Habitat

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Habitat

Colección Lumía

Serie Narrativa

D.R. © Hugo Renzo Mejía, 2019.

D.R. © Diseño de forros: Ricardo Velmor, 2019.

D.R. © Diseño de interiores y portada: Textofilia S.C., 2019.

TEXTOFILIA

Limas No. 8, Int. 301,

Col. Tlacoquemecatl del Valle,

Del. Benito Juárez, Ciudad de México.

C.P. 03200

Tel. (52 55) 55 75 89 64

editorial@textofilia.mx

www.textofilia.mx

Primera edición.

ISBN edición impresa: 978-607-8409-88-4

ISBN edición digital: 978-607-8713-49-3

Queda rigurosamente prohibido, bajo las sanciones establecidas por la ley, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento sin la autorización por escrito de los editores.

Diagramación digital: ebooks Patagonia

www.ebookspatagonia.com info@ebookspatagonia.com


A mi madre,

por ser mi cómplice inagotable

a Fede,

por la condescendencia

a Enrique,

por La Conjura…

Al cabo de los años he observado que la belleza, como la felicidad,

es frecuente. No pasa un sólo día en el que no estemos,

al menos un instante, en el paraíso.

Jorge Luis Borges

Querría estar en Viena y en Calcuta, / Tomar todos los trenes y todos los navíos, / Fornicar con todas las mujeres y atracarme de todos los platos.

Arthur Cravan

[ NOTA DEL AUTOR* ]

Una brevísima acotación etimológica –o antropológica– podría ser necesaria para entender a plenitud el vocablo que sirve de título a este libro.

El término habitat –del latín, tercera persona singular del presente indicativo de habitáre, ‘habitar’– representa, en esta novela, el “imaginario” círculo vicioso de una vida en traslación.

La raíz habeo se encuentra presente así mismo en las palabras italianas avere –‘tener’–, abitudini –‘costumbres’– y abiti –‘vestimentas’–. Abito –‘hábito’–, en efecto, implica también el aspecto, la forma del cuerpo, el comportamiento, la disposición, el carácter, el modo de vestir. “Habitar” supone entonces, entre otros trajines, desarrollarse en un determinado lugar –un hábitat, justamente– y asumir determinadas “maneras” que, en este caso particular, se corresponden –muy exageradamente– con algunas de las ciudades sudamericanas y europeas en las que se desenvuelve el protagonista.

Son precisamente estas “maneras” o “hábitos” que, formados mediante la interacción con el espacio que nos circunda, nos permiten vivir –o más bien, crear– una realidad, nuestra realidad. De este modo, se establece un vínculo estrecho entre espacios y cuerpos cuya intersección fecunda la propia identidad.

Finalmente, a las personas y entidades varias que, en la ficción, aparecen con sus nombres tal y como son, por este atrevimiento, les pido disculpas.

* Musso, Silvia. Habitat e habitus: una definizione antropologica. En: ehabitat.it, 18 de marzo de 2014.

[ PRIMERA PARTE ]

[ I ]

En 30 días cumplo 26 años, una edad adorable para morir. Transcurre el otoño en Europa y no he hecho nada excepto vivir bien. Más que bien. Hasta siento culpa de haber vivido tan bien estos últimos meses; sin embargo, siento que me muero. Estoy enfermo. La noche de ayer he sentido, prácticamente, que me volvía loco, que la locura me iba devorando. Tuve miedo. Tuve miedo de ser decapitado, de perder súbitamente la cabeza de una mordida. También he visto caras en la oscuridad. No sé cómo he podido contener el grito.

Vivo en Reppia, un pueblito ligur de once residentes. Hoy escuché comentar a Jvanna: “La gente ya no viene a vivir aquí”. Los once residentes bordean los 80 y 90 años. Claramente acá no hay ni mierda. Pero no tengo otro lugar a donde ir. Regresar a Pavía, a casa de la tía Marta, me parece muy conchudo. Además, odio los zancudos.

Ni un bar, ni una pizzería, ni un café, aquí no hay nada. Están la iglesia, el cementerio y el Centro Residenziale Riabilitativo “Il Sorriso”, para cuando uno se vuelve loco. De eso he tenido miedo la otra noche. Un poco. Además, la habitación está llena de mobiliario del 1 800, fotografías de difuntos, un cuadro de Charitas que mira resignado hacia el cielo, y otro cuadro que me da un miedo tremendo. Hoy también encontré el lugar perfecto para escribir: la última planta de la casa, junto a la escalera de caracol y la ventana, en el desván.

Federica y yo nos conocimos hace un mes. Dentro de una hora habrán pasado exactamente 30 días desde que vivimos juntos. No nos hemos separado desde entonces. Estoy esperando esa hora, las 18:30, para salir al jardín y llevarle alguna de las flores que encuentre por ahí. Y, así con esta forma simbólica, decirle que la quiero, y darle las gracias por quererme.

Cuando arribé a Génova lo hice en un tren regional cuyo trayecto duró poco más de una hora. Una hora y diez. No he visto, en todos mis viajes, una ciudad tan armónica con su propio caos. Las calles de metro y medio o dos metros de ancho, como recovecos; edificios viejos, altos y estrechos; el cardumen de personas en direcciones contrarias; las cuestas y los descensos; los ángulos sucios y las viejas y cómodas esquinas húmedas de orina; el aire a puerto, a mar, a sal, a pescado crudo, a aceite. Sentí que mientras caminaba entraba en el hocico del océano.

18:39. Estamos ya juntos. En el pasado. Le he dado la flor violeta que he encontrado en la casa vecina. Se ha puesto contenta. Muy contenta se ha puesto. Hemos recordado el tiempo, los detalles del instante en que nuestras vidas se han calibrado, y nos hemos reído de alegría.

Hace unos días la tía Marta me envió un mensaje desalentador:

Hola, Renzo. Me ha llegado el recibo del teléfono. La cuenta es de 220 euros gracias a tus llamadas al Perú, Luxemburgo y Alemania. Normalmente pago 39 euros. Creo que no podré hospedarte nuevamente. Ya no tengo confianza. Te he ayudado con la bicicleta, con tu inscripción en el voluntariado; podrías haberme dicho sobre tus llamadas. Lo siento mucho.

El mensaje lo recibí en la mañana, antes del desayuno. Estuve largo rato meditando una respuesta conciliadora que amortizara los hechos. Horas después le respondí de la siguiente manera:

Querida tía, siento mucho que el recibo telefónico haya alcanzado tamaña cifra. No imaginé nunca que la cuenta ascendería a semejante monto. Lamento mucho que ahora la situación sea de esta manera. Te agradezco toda la ayuda que me has brindado desde que puse un pie en tu casa.

Su mensaje me ha dado un sabor amargo. No pienso volver a dirigirle la palabra. Y con la tía Ivonne, bueno, tendré que arreglármelas con ella para recuperar la maleta que dejé en su casa.

Aquí nos vamos acercando dócilmente al invierno. En Reppia el tiempo es húmedo. Mi catarro recrudece todas las mañanas. Es insoportable la avalancha de mocos y la congestión nasal que sufro. Pero la casa es hermosa, y Federica y yo estamos solos. Tenemos toda la casa para nosotros. Quizá por todo el invierno, quizá menos. No tenemos idea. No sabemos nada. Es tan emocionante que todo el cuerpo me tirita.

A lo largo de mi infancia he desarrollado una suerte de veneración al abuelo Víctor, una especie de subsidio paterno que no ha compensado nunca –tan sólo en un aspecto lejanamente espiritual, y ya en la adultez– el profundo abismo que ha significado para mí la ruptura de relaciones con mi padre. Es esa misma veneración que hace que, en las situaciones más trascendentales de mi vida, le pida milagritos, como si fuese un santo. Lo vengo haciendo desde que llegué a Europa, y no puedo decir que no haya servido. O es eso, o es la intensa lluvia de oraciones que mandó a rezar por mí la tía Conchito, oraciones que, por más agnóstico que me declare, no puedo negar que, en algo, han de haber funcionado.

Con esto de mi vigésimo sexto cumpleaños, Raffaella se ha adelantado a todos y me ha llenado de ropa para este invierno. Me trata mejor de lo que me han tratado mis tías Marta e Ivonne que, después de recibirme con una serie de peros, me han lanzado a la calle. Claro que no se lo he contado a la abuela. Será para que se le suba la presión. Tampoco he recibido respuesta de la tía Marta. Los 200 euros de la cuenta telefónica le revelaron la criatura aprovechadora que soy en verdad.

He insistido con la tía Ivonne para que me mande la maleta directamente a Chiavari, a casa de Federica. No es que la necesite con urgencia, pero me gustaría recuperar la camperita de aviador de cuero marrón que compré en ese mercadillo de San Telmo; más que todo por un valor sentimental; claro, un valor sentimental que asciende a 700 pesos argentinos. Cuando me la pongo me viene inmediatamente a la cabeza la caminata que hice desde San Telmo hasta La Boca con la rubia de Eline Jansens. No sé nada de ella. Sé que vive en Buenos Aires, sólo eso. Estaba loca por Buenos Aires. Yo también estaba loco por Buenos Aires.

[ II ]

 

Mi alma borracha de sangría es más triste que todos mis cumpleaños juntos. La he pasado acompañado; he comido como un cerdo; he tenido la torta de chocolate de todos los santos años; he recibido regalos –más ropa para el invierno y un libro–; también algunos saludos –a la distancia–; he sido empachado y agasajado de una manera que, ciertamente, no merezco. Pero ha sido triste, lejano.

El jueves pasado empecé a trabajar como externo para un restaurante en Milán. Es un restaurante lindo, cerca al Naviglio Pavese. En la zona hay muchos bares y pubs. Los alrededores bullen de personas entre las horas del almuerzo y la cena. He ido con Federica y la he presentado como mi fotógrafa. Llegamos tras una caminata de casi 40 minutos desde la estación central. Hemos querido caminar. Ha sido agradable. El clima era óptimo. También he recibido mi primera paga por adelantado. Una microscópica gota de orgullo profesional me ha brotado de la frente. Lo primero que hicimos fue comprar dos cervezas en un pequeño bar cerca de Le colonne di San Lorenzo. Después fuimos a la Feltrinelli de la galería Vittorio Emanuele. Tienen un anaquel entero con libros en español. Generalmente las secciones de libros en lengua extranjera exhiben una colección paupérrima, casi siempre con nombres como Allende y Carlos Ruiz Zafón. Este anaquel, sin embargo, estaba muy nutrido de títulos. Tenía, incluso, a contemporáneos como Houellebecq; y a contemporáneos italianos como Ammaniti. Para otra oportunidad…

Raffaella acaba de llamar. Jvanna viene a Reppia el próximo lunes. Uno de los once residentes se ha mudado al cementerio y deberá asistir a la ceremonia.

[ III ]

Es un día hermoso. El sol ha venido desde temprano, fresco, radiante, iluminándolo todo. Todo luce más verde, más rocoso; la madera luce más añeja. La luz solar cae en diagonal desde las cimas de todas las montañas que cubren Reppia. Ayer, antes de irnos a dormir, hemos visto el cielo, Federica y yo. Hemos abierto la escotilla empañada de la mansarda y nos hemos quedado mirándolo: azabache, adiamantado, brillantísimo, como salpicado de azúcar. “Con este cielo, así hermoso, es imposible tenerle miedo a la muerte”, dije. “È proprio per questo che devi trovare delle cose belle, amore”.

Los tiempos duros empezaron con el despido de mi papá. Manufacturera de Papeles y Cartones del Perú –mpc del Perú– fue vendida y dejaron en la calle a casi todo el personal. La noticia nos cayó como un baldazo de agua fría. Había ya rumores de la venta de la empresa, pero no imaginamos que mi padre sería también lanzado a la calle, sobre todo por la buena relación que tenía con los hermanos Rubinni. No obstante, mi padre llevó la mala noticia a casa con tintes de esperanza. Hizo bien, debo reconocerlo. No se alarmó. No nos alarmó. Nos aseguró que era lo mejor que podía suceder. Con el tiempo he comprendido que era lo mejor que pudo sucederle a él. Su despido significó la primera ruptura con nosotros. Aunque nosotros nada tuviésemos que ver con mpc del Perú.

El plan de mi papá, luego del despido, fue cobrar la indemnización y empezar un negocio propio en el sector gastronómico, un negocio de catering, para ser precisos. No era para nada una mala idea. Su indemnización era lo suficientemente abultada como para empezar ese y cualquier otro proyecto.

[ IV ]

Apenas 60 días juntos y siento como si hubiésemos convivido años enteros, décadas. Es una chica estupenda. Por las mañanas, cuando ella se levanta primero –usualmente lo hago yo–, me calienta una taza de leche, y deja sobre la mesa del comedor el vasito con jugo de naranja y el paquete de biscotti. Así, cuando me levanto viscoso –como un molusco, lleno de pesadez y de catarro– me arrastro directamente a engullir lo que ella me ha acomodado.

También he tenido otro episodio de ataque de pánico. Ocurren generalmente en las noches. Todos los miedos arriban y se conjuran en la oscuridad. Para afrontarlo, he tenido que rezar. Le he pedido al abuelo Víctor que me deje ver nuevamente la luz del día. Y he rezado el Padre Nuestro y el Ave María repitiéndolos una y otra vez como una letanía macabra, invocando el sueño profundo. Así, si moría, morirme bien dormido.

La aventura empresarial de mi padre empezó exactamente aquel día en que se apareció por la casa coreando el nombre de su empresa: vh Gourmet. Servicios de Catering. Menudo nombre se había escogido. Pero no sólo eso, parecía que aquel día mi padre había salido apenas de un baño chamánico de florecimiento. Le dijo a mi madre una de las cosas más lindas que jamás escuché en sus doce años de matrimonio: “Quiero que renuncies a tu trabajo”.

Sabíamos todos que mi madre odiaba su trabajo, y nos dolía verla levantarse tan temprano todos los días, cumplir con su rol de madre y con su rol de trabajadora del Estado –de un estado de mierda, claro–. Nos dolía verla caminar hacia la avenida San Felipe –a veces tomaba una combi desde la Brasil hasta el óvalo– y esperar allí, –algunas mañanas con llovizna, otras con neblina– una cochina y destartalada combi para llegar hasta la avenida San Luis y tener que caminar nuevamente unos 15 o 20 minutos hasta el c.e.i. 123, en la avenida del Aire.

Mi madre se lo pensó dos veces, claro. Renunciar, así como así, no era muy sensato. Y bueno, acordaron que una licencia de un año era lo más seguro. Nadie se imaginaba que ese año sería uno de los peores años de nuestras vidas.

Habían pasado ya unos meses y la empresa de mi padre no arrancaba del todo, sin embargo, aquello no parecía pretexto para escatimar en gastos, sino todo lo contrario. Tenía ya alquilada una pequeña oficina cerca de la Plaza Bolívar –en el centro de Lima– en un edificio rojo y viejo, sucio. También había mandado a hacer unas ridículas tarjetas de presentación con fondo blanco y un logo que parecía diseñado por un niño de seis años borracho.

Visité la oficina un par de veces. La compartía con otro señor que, según mi padre, también iniciaba su negocio propio, pero que nunca lo vi, nunca lo vimos. Miento… La primera oficina que alquiló quedaba a unas pocas cuadras de la iglesia de las Nazarenas, en un jirón no sé cuántos. Esta oficina la visité también un par de veces. De ella tengo un miserable recuerdo con el tío Beto, posiblemente el más miserable de todos los hermanos de mi padre –el más pobrete, el más derrotado en términos económicos–. Usaba el teléfono de la oficina para llamar, seguramente, a los pocos clientes de la imprenta que aún le quedaban. Hizo unas tres llamadas mendigando algún trabajito. Luego colgó el teléfono sonriéndonos con la palabra “fracaso” estampada en la cara. Nadie necesitaba los obsoletos servicios gráficos del pobretón del tío Beto. Es más, nadie necesitaba al tío Beto; podía haberse caído muerto allí mismo y, a lo mucho, lo único que hubiese hecho mi padre sería haberlo acomodado en una esquina para que, más tarde, viniese el camión de la basura a llevárselo.

Había días en que mamá y papá se pasaban la tarde entera en la oficina –en la de la Plaza Bolívar–. Esos días parecían estupendos. Imaginaba que las cosas entre ellos iban bien, y que juntos sacarían adelante el proyecto de la empresa de catering. Pero no era exactamente así. Aquellos días eran los peores. Bastaba un poco de sentido común para entender que mi padre no tenía el camino claro, que estaba lleno de ideas sin forma, y que el alquiler de la oficina, la compra del sillón encuerado y la elaboración de las tarjetitas eran evidentemente pasos en falso, desatinados, mientras el dinero de indemnización iba consumiéndose. A la par de toda esta situación, salió a la luz una astronómica deuda que mi padre había acumulado durante sus dos últimos años de dependiente y que había mantenido en secreto para no escandalizarnos. Odiaba el escándalo. Toda la mierda salió a flote cuando empezamos a hacer aguas y tuvieron que poner sobre la mesa todas las cuentas de la casa. Mi padre había reventado sus tarjetas de crédito con los gastos más absurdos: camisas, zapatos, ropa en general; y además muebles y electrodomésticos que nosotros jamás vimos en casa. Era obvio que se había enganchado con alguna puta. Era triste, pero así era. Todo se pudría.

[ V ]

Ayer fue un día de mierda. Tremendo. “Federica, tengo que regresar al Perú”, le dije. Sin el soporte de la tía Marta era mejor poner –o fingir poner– las cosas sobre el tapete. La he dejado tan confundida que no hemos hablado serenamente sino hasta las ocho de esta mañana. Mi ridícula escena romántica de anoche no ha bastado sino para confundirla aún más, para dejarla más aturdida, más insegura. Mientras miraba un documental de la rai sobre Edith Piaf, bien acomodado en el sofá, podía escucharla llorar distendidamente en la mansarda. Se me apretaba el corazón. Qué injusto era. Qué injusto era yo. Así que subí a calmarla. La encontré sosteniéndose la cabeza con ambas manos, pensando desesperadamente, no lo sé, mientras sollozaba. Me senté a su lado. Le acaricié la sien y el pelo. Le dije que lo sentía, que hubiera deseado no levantarnos esa mañana, quedarnos calientitos arropados en la cama, en silencio. Poco después se calmó. Nos quedamos abrazados largos minutos, y luego nos besamos, nos acariciamos y tras algunos arrumacos, nos calentamos completamente. En el primer piso continuaba el documental y, mientras recíprocamente nos hacíamos cumplidos al cuerpo, a la carne, Edith Piaf entonaba fuerte Non, je ne regrette rien. “No voy a regresar al Perú”, le dije, “de todas maneras tengo el permiso turístico vencido”.

Fue cuando la situación con mi padre se volvió incontrolable que saltó nuevamente a la luz la idea del divorcio. Lo que mi padre venía haciendo con el dinero del despido no era más un misterio, era clarísimo. No estaba enganchado con una puta. Estaba enganchado con una puta y, además, con algunas de las jovencitas estudiantes de cocina que caían en sus tentáculos con la promesa de un contrato de trabajo. Para mi mamá, que pretendía aún salvar el cadáver de su matrimonio, fue como una puñalada en el pecho. Fotografías e incluso calzones fueron hallados entre los cajones de la guarida de mi padre que, ofendido, atinó simplemente a cerrar el pico y a no objetar nada. Mi hermana y yo entendimos que era inevitable, que la separación era, incluso, sana; y que debíamos tomar partido. Así fue. Ambos lo señalamos, ante la familia, como el monstruo que era, y pedimos ayuda. Su ausencia significaría un gran traspié en nuestras vidas, y no conllevaría necesariamente a la resolución de nuestros problemas.

Luego de un tiempo, y ya pasados los primeros procesos contenciosos, a mi papá lo vimos contadas veces. Se esforzó, sin embargo, en demostrar que nosotros, Claudia y yo, sí contábamos para él. Tal vez la ruptura estaba fresca aún, y a pesar de la crisis que habíamos tenido que vivir juntos en ese departamento del infierno, sentía el deber de hacerse presente como padre. Tal vez era puro teatro para sacarse de encima la presión del proceso legal, qué sé yo. Una tarde se apareció para llevarme de compras. Desde la ventana lo vi llegar en un micro que lo dejó en la esquina de la casa, en Brasil con Almagro. Luego caminó lentamente mientras me hacía una seña. Me preguntó qué necesitaba. Le dije que no tenía mucha ropa, así que fuimos a tiendas Él. Hice que me comprara un blazer azul marino de 450 soles, además de un par de pantalones de tela drill y una chompa negra de cuello “v”. Saliendo del negocio, ya con el bolsillo adolorido, insinuó que la cita iba llegando a su fin. Me ofreció algo de comer y luego nos despedimos. Días después nos enteramos de que mi padre había comentado, entre los miserables de los Rodríguez Burga, que nosotros sólo lo buscábamos para que nos comprara ropa, y que no nos interesaba en absoluto su presencia. Lo cierto es que algo de verdad tenía esa acusación, al menos de mi parte. A mí su presencia me daba lo mismo. Incluso me sentía más tranquilo sabiendo que él ya no vivía con nosotros y que lo veríamos una vez a las 500, y que esa “una vez a las 500” sería para que nos indemnizara por habernos jodido la infancia. Yo lo veía así. Lo que hiciera antes o después de encontrarse conmigo, me tenía sin cuidado. Me sentía en la cima de la montaña rusa, libre del padre, y en pleno fervor de la adolescencia. Ya luego vendría el violento descenso. Mi mamá, a su vez, sufría la crisis del posdivorcio.