urbi et orbi que la cuestión de las mujeres le preocupa!


1. Un discurso de homenajes


Es lo que atestigua la conclusión del Concilio, cuando Pablo VI, en sus Mensajes del Concilio, el 8 de diciembre de 1965, se dirige a las mujeres con un vibrante homenaje. No seamos tan maliciosos como para hacer notar que estas son alabadas como una categoría humana que aquí figura junto a los «gobernantes», los «hombres de ciencia», los «artistas», los «trabajadores», los «pobres y los enfermos» y los «jóvenes», a los que el papa interpela sucesivamente. Con claridad, estamos en los inicios de un discurso de reencuentro con las mujeres. La feliz novedad consiste en que estas salen de la invisibilidad, aunque sea más que evidente que, formulada tal cual, esta toma de conciencia exija clarificaciones y serias profundizaciones. Y tal como lo probará también la extraña situación que hace que, a lo largo de estos mismos años, la reflexión que va a desembocar en la publicación de Humanae vitae se lleve a cabo sin incorporar la experiencia y la palabra personal de las mujeres (algunas de ellas serán presentadas con parsimonia como «pareja de» en una de las comisiones reunidas por el papa). Censura continuada de la palabra femenina y de su saber íntimo sobre la carne y la vida, que se hallan forzosamente en el corazón del tema. Censura también sobre la historia sufrida por generaciones de mujeres, acuciadas por embarazos incesantes vividos como destino y de alumbramientos peligrosos asociados a sufrimientos teologizados de manera perversa. Censura, por tanto, de su expectativa y de su deseo.

Pero prefiramos subrayar que, a pesar de todo, este tiempo conciliar pone en marcha un feliz movimiento a través de la alocución pontificia de 1965. Es verdad que esta celebración vehicula en términos vibrantes una imagen muy tradicional: «Vosotras, las mujeres, tenéis siempre como misión la custodia del hogar, el amor a las fuentes de la vida, el sentido de la cuna. Estáis presentes en el misterio de la vida que comienza. Consoláis en la partida de la muerte».

No obstante, lo que quedó formulado de este modo tan líricamente clásico no está tan lejos de rimar unos años más tarde con las palabras de una pluma militante de las Ediciones Des Femmes, la de Hélène Cixous, cuando defiende que «la mujer nunca está lejos de la “madre” (a la que entiendo, fuera de esta función, en cuanto “madre” como fuente de bienes) [...] En ella siempre subsiste al menos algo de leche materna. Escribe con tinta blanca» 2.

Por lo demás, el propósito de Pablo VI era quitarle mordiente al estereotipo, al abstenerse para ello de celebrar a una mujer esencializada, reducida a la abstracción de lo singular. Se dirige a un colectivo concreto, más allá de las fronteras de la Iglesia. Convoca a las mujeres del mundo entero en cuanto portadoras de una energía y una capacidad de resistencia contra las fuerzas de muerte que amenazan a la humanidad contemporánea: «¡Mujeres del universo entero, cristianas o no creyentes, a quienes os está confiada la vida en este momento tan grave de la historia, a vosotras os toca salvar la paz del mundo!».

Se expresa de esta manera la nueva y generosa forma de comprender la relación de la Iglesia con el mundo, con la que se renovó la teología conciliar: más allá del espacio eclesial en su visibilidad inmediata, existen realidades en las que se vive una calidad humana propiamente evangélica, aunque se encuentren aún fuera del conocimiento de Cristo y de la confesión de fe. Y las mujeres participan de este hecho de modo eminente. Con la firma del mismo Pablo VI, la carta apostólica Octogesima adveniens (1971), con motivo del 80º aniversario de Rerum novarum, se pronunciará a favor de una igualación progresiva de los derechos fundamentales del varón y la mujer en la sociedad y en la Iglesia. Y el papa colabora también en la celebración del Año Internacional de la Mujer, en 1975, convocado sobre el tema «Igualdad, desarrollo y paz». Insiste en la necesidad de favorecer la educación de las mujeres, pues sabe que se hallan ampliamente privadas de ella en muchas sociedades. Su mensaje de 1967 –Africa terra– apunta así específicamente a las mujeres africanas. A este corpus se van añadiendo múltiples intervenciones concretas, que confirman el modo superlativo propio del papa al expresarse sobre las mujeres, apelando para ello, por lo demás, de manera clásica, a la figura de la Virgen María, a la que considera como «el espejo que refleja las esperanzas de los varones y las mujeres de esta época» (A las participantes en la primera asamblea de la Unión Europea Femenina, septiembre de 1975).

Juan Pablo II prolongará esta trayectoria aportando una sensibilidad personal a las cuestiones antropológicas, a la condición femenina, a su dignidad y sus derechos, que no se cansa de defender 3. Serán la carta apostólica de 1988 Mulieris dignitatem, como conclusión del Sínodo sobre los laicos, la Carta a las mujeres, de 1995, con ocasión de la cuarta Conferencia Mundial sobre la Mujer, de Pekín, o también La mujer, educadora de la paz, mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, del 1 de enero de 1995, así como múltiples intervenciones, las que desplieguen al hilo de su ministerio una preocupación que ya existía en el sacerdote Wojtyla cuando escribía y ponía en escena la historia de tres parejas en El taller del orfebre, en 1956. Tanto filosófica como teológicamente, afirma la existencia de un «talento femenino», al que ve como una parte directamente implicada en la tarea de pacificación que urge a los Estados. Exhorta:

 

[Que] las mujeres [...] sean testigos, mensajeras y maestras de paz en las relaciones entre las personas y las generaciones, en la familia, en la vida cultural, social y política de las naciones, de modo particular en las situaciones de conflicto y de guerra 4.


Es ese mismo «talento de la mujer» –al que designa como corazón ético de la vida familiar y social, «capacidad para con el otro»– el que está en el origen del care [cuidado], por emplear el término que se imponía por la misma época en la atención de los sociólogos y las feministas, en contraposición a la acentuación cada vez más individualista de las sociedades. Esta estima llena de admiración se apoya en una mariología muy ferviente: en ese sentido, según Juan Pablo II, la encíclica Redemptoris Mater forma parte del dosier de lo «femenino», articulado sobre el doble paradigma de la maternidad y la virginidad. Sus numerosas alocuciones sobre el tema culminarán con la designación superlativa de las mujeres como «centinelas de lo invisible» en la homilía que pronunció en Lourdes en 2004, con ocasión de la fiesta de la Asunción, unos meses antes de su muerte. Todavía bajo este pontificado apareció ese mismo año La colaboración del hombre y la mujer, documento elaborado por la Congregación para la Doctrina de la Fe, bajo la autoridad del cardenal Ratzinger.

Este último, ya como papa, relanza el tema en la dirección de una problemática más explícitamente institucional, que obliga a afrontar, superando los discursos, el registro muy concreto de la organización y el reparto de poderes. Porque, si es cierto que la celebración verbal de las mujeres no ha cesado de imponerse como un tema del discurso magisterial, hace falta llegar a cuestionar lo que en concreto esa realidad autoriza de novedoso en el gobierno diario de la Iglesia. En consecuencia, Benedicto XVI plantea más explícitamente de lo que se había hecho anteriormente la cuestión del «justo lugar» de las mujeres en la Iglesia, es decir, y en último término, un reparto de la responsabilidad. Su convicción es que «es necesario abrir a las mujeres nuevos espacios y nuevas funciones en el interior de la Iglesia».

Apoya esta perspectiva en el relato evangélico y lo que este deja entrever de una asociación estrecha de las mujeres a la misión de Jesús. También recurre a la historia cuando evoca la existencia de un «diaconado» femenino en los primeros tiempos de la Iglesia. Y se llega a encontrar en él y referida a Pablo la afirmación de que las mujeres podrían «profetizar», en el sentido de «hablar en la asamblea bajo la inspiración del Espíritu Santo con miras a la edificación de la comunidad (Visita a la parroquia de Santa Ana del Vaticano, febrero de 2006).

Pero, aunque se legitima de este modo el acceso de las mujeres a una


responsabilidad de alto nivel, la insistencia puesta en paralelo en un sacerdocio ministerial reservado a los varones con el ejercicio del poder que le va asociado hace presentir al instante sobre qué suelo de cristal reposarán las iniciativas del reparto. Los tiempos posconciliares han visto ciertamente la elevación de algunas mujeres al rango de doctoras de la Iglesia. Se trata de una novedad destacable, inaugurada por Pablo VI con Teresa de Ávila y Catalina de Siena (1976), continuada por Juan Pablo II con Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz (1997) y por Benedicto XVI con Hildegarda de Bingen (2012). Pero es preciso constatar que la exaltación de estas mujeres, que siguen inspirando la vida de la Iglesia tras haber predicado, enseñado e incluso amonestado a la cristiandad en el pasado, no lleva consigo ipso facto que la institución eclesial acceda hoy a un verdadero reparto de la palabra y de la responsabilidad “con miras a la edificación de la comunidad”».


2. Problemas de recepción


Por lo demás, es sabido que una palabra no se identifica solo por el contenido que declara ni siquiera por la intención que vehicula. Su devenir la califica igualmente. Dicho de otro modo, tenemos que preguntar cuál ha sido la recepción de este nuevo discurso y, en primer lugar, entre las mujeres. Su evaluación incluye, en este caso, el reconocimiento de las reticencias y las resistencias con las que se ha encontrado.

Indiscutiblemente, esta recepción ha sido frontalmente crítica por parte de las teólogas feministas, que han escrutado especialmente el abundante corpus de los textos de Juan Pablo II, a quien se ha señalado como el papa más favorable a las mujeres. Su lectura ha detectado enseguida la existencia, bajo el ropaje nuevo de un discurso lleno de consideración, la reconducción de una figura irremediablemente estereotipada de la mujer de siempre, envuelta en el «eterno femenino» y con una referencia mariana casi obsesiva. De hecho, no hay documento pontificio, desde hace decenios, que no termine con un desarrollo mariano, como si este constituyera la garantía femenina que necesitara toda palabra magisterial. Y, con toda naturalidad, la referencia se reclama más que nunca en los textos cuya temática concierne a las mujeres. Al final es claramente la Virgen María, en su idealidad inimitable, quien queda constituida como norma revelada de lo femenino. Al actuar así –concluyen las observadoras en alerta teñida de sospecha–, no se formula nada que se aparte de la visión tradicional. Tampoco nada que sea apto para problematizar el orden reinante, en el que las cristianas existen solo bajo el prisma de una teología hecha por varones que piensan y legislan por ellas, es decir, en su lugar, en una institución fundada sobre la disimetría de funciones y responsabilidades. Los textos magisteriales pueden llamar con fuerza a lecturas renovadas de las Escrituras, como por ejemplo del relato evangélico de la mujer adúltera, ocasión para el papa Juan Pablo II de denunciar la injusticia tan banal que consiste en ocultar el pecado del varón tras la acusación escandalosa de la mujer. Pueden manifiestamente tener la pretensión de promover la afirmación de que «Dios le confía de un modo especial el hombre, es decir, el ser humano» 5. Lo cual no impide que la necesidad de «enseñar a las mujeres», afirmada regularmente, triunfe ampliamente sobre la de verlas, y menos aún escucharlas, enseñar a los varones. La consigna de que «las mujeres se callen», de la primera carta a los Corintios (14,34) o de la primera carta a Timoteo (2,11), sigue estando profundamente enquistada. En realidad –prosigue la investigación acusatoria–, el que se sigue trazando es el retrato de una mujer esencializada, que remite a un «talento femenino» explicitado como «servicio de amor» o también «vocación materna de la mujer». Discurso que, en cuanto tal, encalla en las palabras usadas por las costumbres eclesiásticas o edificantes, en las que se diserta con sospechosa facilidad sobre esas inmensas realidades que se llaman «amor» o «servicio» y ante las cuales cada cual –aunque fuera teólogo o sobre todo si es teólogo– debería comenzar como soldado raso.

El talante agresivo de esta evolución «feminista» no debe disimular una indiscutible clarividencia, que confirma, de modo muy ampliamente preocupante, la otra pendiente de la recepción, marcada también por la decepción. Es la propia de cristianas ajenas al feminismo militante o incluso también la de mujeres que habían dado crédito en un primer momento a una palabra magisterial que parecía poder renovar las mentalidades y las prácticas. Con la marcha atrás en el tiempo parece que la cita al encuentro ha fallado masivamente. Sin teorizar su malestar, pero experimentando cada día falta de estima, formas larvadas o manifiestas de desprecio y la confiscación masculina de la decisión, estas mujeres han llegado a la constatación de que las alabanzas con las que se las envolvía ahora servían, en primer lugar, de escudo al ejercicio clerical de un poder masculino que seguía sin compartirse. En un mundo en profunda transformación antropológica, que tiene el mérito de construir la verdad sobre realidades hasta ahora ocultadas, ellas han percibido los límites –si no la trampa– de un discurso que las reconduce obstinadamente a la conyugalidad y la maternidad, al ensalzar una feminidad sempiternamente reducida a «valores» que las encierran en la pasividad a través del elogio de la interioridad, el servicio desinteresado, la paciencia y la ternura. Posturas, mientras duran, menos despreciadas que nunca en un mundo que alardea cada vez más de una virilidad brutal. Pero que se tornan en espanto desde el momento en que se valoran como algo que sirvió para fundar un orden masculino que tenía todo por ganar con la imposición de un modelo de santidad femenino hecho de modestia y dócil pasividad.