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Amaury

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II

El joven dijo a su amada en voz baja:

– ¡Es un horrible tormento, Magdalena, el no poder vernos con libertad y a solas muy de tarde en tarde! ¿Crees que es casualidad o que tu padre lo ha dispuesto de este modo?

– No sé qué pensar, Amaury – respondió Magdalena. – Sólo puedo decirte que lo siento como tú. Cuando podíamos vernos a todas horas no sabíamos apreciar en su justo valor nuestra dicha. No en vano dicen que la sombra es lo que hace que el sol sea deseable.

– ¿Hay inconveniente en que hagas comprender a Antoñita que nos prestaría un señalado servicio alejando de aquí por un rato a la señora Braun? Me parece que se queda aquí más por costumbre que por prudencia, y no creo que tu padre le haya dado el encargo de vigilarnos.

– Ya se me ha ocurrido muchas veces, y es el caso que no sé a qué atribuir el sentimiento que me veda el hacer eso. Siempre que abro la boca para hablar de ti a mi prima siento que se ahoga la voz en mi garganta. Y sin embargo, no ignora ella que te quiero.

– También yo lo sé, Magdalena; pero necesito que me lo digas tú misma en alta voz. Para mí no hay dicha comparable a la que disfruto al verte, y así y todo preferiría privarme de ella a tener que contemplarte ante personas extrañas, frías e indiferentes que obligan al disimulo. No acierto a expresarte lo que en este momento me mortifica semejante tiranía.

Magdalena se levantó y dijo sonriente:

– Amaury, ¿quieres ayudarme a buscar en el jardín algunas flores? Estoy pintando un ramo y el que hice ayer se ha marchitado ya.

Antonia dejó el piano al oír esto y cruzando con ella una mirada de inteligencia repuso:

– Magdalena, no debes salir al aire libre y exponer tu salud con el tiempo frío y nebuloso que está haciendo. Ya iré yo. ¡Verás qué ramo tan precioso voy a traerte! Señora Braun, hágame el favor de traerme al jardín el ramo que verá usted en un jarro del Japón sobre una mesita del cuarto de Magdalena, porque hay que hacerlo enteramente igual a ése.

Diciendo esto bajó al jardín por la escalinata, mientras que el aya, que no tenía que cumplir orden alguna respecto a Amaury y a Magdalena y que conocía los vínculos de afecto que les unían desde la niñez, iba en busca del ramo.

Siguióla Amaury con los ojos, y así que la perdió de vista tomó con dulzura la mano de Magdalena, exclamando con acento apasionado:

– ¡Ya nos han dejado solos, siquiera sea por un instante! Aprovechémoslo, Magdalena: mírame, dime que me amas, pues a ser sincero, desde que he visto a tu padre tan transformado, voy dudando ya de todo. De mí, bien sabes que te amo, que te amo con todo mi ser.

– ¡Sí, Amaury, lo sé! – dijo la joven, exhalando un gozoso suspiro de esos que parecen aliviar un corazón oprimido. – Al verme así tan endeble, me parece que únicamente tu amor me da la vida. ¡Qué singular es lo que me pasa, Amaury! Viéndote a mi lado, respiro mejor y me siento más fuerte. Antes de tu llegada y después de tu partida noto que me falta el aire, y tus ausencias son demasiado prolongadas desde que no vives en nuestra compañía. ¿Cuándo voy a tener el derecho de no separarme de ti, que eres mi alma y mi existencia?

– Oyeme, Magdalena: ocurra lo que quiera, esta misma noche pienso escribir a tu padre.

– ¿Y qué ha de ocurrir, sino que al fin se realizarán los sueños de toda nuestra vida? Desde que cumplimos tú veinte años y yo diez y ocho, ¿no venimos considerándonos destinados el uno al otro? Escribe a mi padre sin temor, que no habrá de resistir a nuestros ruegos.

– Bien quisiera yo participar de tu confianza, Magdalena… Pero por desdicha veo de algún tiempo a esta parte a tu padre muy cambiado para mí. Al cabo de haberme tratado durante quince años como si fuera su propio hijo, viene a mirarme ahora como si fuera un extraño. Después de haber vivido a tu lado como un hermano, hoy mi entrada te asusta y lanzas un grito al verme…

– Me arrancó el gozo ese grito, Amaury; jamás me sorprende tu presencia, puesto que siempre la aguardo; pero estoy tan débil y soy tan nerviosa, que todas las impresiones me causan un efecto extraordinario. Pero no te preocupes por eso; acostúmbrate a tratarme como a aquella pobre sensitiva que días pasados atormentábamos por puro entretenimiento, olvidándonos de que tiene vida como nosotros y de que tal vez le hacíamos mucho daño. Ten en cuenta que yo soy lo mismo que ella. Tu presencia me da el bienestar que sentía en mi niñez al sentarme en el regazo de mi madre. Cuando Dios me la quitó te puso junto a mí para que la reemplazaras. A ella debo mi primera existencia; a ti te soy deudora de la segunda. Ella hizo que brillase para mí la luz del mundo; tú, en cambio, me hiciste ver la del alma. Amaury, para que renazca eternamente tuya, mírame siempre: no apartes de mí tus ojos.

– ¡Oh! ¡siempre, siempre! – exclamó Amaury cubriendo sus manos de besos ardientes y apasionados. – Magdalena: ¡te amo! ¡te amo con frenesí!

Mas al sentir estos besos la pobre niña levantose temblorosa y febril, y con la mano puesta sobre el corazón, exclamó:

– ¡Oh! así, no. Tu voz apasionada me trastorna; tus labios me abrasan. Trátame con miramiento. Acuérdate de la pobre sensitiva; ayer quise contemplarla y la encontré marchita, muerta.

– Haré lo que tú quieras, Magdalena. Siéntate y deja que me siente en este almohadón, a tus pies. Si mi amor te conmueve demasiado te hablaré como un hermano. ¡Gracias, Dios mío! Tus mejillas vuelven a tener su color natural; ya ha desaparecido de ellas el brillo extraño que me sorprendió cuando entré y la triste palidez que las cubría entonces. Ya te encuentras mejor, Magdalena; ya estás bien, hermana mía.

Magdalena se dejó caer en la butaca, inclinando el rostro, medio oculto por sus blondos cabellos, cuyos bucles acariciaban con leve roce la frente del mancebo.

Confundíanse sus alientos.

– Sí, Amaury, sí – dijo la joven. – Tú me haces ruborizar y palidecer a tu antojo. Eres para mí lo que el sol para las flores.

– ¡Oh! ¡Qué placer! ¡Qué feliz soy al poder vivificarte así, con la mirada, al poder reanimarte con una palabra! ¡Te amo, Magdalena, te amo!

Reinó el silencio un momento, durante el cual parecía haberse concentrado toda el alma de Amaury en su mirada.

Oyose de pronto un leve ruido. Magdalena alzó la cabeza. Amaury se volvió y vieron al señor de Avrigny que les miraba de hito en hito con manifiesta severidad.

– ¡Mi padre! – exclamó Magdalena echándose hacia atrás.

– ¡Mi querido tutor! – dijo Amaury levantándose para saludarle y sin poder disimular su turbación.

El padre de Magdalena, antes de responder, se quitó con calma los guantes, dejó el sombrero sobre una butaca, y sólo entonces rompió el glacial silencio que tuvo un rato en tortura a nuestros dos jóvenes, para decir con acritud:

– ¡Ya estás aquí otra vez, Amaury! ¡A fe mía que vas a hacer un gran diplomático si sigues estudiando la política en los tocadores y las necesidades y los intereses de tu país viendo bordar a las niñas! A ese paso no serás por mucho tiempo simple agregado; pronto te nombrarán primer secretario en Londres o en San Petersburgo, si así te engolfas en la ciencia de los Talleyrand y los Metternich haciendo compañía a una colegiala.

– Señor de Avrigny – contestó Amaury con acento en el cual vibraban a la vez el amor filial y el orgullo herido. – Quizás a sus ojos descuide yo algún tanto los estudios a que usted me ha destinado; pero puedo decirle que el ministro nunca ha observado en mí esa falta y que ayer mismo leyendo un trabajo que me había encomendado…

– ¡Hola! ¿Conque el ministro te ha encomendado un trabajo?.. ¿Y sobre qué, vamos a ver? ¿sobre la formación de un nuevo Jockey-club, sobre los principios del boxeo o de la esgrima, sobre las reglas del sport en general o del steeple-chase en particular? ¡En tal caso, ya me explico la satisfacción que muestras!

– Pero, querido tutor – repuso Amaury, sin poder reprimir una ligera, sonrisa, – habré de hacerle observar que todos esos conocimientos superfluos que usted me critica los debo a su cuidado casi paternal. Usted me ha dicho siempre que la esgrima y la equitación, unidas al conocimiento de algunos idiomas extranjeros, vienen a completar la educación de un noble en nuestra época.

– Así es, no lo niego, cuando esas cosas se tornan como una distracción a trabajos serios; pero no cuando se juzgan éstos como un pretexto para divertirse. Veo que eres el prototipo de los hombres de nuestro siglo, que creen poseer la ciencia infusa; que con pasarse una hora por la mañana en la Cámara, otra en la Sorbona por la tarde y otra en el teatro por la noche, se consideran capaces de eclipsar la gloria de Mirabeau, de Cuvier y de Geoffroy, juzgando todas las cosas desde la altura de su ingenio y dejando caer con desdén sus fallos de salón en la balanza donde se pesan los destinos de la humanidad… ¿Conque ayer te felicitó el ministro? ¡Enhorabuena! Vive de esas gloriosas esperanzas, descuenta esos pomposos elogios, y el día en que llegue la ocasión te traicionará la suerte. Porque a los veintitrés años, dirigido por un tutor bonachón, te ves doctor en derecho, bachiller en letras y agregado de embajada; porque asistes de uniforme a las fiestas palatinas; porque te han prometido la cruz de la Legión de honor, lo mismo que a otros muchos que aún no la tienen, crees ya haberlo hecho todo y que lo demás te lo ofrecerá la suerte. Tú razonas así: – Soy rico, y por lo tanto, tengo derecho a ser inútil; y con arreglo a tan luminoso raciocinio tu título de nobleza ha venido a parar en privilegio de holgazanería.

– ¡Padre mío! – exclamó Magdalena, atemorizada por la irritación creciente del señor de Avrigny. – ¿Qué es lo que dice usted? ¡Nunca le he visto tratar a Amaury de ese modo!

– ¡Señor de Avrigny! – decía el joven, aturdido por las palabras de su antiguo tutor.

 

– ¡Qué es eso! – repuso el padre de Magdalena con acento más tranquilo, pero más mordaz todavía. – Te ofenden mis reproches porque son justos, ¿no es cierto? Pues no tendrás más remedio que habituarte a ellos si sigues llevando esa vida ociosa, o renunciar a tratarte con un tutor regañón y descontentadizo. Tu emancipación es de fecha muy reciente. Las atribuciones que tu padre me legó sobre ti han dejado ya de existir para la ley, pero subsisten todavía moralmente, y debo advertirte que en esta época turbulenta en que las riquezas y las distinciones dependen de un capricho de la muchedumbre o de una revuelta popular, nadie puede contar sino consigo mismo y que a despecho de tu opulencia y de tu título de conde, un padre de familia de elevada alcurnia y de cuantioso caudal, obraría con acierto si te negara la mano de su hija, conceptuando como insuficientes garantías tus triunfos en las carreras y tus grados obtenidos en el Jockey-club como hombre diestro en deportes.

El señor de Avrigny se excitaba, más y más con sus propias palabras y paseábase por la estancia visiblemente agitado, sin mirar a su hija, que temblaba como la hoja en el árbol, ni a Amaury que le escuchaba de pie y frunciendo el entrecejo.

La mirada del joven, que a duras penas lograba reprimir su enojo, vagaba del señor de Avrigny, cuya irritación no atinaba a explicarse, a Magdalena, estupefacta, como él.

– ¿Aún no has comprendido – prosiguió el doctor interrumpiendo sus paseos y parándose delante de ellos, – por qué te he rogado que no permanecieses por más tiempo con nosotros? Pues fue porque no le está bien a un joven rico y de ilustre prosapia consumir así el tiempo entre muchachas; porque lo que es natural a los doce años resulta ridículo a los veintitrés; porque, al fin y a la postre, mi hija puede salir perjudicada de esas visitas tan repetidas.

– ¡Caballero! ¡caballero! – exclamó Amaury. – ¡Tenga usted compasión de Magdalena! ¿No ve que la está matando?

Era verdad. Magdalena se había desplomado en su butaca, quedando inmóvil e intensamente pálida.

– ¡Oh! ¡hija mía! – gritó Avrigny, demudándose como ella. – ¡Ah! ¡Tú le das la muerte, Amaury!

Y alzándola en sus brazos la llevó al aposento contiguo.

Amaury siguió al doctor.

– ¡No entres! – dijo éste deteniéndole en el umbral de la puerta.

– Magdalena necesita asistencia.

– ¿Acaso no soy médico?

– Perdone usted, caballero; yo pensaba… no quería irme sin saber…

– Gracias por tu cuidado. Pero tranquilízate: yo estoy aquí para asistirla. Puedes irte cuando quieras.

– ¡Adiós! ¡Hasta la vista!

– ¡Adiós! – repitió el doctor lanzándole una mirada glacial.

Después empujó la puerta, que volvió a cerrarse en seguida.

Amaury quedó como clavado en el sitio en que estaba, inmóvil y como aturdido.

De pronto se oyó la campanilla que llamaba a la doncella, y al propio tiempo entró Antoñita seguida de la señora Braun.

– ¡Dios eterno! – exclamó Antoñita. – ¿Qué le pasa, Amaury, que está usted tan pálido? ¿Y Magdalena? ¿en dónde está?

– ¡En su cama! ¡muy enferma! – exclamó el joven. – Entre usted a verla, señora Braun, que la necesita.

La inglesa corrió a la estancia que Amaury le indicaba con la mano mientras que Antoñita le preguntaba:

– ¿Y usted por qué no entra?

– Porque me han cerrado la puerta y me han echado de esta casa.

– ¿Quién?

– ¡El! ¡el padre de Magdalena!

Y tomando el sombrero y los guantes, Amaury huyó como un loco del palacio de Avrigny.

III

Cuando Amaury entró en su casa encontró a un amigo que le estaba aguardando. Era un joven abogado condiscípulo suyo en el colegio de Santa Bárbara primero, y en la facultad de derecho más tarde. Tenía, con poca diferencia, la misma edad que Amaury. Vivía con desahogo, pues disfrutaba de una renta que podría estimarse en unos diez mil pesos; pero no era, como su compañero, de esclarecido linaje.

Se llamaba Felipe Auvray.

Por el ayuda de cámara tuvo Amaury noticia de aquella visita inoportuna y su primera intención fue subir directamente a su cuarto, dejando a Felipe que esperara hasta que ya, aburrido, se marchase, cansado de aguardar.

Pero Auvray era tan buen amigo que le dio lástima y entró en su despacho, donde sabía por el criado que estaba esperándole Felipe.

– ¡Gracias a Dios! – dijo éste al ver a Amaury. – Una hora hace que te aguardo. Ya lo habría dejado para mejor ocasión si no fuese porque tengo que pedirte un gran favor, contando con tu amistad.

– Ya sabes, Felipe – respondió Amaury, – que te considero como mi mejor amigo. Así, no habrás de enojarte por lo que ahora te diré. ¿Tienes que pagar una deuda de juego o batirte en duelo? Esas son las dos únicas cosas que no admiten demora. ¿Has de pagar hoy? ¿Has de batirte mañana? En cualquiera de esos casos dispón en el acto de mi bolsa y de mi persona.

– Nada hay de lo que imaginas – respondió Felipe. – Venía a hablarte de un asunto bastante más importante, pero no de tanta urgencia.

– Entonces debo decirte francamente que estoy en una situación de ánimo nada a propósito para prestar atención a tus palabras, no obstante el gran interés que me inspira todo cuanto te concierne.

– Siendo así, permíteme que te pregunte a mi vez si por mi parte puedo prestarte ayuda de algún modo.

– No es fácil, por desgracia. Lo más que puedes hacer es diferir por dos o tres días la confidencia que querías hacerme ahora. Necesito estar solo.

– ¡Es posible que no seas feliz tú, Amaury, con un apellido ilustre y una fortuna que nada tiene que envidiar a las primeras de Francia! ¡Se puede ser desgraciado siendo conde de Leoville y poseyendo cien mil francos de renta! A fe mía que no lo creyera si no lo oyese de tu propia boca.

– ¡Y sin embargo, así es, amigo mío! soy desgraciado, ¡muy desgraciado! y tengo para mí, que cuando a nuestros amigos les aqueja un infortunio estamos en el caso de dejarlos a solas con su aflicción. Si no comprendes esto, Felipe, será porque jamás te ha herido la desgracia.

– Puesto que me lo pides, lo haré, contra mis deseos. – ¿Quieres estar solo? pues solo te dejo. ¡Adiós, Amaury! ¡adiós, amigo mío!

– ¡Adiós! – respondió Amaury, dejándose caer en un sillón.

Y añadió:

– Di a mi ayuda de cámara que no quiero ver a nadie y que no permita que se me moleste sin que yo llame. No estoy para soportar la menor molestia ni deseo contemplar un rostro humano.

Auvray cumplió el encargo, y salió devanándose los sesos por atinar con la causa de aquella misantropía que de un modo tan brusco había hecho presa en el alma de su amigo.

Este, perplejo y malhumorado, evocaba entretanto sus recuerdos, pugnando por explicarse la razón del extremado rigor que el señor de Avrigny había usado con él.

Según ya hemos dicho, Amaury era un hombre que podía considerarse, en todos conceptos, nacido con buena estrella.

Dotado por la Naturaleza de elegancia, apostura y distinción, había recibido de su padre un apellido glorioso, cuyos méritos contraídos cerca de la monarquía habíanse acrecentado en las guerras del Imperio, y una fortuna que pasaba de millón y medio, confiada a la intachable administración del doctor Avrigny, uno de los médicos más renombrados de la época y amigo íntimo y muy antiguo de la familia de Leoville.

A mayor abundamiento, su fortuna, manejada con gran tacto por tutor tan cuidadoso, aumentó durante su menor edad en más de un tercio.

Pero el doctor no se había limitado a velar por el patrimonio de su pupilo, sino que había dirigido personalmente su educación como pudiera haberlo hecho tratándose de un hijo.

Resultó de ello que Amaury, criado junto a Magdalena, que era casi de su edad, se había acostumbrado a querer entrañablemente y con amor más que fraternal, a la que le miraba como un hermano.

Así, ambos concibieron desde niños, en la sencillez de su alma inocente y en la pureza de su corazón, el proyecto halagador de no separarse nunca.

El amor intensísimo que Avrigny había profesado a su esposa, arrebatada a este mundo por la tisis, en la flor de su juventud, y que había cifrado más tarde en su única hija, unido al cariño casi paternal que Amaury le inspiraba, hacía que éste y Magdalena ni por pienso hubiesen nunca dudado de obtener su aquiescencia.

Todo se aunaba para infundir en sus almas la esperanza de ver unidos sus destinos, y éste era siempre el tema de sus coloquios desde que uno y otro habían leído claro en el fondo de su pecho.

Las frecuentes ausencias del doctor, cuya persona reclamaba a cada instante la clientela, el hospital que dirigía y el Instituto del cual era miembro, dejábanles tiempo de sobra para forjarse hermosos sueños que por la memoria del tiempo pasado y fiando en la esperanza del venidero juzgaban realizables.

Así las cosas, acababan de cumplir, Magdalena veinte años y Amaury veintidós cuando cambió súbitamente el humor del doctor Avrigny que comenzó a mostrarse grave y severo desde entonces.

Al pronto se atribuyó este cambio de carácter a la circunstancia de haberse muerto una hermana a la cual quería acendradamente, y que le legaba, para que velase por ella, una hija de la edad de Magdalena, su mejor amiga, y su inseparable compañera de estudios y de recreos. Pero, con el transcurso del tiempo, el semblante del doctor fue acusando cada vez más severidad y llegose a notar que su mal humor solía desahogarse, deshaciéndose en reproches sobre Amaury. No pocas veces alcanzaba el chubasco a Magdalena, a aquella hija adorada, a la cual había prodigado a raudales un amor del que sólo parecía susceptible un corazón materno. Desde entonces se observó que la jovial y aturdida Antoñita era la predilecta del doctor y que ella y no Magdalena poseía el privilegio de decirle cuanto le venía en gana.

Delante de Amaury, no cesaba el doctor de encomiar las cualidades de Antoñita, dejando traslucir en más de una ocasión el agrado con que vería que Amaury renunciase a los planes que él mismo había trazado respecto a su pupilo y a Magdalena, para dedicarse a aquella sobrina que había prohijado, y en la cual parecía haber concentrado ya todo el afecto.

Para Amaury y Magdalena, a quienes la fuerza de la costumbre no les dejaba ver la verdadera causa de las rarezas del doctor, no obedecían éstas a otra causa, que a pasajeras contrariedades, y estaban muy lejos de advertir la pesadumbre real que motivaba aquella metamorfosis.

Así, conservaban casi toda su confianza, cuando un día y mientras jugaban como dos niños, corriendo alrededor de la mesa de billar por haberse empeñado Amaury en quitarle una flor a Magdalena, se abrió de pronto la puerta y entró el doctor, el cual se encaró con ellos y en tono áspero exclamó:

– ¿Qué niñerías son éstas? ¿Piensas tener aún doce años, Magdalena? ¿Crees no haber pasado de los quince, Amaury? ¿Te imaginas que corres todavía por el parque del castillo de Leoville? ¿A qué viene ese empeño en arrebatarle a Magdalena una flor que te niega con sobrada razón? Hasta hoy, había creído que esos pasos coreográficos, sólo estaban reservados a los pastorcillos de la Opera; pero por lo visto andaba yo equivocado.

– ¡Pero, papá! – osó decir Magdalena, que acababa de advertir que el doctor hablaba en serio. – Ayer aún…

– Una cosa era ayer, y otra es hoy – replicó con sequedad Avrigny. – Sujetarse de ese modo a lo pasado es renunciar a dirigir lo futuro. Para sentir tal afición a las costumbres de la infancia no valía la pena de haber abandonado las muñecas y juguetes. A aquel de los dos que no alcance a comprender que el tiempo transforma los deberes y conveniencias sociales, yo cuidaré de hacérselo bien presente.

– Permítame usted, querido tutor – repuso Amaury, – que le tache de ser demasiado severo con nosotros. Hoy se queja de nuestras niñerías, y yo recuerdo haberle oído decir muchas veces, que entre las plagas de nuestro siglo se contaba el afán de los niños por echarla ya de hombres.

– ¿Lo dije así? Sería indudablemente por esos mozalbetes recién salidos del colegio, que la echan de políticos altruistas; por esos Richelieu de veinte años que alardean de misántropos; por esos poetas en capullo para quienes la desilusión es una décima musa. Pero tú, querido Amaury, ya que no por tu edad, por tu posición, debes pretender algo más serio. Y si en realidad no es así, aparéntalo siquiera. Pero he venido para hablarte de cosas graves. Retírate, Magdalena.

La joven salió, dirigiendo a su padre una mirada preñada de súplicas que en otro tiempo hubiera desarmado su enojo por completo. Indudablemente recordó el doctor por quién intercedían aquellos hermosos ojos, pues permaneció irritado e inmutable. Dio algunos paseos por el aposento sin pronunciar palabra, mientras que Amaury le seguía anhelosamente con la vista. Por último se paró ante su pupilo y, sin atenuar la expresión de severidad, manifiesta en su rostro, le dijo:

 

– Escúchame, Amaury. Quizás he tardado más de lo conveniente en decirte lo que vas a oír, y es que un joven de veintidós años, como tú, no puede vivir bajo un mismo techo que dos señoritas con las que no le une ningún vínculo de parentesco. Esta separación es para mí muy penosa. Difiriéndola por más tiempo, incurriría yo en una falta imperdonable. Ahórrate reflexiones que serían de todo punto inútiles y no se te ocurra hacer objeción alguna, pues mi resolución es inquebrantable.

– Pero, querido tutor – dijo Amaury con acento conmovido, – creía yo que la costumbre de verme a su lado y de llamarme hijo le había hecho ya considerarme como individuo de su familia, o por lo menos como digno de ingresar en ella. ¿Me habrá cabido la desgracia de ofenderle involuntariamente? ¿Me condena a alejarme de aquí por haberme retirado su estimación?

– Querido Amaury – repuso el doctor, – siempre he creído, que una vez ya arregladas contigo las cuentas de la tutela, quedábamos en paz.

– Pues se equivoca usted, señor de Avrigny – replicó Amaury, – porque al menos yo no creeré nunca haberle pagado. Ha sido usted para mí más que un tutor fiel un padre cariñoso y previsor; me ha educado, ha hecho de mí lo que soy, me ha inculcado los sentimientos más nobles y generosos; ha sido a la vez, tutor, padre, mentor, guía y amigo. Así, debo ante todo obedecerle con respeto, y en virtud de ello me retiro. Adiós, padre mío; confío en que algún día se acordará usted de su hijo.

Diciendo estas palabras, se acercó Amaury al doctor, tomole la mano casi a la fuerza, y después de besársela salió.

Al otro día hízose anunciar en casa de su tutor, como si hubiera sido un extraño, y esforzándose por aparecer sereno, participole con firmeza desmentida a las claras por sus húmedos ojos, que había alquilado un pequeño palacio en la calle de los Maturinos y que su visita era ya de despedida.

Magdalena, que presenciaba esta entrevista, dobló la cabeza, abatida por el paternal capricho, como lirio que troncha el cierzo helado, y cuando alzó la vista para mirar a Amaury, su padre la vio tan demudada que se estremeció de espanto.

Quizás comprendió el señor de Avrigny que su inexplicable rigor había de parecer odioso a su hija, pues deponiendo su actitud severa tendió la mano al joven, diciéndole:

– Amaury, no has interpretado bien mi pensamiento. Tu partida no reviste el carácter de un destierro. Aquí estarás siempre en tu casa y cuando vengas a vernos te recibiremos con los brazos abiertos.

Un destello de alegría brilló en los hermosos ojos de Magdalena y por sus descoloridos labios vagó una débil sonrisa al oír las palabras de su padre.

Pero Amaury, adivinando que el doctor hacía esta concesión exclusivamente a su hija, saludó con humildad a su tutor y besó la mano de Magdalena, revelando su semblante tan profunda tristeza que en esta acción el amor parecía ceder su puesto al pesar.

Sólo a partir de aquel día, sólo cuando se vieron separados, comprendieron ambos jóvenes cuánto se amaban y hasta qué punto la intensidad de su afecto hacía que el uno fuese indispensable a la existencia del otro.

Los vehementes deseos de volverse a ver después de separarse, la sensación de grata sorpresa al encontrarse de nuevo, las pueriles tristezas y las misteriosas alegrías, síntomas de esa enfermedad del alma que llaman amor, todo lo fueron sucesivamente experimentando los dos jóvenes, sin que ni una sola circunstancia escapara a la escrutadora mirada, del doctor, quien en más de una ocasión había parecido como que se arrepentía de haber sido condescendiente con Amaury, cuando ocurrió la escena que queda relatada.

El joven recordaba, uno por uno todos estos acontecimientos, y hacía mil conjeturas sin lograr hallar, por más que consultase su conciencia y sondeara su memoria, una explicación razonable de aquel cambio repentino.

Ocurriósele entonces la única idea que podía explicar de una manera plausible la conducta de su tutor, esto es, supuso que, como por considerar que su enlace con Magdalena, era ya asunto resuelto, no había hablado nunca de ello al doctor, éste podía haber creído que su pupilo, viniendo en su casa primero y frecuentándola después, abrigaba propósitos muy diferentes de los que al principio se había imaginado.

Creyó que esta informalidad había ofendido al señor de Avrigny, y se decidió a escribirle oficialmente pidiéndole la mano de Magdalena.

Tan pronto como se resolvió a hacerlo, puso manos a la obra, escribiendo esta epístola: