Las ruinas de la caza

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Las ruinas de la caza
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Las ruinas de la caza

Alfredo Lèal

Las ruinas de la caza

Alfredo Lèal


México 2021

Para Virginia Saji,

después de todo

Qu’est-ce que suivre un fantôme? Et si cela revenait à être suivi par lui, toujours, persécuté peut-être par la chasse même que nous lui faisons ?

DERRIDA

Índice

Preámbulo

Flashback, Pt. 1

Argumento

Flashback, Pt. 2

Teoría

Práctica

Intuición

[...]

Preámbulo

La casa huele a hospital, dijo el más joven de los peritos, pero esto no me consta: si lo menciono ahora es porque mi madre asegura que esa fue precisamente la frase con la que el padre de Aïnhoa comenzó aquella entrevista que sostuvieron siete años después de ese 9 de septiembre, cuando aceptó, mi madre, por primera vez, la tarea de investigar a alguien.

No quiero justificarla, y no tendría por qué, en verdad; sin embargo, si algo hay que decir al respecto es que pasábamos por un momento económico difícil —¿los hay, acaso, de otro modo?— y que ella estaba presionada por poner todo en orden. ¿Sería ese mismo orden el que la condicionaba a no poder avanzar? Eso tampoco lo sé. Lo que sé es que su trabajo, en ese momento, no era aún el de buscar ese dato, ese trozo de información que alguna vez pudiera haberse escondido y que ahora, es decir, en el momento en el que la encontrara, podría ser vital para que la gente perseguida fuera una presa fácil de conseguir. Su trabajo, entonces, era otro: no le gustaba llamarse detective porque esta palabra siempre le había sonado a una especie de máquina pre-programada para encontrar algo, además de que le provocaba una risa involuntaria, asociándola más bien a los perros de las caricaturas que usan sombrero y gabardina cafés que a los personajes de las novelas negras, aunque la verdadera razón, creo yo, es que en un momento, precisamente después de Aïnhoa, se dio cuenta de que eso mismo que buscaba o, mejor, que pretendía buscar, estaba ya siempre ahí, era un simple evento u objeto u hombre que de todos modos alguien más hubiera encontrado sin que ella o cualquier otra persona con ese oficio hiciera el mínimo esfuerzo por que sucediera; prefería, pues, el término “investigadora”, que le recordaba dos cosas:

la primera, sus años en la Universidad y el aura que rodeaba a la palabra research

(Oxford: “a careful study of a subject, especially in order to discover new facts or information about it”),

que, a veces, le gustaba escribir con un guion, re-search, modificando el sentido del prefijo “re” en la etimología original por el uso actual del mismo

(sencillamente: “to research”, es decir, “acto de”, “acto de + buscar”, en este caso):

volver a buscar, buscar de nuevo, seguir buscando incluso.

En todo caso, se trataba siempre de una re-research. Por lo tanto:

acto de + buscar + (acto de buscar + (acto-de-buscar))2

Re-researcher, entonces, traducido literalmente por in-investigadora. Pero esto, vale decirlo, viene mucho después: hay un momento anterior del que basta recordar no más que un doblez, un pliegue: mucho antes de entrar a la empresa de headhunters intenta entrar a los servicios particulares de búsqueda:

investigadora privada ofrece sus servicios y un número de teléfono, sin que sea ni siquiera en lo más mínimo sorprendente que el número de llamadas, en su mayoría, sea de gente que piensa que lo que está ofreciendo es un servicio de escort. (No deja de llamarle la atención, empero, que se trate siempre, en su caso, de una búsqueda, de un volver-a-buscar escondido entre los pliegues de esa investigación que se basa en el lenguaje. El detective, pudo haber dicho Piglia —o quizá lo dijo y Jolene no está sino recordándolo— es un lingüista que debe desconfiar de los signos. Jitrik sería más radical aun: el detective es un especialista en semiótica del lenguaje que ha abandonado toda certeza con respecto a los significados. El detective es un esquizo.)

Dos raíces —y un montón de tiempo desperdiciado, o al menos así lo ve y cree que así debería verlo cualquiera que tenga hijos y no quiera dedicarse enteramente a ellos, no por maldad o por alguno de esos nombres melodramáticos sino, sencillamente, porque tal vez su vida, la vida individual, aún no termina, y por eso mismo quiere dedicarle algún momento a ella —y en la elección de estos dos verbos reflexivos, dedicarse/dedicarle, está toda la decisión tomada anticipadamente; dos formas de vida, entonces:

la primera es una modalidad del sacrificio: el cuerpo se des-pliega, abandonado a los segmentos que lo contienen desde fuera, doblado o doblegado en espacios disímiles;

la segunda, en cambio, es una estrategia de segmentación de esos momentos: la acción recae sobre ellos y no viene al encuentro con el sujeto (tal vez debería agregarse: porque no hay sujeto que encontrar; porque no hay sujeto realmente; algo así…);

la primera, entonces, tiene que ver con la búsqueda en sí misma (si esto fuera una libreta con márgenes, Jolene anotaría: lo cual nos remonta a Proust); la segunda, en cambio, se relaciona con la búsqueda específica en el lenguaje, al interior del mismo (libreta hipotética, nota escrita a mano: y esto tiene que ver con Joyce). La imposibilidad, pues, de salir de la modernidad y una escritura que se va dejando hacer, que se sabe objeto de una entidad exterior y subjetiva que le da forma pero, a final de cuentas, autónoma —más, por supuesto, la necesidad de meter a Proust y Joyce en todo, o, a manera de subtítulo:

La imposibilidad de salir del eurocentrismo

¿Por qué no se puede salir del asilo? No se puede salir del asilo no porque la salida esté lejos, sino porque la entrada está demasiado cerca. Nunca se deja de entrar a él, y cada uno de esos encuentros, cada uno de esos enfrentamientos entre el médico y el enfermo vuelven a poner en marcha, repiten de manera indefinida ese acto fundador, ese acto inicial a través del cual la locura va a existir como realidad y el psiquiatra, como médico.

Michel Foucault, “Clase del 30 de enero de 1974”, El poder psiquiátrico

Un silencio ensordecedor.

O así es como lo escuchaba Judith a esa hora de la mañana en el Parque Juana de Asbaje, interrumpido sólo por las palabras que, desde la cima de la resbaladilla más alta, antes de deslizarse, le lanzaba José Pablo. La alcanzaban sentada en una de las bancas que rodean el área de juegos infantiles, comúnmente ocupada por una gran cantidad de niños cuyos movimientos dejan una huella que se materializa en el cuerpo de los padres detrás de ellos, observándolos mientras suben las escaleras o se deslizan por los toboganes, esperándolos en el extremo inferior de éstos o bien impidiendo que se suban por ese lado; es una lógica del cuidado desmedido cuya gramática parecen compartir todos los padres que asisten con sus hijos al área de juegos pero que, aun cuando se pueda comunicar —y, de hecho, a pesar de que no es sino una larga comunicación con los hijos, en la que impera, por cierto, solamente la forma imperativa: “no te subas”, “deja pasar”, “cuidado con la cabeza”—, termina convirtiéndose en un murmullo constante, casi un zumbido, que no significa nada realmente porque aquéllos a quienes está destinado no lo entienden, en el sentido largo de la palabra: se escuchan las voces de los padres y las palabras sueltas de los niños, coladas entre risas o alguno que otro llanto esporádico, a veces demasiado ruidoso, y eso que se escucha no es sino una forma de mantener a los cuerpos, tan pequeños como lo pueden ser los de los niños que asisten al área de juegos, en un espacio interior, el del discurso, que se opone diametralmente al espacio en donde se mueven, en donde encuentran las maneras de solucionar los problemas más inmediatos o, tal vez, de hacer problemático lo más simple, como sucedía en ese momento, rodeados no del murmullo de los padres que ocupan junto con sus hijos el área de juegos por las tardes, entre semana, o los sábados desde temprano y el domingo después de misa, en ese orden ascendente de concurrencia: José Pablo estaba detenido de uno de los tubos que, imitando aquéllos de los bomberos tal como se representan en las películas o los programas de televisión, planteaba un reto al pequeño: antes de soltarse, se quedó mirando, sólo unos segundos antes de que Judith lo hiciera, hacia el fondo del parque, allá junto a la salida a Allende, donde está la librería Elsa Cecilia Frost.

La mirada de Judith atravesaba las copas de los árboles, merodeaba entre los pequeños resquicios por donde un cielo tal vez demasiado azul de principios de noviembre parecía tratar de ponerse en primer plano, de manera tal que el paisaje semejaba no un paisaje sino la pintura de uno, parecía venir hacia ella en una suerte de movimiento sigiloso y tartamudo, avanzaba a tientas, moviéndose sin permitirle entender que en realidad era ella, era el movimiento interno de su conciencia el que la hacía pensar que todo estaba mejor así, como el parque a esta hora: rodeada solamente por algunos cuantos indicios de vida que pasaban ráfagas distanciadas, si bien no lo suficiente como para ser imperceptibles, en la forma de automóviles sobre Hidalgo, detrás, afuera. Se detuvo en esa palabra: afuera, como si en verdad pudieran dividirse tajantemente los espacios entre las cosas y, más aún, los espacios del paisaje. Había terminado por interiorizar la división de las cosas, su separación en la forma de la oposición exterior e interior, en la forma de lo que entra en un espacio —y, consecuentemente, sale de otro— con respecto al cual puede decirse que se trata de una forma interior, una bolsa abierta en sus bordes como labios. Judith sonrió para sí, sin que fuera esa sonrisa suficiente para aclarar el sentido de la frase que recién había pensado; mejor: no el sentido: la referencia. Y esto era porque en algún punto sentía siempre la necesidad de que el paisaje tuviera en sí mismo la capacidad para contenerla, envolviéndola como se envuelve un trozo de uva entre los labios y haciendo de ese primer acto de envoltura un pasaje hacia el espacio otro, húmedo, de la boca, donde la uva, ella misma contenida en su cáscara, puede mantener su sustancia de uva durante algunas horas. Piensa en Pinocchio internándose en el cuerpo del Pesce-cane, “avviandose un paso dietro l’altro verso quel piccolo chiarore che vedeva baluginare lontano lontano” y luego, inmediatamente —por culpa de Lucien, por supuesto—, en Auster: “the son saves the father. This must be fully imagined from the perspective of the little boy. And this, in the mind of the father who was once a little boy, a son, to his own father, must be fully imagined. Puer æternus. The son saves the father”. Se había aprendido el primer pasaje la primera vez que leyó a Collodi, en la carrera; el segundo, cuando Lucien, una noche, luego de esas discusiones que tenían, motivadas por las cosas más simples —lo recuerda muy bien: José Pablo dormía en su cuna, a la que recién le habían agregado el crib bumper, más que para evitar los golpes, para cubrir al pequeño del frío que se filtraba por la puerta del baño de la habitación (y de la casa) y ellos dos estaban en la sala: ella hacía un bordado para Mar, a quien se lo daría de regalo de intercambio; él estaba contento porque los Canadiens de Montréal habían pasado, después de tres años de no hacerlo, a las finales, y no hacía nada realmente—, se lo leyera en voz alta en el pasillo del edificio y ella comenzara a pensar cuál sería el equivalente para decir lo mismo, “the son saves the father”, en femenino: “la hija salva a la madre” o, incluso, “el hijo salva a la madre”. No bastaba con cambiar los pronombres o, en su caso, las terminaciones de los adjetivos: era preciso reformular enteramente el pasaje —el de Collodi, el de Auster…— y ahí, sólo en ese pausado ir y venir de las palabras hacia otra dirección, igual que un viento como lo son los de otoño en la Ciudad —frío, sin tomar, empero, enteramente cuerpo, apenas dibujado, diríase, entre los pocos espacios abiertos que aún quedaban, un viento que se siente sobre todo en el rostro y en las manos, o, en su caso, en el cabello—, ahí, preguntarse cómo poder decir que es el hijo el que salva al padre o que es la hija la que salva a la madre y el resto de las combinaciones subsecuentes hasta deformarse o reconfigurarse en la frase: el hijo mata a la madre. El movimiento era muy sutil, como sentimos el viento en el cabello: ¿es el viento el que sentimos o es el cabello el que siente el viento y nos remite la sensación a los ojos, a la nariz, a la boca que, de un momento a otro, ya está seca y busca, sin saber que le será imposible encontrarla, el agua? Porque el viento de otoño en la Ciudad es el viento que viene desde el sol o que baja, mejor dicho, junto con éste, con el aplomo de la necesidad imperativa, y nunca del todo cristalizada, de cubrirlo todo, de estar sobre todas las cosas; aplastante, quemante, ese sol, pensaba Judith, un poco repitiendo esa frase que todos en la Ciudad decían y que, en su otra ciudad, en el Valle, nunca llegó a escuchar, tal vez porque allá el viento es parte fundamental de la educación sentimental —no: sintiente— de los habitantes y, por ello, no se pueden detener a quejarse de un sol que no calienta pero quema, como dicen los habitantes de esta Ciudad en la que lo más cercano que tendremos al invierno se encuentra en los destellos de ese viento y el soplo de ese sol sobre los cuerpos.

 

¿Te molesta?

Judith se volvió.

La voz había salido de la nada.

En el momento en el que sus ojos la enfocaron, cuando tomó cuerpo, se dibujó, en un solo gesto, el rostro de una mujer joven de facciones cansadas. Vestía una falda larga, hasta los tobillos, pegada en ese momento contra las piernas en un encuadre que transparentaba las licras grises ceñidas desde los muslos hasta las pantorrillas; luego: un breve asomo de piel, que contrastaba con las líneas amarillentas sobre la tela azul de un par de calcetines cuyo resorte ya no podía sostenerlos y estaban a punto de escurrirse hasta casi rozar la orilla de los New Balance azules, también, con detalles en rosa.

No, para nada, cómo crees, dijo Judith, y se hizo a un lado, sin levantarse de la banca, hasta que sus manos tocaron la orilla de ésta.

La recién llegada se quitó la bolsa que le colgaba al hombro y la puso entre su cuerpo, ahora sentado también, y el de su vecina de banca. Se levantó brevemente para colocar la pierna derecha, doblada, bajo el muslo de la pierna izquierda, en el momento exacto en el que el viento se detuvo y, de inmediato, brilló una vez más, con mayor insistencia, junto con el rechinido de un sol que se confundía con el del plástico de los tenis sobre el metal de la banca.

El hijo de la mujer recién llegada, de apenas unos tres años, corrió hacia los juegos pequeños. Subió, apoyándose en los escalones, hasta la orilla del tobogán naranja de plástico que parecía ser mucho más grande ahora que estaba habitado por ese cuerpo junto al que no tardó en llegar aquél de José Pablo. Judith, sentada con las piernas cruzadas, a la orilla izquierda de la banca y mirando una libreta que la otra acababa de abrir —plena, desbordada de una letra que, en la página que le quedaba más cercana a la vista, cubría todo el espacio del papel, con esa capacidad que tiene cierta escritura de borrar incluso las líneas que, se supone, le dan orden a las frases: una escritura en bloque, cerrada sobre sí y, no obstante, legible aún desde la lejanía del cuerpo de Judith con respecto al de su ahora compañera de banca, quien ya dejaba fluir la mano sobre la hoja de la derecha y le permitía ver el proceso de una actividad que Judith inmediatamente denominó como esquizofrénica: escribir sin espacios, pegando las letras lo más posible las unas a las otras como si temiera que entre los espacios de éstas tal vez pudiera colarse un significado impreciso, imposible, indeseado. Alcanzó a ver un par de palabras que, por ese extraño respeto que nos llega de pronto cuando estamos frente a alguien que recién conocimos, se negó a completar, pero se dio cuenta de que escribía en inglés —o, mejor dicho, de que el fragmento que ocupaba toda la hoja que ahora, en lugar del paisaje, llenaba la mirada de Judith, estaba escrito en parte en inglés, aunque le pareció ver un par de palabras en francés también, una línea en español, entre paréntesis, muchas comas, guiones.

¿Cómo se llama tu hijo?

Judith volvió en sí.

La otra terminó una frase, o simuló terminarla con un punto y aparte. Las palabras habían causado un efecto muy breve en Judith, un reflejo, haciéndola subir el rostro —una ráfaga de viento chocó en ese momento contra su cabello, haciéndolo ondular frente al rostro, por lo que tuvo que llevar la mano hasta ésta y quitarse de delante de los ojos el pelo negro y colocarlo, momentáneamente (el viento seguía golpeando los cuatro cuerpos y, seguramente, arriba, moviendo con violencia también las nubes), detrás de la oreja.

José Pablo, dijo Judith y, sin saber por qué, como siempre que le hacían la pregunta por el nombre de su hijo en circunstancias similares, agregó:

¿Y el tuyo?

Job, dijo la mujer, cerrando la libreta sobre sus piernas.

¿Vienes acá muy seguido? Nunca te había visto.

Judith no tuvo tiempo para pensar en el nombre del hijo de la otra, que, recién ahora se daba cuenta, parecía moverse en un diagrama temporal paralelo al suyo: ya sacaba un cigarro y lo encendía dentro de una especie de cazuela que había hecho con la mano izquierda, ladeando un poco el rostro hacia la dirección contraria y luego mirándola fijamente a los ojos mientras el humo le recorría el cabello corto, a la Jean Seberg.

Sí, venimos muy seguido pero en las tardes, casi siempre.

Vives cerca.

La mujer miró a su hijo, jugando con el de Judith, quien apenas reía, apenas emitía algunos sonidos que, era cierto, si acaso se parecían a las palabras era porque aquello era lo que ella quería escuchar ahí, en la respuesta que la otra había hecho a una pregunta sobre si eran o no, José Pablo y Judith, gente de la colonia —lo primero que había percibido cuando Lucien le propusiera que vivieran en el Centro de Tlalpan era esa especie tan particular de recelo que algunos confunden con la envidia; los celos, para nombrarlos de una manera más precisa, que los habitantes del Centro de Tlalpan sentían respecto a la gente que bajaba desde los pueblos a la salida a Cuernavaca (San Pedro, San Andrés, Topilejo) para comprar una nieve junto a la iglesia de San Agustín, desayunar en el buffet de La Leyenda o, como suponía la otra —de no haber intuido o adivinado que, en efecto, Judith vivía cerca de ahí—, pasar al Juana de Asbaje antes o después de recoger a sus hijos de alguna de las tantas escuelas que había en ese damero perfecto— y pensó, por un segundo, en que las palabras no existen, no están en ninguna parte y, sin embargo, son, en cualquiera de sus formas, lo único que reactiva esa sociabilidad primera, si la hubo, en la que un cuerpo se acerca a otro y decide suspender el tiempo entre ambos, suspender el tiempo de la muerte.

Sí. En Congreso, junto a Telmex.

Nunca te he visto, insistió la mujer.

¿Me regalas un cigarro?

Claro, dijo la otra, sacando la cajetilla de su bolso y deslizando uno de entre los que lo mantenían apretado dentro de la caja. Era un gesto completamente normal, un movimiento que muchos fumadores tienen para ofrecer los cigarros, pero a Judith le pareció un claro indicio de que la mujer no podía tratarla del mismo modo en el que trataba a sus conocidos, a quienes —y esto no sabría o no habría sabido, en ese momento, cómo explicarlo— les hubiera dado el cigarro sin más, sacándolo de la cajetilla, con las manos.

Madre soltera en el parque.

El humo del cigarro, que la otra mantenía dentro de sí como para alargar el efecto de mareo instantáneo que produce la primera bocanada, salió intempestivo junto con una risa apenas audible que enmarcaba el rostro mirando hacia donde su hijo y José Pablo estaban, y cuyas voces, como el viento, se habían o apagado por completo o desvanecido en una especie de fondo, un segundo plano.

No: tengo dos divorcios. El segundo no fue un divorcio, pero, bueno: me gusta pensarlo como si sí. Mi hijo no conoció a su padre, dijo, volviéndose; dejémoslo así.

A Judith le pareció un gesto muy claro de distancia el hecho de que la otra no se refiriera a su hijo por su nombre. Siempre le había parecido que esas madres que recién se han conocido y hablan de sus hijos usando los nombres propios tratan de establecer una cercanía falaz, de entrada y sin que haya una justificación para hacerlo, como si todas las madres del mundo formaran una sororidad implícita no desde el acto mismo de dar a luz o cuidar a los hijos, luego, con la paciencia que, Judith lo sabía, no todo el mundo debe forzosamente poseer y, por ello, es preciso desarrollar, como una forma de arte, sino desde el momento mismo de la concepción o incluso desde el momento del embarazo, el momento de la evidencia del embarazo, como si pertenecieran a una especie de territorio, en sí mismo limítrofe, donde la convivencia, a todas luces imposible en la normalidad, se transparentara, como si los nombres pudieran ser, por sí mismos, una forma real de la confianza.

A veces me dan ganas de renunciar. Tener que estar todo el tiempo ahí, tener que ser siempre mamá, eso me cansa. Con mis hijas no me pasó. Es raro. Lo hice durante muchos años: la mayor está por terminar la universidad y la menor está en grado doce y nunca lo sentí así, tal vez porque, antes de que me divorciara, no sabía muchas cosas que tienen que ver con la necesidad de que dejes que el hijo encuentre los modos de sobrevivir por sí mismo, por sí mismos, mejor dicho: los modos; esos los tiene que encontrar.

 

¿Grado doce?

Mis hijas viven con su padre en el pueblo donde nací, cerca de Minneapolis.

José Pablo es mi primer hijo y no creo tener otro, y era así, tan sencillo, contradecirse, hablar de su hijo por su nombre, deshacer todo lo que había pensado unos segundos antes, ni siquiera un minuto ha. Estaba vulnerable porque no le había quedado claro, o no quería que le quedara claro, no aún, al menos, que el silencio era ese espacio que tenía que habitar de ahora en adelante hasta que algo más pasara, la memoria o el accidente, qué sé yo.

El primero, el segundo, es igual: no son ellos los que tienen que cambiar la actitud, somos nosotras, ¿sabes?

La otra se volvió hacia ella y le sonrió al terminar de hablar.

¿Por qué están aquí a esta hora?

Es raro, ¿verdad?

Se siente muy solo el parque. Como si fuera nuestro.

No, no, para nada, la mujer había modulado, mínimamente, su tono de voz; Judith pensó que se trataba de una especie de guiño, de su forma de ser cordial —o totalmente irónica. Eso no podría saberlo.

Sólo que, creo que me entenderás, no sé si tu pregunta es por qué estamos aquí hoy a esta hora o por qué venimos aquí todos los días, ¿viste?

Me gusta que uses muletillas.

A veces, sí.

O sea: yo no sé qué es lo que haces y no tienes ninguna razón para decírmelo. Pero pienso que a mí me daría miedo salir todos los días a la misma hora y meterme a un parque que está vacío, sola, con mi hijo.

Yet, here you are.

Here we are.

Acabo de quedarme sin trabajo, dijo la mujer; luego: renuncié. O me renunciaron. No sé, pues. Da igual, ¿no? Al final te quedas con una tarjeta de vales de despensa en la que nunca más va a haber nada y piensas que eso fue todo, que ahí se resume todo lo que hiciste en ese trabajo de mierda en el que te tuviste que meter por necesidad y no porque quisieras realmente hacerlo, aunque, bueno, ¿qué trabajo lo hacemos porque queramos hacerlo, porque tengamos las ganas de trabajar y pensemos que se trata de algo que es indispensable para nuestras vidas y que, sin ello, no podríamos estar vivos?, ¿qué trabajo se piensa, o, bueno, te lo pregunto, qué trabajo piensas que es mejor que estar en otro espacio, el que sea, y que por eso mismo vale más la pena hacerse que no? Creo que es una pregunta muy sencilla la que me interesa ahora pero no sé si la voy a formular de la mejor de las formas: ¿hay un trabajo que se pueda sentir y no sentir al mismo tiempo?, ¿hay algo que podamos hacer como si no lo hiciéramos y que, además, nos dé lo suficiente para que vivamos, digámoslo así, dignamente? No lo creo. Creo que se trata de una condición que nos hemos impuesto y que nos ayuda a pensar que, de un modo u otro, somos independientes de lo que nos rodea, que podemos desligarnos de todo, devenir satélites.

La mujer bajó, tímidamente, la mirada, menos por vergüenza que por una clase muy específica de orgullo: el orgullo de los jazzistas que terminan de improvisar y que saben que algo de su fraseo fue memorable, que se podrá retener más allá de la contingencia del solo que terminaron. Judith pensaba en esto cuando, de golpe, la mano de la otra le extendió otro cigarro. Lo encendió con calma, aspirando, al mismo tiempo, el humo y el perfume de la otra, que había hecho la misma cazuelita que cuando ella prendiera su cigarro para encender el de su vecina de banca.

Trabajaba en una escuela, dijo, exhalando el humo hacia enfrente. Una prepa. Bueno, no una prepa: una de esas escuelas que tienen desde kínder hasta prepa, y yo daba clases en prepa.

Clases de qué, preguntó Judith, pensando en Lucien.

Literatura en quinto y sexto, francés en sexto y francés también en tercero de secundaria.

Literatura mexicana, ¿no? Esa es la de sexto.

La de quinto es Literatura Universal, hizo una pausa.

En mi cabeza, siempre he pensado esta pausa, por insignificante que parezca, como el corte a un relato paralelo en el que mamá piensa en las condiciones de la educación media superior en México; revisa uno a uno los programas de estudio de la Literatura y comienza a resolver los problemas con base en una especie de historia en la que inscribe, sin quererlo, su propio cuerpo, su trabajo. Escribe, en ese momento, ese ensayo que intituló “La Literatura se enseña”.

Ninguna de las dos les gusta a los alumnos de prepa. Alumnas, en mi caso. Era un colegio católico, para mujeres, en el Pedregal.

¿Lo conozco?

La otra se volvió, dejó caer un poco hacia atrás la cabeza sobre el respaldo de la banca y levantó los hombros.

Si fueran otros tiempos, te diría que si te cuento me tienes que prometer que no vas a decirle nada a nadie, pero ni te conozco ni me interesa que alguien más lo sepa o no.

Cuéntame, entonces.

Es una historia larga.

Tengo tiempo, como dicen en las películas.

Te lo voy a plantear de este modo: supón que eres la encargada de cuidar a esos dos niños, dijo, señalando a José Pablo y a su propio hijo, quienes, en ese movimiento que provenía del dedo de Jolene señalándolos —estoy seguro de que para este momento, aunque mamá no me lo haya dicho, ya se habían dado los nombres, pero no me interesa repetir la escena—, volvieron a formar parte del paisaje o, mejor dicho, volvieron a hacer que ellas dos formaran parte del paisaje —o tal vez esto lo estoy contando yo desde mi propia experiencia o lo que, supongo, he conservado como mi propia experiencia: para mí ese día no existe en la medida en la que sea un recuerdo que pueda reconstruir sino en cuanto a que es un día que mamá, según me dijo, tomó como el punto de partida para que nos mudáramos de la Ciudad; un día, pues, mucho más importante que los que, para mí, por lo que me ha contado, podrían haber sido determinantes para tomar esa decisión; pero un día, al fin, que no puedo relatar sino a través del relato de mi madre, como me sucede con todo lo que, desde antes de que naciera, cuando mamá y J. se conocieran en Zihuatanejo, me han contado); y siguió:

Cuidas a mi hijo y te voy a pagar por hacerlo, ¿viste? Y todo va muy normal pero, por alguna razón, algo no te hace sentido, algo no va y luego, en un momento de iluminación, te das cuenta de que yo maltrato a mi hijo. No es cualquier maltrato: no le pego ni lo maltrato psicológicamente, es algo peor: el maltrato consiste en que no hay maltrato, no al menos un maltrato evidente. ¿Estamos? El niño es funcional, una pieza perfecta de una sociedad perfecta: excelente alumno, excelente comportamiento, todas las condiciones para que se convierta en un adulto sin problemas.

Todas las pruebas contenidas en un trozo de historia que se pierde, y ahora fue Judith quien se le adelantó a mamá, quien terminó de darle cuerpo a la idea:

El maltrato está determinado por la paradoja de la resignación: por qué si puedo hacer el bien, hago el mal.

Al revés: por qué si puedo hacer el mal, hago el bien.

Y fue ahí, en la bisagra entre la mañana y el mediodía, fue cuando el sol comenzó a quemar de nuevo.