Saud el Leopardo

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Una muchacha muy alta, muy negra y de portentosa belleza, enormes ojos expresivos y cuerpo de gacela, se afanaba extrayendo agua de un profundo pozo con el fin de dar de beber a un grupo de no más de ocho o diez corderos y cabras que ramoneaban la corta vegetación de la llanura pedregosa.

De improviso sus ojos se fijaron en un punto tras una alta duna en la que acababa de hacer su aparición un puñado de jinetes que galopaban directamente hacia ella.

Al frente ondeaba una vez más la bandera verde de la casa de Saud, pero ahora eran casi cincuenta los jinetes, y se distinguían entre ellos los jaiques rayados, distintivos de otras tribus que no se encontraban entre la montonera que un mes atrás había asaltado la caravana de soldados otomanos.

La muchacha alargó la mano hacia un viejo fusil colgado de un poste, pero pareció comprender que de nada le serviría, por lo que buscó a su alrededor un lugar en el que esconderse del incierto peligro que se aproximaba. Al fin, llegó de igual modo a la conclusión de que no existía escape posible, por lo que optó por dejar el arma en su sitio y continuar con su tarea de sacar agua.

La tropa se detuvo, rodeándola entre un berrear de camellos, un agitar de patas y voces de mando, y la muchacha no pudo por menos que dar un paso atrás, asustada, pese a que Ibn Saud saltó a tierra al tiempo que le hacía un gesto con el fin de que se tranquilizase.

–¡No temas! –dijo–. No pretendemos hacerte daño; solo queremos agua. ¿De quién es este pozo?

–De mi amo, Malik el-Fassi. Él lo cavó y su agua es toda su riqueza.

Ibn Saud asintió con gesto de haber comprendido lo que quería decir, alargó la mano y depositó en la de ella un puñado de monedas.

–Esto es para que se las entregues a tu amo; quien abre un pozo en el desierto merece una justa recompensa. —La muchacha se apresuró a ofrecerle el pellejo de cabra que servía de odre para extraer el agua, Ibn Saud bebió con ansia y de inmediato se lo pasó a su hermano Mohamed, que se encontraba a su lado.

A continuación extrajo una nueva moneda y se la ofreció a la joven.

–Esta es para ti –señaló con una tenue sonrisa–. Con ella podrás comprar tu libertad. ¿Cómo te llamas?

–Baraka.

–¿Baraka...? –no pudo por menos que sorprenderse Mohamed, que le acababa de pasar el odre a Jiluy–. ¿Acaso no sabes que esa palabra significa «suerte» o algún tipo de inexplicable don o gracia divina que se atribuye a ciertos santones y a objetos que han pertenecido a grandes hombres?

–Lo sé.

–En ese caso aclárame si es que eres santa, posees un don, has pertenecido a algún gran hombre o acaso es que traes suerte.

–¡No lo sé! –fue la sincera respuesta de la joven–. En realidad me llamo Agatinya, pero cuando mi amo me compró, su esposa, que estaba a punto de morir de parto, dio a luz un precioso niño y se curó en el acto. Además ese año la cosecha fue extraordinaria, y el día en que le aseguré a mi amo que en este punto exacto había agua decidió cambiarme el nombre.

–¿Y por qué sabías que encontraría agua en este punto exacto?

–Porque las mujeres de mi tribu siempre saben dónde encontrar agua en el desierto, o no sobrevivirían ni una semana.

–¿A qué tribu perteneces? –inquirió un sorprendido Ibn Saud, al que sin duda la belleza y el desparpajo de la muchacha habían impresionado de una forma impropia en él.

–Soy turkana, mi señor.

–¿Turkana? –se escandalizó Jiluy como si hubiera mencionado al propio demonio–. No pareces turca.

–No he dicho turca, mi señor; he dicho turkana –le contradijo ciertamente molesta la negra–. Mi tribu habita a orillas de un gran lago salado, el Turkana, al otro lado del Mar Rojo, en el interior de África. Y te aseguro que aquel desierto de piedras es mil veces más árido que este.

–Nunca he estado en África ni he oído hablar de ese lago o ese desierto, que dudo pueda ser más árido que este, pero me alegra que no seas turca –intervino de nuevo Abdul-Aziz Ibn Saud–. Aborrecemos a los turcos.

»¿Pero cómo es que te encuentras tan lejos de tu casa?

–Los traficantes de esclavos somalíes me raptaron de niña, me trajeron aquí y me vendieron a Malik, que por fortuna es un buen amo que nunca ha abusado de mí ni me ha maltratado.

–¡Lógico si le has traído tanta suerte! ¡De acuerdo! De ahora en adelante eres libre y adviértele al bueno de Malik que ha sido el mismísimo Abdul-Aziz Ibn Saud, primogénito de la casa de Saud, quien te ha regalado esa moneda y le ordena que te deje de inmediato en libertad o volveré y le rebanaré el pescuezo.

La muchacha intentó arrodillarse a besarle las sandalias, pero Ibn Saud se lo impidió con un gesto, obligándola a alzarse.

–¡No lo hagas! –le reconvino–. ¡Nunca vuelvas a hacer eso y empieza a comportarte como una mujer libre!

–¿Y cómo se comporta una mujer libre? –fue la inocente pregunta–. Primero mis padres y luego Malik me dijeron siempre lo que tenía que hacer. Creo, señor, que no sabré ser libre.

–Pues tendrás que aprender por ti misma, porque con frecuencia tomar las propias decisiones resulta mucho más difícil que permitir que otros las tomen por ti. –Hizo un gesto con la mano como pretendiendo indicar que se alejara al añadir–: Ve a donde quieras y busca por ti misma tu camino, pero procura que se encuentre lo más cerca posible de los caminos señalados por Alá.

La negra le miró fijamente a los ojos y se diría que su rostro comenzaba a transformarse; incluso su voz sonó distinta al señalar:

–Tú serás grande, mi señor. Como ya te he dicho, las mujeres turkanas sabemos cómo encontrar agua dondequiera que se esconda, y desde que llegué a esta tierra presiento que bajo mis pies hay algo, tal vez enormes manantiales, tal vez otra cosa diferente que no acierto a saber, pero que hará de ti un hombre poderoso entre los poderosos.

Todos los presentes permanecieron unos instantes un tanto desconcertados por unas palabras que habían sido pronunciadas con absoluto convencimiento.

Al fin, fue el propio Ibn Saud quien se decidió a hablar mientras se disponía a montar de nuevo en su caballo, y lo hizo tratando de tomárselo a broma.

–Me parece que lo que tienes no es baraka, muchacha, sino la cabeza llena de grillos, y aunque me divierte e interesa tu charla, casi mil hombres nos vienen pisando los talones y ha llegado la hora de poner tierra de por medio.

–Y por lo que veo estáis huyendo hacia Rub-al-Khali... –La turkana se inclinó y de la bolsa de cuero que se encontraba junto al viejo fusil extrajo un collar de conchas marinas que colocó en la palma de la mano de Ibn Saud–: ¡Toma! –dijo–. Te será muy útil en ese infierno.

–¿Qué es esto? –inquirió él, visiblemente molesto por el extraño obsequio–. ¿Magia de tu tribu? ¿Un amuleto? No puedo aceptarlo porque Alá siempre ha sido y siempre será mi único amuleto.

La hermosa negra negó con la cabeza, al tiempo que una leve sonrisa afloraba a sus labios.

–¡No! –replicó–. No se trata ni de magia ni de amuletos; no es más que un simple objeto que los miembros de mi tribu siempre llevamos con nosotros. Si en verdad te ves obligado a adentrarte en «La Media Luna Vacía» cuélgatelo del cuello y nunca te desprendas de él porque te salvará la vida.

–¿Cómo?

–Bastará con que lo dejes toda la noche al relente y justo antes del amanecer el hueco de cada concha aparecerá repleto de agua del rocío. Será suficiente como para llenar un pequeño cazo, y un auténtico hombre del desierto como tú es capaz de sobrevivir con eso.

Abdul-Aziz Ibn Saud, primogénito de una antigua estirpe de reyes, que había tenido a lo largo de su joven vida infinidad de cultos y sabios tutores, frunció el ceño, clavó con fuerza la mirada en los inmensos ojos de la turkana, que se la sostuvo entre divertida y desafiante, y comenzó a asentir apenas como si una vaga idea se estuviera abriendo paso a través de su mente.

–Tienes razón... –musitó al fin–, mucha razón. El agua del rocío llenará estas conchas. Me gustaría saber más cosas sobre las costumbres de tu pueblo porque tengo la impresión de que se puede aprender mucho de ellas, pero por desgracia este no es buen momento. ¡Nos vamos!

Con increíble agilidad trepó a su montura y partió al galope seguido por sus hombres.

La escultural esclava permaneció muy quieta observando absorta la nube de polvo que se perdía de vista en la distancia, y al poco volvió a la tarea de extraer agua del pozo mientras murmuraba por lo bajo:

–Será grande entre los grandes. Estoy segura, aunque no esté tan segura de que lo que en realidad hay debajo sea agua.

Rub-al-Khali, La Media Luna Vacía o Tierra Muerta, ofrecía, como su propio nombre indica, el más terrible y desolador de los aspectos.

En realidad no era más que una inmensa depresión de arena en forma de gigantesca media luna, la más caliente, seca y despiadada de las regiones del planeta, un desierto del tamaño de Francia, inmerso dentro de aquel otro enorme desierto que constituía la práctica totalidad de la península arábiga; un lugar en el que nadie se sentía capaz de adentrarse y que ningún ser humano había atravesado en su totalidad.

Sería necesario que transcurrieran aún más de treinta años antes de que el primer explorador estuviera en condiciones de atestiguar, sin otro documento válido que su propia vida, que había sido capaz de llegar en línea recta desde el Mar Rojo al Golfo Pérsico cruzando el ignoto corazón de Rub-al-Khali.

En el lenguaje de los beduinos africanos la palabra «Sahara» significa «Tierra que solo sirve para cruzarla». Sin embargo aquel gigantesco espacio de mil quinientos kilómetros de largo por ochocientos de ancho, que se extendía desde el Yemen al Golfo de Omán, territorio sin agua, vegetación, oasis, ni sombra de vida de ningún tipo, ni tan siquiera servía para cruzarlo.

 

Con cincuenta grados de temperatura al mediodía, noches heladas y constantes tormentas de arena, había sido, desde el comienzo de la historia, la «Tierra de la que nadie volvía nunca».

Y allí, al borde de Rub-al-Khali, se encontraba clavada ahora la verde bandera de las espadas, rodeada por medio centenar de jinetes que contemplaban, con mal disimulado horror, el terrible panorama que se abría ante ellos.

Ibn Saud aparecía con la mirada perdida en el desolado paisaje viéndose a sí mismo niño de no más de diez años, vagando con la piel y los labios cuarteados por la sed, los ojos casi ciegos y el paso vacilante, contemplando sin ver la figura de su padre, el depuesto emir Abdul Rahman, su madre y sus hermanos, que deambulaban como sombras perdidas y aplastadas por un sol de plomo que amenazaba con derretirlos.

Una de sus hermanas caía de bruces y el niño Ibn Saud se precipitaba hacia ella en un vano intento por ayudarla, mientras que el resto de la familia acudía tambaleándose y como entre sueños.

Se diría que los ojos del hombre curtido por mil avatares, y por lo general impasible, brillaban ahora con una extraña pena –tal vez una lágrima rebelde– ante la evocación de tan amargos recuerdos.

Al poco pareció volver a la realidad y, extendiendo el brazo con el fin de señalar el horizonte, su voz resonó más firme y bronca que nunca al dirigirse al abatido grupo de jinetes que le observaban en respetuoso silencio:

–¡Vedla! Es La Media Luna Vacía; el desierto que nadie se ha atrevido a atravesar, la muerte segura, pero el enemigo nos acosa y no nos quedan más que dos caminos: o regresar a casa vencidos o internarnos en ese infierno y esperar un momento más propicio.

Uno de los hombres que parecían comandar a los recién llegados de los jaiques a rayas, un beduino de piel muy oscura y cara de águila, protestó de inmediato:

–Rub-al-Khali siempre ha sido, en efecto, la muerte segura, príncipe; nadie puede sobrevivir una semana ahí dentro, y tú lo sabes.

–Yo estuve de niño, sobreviví casi un mes y por eso os digo: no garantizo ni botín ni victorias, tan solo calor, hambre, sed y privaciones. Seguiré adelante, pero no puedo forzaros a imitarme: quienes prefieran volver a casa, que se vayan.

Los beduinos se consultaron con la mirada y algunos contemplaron una vez más la tierra que les espantaba. Grande era sin duda el amor que sentían por su príncipe y grande su deseo de seguirle, pero mayor era el temor que les infundía Rub-al-Khali.

Ibn Saud había sido sincero y les constaba, porque no existía posibilidad alguna de victoria, no quedaba esperanza de gloria, botín, justicia, venganza, ni nada de cuanto impulsaba a un beduino a embarcarse en una lucha armada, y ello les obligaba a desistir, por lo que bruscamente una voz anónima gritó:

–¡Volvamos!

Más de la mitad de los jinetes obligaron a dar media vuelta a sus monturas y se alejaron al galope por donde habían venido.

Observando con amargura y tristeza a los que desertaban quedaron Mohamed, su primo Jiluy, Omar, Ali, Turki y poco menos de una treintena de los más fieles, la mayoría de aquellos que formaron parte del primer ataque a los turcos.

Al poco, Ibn Saud saltó a tierra y cuando los demás le imitaron extrajo su alfanje, pareció presentarlo como ofrenda entre las dos manos y enfatizó:

–Al igual que el Profeta les pidió a sus hombres en Akaba en sus peores momentos, yo os pido ahora que juréis sobre esta espada que me seréis fieles, pase lo que pase.

Jiluy fue el primero en arrodillarse y extender la mano sobre la reluciente hoja al tiempo que exclamaba:

–Juro, mi señor, que te seguiré hasta la muerte con la ayuda de Alá, sea cual sea el sacrificio que me pidas.


Le imitaron en segundo y tercer lugar Mohamed y Omar, y luego, uno por uno, todos los presentes se postraron a cumplir con el rito que les uniría a su príncipe hasta el fin de los días.



El halcón perseguía con saña a la asustada paloma que intentaba desesperadamente escapar a la muerte, pero el ave de presa, más rápida y más fuerte, se abatió al poco sobre ella y de un solo golpe la obligó a precipitarse al suelo con un aleteo agónico, estrellándola contra una pequeña acacia espinosa en la que quedó clavada.

Luego, fiel, sumiso y perfectamente adiestrado, voló victorioso hasta el brazo de su amo, Mohamed Ibn Rashid, que le acarició satisfecho mientras sonreía a su numerosa corte de aduladores.

–Saeta ha demostrado una vez más ser el mejor halcón de Arabia –señaló, seguro de lo que decía–. Y todos sabemos que ser el mejor halcón de Arabia significa ser el mejor del mundo.

Se interrumpió al advertir que un hombre cubierto de polvo y armado hasta los dientes aparecía tras la mayor de las tiendas de campaña, montando un caballo sudoroso, por lo que aguardó con mal fingida indiferencia a que se pusiera a su altura.

–¡Y bien, Ajlam! –quiso saber–, ¿dónde está la cabeza del cachorro de los sauditas, al que Saitan el Apedreado confunda?

El llamado Ajlam, un beduino fuerte como un toro y de mirada fiera, saltó a tierra, se inclinó respetuosamente y respondió con la cabeza gacha:

–Le perseguí, señor, como ordenaste. Le empujé hasta Rub-al-Khali, en cuyos límites casi la mitad de sus hombres desertaron, pero él y su pequeño grupo se adentraron en aquel infierno. Dejé allí a medio millar de ajmans y xanmars, y vine yo mismo a traerte la noticia: dos semanas largas hace ya que se perdieron de vista en el arenal y aún no han salido. ¡Dales por muertos!

No cabía duda de que la noticia satisfacía sobremanera tanto a Mohamed Ibn Rashid como a su corte, por lo que quien se había autoproclamado injustamente rey del Nedjed hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.

–¡Buen servicio, mi querido Ajlam! ¡Muy buen servicio! En recompensa te nombro gobernador de sus territorios y señor de la fortaleza de Riad. ¡Y que el sol blanquee los huesos del último de esa maldita casta!


El desierto es su cuna

y la noche es su hermana,

se alimenta del aire

y una duna es su cama.

El sol no le castiga

y el viento no le abrasa,

pues saben que es Saud

quien ha vuelto a su casa.



El inclemente y cruel sol de Rub-al-Khali blanqueaba los huesos de un camello y no muy lejos otro pataleaba con los últimos estertores de la agonía mientras las aves de rapiña sobrevolaban en círculos, atentas a la muerte que sabían que iba a llegar de un momento a otro.

El corazón de La Media Luna Vacía no se parecía en verdad a ningún otro desierto del planeta, pues no había nada en él y era como una inmensa playa de onduladas dunas de baja altura. Un amarillo mar infinito, sin una roca, un matojo y ni siquiera una montaña de piedra o arena capaz de proporcionar una mínima esperanza de sombra.

Nada.

Y en el centro de esa nada se podía distinguir a un triste puñado de hombres apenas protegidos por minúsculos toldos que habían alzado con ayuda de jaiques, mantas, fusiles y lanzas

Se morían de sed.

No se movían, no hablaban y se diría que casi ni siquiera respiraban, como si sus resecas bocas fuesen incapaces de emitir un sonido o tuvieran miedo de consumir sus escasas y casi inexistentes fuerzas.

Cada noche desenvainaban sus alfanjes, sus gumías y sus lanzas extendiéndolas sobre un paño y cada amanecer lamían las gotas de rocío que se habían fijado sobre las hojas, lo que constituía el único líquido que consumirían a lo largo de la jornada.

Abdul-Aziz Ibn Saud había aprendido el truco de muy niño, cuando en su huida de las huestes de Ibn Rashid su familia había sido acogida por los murras, una tribu de seres de apariencia infrahumana que habitaban en los bordes de la Tierra Muerta, adonde les habían ido empujando a través de los siglos tribus mucho más poderosas que les habían arrebatado poco a poco los pozos y las escasas zonas de cultivo.

Los murras podrían ser considerados una reliquia del pasado surgida directamente de la prehistoria, llegados tal vez del corazón del continente negro a través del estrecho de Bab-el-Mandeb, y que al enfrentarse a la inmensidad del desierto arábigo y sus belicosos pobladores se fueron debilitando y degenerando hasta convertirse en un mísero grupúsculo que huía de cualquier tipo de contacto con los de su especie.

Sucios hasta lo inconcebible puesto que a lo largo de sus vidas nunca habían dispuesto del agua suficiente ni tan siquiera para lavarse una mano, las tribus «vecinas», que por lo general montaban sus campamentos a más de cien kilómetros de distancia, les consideraban «intocables», persiguiéndolos como a auténticas alimañas en cuanto los distinguían en la distancia.

Sobrevivían a base de lagartos que asaban sobre piedras recalentadas por el violento sol del mediodía, ratones del desierto, gusanos, insectos y toda clase de matojos, alimentos que habrían enviado a la tumba a cualquier otro ser humano, mientras que, de tanto en tanto, se lanzaban a la aventura de recorrer cientos de kilómetros con el fin de robarle un cordero a un desprevenido beduino. En ocasiones les disputaban los cadáveres a los buitres, los chacales y las hienas, por lo que se les consideraba tan despreciables como las propias bestias carroñeras, hasta el punto de que entre sus vecinos más cercanos, los feroces y sanguinarios ajmans, constituía una prueba de orgullo, valor y habilidad el hecho de haber conseguido abatir a uno de ellos sin más ayuda que una lanza, galopando sobre un caballo sin riendas ni silla de montar.

A los ojos de Abdul-Aziz Ibn Saud, que de niño había pasado meses junto a tan miserables gentes, a las que sin duda les debía la vida y la de su familia, los murras constituían la prueba evidente de que la especie humana era la más capacitada para sobrevivir en cualquier lugar y circunstancia.

Sin agua, sin comida, en un desierto en el que a mediodía el sol caía como chorros de metal fundido y en cuanto cerraba la noche la temperatura descendía cuarenta grados en menos de tres horas, partiendo en dos las más duras rocas, los murras seguían en pie generación tras generación pese a que, desde el muy lejano día en que atravesaron el Mar Rojo, infinidad de sofisticadas civilizaciones habían nacido, se habían desarrollado y se habían extinguido sin dejar más que dispersos recuerdos de su paso.

Se habían pintado cuadros maravillosos, se habían compuesto inolvidables obras sinfónicas y se habían escrito millones de prodigiosos libros, pero durante todo ese tiempo y de forma absolutamente inexplicable, un par de centenares de «supervivientes natos», que lo único que sabían hacer era cazar lagartos y lamer las rocas al amanecer con el fin de obtener agua, resistían en aquel infierno como si se tratara de míticas salamandras capaces de caminar sobre el fuego o regenerar un miembro amputado.

Esquivos como la sombra de los murciélagos, capaces de permanecer enterrados durante horas en la ardiente arena o de mimetizarse con las negras rocas del entorno, el paso de los siglos les había convertido en entes noctámbulos de los que se aseguraba que veían mejor en la oscuridad que en pleno día.

Cuando once años atrás habían surgido a su alrededor como nacidos de la nada, altos, huesudos, semidesnudos, malolientes y desgreñados, Ibn Saud y sus hermanos tuvieron la sensación de que la peor de sus pesadillas infantiles se había convertido en realidad, ya que aquellos hombres y mujeres de aspecto diabólico parecían más que dispuestos a darse un auténtico festín con ellos a la luz de la luna.

Y, tal vez, no se encontraban del todo equivocados.

Tal vez los murras, de los que algunos aseguraban que devoraban a sus propios muertos, no les hubieran hecho ascos a unas tiernas costillas de joven saudita asadas al calor de las piedras, pero en cuanto tuvieron noticias de que los crueles ajmans, aquellos aborrecidos jinetes que se divertían cazándoles como animales lanza en ristre, se encontraban entre los que perseguían a los niños con la clara intención de cortarles la cabeza para enviársela como presente al usurpador Mohamed Ibn Rashid, los tomaron bajo su protección decididos a salvarles la vida aun a costa de obligarles a comer insectos o lamer las piedras antes de que el sol evaporara el rocío.

 

Cuando se trata de adaptarse y sobrevivir el hombre aprende pronto.

Y el niño al instante.

Abdul-Aziz Ibn Saud, nacido y criado en un palacio en el que vivía rodeado de esclavos y eunucos que atendían al instante sus menores caprichos, aprendió en una semana lo que no había aprendido en los diez años anteriores, debido al hecho evidente de que lo que estaba en juego era conseguir cumplir al menos once años más.

Varios de sus hermanos no lo lograron, razón por la cual sus cuerpos permanecían enterrados bajo la arena en algún olvidado rincón de Rub-al-Khali, pero Mohamed también sobrevivió, y gracias a ello se encontraba ahora sentado frente a él, como prueba innegable de que lo que se aprende en la infancia rara vez se olvida.

Un camello moribundo emitió un débil y desesperado lamento y se agitó como enloquecido por el sol, que parecía querer derretirlo en vida, por lo que Abdul-Aziz Ibn Saud alzó el rostro y observó con gesto de visible desagrado y profunda preocupación a los buitres que giraban sobre sus cabezas.

Era el único, aparte de su hermano, que aún conservaba serenidad y firmeza, acostumbrado como estaba a una vida en extremo rigurosa y de la que podría pensarse que había sido una preparación para aquel momento cumbre de supremo sacrificio.

Con un gesto de la barbilla le hizo notar a Mohamed la situación del desgraciado animal.

–Va a morir, por lo que es mejor que lo matemos y nos bebamos su sangre. Es posible que con eso, y son su carne, consigamos mantenernos con vida un poco más.

Mohamed no respondió, ya que no se encontraba con ánimos para pronunciar una sola palabra, y ni tan siquiera pudo ayudar a su hermano cuando, a la caída de la tarde, se aproximó al camello, pronunció una corta oración y lo degolló con la cabeza vuelta hacia La Meca, con el fin de recoger en un recipiente la sangre que manaba a borbotones de la ancha herida.

La distribuyó entre sus hombres y permitió que fuera el hercúleo Ali, ya casi con las sombras de la noche encima, quien descuartizara a la bestia y comenzara a repartir los trozos.

Mohamed, quizás un tanto reconfortado por la sangre y por el pedazo de carne cruda que Ali le había traído, y que masticó en silencio, inquirió de improviso:

–¿En qué piensas?

Ibn Saud intentó sonreír pese a que se advertía en él una extraña tristeza, tal vez una invencible nostalgia, en su forma de mirar.

–En mi primera esposa. ¿La recuerdas? Murió siendo casi una niña y nuestro matrimonio no duró más que unos meses.

–La recuerdo, y también recuerdo que cuando la enterramos nos rogaste que nunca volviéramos a hablar de ella porque el mero hecho de pronunciar su nombre te apenaba. ¿Has cambiado de idea?

–¡En absoluto! Creo que, aunque viviera cien años y llegara a ser tan poderoso como predijo la muchacha del pozo, nunca podría olvidarla ni jamás llegaría a amar realmente a otra mujer. Ignoro por qué razón cuando me encuentro en un momento de peligro su rostro se me aparece y su voz me ordena que me mantenga firme.

–Te conozco bien y me consta que no necesitas que ella se te aparezca para mantenerte firme... –le hizo notar Mohamed–. En cuanto al hecho de no enamorarte, estoy seguro de que si nos hubiéramos quedado tan solo unas horas junto al pozo habrías perdido la cabeza por la negra turkana.

–¡No te diría yo que no! –admitió casi a regañadientes su hermano mayor–. Cierto es que el simple hecho de mirarla me cortaba el aliento.

–¡A ti y a todos! –fue la divertida respuesta de Mohamed–. Y te garantizo que, si logramos salir de aquí y no te decides a ir a buscarla, iré yo.

–Te arriesgas a perder una oreja.

–Era preciosa... ¿Cómo se llamaba...?

–Baraka –le recordó Ibn Saud.

–¡Eso es, Baraka! Cierto es que bien vale una oreja, e incluso te diría que hasta las dos si algún día consiguiera que me mirara como te miraba a ti.

Permanecieron en silencio durante horas, como estatuas de piedra que apenas agitaban más que las aletas de la nariz, hasta que Mulay, Turki y Omar abandonaron sus precarios refugios y acudieron a colocarse ante ellos en actitud decidida.

–Juramos seguirte hasta la muerte, príncipe –dijo el segundo–. Te lo juramos y venimos a confirmarte nuestro juramento. ¡Pero esto! Esto, mi señor, es peor que la muerte. ¡Regresemos! Salgamos de este infierno y plantemos batalla como auténticos guerreros.

Ibn Saud los observó y había una mezcla extraña de compasión y tristeza en su forma de mirarlos, pero había de igual modo una firme decisión a la hora de dar su respuesta:

–Eso es lo que esperan los xanmars y los ajmans que hagamos, mi queridísimo Omar –señaló–, que intentemos regresar a pie, destrozados, debilitados y tambaleantes, con el fin de galopar alegremente hacia nosotros y divertirse cercenándonos la cabeza de uno en uno.

–¿Y qué otra cosa podemos hacer más que luchar?

–Esperar, porque conozco a los murras, sé que se deslizan como sombras en la noche y ven en la oscuridad, por lo que poco a poco irán pasando a cuchillo a los que han sido siempre sus peores enemigos, que acampan ahora en su territorio. Les estamos proporcionando la oportunidad de vengarse y os aseguro que no la desperdiciarán. O mucho me equivoco, o llegará un momento en que a los ajmans les aterrorizará más la idea de permanecer en el borde de Rub-al-Khali, que a nosotros en su interior. Por eso nos mantendremos quietos y en silencio hasta que nos crean muertos.

–No tendrán que creerlo. Pronto lo estaremos –dijo Mohamed.

–Viviremos –le tranquilizó su hermano–. De eso estoy seguro. Viviremos contra toda lógica, y cuando se hayan olvidado de nosotros, atacaremos donde menos esperan.

–¿Dónde?

Ibn Saud tardó en responder, quizá porque comprendía que lo que iba a decir resultaría inconcebible y advertía que los ojos de todos los beduinos, que se habían ido reuniendo a su alrededor, permanecían pendientes de sus palabras.

Cuando al fin habló, lo hizo muy despacio y con serenidad, plenamente convencido de lo que iba a decir:

–En Riad.

Desde su propio hermano al último de los guerreros le miraron con asombro y como si hubiera perdido el juicio. Quizás el ardiente sol del desierto le había trastornado, y fue Jiluy el primero en reaccionar ante tamaña insensatez.

–¿Riad? ¿Es que te has vuelto loco?

–¿Por qué? Nadie imaginará jamás que un puñado de supervivientes de La Media Luna Vacía sean tan osados como para lanzarse a la conquista de la capital de un reino. Esa es en estos momentos nuestra mejor arma. ¡La única!

–¡Pero eso es imposible! Riad está amurallada y su fortaleza siempre ha sido inexpugnable.

–Lo sé, pero si por casualidad conseguimos tomarla, el eco de la hazaña resonará hasta en el último rincón de Arabia. Entonces todas las tribus del desierto, que lo único que admiran es el valor, se nos unirán para expulsar de nuestra tierra al invasor.

–¡Pero somos tan pocos! –exclamó un desolado Mohamed–. ¡Y estamos tan débiles!

Ibn Saud hizo un gesto de asentimiento, dado que comprendía a la perfección las razones de su hermano, y comprendía de igual modo que sus guerreros compartieran su pesimista opinión.

Pero, recorriendo con la vista aquellos rostros famélicos y leyendo en los ojos de sus feroces y valientes seguidores que tan bien conocía, pareció llegar a la conclusión de que su absurda propuesta había despertado un eco en el corazón de aquella mísera cuadrilla de rebeldes, visto que había llegado el momento de jugarse el todo por el todo en la más increíble apuesta de la historia.

–Estamos muy débiles, lo sé –dijo–, al borde incluso de la muerte, pero, por eso mismo, voy a pediros un nuevo sacrificio: mañana comienza el mes del ayuno, el Ramadán, y por lo tanto os ruego que no probéis ni una gota de agua ni alimento desde que amanezca hasta que el sol se acueste.