Bajo siete mares

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Bajo siete mares
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Bajo siete mares

Alberto Vázquez-Figueroa


Categoría: Novelas | Colección: Novelas de aventuras

Título original: Bajo Siete Mares

Primera edición: 2001

Reedición actualizada y ampliada: Septiembre 2020

© 2020 Editorial Kolima, Madrid

www.editorialkolima.com

Autor: Alberto Vázquez-Figueroa

Dirección editorial: Marta Prieto Asirón

Portada: Silvia Vázquez-Figueroa

Maquetación de cubierta: Sergio Santos Palmero

Maquetación: Carolina Hernández Alarcón

ISBN: 978-84-18263-49-1

Impreso en España

No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares de propiedad intelectual.

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«Allí todo es tan distinto que no podéis llegar a imaginarlo. Apenas se entra en el agua ya os rodean toda clase de peces de mil y mil colores; grandes y pequeños; de tan diversas formas que me llevaría tres días explicároslo.

»Ninguno huye, como ocurre aquí, en el Mediterráneo, sino que se aproximan y suben desde las profundidades para ver qué nueva especie invade su mundo. Es fabuloso el colorido, la variedad, la cantidad e incluso los tamaños. De igual modo encontraréis minúsculas mariposas de mar que tranquilos peces luna, hasta llegar a los meros gigantes y a los tiburones de tres y cuatro metros de longitud.

»¿Qué podría contaros de las mantas? De ellas no se puede decir más que una cosa: id a verlas. Son como gigantescos murciélagos que nadan lentamente, con las enormes fauces abiertas de par en par, llevando ante ellas cuatro o cinco diminutos peces piloto. A veces llegan a pesar quinientos, setecientos, y hasta más kilos.

»¿Diablos? ¿Quién lo ha dicho? Prefiero tres mantas diablo de diez metros de envergadura a un solo tiburón tigre de no más de cuatro metros, aunque en principio os hagan pasar más miedo que todos los tiburones juntos, pues su aspecto es verdaderamente aterrador.

»A veces, cuando se pesca en los grandes arrecifes de coral, que son como enormes barreras que se alzan desde las profundidades submarinas, tropiezas de pronto con un mero que te observa desde la puerta de su cueva. No teme al hombre, porque nunca ha sido perseguido por él, y deja que te aproximes lo suficiente como para que puedas dispararle sin dificultad. Te sientes feliz porque ya la pieza es tuya, pero he aquí que en este momento, sin saber cómo ni por qué, aparece a tu lado un tiburón que ha acudido al olor de la sangre, o que ha sentido a través del agua las convulsiones de la pieza herida y viene dispuesto a disputártela.

»No queda entonces más remedio que cedérsela porque él es más fuerte, sobre todo en este momento en que os encontráis con el fusil descargado, y gracias podéis dar si es uno solo el que ha acudido, pues de ser varios podían servirse de vosotros mismos para ese festín.

»Pero a pesar de todo vale la pena sumergirse en el Mar Rojo, pues ya veis que yo lo he hecho cientos de veces, pienso seguir haciéndolo, y nunca me ha ocurrido nada».

Quien esto contaba era el oficial de un petrolero de la ruta Cartagena-Suez-Tanura, en el Golfo Pérsico, y sus relatos de las pescas y las inmersiones que había efectuado en el Mar Rojo nos fascinaban.

Para nosotros, acostumbrados al Mediterráneo, a las costas tranquilas, casi despobladas ya de pesca, y a las aguas sin peligros y sin una pieza que pesara más de veinte kilos, todos estos relatos nos parecían maravillas de otros mundos tan distintos del nuestro como podían serlo Marte o Venus.

Y sin embargo, sabíamos que nada era falso, pues los libros y las películas nos habían hecho ver, una y mil veces, que todo ese mundo existía y era cierto cuanto de él nos contaba.

Estoy seguro de que a muchos de los que componíamos aquel grupo no nos fue posible dejar de soñar esa noche, y en nuestros sueños, tiburones, rayas, mantas y meros gigantes representaban los principales papeles.

Formábamos parte de la más entusiasta organización de pesca submarina e inmersión que haya existido nunca, e incluso algunos pertenecían al equipo que representaba a España, tantas veces campeona del mundo, pero a pesar de todo nos sentíamos pequeños, aficionados casi, frente a aquellos que llegaban a sumergirse en aguas infestadas de tiburones y que habían experimentado la sensación de luchar con un mero de más de cien kilos.

No me sorprendió, por tanto, que Gonzalo, mi mejor amigo y compañero de inmersión, me propusiera un buen día organizar una expedición al Mar Rojo.

Su iniciativa fue tímida, como asombrándose de lo que me proponía y esperando que me escandalizara de tan absurda idea; pero mi acogida le pareció tan entusiasta que no dudó en acabar por explicarme su proyecto. Entonces comenzamos a elaborar otro, más perfecto, para el cual pensábamos contar con la ayuda de un tercer compañero que nos era muy necesario.

Manuel Bosch –Manolo para los amigos–, el mejor fotógrafo y cameraman submarino que he conocido, tan aficionado al mar como nosotros, fue elegido, tanto por sus cualidades como inmersionista como por las posibilidades de conseguir el yate de su padre.

A él no hubo necesidad de rogarle, pues desde el primer momento se mostró dispuesto a acompañarnos; pero no fue posible convencer al padre, que por lo que respecta al yate su única respuesta fue: «¡No!».

Ahora bien: si se mostró intransigente en lo que se refería a la embarcación, no dudó en prometer a su hijo que, si llevábamos adelante nuestro proyecto, colaboraría con una suma en metálico, cantidad que cubriría la parte de gastos que pudiera corresponder a Manolo.

Esto, que en principio podrá parecer un poco extraño, tenía una explicación muy sencilla: el padre de Manolo estaba un poco cansado de la forma de ser de su hijo, y es que el chico era una de esas personas que jamás ha sabido dónde tiene la mano derecha y que siempre se mete en líos sin saber por qué.

Acabada la carrera no supo qué hacer con su flamante título de abogado, y en vista de ello decidió continuar como hasta aquel momento: es decir, viviendo del mucho dinero que tenía, cosa que no puede echársele en cara, ya que abogados en España hay demasiados y gente con dinero no tanta.

Al surgir nuestro proyecto de viaje, su padre pensó que tal vez le iría bien una temporada de trabajo intenso, de luchar por algo y de cargar con la responsabilidad de la película que rodaríamos durante la expedición; responsabilidad que recaería enteramente sobre él y de la que dependía en gran parte la economía de nuestro viaje.

Así pues, fue del señor Bosch de quien partió la idea de que tratásemos de encontrar algún barco viejo, trabajáramos para ponerlo en condiciones y lo aparejáramos para nuestra empresa, puesto que si tanto interés teníamos en ella, era este el mejor modo de demostrarlo y no limitar nuestro entusiasmo a la posibilidad de que nos prestasen un yate ya dispuesto.

Al principio la idea nos pareció irrealizable, pero fue precisamente en aquel momento cuando Manolo comenzó a mostrarse decidido.

–Busquemos el barco –dijo–; que no nos puedan echar en cara que no hemos agotado todas las posibilidades.

Se inició entonces la más desesperada búsqueda de yates viejos que se recuerda en las costas españolas. No había puerto o embarcadero por el que pasáramos en que no nos detuviéramos a preguntar a unos y otros si sabían de alguien que vendiese un yate. Escribimos a los clubes náuticos, y cada una de sus respuestas hundía más y más nuestro proyecto.

Había, sí, muchos barcos en venta, pero todos estaban fuera de nuestro alcance o no servían para el viaje planeado.

Y así llegaron las fiestas navideñas y como todos los años me fui a Mallorca donde continué una búsqueda que se había convertido en manía persecutoria. Veía yates por todas partes, los medía mentalmente y calculaba su precio y condiciones. En el club náutico de Palma no me pudieron ayudar: tenían casi un centenar de barcos anclados, pero ninguno era el que yo buscaba. Hablé con marineros y pescadores, mas todo eran respuestas inconcretas. Me pasaba horas y horas vagando entre los barcos, contemplándolos con ojos golosos, como el chico que mira el escaparate de una pastelería, y muchas veces pensé en lo sencillo que resultaría meterme en uno de ellos y llevármelo.

Estaba así una tarde, mirando y remirando, cuando se me aproximó un muchacho de unos veinte años, un pescador fuerte y moreno.

–¿Es cierto que está usted buscando un barco viejo?

–preguntó.

–Sí. ¿Sabes de alguno?

–¿Lo quiere muy viejo? –insistió.

–Lo quiero muy barato –aclaré–. Si es nuevo y barato, lo prefiero.

–Yo sé de uno muy barato –dijo–. Baratísimo.

–¿Dónde? –inquirí ansioso.

–¿Cuánto me dará si se lo digo?

Le miré con aire de irresolución. ¡Estaba tan cansado de ver yates que no me convenían!

 

–Mira –resolví al fin–: No te doy nada, pero te prometo que si lo compro te daré mil pesetas.

–¿Me da su palabra?

–Te la doy. ¿Dónde está?

–En Puerto de Andraitx –dijo al fin–. Se llama Collie y está abandonado desde hace más de ocho años.

–¿Cuánto mide? –pregunté. Se encogió de hombros.

–No lo sé. Cuarenta o cincuenta cuartas…

–¿Tienes idea de lo que piden?

Al hacer esta pregunta la voz me temblaba.

–Ya le he dicho que muy poco; la dueña se murió y el barco se está pudriendo en el muelle. Vaya a verlo –me animó–. –Creo que le interesará.

Al día siguiente, muy temprano, tomé el autobús que lleva, a paso de tortuga, de Palma a la villa de Andraitx para transbordar de allí a otro más pequeño y desvencijado, que me condujo de la villa al puerto. En total tardamos en recorrer los treinta y tres kilómetros que separan Palma del Puerto de Andraitx poco más de dos horas.

Puerto de Andraitx es un lugar maravilloso. Protegidos por montes cubiertos de pinos que llegan hasta la misma orilla del mar, se extiende a uno y otro lado una amplia bahía natural, frente a la cual se alza la agreste isla de la Dragonera, asiento de faros y únicamente habitada por torreros.

Fondeado en la ensenada encontré al Collie, un viejo barco de unos diez metros de eslora, que ofrecía el más deprimente aspecto que jamás yate alguno presentó.

La lluvia, el mar, el salitre, el sol e incluso los niños que jugaron en él habían convertido su cubierta y sus costados en un conjunto de maderas desclavadas, sueltas y rajadas, sin la menor señal de pintura en su superficie, y todo lo que había sido metálico había desaparecido o estaba completamente oxidado.

Pregunté y di con el encargado de la venta del barco; un viejo pescador al que la familia de la difunta dueña había dado amplios poderes. Me acompañó y examiné el barco por dentro.

Estaba bastante mejor de lo que suponía. El hombre me aseguró que guardaba en su casa los juegos de velas, en muy buen uso, así como otras varias cosas que se conservaban mejor en tierra.

Cuando le hablé del precio se encogió de hombros.

–Si sigue aquí –dijo–, cualquier día se pudrirá del todo. Si usted cree que puede aprovecharlo, llegaremos a un acuerdo. Más vale algo que nada. Lo que envíe a la familia de la dueña siempre me lo agradecerá.

Estudié el barco detalladamente. Yo no entendía mucho pese al gran número de yates que había visitado en los últimos tiempos, de modo que decidí que lo mejor sería llamar a Gonzalo y que él dijese lo que se debía hacer.

En consecuencia aquella misma mañana le puse una conferencia, le expliqué lo que había encontrado y le pedí que viniese sin pérdida de tiempo.

Dos días más tarde, a las siete de la mañana, me hallaba esperando el correo de Barcelona, en el que venían los dos: Gonzalo y Manolo.

Desde el muelle nos encaminamos directamente al autobús de Andraitx y, tras el mismo lento paseo de días antes, los conduje al yate.

Gonzalo se entusiasmó desde el primer momento aunque ni Manolo ni yo comprendíamos un delirio tan desbordante ante el desvencijado cascarón, e incluso me convencí de que la aventura, metido allí, no me hacía tanta gracia como vista desde un cómodo sillón y con los mapas delante.

Cuando se llegó al difícil momento de preguntar cuánto, y don Pedro –el representante de los propietarios– dio la cifra, yo mismo me asombré; valía la pena comprarlo, aunque solo fuera por aprovechar la madera y las velas. Gonzalo, que no daba crédito a lo que oía, trató de disimular, pero se le notaba que ardía de impaciencia por firmar el contrato, y a solas nos explicó que con un par de meses de trabajo ya valdría cinco veces más de lo que ahora nos pedían.

–Os aseguro que es bueno –dijo–. Tan solo el plomo de la quilla vale ya ese dinero.

Manolo y yo nos miramos.

–¿Qué te parece? –inquirí.

–A mí bien –respondió–. Si podemos arreglarlo antes de que mi padre lo vea, le sacaremos un buen pellizco diciendo que nos ha costado más caro y así la parte que tenéis que pagar vosotros nos servirá para los gastos de viaje.

Al fin se cerró el trato y, tras mucho papeleo oficial, el Collie pasó a ser de nuestra propiedad; pero como no nos gustaba el nombre y teníamos derecho a cambiarlo, discutimos ampliamente antes de llegar a un acuerdo. En adelante, y mientras fuera nuestro y estuviese destinado a surcar los mares en busca de aventuras, se llamaría Vikingo.

Nos quedamos durante un mes en Puerto de Andraitx, sacamos el barco a tierra y trabajando de sol a sol lo fuimos transformando hasta el punto de que, poco después, ni su propia dueña lo habría reconocido.

Era un barco agradecido, aunque la madera reseca chupara la pintura como un camello sediento y algunas tablas se rajaran cuando metíamos un clavo, pero en Puerto de Andraitx había aserraderos y la madera no resultaba cara, aunque tampoco era demasiado buena.

Clavamos, cepillamos, aserramos, lijamos, pintamos y calafateamos, pero al fin el Vikingo con su nombre en grandes letras pintado a popa, totalmente blanco y reluciente, fue botado al mar.

Cierto es que el motor no funcionaba y que tendríamos que cambiarle algunas piezas; cierto que no tenía hélices, que para nada le servían sin motor; cierto que el palo estaba resquebrajado y no sabíamos si aguantaría hasta Barcelona; cierto también que no teníamos más que un ancla vieja y despuntada, en espera de que pudiéramos hacernos con alguna otra, pero nada de todo eso cambiaba los hechos: el Vikingo era precioso y nos sentíamos orgullosos de él.

Con mar llana y viento fresco nos lanzamos a probarlo; era un barco valiente y su proa cortaba el agua como un cuchillo. Llegamos hasta la Dragonera, la circunnavegamos y volvimos.

Desde luego, el crujir y lamentarse del casco eran capaces de partir el corazón a cualquiera que quisiera al Vikingo mucho menos de lo que lo queríamos nosotros, pero Gonzalo nos tranquilizó diciéndonos que todos los buenos barcos de vela crujen y se lamentan, y que no debíamos preocuparnos.

Dejando pues a un lado los lamentos, la prueba fue de lo más satisfactoria, y de regreso al puerto nos sentíamos dueños del mundo.

Aquella noche dormimos tranquilos; el barco funcionaba y funcionaría aún mejor. Todavía no estaba listo ni acondicionado para poder vivir a bordo, pero esas eran cosas que solucionaríamos poco a poco, y el día que nos lanzáramos a la gran aventura nada tendríamos que temer por parte del Vikingo.

No me extrañó pues que también aquella noche soñara con tiburones, mantas-diablo y meros gigantes; era como una recompensa por lo mucho que estaba trabajando para llegar a ellos.


Una vez el barco en Barcelona desmontamos el motor y Gonzalo se lo llevó a un amigo que tenía un taller de reparaciones y que encargó a sus mejores mecánicos la difícil tarea de poner a punto aquel montón de hierros oxidados.

Lentamente fuimos aparejando el yate. Tras varias incursiones submarinas por los pequeños puertos de la Costa Brava, dimos con un par de anclas perdidas que debidamente arregladas y pintadas quedaron relucientes sobre nuestra cubierta. En el garaje de Gonzalo, que se había convertido en nuestro cuartel general, se amontonó todo aquello que en nuestra opinión podría sernos de utilidad durante el viaje, y así, latas de conserva, botes de leche, cajas de galletas, e incluso un par de jamones, desaparecieron de las despensas de nuestras casas y fueron a engrosar un botín que crecía día a día.

Pero la víctima principal de nuestras rapiñas fue el yate del padre de Manolo, del que desapareció todo lo que a nuestro Vikingo podía serle útil: desde un juego de velas completo hasta la rueda del timón, pasando por cabos, una brújula y un sextante.

Dueños de un barco, el proyecto primitivo de un viaje relativamente corto, al Mar Rojo, fue pasando a segundo término, y poco a poco tomó cuerpo la idea de aventurarnos del todo, y puestos a navegar, dar la vuelta al mundo.

El día en que Manolo lo propuso ni siquiera se discutió; ya estaba en la mente de los tres y lo único que tuvimos que hacer fue reajustar los presupuestos y el itinerario.

Gonzalo opinó, con razón, que sería mejor iniciar el viaje hacia Oriente, es decir, por el Mediterráneo hasta el Canal de Suez, pues así podríamos acostumbrarnos al barco y estar seguros de nuestras fuerzas cuando nos adentrásemos en los océanos. No tuvimos en cuenta las corrientes y los vientos, y ello fue algo que en más de una ocasión tuvimos que lamentar con posterioridad.

Lo que ya no resultó tan sencillo fue arreglar el presupuesto. A pesar de que el barco nos había costado barato, la reparación y lo mucho que aún teníamos que hacer nos estaba dejando sin blanca, y no podíamos pensar en lanzarnos al mundo con las manos en los bolsillos.

Hicimos cálculos: el nuevo proyecto de viaje nos llevaría al menos año y medio, y tres chicos jóvenes que se deciden a practicar la pesca submarina y la inmersión comen mucho.

Gonzalo decidió vender el coche, yo pensé lo mismo de la moto, y Manolo no tenía problemas: le bastaba con pedirle por adelantado a su padre, a su madre, y a su abuela las cantidades que mensualmente le daban para sus gastos.

No me avergüenza confesar que para iniciar el viaje vendí cuanto tenía, es decir, la moto, los libros, la colección de sellos, e incluso los trajes; todo en pos de nuestro sueño, y lo mismo hizo Gonzalo, que se quedó sin coche y en circunstancias parecidas a las mías.

Para no hacer más largo el relato diré que tardamos otros dos meses en estar listos y que cuando al fin un amigo de Gonzalo nos trajo el compresor de aire que necesitábamos para recargar las escafandras y lo instalamos a popa, respiramos satisfechos: nada nos faltaba.

Efectivamente: el barco estaba bien acondicionado, el motor funcionaba, llevábamos tres juegos de velas, el interior era confortable, con pequeñas literas plegables, una diminuta cocina, una mesa y una repisa en la que agrupamos todos nuestros libros de inmersión, amén de mapas, códigos de navegación, señales, faros, etc.

En cubierta, además del compresor, perfectamente asegurados y protegidos se alineaban cuatro aparatos de inmersión y un compartimiento dedicado íntegramente a material; a proa se amontonaban gran cantidad de aletas, gafas, cinturones de plomos, respiradores y media docena de fusiles de aire comprimido con unos cincuenta arpones de repuesto.

Casi todo el mes de abril lo dedicamos a navegar, haciendo largas salidas de prueba, con idas y venidas a las Baleares e incluso hasta Málaga, en nuestro afán de probar una y otra vez Vikingo e ir acostumbrándonos a la vida de a bordo.

Tanto Manolo como yo nos mostrábamos impacientes por emprender la marcha, pero Gonzalo nos retenía; deseaba asegurarse de nuestro entrenamiento, pues no quería comprometer el éxito de nuestra expedición por unos nervios mal reprimidos.

Al fin llegó el tan esperado día. El Vikingo, flamante, veterano ya en nuestras manos, equipado y listo, se balanceaba en las tranquilas aguas del puerto, y el miércoles tres de mayo, a las cinco de la tarde y con todos nuestros familiares y amigos en el muelle, el Vikingo largó amarras y se fue apartando del muro de piedra, entre agitar de pañuelos y conmovidos adioses.

Cuando el práctico que nos acompañó hasta mar libre nos despidió y regresó a tierra en su rápida motora, le vimos alejarse y nos invadió una extraña sensación de soledad.

Nos encontrábamos ante el mar; ante todo un mundo que pensábamos circunnavegar, y viéndonos allí, indefensos sobre nuestra frágil embarcación, nos pareció que había sido excesiva nuestra audacia y la empresa que pensábamos acometer requería mayores fuerzas.

Nada nos dijimos uno a otro, pero al igual que yo, Manolo y Gonzalo experimentaron esa extraña impresión de impotencia que se apodera de los hombres cuando tienen que enfrentarse a algo que desean vivamente, pero que, en el primer momento, les parece inabordable.

Lentamente la ciudad se hizo más y más pequeña a nuestra espalda y Barcelona con sus altos edificios y sus erguidas chimeneas nos despidió con el humo que desde ella se eleva al cielo, alumbrada oblicuamente por un sol que descendía hacia su ocaso.

Gonzalo marcó el rumbo y a nuestra izquierda fueron apareciendo para quedar poco a poco atrás, todos aquellos lugares que tan bien conocíamos: Masnou, Mataró, Arenys, Canet, Blanes, con el recuerdo de nuestras primeras inmersiones; Lloret, Tossa y San Feliú, y reconocíamos las luces de cada uno de ellos, los faros, los paseos iluminados, los letreros fluorescentes; tantas y tantas cosas que habíamos visto una y mil veces…

 

De antemano sorteamos las guardias, y decidimos que para no cambiarnos el sueño únicamente cada mes alteraríamos el horario; y en el primer turno le tocó a Manolo la guardia de ocho a doce, a Gonzalo de doce a cuatro, y a mí la de cuatro a ocho, tanto de día como de noche; de tal modo que, en todo aquel primer mes, podría ver amanecer a la rueda del timón.

Me alegré de que me hubiera correspondido ese horario. La salida del sol en el mar es una sensación maravillosa, pues a la popa de un velero que corta el agua y bajo las blancas velas la tonalidad de la primera luz del día tiene un encanto fascinante y se mezcla con el azul del agua y el rojizo de un cielo que se ha adornado así para su más bello momento.

Nuestro destino inmediato era Marsella. Desde allí pensábamos ir extendiéndonos a todo lo largo de la Costa Azul a fin de visitar los más interesantes hallazgos arqueológicos, tan abundantes en ella, no solo por la importancia que sus puertos tuvieron en épocas pretéritas, sino por el hecho de que, siendo la costa más sistemáticamente explorada por pescadores y submarinistas, se puede decir que no hay un solo punto de ella que no esté pasado y repasado una y otra vez, con lo que se ha llegado a una localización perfecta de los restos de navíos antiguos y modernos que no tiene igual en ninguna otra costa del mundo.

Esperábamos encontrar en Marsella al comandante Cousteau y a Frédéric Dumas. Pero ninguno de los dos estaba: Cousteau se encontraba embarcado en una de sus muchas expediciones a bordo de su barco, y, como es natural, Dumas, su inseparable compañero, se hallaba con él.

Sentí la ausencia de Dumas, pues es un hombre con el que me agradaba charlar, aunque en realidad hablé poco: es la más callada de cuantas personas he conocido, y únicamente su irónica sonrisa es a veces capaz de indicar lo que pasa por su cerebro ya que su rostro, cetrino, curtido por el sol y el mar y de una edad indefinible, parece como una impenetrable máscara.

A pesar de esta descripción, Dumas es sin duda uno de los héroes de los tiempos modernos, y de haber nacido años atrás habría sido explorador, trampero o sheriff del lejano Oeste.

Así como los adelantos técnicos se deben a la inventiva de Cousteau, los auténticos adelantos en el campo material, es decir, la comprobación de que lo que en teoría parece bueno es factible en la práctica, corresponden a Dumas, ya que probablemente nadie ha arriesgado la vida más veces ni tan despreocupadamente con objeto de lograr el sueño de conquistar las profundidades submarinas.

Ya que no podíamos contar pues con ninguno de los dos, y no teniendo a mano la situación exacta de los hallazgos arqueológicos que más nos pudieran interesar de aquella costa, decidimos no preocuparnos demasiado por ello, puesto que, salvo el pecio de Drammont y algún que otro campo de ánforas más o menos intacto, no había nada que no conociéramos de otros viajes.

Sabíamos también que los buceadores italianos nos acompañarían al pecio de la isla de Spargi, en Cerdeña, y al ser este uno de los más importantes que se han descubierto hasta la fecha, bastaba para contentarnos en cuanto a lo que los descubrimientos efectuados por otros se refiere, pues nuestra intención era la de obrar siempre por cuenta propia.

De Marsella saltamos a Tolón, y tras una breve estancia partimos con rumbo a Saint-Tropez, aunque nos detuvimos en la isla de Porqueroles, donde hicimos una larga inmersión.

Este recorrido no tiene historia: fue un agradable paseo por la Costa Azul, en el que disfrutamos de aguas relativamente limpias y bellos paisajes, y después de una corta estancia en Cannes y Mónaco reemprendimos la marcha, tras telegrafiar a Fausto Rossi, un amigo italiano que había prometido acompañarnos durante nuestra estancia en su país, y conocía la situación exacta de la nave de Spargi.

Quedamos en reunirnos con él en Cerdeña una semana más tarde, ya que pensábamos detenernos unos días en Córcega y tratar de encontrar los célebres refugios de meros de esta isla de los que tanto habíamos oído hablar.

La estancia en Córcega fue agradable, aunque no encontramos, ni mucho menos, la abundancia de pesca que esperábamos, y es que, probablemente desde la época en que se escribieron los libros por los que nos guiábamos, habían sido muchos los pescadores submarinos que trataron de localizar en aquellas aguas el paraíso que se les había descrito.

Concluida por tanto nuestra visita a Córcega, levamos anclas y pusimos rumbo al Sur, hacia el estrecho de Bonifacio y Cerdeña, donde habíamos quedado en reunirnos con Rossi.

El mar seguía en calma, el viento fresco, y el Vikingo cortaba el agua ágil y valientemente, aunque crujiese y se lamentara de continuo.


Tal como habíamos quedado, Fausto Rossi nos esperaba en Porto Torres, y antes de que pudiéramos echar al agua nuestro bote, ya había llegado a bordo de un falucho y se extendía en largas y exaltadas explicaciones acerca de las maravillas que podríamos ver en Italia, especialmente los famosos pecios de Spargi y de la isla de Elba, según él los mejores del mundo.

Aquella misma mañana trajo a bordo su menguado equipaje, pues le habíamos advertido del poco espacio de que disponíamos y prorrumpió en prolongadas exclamaciones de asombro ante nuestro equipo, y sobre todo le impresionó mucho la vista del compresor.

Nos detuvimos toda la tarde en Porto Torres y a media noche levamos anclas rumbo al estrecho de Bonifacio para, tras atravesarlo, llegar al archipiélago de la Magdalena, en el que se encuentran la isla y el pecio de Spargi.

Cuando estuvimos al fin frente al archipiélago sacó un mapa y, tras echarle un vistazo, nos indicó el lugar hacia el que teníamos que dirigirnos. La isla de Spargi es la más occidental, y por tanto la primera en ser avistada si no se tiene en cuenta un pequeño escollo que se eleva al oeste de ella y que más bien se puede clasificar como simple peñasco.

Al sur de la isla, un par de millas al sudoeste de su último cabo, Rossi indicó que debíamos fondear. El sol estaba ya muy alto y caía a plomo sobre un agua de unos quince metros de visibilidad aprovechable.

–Aquí es –dijo–. Hemos de encontrar una pequeña escollera de roca sumergida y cuando veáis un peñasco que asciende hasta casi seis metros de la superficie, estaremos en el pecio.

Acabó de explicarnos la topografía del fondo y nos dispusimos a sumergirnos en busca de la cordillera, el escollo y el pecio.

Lo hicimos en dos grupos: yo bajé con Manolo, y Gonzalo con Rossi, quedando en reunirnos a bordo a los cuarenta y cinco minutos, llevando cada uno una pequeña boya amarilla con la que señalaríamos el lugar, si es que dábamos con él.

Me sentía feliz, con una tribotella a la espalda que me proporcionaba tres mil metros cúbicos de aire comprimido a ciento cincuenta atmósferas –lo que a aquella profundidad permitía una larga permanencia en inmersión–, buen mar y aguas limpias, en busca de una nave romana hundida dos mil años antes. Me parecía que la vida era algo hermoso y que jamás me había sentido tan libre, tan dichoso y tan compenetrado con las maravillas del mundo sumergido que me rodeaba.

Perdida toda sensación de gravedad, volaba sobre un fondo de algas interrumpido a veces por algún pequeño claro, esperando encontrarme a cada momento frente a la muralla de rocas de que habló Rossi.

Cantaba por lo bajo, para mis adentros, y a veces me detenía a escuchar el silbido de la escafandra, que parecía querer indicarme que todo iba bien.

Manolo nadaba un par de metros por debajo, adelantado, y avanzando un poco me coloqué sobre la línea de sus burbujas, que ascendían a la superficie. Me agradaba sentirlas aplastarse contra mis gafas resbalando lentamente para continuar después, como plateados hongos, su ascensión, para morir en la tranquila superficie del mar.