Universidad y Sociedad: Historia y pervivencias

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From the series: CINC SEGLES #39
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ANOTACIONES SOBRE LAS REFORMAS DE LOS ESTUDIOS JURÍDICOS EN LA UNIVERSIDAD DE SALAMANCA DURANTE EL SIGLO XVIII

Ma PAZ ALONSO ROMERO Universidad de Salamanca

Bajo el título que las encabeza, el propósito de estas páginas es hacer algunas reflexiones sobre el modo como se vivió en la Universidad de Salamanca el proceso de reforma de los estudios jurídicos a lo largo del siglo XVIII hasta desembocar en el Plan de Estudios de 1771. En concreto, me interesa prestar atención a los objetivos hacia los que se orientaron los cambios y al protagonismo respectivo de la Universidad y la Monarquía en su impulso, así como a los procedimientos con los que se quisieron llevar a la práctica y en los que se puso de manifiesto una vez más la compleja naturaleza jurídica de este centro y su difícil posición institucional en el juego de los poderes que intervinieron en su historia –pontificio, regio y corporativo–, además de su crónica conflictividad interna. El desenlace final de lo que por momentos se planteó como un pulso de autoridad entre la Universidad y la Monarquía lo puso el Plan de 1771, con el que quedó bien claro el sometimiento de aquella a esta, pero lo que también se desprende de la documentación de estas décadas es que la Universidad de Salamanca no fue indiferente, ni mucho menos, a la necesidad de las reformas, y que si de desidia hay que hablar para explicar su retraso las miradas deberían dirigirse más bien hacia el Consejo Real.

Para entonces lo que quedaba de la influencia de los papas en este centro era el grueso de su marco normativo –las constituciones de Martín V de 1422– y un puñado de privilegios entre los que se encontraba el otorgado por Paulo III en 1543, que concedía a la Universidad la facultad de corregir, reformar, ampliar, restringir o anular las constituciones pontificias y hacer otras nuevas, con el acuerdo de las dos terceras partes del claustro pleno y bajo la condición de que no fuesen contrarias a los sagrados cánones.1 Conseguida en la etapa de mayor gloria del centro, la bula paulina habría supuesto un impulso decisivo al fortalecimiento corporativo de la institución si no fuera por la tutela sobre ella que correspondía a los reyes en su condición de patronos y fundadores del Estudio y en base a la cual se justificó su progresivo intervencionismo. En lo relativo al ejercicio de la facultad estatutaria, tal tutela se concretaba en la necesaria confirmación en el Consejo Real de cualquier reforma normativa que aprobara la Universidad, y de hecho así se venía haciendo desde que en el año 1538 vieran la luz sus primeros estatutos impresos. De ahí que resultara infructuoso el intento del claustro salmantino de conseguir en 1557 la licencia del rey Felipe II para elaborar estatutos sin necesidad de esa confirmación, lo que habría supuesto el disfrute de la plena autonomía estatutaria.2 Denegada la autorización, el alcance efectivo de la bula de Paulo III quedó en realidad limitado a remover un obstáculo en beneficio de la Monarquía, al posibilitar que la Universidad hiciera de puente entre ella y el Papado a la hora de disponer cualquier reforma que significase una alteración de las constituciones pontificias.

Pese a todo, en el siglo XVIII hubo quienes desde el Estudio salmantino pensaron que la bula daba pie para poner en marcha unilateralmente cambios en los estatutos con los que se esperaba lograr alguna mejora de la situación decadente en la que se encontraba, y de hecho, amparados en ella, consiguieron que tales alteraciones llegaran a aprobarse con todas las condiciones requeridas en el privilegio paulino. Frente a ellos, otros le negaron tal eficacia, y entre unos y otros se defendieron con argumentos jurídicos las respectivas posiciones, en un interesante debate que también merece la pena ser recordado para comprobar hasta qué punto el derecho impregnaba la vida cotidiana de un organismo cuyo status institucional continuaba poniéndose en cuestión a cada paso.

Sería ilusorio pretender reconstruir en unas pocas páginas esa historia y lo que significó para el desarrollo de los estudios jurídicos en esta Universidad, por lo que me limitaré a recordar algunos de sus hitos más relevantes al hilo de tres de los objetivos principales a los que apuntaron las reformas hasta el Plan de 1771: 1º) el cambio de las asignaturas de las cátedras; 2º) la nueva regulación de los requisitos para los grados y 3º) el restablecimiento de estatutos sobre actividades académicas caídas en desuso.

EL AMBIO DE LAS ASIGNATURAS DE LAS CÁTEDRAS

Esto sitúa el arranque de estas reflexiones a finales del año 1713, cuando se recibieron en la Universidad dos importantes disposiciones del Consejo Real, inspiradas por su recién nombrado fiscal Macanaz. Son bien conocidas.3 La primera de ellas, una carta orden de 29 de noviembre, le encargaba que informase sobre el modo de conseguir que las cátedras de Leyes se asignasen al estudio de «aquellas leyes por las quales se deben determinar los pleitos en estos Reynos a fin que la jubentud se instruya en ellas y desde el prinzipio les cobre aficion».4 La segunda, unos días después, solicitaba asimismo un informe sobre lo que se leía en Cánones y anunciaba el deseo de que en lo sucesivo sus cátedras se dedicasen al estudio de los concilios, nacionales y generales, así como de las materias prácticas necesarias para instruir a todos los que quisieran ejercer la judicatura en los tribunales superiores, por cuanto se alegaba que esta era la aspiración de la mayoría de los catedráticos y profesores y que en las materias relativas a la jurisdicción regia no se entraba en aquellas, atentas solo a la jurisdicción eclesiástica y por tanto inútiles para desempeñar luego esos oficios en las instituciones de la justicia superior del rey.5 Estaba bien patente en ambas órdenes del Consejo la conexión de las reformas pretendidas con las necesidades de la administración de justicia regia, mucho más explícita en la segunda de ellas, que para justificar el mandato apelaba al deseo de tranquilizar la conciencia del rey y evitar escrúpulos a la hora de «acomodar en las Plazas de ministros â semejantes profesores por la obligazion que tienen según las leyes de estos Reynos de sustanciar y determinar todos los pleytos según ellas, y no según las reglas que obserua la jurisdizion eclesiastica fuera de ellos ygnorandolas casi del todo quando salen de las Vniversidades y Colegios».6

Ambos encargos se recibieron pacíficamente en el Estudio salmantino, donde, tras barajar dos posibles opciones en relación con el primero de ellos –insistir en la mención de las leyes patrias por la vía de las concordancias o alternar anualmente entre el derecho real y el derecho romano en las cátedras de propiedad de Leyes–, se optó por la segunda, mientras que de forma más vaga para Cánones se acordó simplemente prestar más atención en sus cátedras a los concilios.7 Sin embargo, tales acuerdos no llegaron a ejecutarse. Unos meses después el Consejo se hizo eco de ellos e instó a la Universidad a tener «gran cuidado en obseruarlo asi, y en ir desterrando todo lo que no sea vtil y nezesario a la practica y mejor ynteligencia de las Leyes del reyno», pero su parte más novedosa, esa alternancia anual entre derecho romano y derecho patrio en las cátedras de Prima y Vísperas de Leyes, no llegó a ponerse en práctica.8 Es cierto que, encomendada a la Facultad de ambos Derechos la respuesta a esta última orden, de inmediato se dispuso en su junta que se empezaran a formar ya «asignaturas practicas» a fin de que los catedráticos a quienes tocase leer y enseñar las leyes del reino así lo hicieran, pero, ante la imposibilidad de que en tan corto tiempo pudiesen preparar el «papel para enseñarle i explicarle a los oientes», se acordó que ese curso continuaran leyendo por las asignaturas del estatuto, con la condición de detenerse de manera especial en las materias que tuviesen «conzernencia» con las leyes patrias, explicándolas con toda claridad para el aprovechamiento que quería el rey.9 Y de momento en eso quedaron las cosas. La Guerra de Sucesión estaba llegando a su fin tras la rendición de Barcelona y en la Corte se acumulaban otros asuntos. Poco más tarde caía Macanaz.

No muchos años después, en 1719, la Universidad achacó la paralización al silencio del Consejo. Así lo hizo constar en un nuevo informe elaborado también a instancias del Consejo Real que, por carta orden de 5 de abril de ese año, requirió su pronunciamiento sobre otra serie de puntos, entre los que se encontraba la conveniencia de cambiar las asignaturas de las cátedras dispuestas por los visitadores en los estatutos.10 En ese caso la orden se planteaba en términos generales y no hacía indicaciones sobre el sentido de los cambios ni referencia expresa al derecho patrio, pero el acuerdo que había adoptado sobre su enseñanza la Universidad en 1714 se incorporó al memorial que, como respuesta a la solicitud del Consejo, aprobó el claustro pleno el 30 de junio de 1719.11

Obra del doctor Bernardino Francos (por entonces recién ascendido a catedrático de Vísperas de Leyes), el Informe de 1719 fue el documento de mayor trascendencia dentro de todo el proceso de reforma de esta Universidad en el siglo XVIII hasta el Plan de 1771.12 En cuestión de asignaturas jurídicas, se recordaba en él ese acuerdo de 1714 y se mostraba la predisposición para ponerlo en ejecución no solo en las cátedras de Prima y Vísperas sino también en las de Código, e incluso para enseñar en todas «pura practica» adornada con las correspondientes remisiones al derecho romano (es decir, cambiando lo que había sido el orden tradicional de la relación derecho romano/derecho propio en las lecturas de Leyes) si, llegado el caso, así lo ordenaba el Consejo.13 Yendo aún más allá en la actitud reformista, se reconocía que las asignaturas de las cátedras de ambos derechos estaban anticuadas y que sobre ellas había ya tanto escrito que resultaba difícil añadir algo nuevo, por lo que, frente a la rigidez de los programas marcados en los estatutos, se proponía dejarlos a la elección de los catedráticos, de modo que fuesen ellos quienes cada año, con la necesaria coordinación, señalasen dentro de los diferentes libros del Corpus Iuris Civilis correspondientes a sus cátedras los títulos objeto de estudio durante el siguiente.14

 

De haberse puesto en práctica, el Informe de 1719 podría haber supuesto un paso decisivo en la renovación de los estudios jurídicos en Salamanca, con sus contenidos orientados hacia una mayor presencia del derecho patrio y abiertos a nuevas materias, pero todo ello exigía la conformidad del Consejo Real y allí el documento se estancó. Cinco años después, en una nueva carta orden fechada en Madrid el 25 de enero de 1724 en la que el Consejo solicitaba información sobre otra serie de asuntos (ninguno relativo a los estudios jurídicos), se reconocía que se había visto varias veces en él y que, tras haber respondido a cada uno de sus puntos el fiscal, se había ordenado formar una junta de consejeros presidida por Francisco de Arana y Parra para resolver lo más conveniente.15 No obstante, aunque el claustro envió también entonces su respuesta, el Informe continuó paralizado y en suspenso en el Consejo, con la consiguiente frustración de cualquier propósito de mejora. El hecho de estar en curso de tramitación el expediente en la Corte ataba las manos de la Universidad y le impedía cualquier arreglo que afectase a los asuntos de los que trataba, como se reconoció en 1728.16 Pero por su parte no cayó en el olvido, pues el claustro lo recordó en diferentes momentos y siguió considerándolo válido, de lo que hizo manifestación expresa en el año 1729 y también en 1734, cuando, tras nombrarse otra junta para examinarlo (con Bernardino Francos, por entonces ya catedrático de Prima de Leyes, entre sus miembros), se insistió en la necesidad de aplicarlo.17 Al año siguiente se acordó incluso escribir a las universidades de Valladolid y Alcalá para darles conocimiento de él y buscar su apoyo, y en 1736 se ratificó en todos sus términos.18 La muerte de dos de los cuatro miembros de la junta nombrada en el Consejo Real para su estudio sin haber sido reemplazados por otros era el motivo al que desde la Universidad se achacaba su paralización.19

Más allá de su trascendencia en el tema que nos ocupa, el Informe de 1719 contenía todo un plan general de renovación y saneamiento de la enseñanza universitaria en Salamanca y eran muchos los puntos sobre los que ofrecía soluciones. La Universidad no estaba inmóvil ni mucho menos, hasta el punto de que desde 1735 algunas voces empezaron a clamar por la necesaria petición de un visitador regio para abordar la reforma con su mediación y aplicar las medidas acordadas por el centro en 1719.20 Un visitador que, al igual que habían hecho sus antecesores desde el siglo XVI, examinara in situ los problemas, escuchara las propuestas y canalizara las posibles soluciones a plantear luego ante el Consejo y de las que, con la aprobación de este, surgieran nuevos estatutos. Receptivo a esas voces, el 22 de marzo de 1736, tras ratificar el Informe, el claustro pleno acordó en votación secreta, nemine discrepante, pedir al rey un visitador.21 Se estimaba que ese sería el camino más breve y efectivo, pues eran tantos los puntos necesitados de arreglo que resultaba imposible exponerlos bien en una simple representación.22 Eso por no hablar de las deficiencias e inevitables retrasos que llevaba consigo el habitual medio de comunicación entre la Universidad y la Corte por medio de representaciones o memoriales escritos, con todo su acompañamiento de actuaciones para llevarlos a buen fin (elección de comisionados para encargarse de su redacción y/o su gestión en Madrid, movilización de agentes en la capital, contactos con los cortesanos o personajes influyentes, viajes, correspondencia con el claustro, acuerdos, etc, etc), y los considerables costes que conllevaban. Pero tampoco eso se consiguió. Ya no eran tiempos de visitas.23

Salió algo de su mutismo el Consejo el 15 de noviembre de 1741 con un nuevo pronunciamiento sobre la enseñanza del derecho patrio, en el que se reconocía que en diferentes ocasiones tanto el rey como él mismo habían tratado de que en lugar del derecho común se restableciese en las universidades la lectura y explicación de las leyes reales y se dispusiesen cátedras para dictar derecho patrio. No era ese, sin embargo, el criterio seguido en esta ocasión, que, sin introducir cambios en las cátedras ni en las asignaturas dispuestas en los estatutos, optaba por la vía de las concordancias y antinomias del derecho propio respecto al común: «y considerando el Consejo la suma vtilidad, que producirà a la Jubentud aplicada al estudio de los canones, y leyes, se dicte y esplique tambien sin falttar al estatuto, y asignacion en sus cathedras los que las regentaren, el derecho Real exponiendo las leyes patrias, pertenecienttes al tittulo, materia, y paragrafo de la lecttura diaria, tanto las concordantes, como las conttrarias, modificativas, v derogatorias, ha resuelto aôra, que los Catthedraticos y Profesores en ambos derechos ttengan cuydado de leer con el derecho comun las leyes del reyno, correspondientes a la matteria que esplicaren».24

La respuesta a por qué el Consejo Real retomó el asunto en esos momentos y lo enfocó hacia esa línea se encuentra en los trabajos preparatorios de lo que acabaría siendo la edición de 1745 de la Nueva Recopilación, como ha demostrado José Luis Bermejo.25 Más en concreto, en el auto acordado de 29 de mayo de 1741, donde, de acuerdo con lo informado por los fiscales, se fijaban las directrices para llevarla a cabo, que se cerraban precisamente con esa decisión.26 El claustro salmantino respondió a esta nueva orden alegando que así se venía haciendo y acordó simplemente poner más diligencia en ello, además de lo cual decidió aprovechar la ocasión para atacar a las universidades menores.27 Bien porque su respuesta pareciese satisfactoria a las altas esferas, bien porque, más que la preocupación por el contenido de los estudios jurídicos, detrás de la orden estuvieran los intereses comerciales de los editores y su deseo de garantizar la suficiente demanda de esos libros, el hecho es que por parte de la Monarquía no hubo más insistencia en el asunto.

En cualquier caso, después de eso ya no se volvió a hablar de renovación de asignaturas hasta 1767, cuando, a raíz de un nuevo informe sobre arreglo de cátedras solicitado por el Consejo Real, la Universidad hizo un reconocimiento genérico de la necesidad de cambiar algunas, aunque en esta ocasión sin hacer especial mención a los programas de Leyes y Cánones.28 Ocurrió en el claustro del 13 de octubre de ese año, en el que se acordó responder a ese requerimiento del Consejo diciendo que todas las cátedras existentes eran muy necesarias para la enseñanza pública, que en algunas era preciso un aumento de la renta para evitar que los catedráticos tuvieran que buscar su sustento en otras partes, y que muchas requerían asímismo un cambio en las asignaturas, antaño consideradas muy útiles pero en el momento más aprovechables con otros contenidos, que los claustrales se ofrecían a detallar si así se les ordenase.29

Dos años después, en la Instrucción dada a los recién creados directores de Universidades se incluyó un capítulo que situaba expresamente entre sus cometidos la información y propuestas sobre asignaturas de cátedras.30 De acuerdo con ello, el director de Salamanca, Ventura Figueroa, solicitó esos informes al claustro, y la respuesta de este se incorporó en el Consejo al expediente que finalmente acabó conduciendo al Plan de 1771. Cerrando el largo paréntesis abierto en los años 1714 y 1719 con los acuerdos del claustro salmantino sobre las asignaturas jurídicas, la propuesta de Salamanca volvió a inclinarse por la alternancia anual entre el derecho romano y el derecho patrio (concretado ahora en el texto de la Nueva Recopilación) en las cátedras de Prima y Vísperas de Leyes que cursaban los estudiantes del cuarto y último año necesario para el grado de bachiller.31 Pero ya se sabe que no fue esa la solución por la que al cabo se inclinó el fiscal Campomanes y que se aceptó en el Consejo para el Plan de 1771, que fiaba a la tradicional vía de las concordancias la referencia al derecho propio en esa fase primera de los estudios jurídicos y trasladaba a la posterior de licenciatura su enseñanza específica, a cargo de nuevas cátedras de Derecho Real.32

LA NUEVA REGULACIÓN DE LOS GRADOS

El segundo punto al que quiero referirme es el relativo a la nueva regulación de los requisitos para obtener los grados, que fue otro de los objetivos perseguidos a lo largo del periodo y en el que alcanzaron de igual modo un particular protagonismo los juristas. Sus inicios nos llevan también a 1713, cuando, en su respuesta a la misma carta orden del Consejo de 29 de noviembre de ese año sobre el derecho patrio con la que se iniciaba el epígrafe anterior, el claustro de la Universidad de Salamanca acordó implantar un examen al final del quinto año de Leyes y Cánones para graduarse de bachiller, al objeto de «hazer concepto de sufizienzia y aprouechamiento» y verificar la capacitación de los estudiantes; un examen que debería exigirse asimismo para incorporar aquí los grados de otras universidades y que se proponía como obligatorio en todas a fin de evitar la huída a aquellas donde no se hiciese ni se observasen «las justas formalidades que ai en esta».33

En el trasfondo de todos los propósitos de reforma en la época hay que percibir siempre el deseo de atraer estudiantes a unas aulas que se encontraban vacías, entre otras cosas (y esta era una explicación recurrente), por la facilidad para conseguir los grados o los certificados de cursos en otros centros menos rigurosos. De ahí que la demanda por la uniformidad en exigencias que pudieran actuar como un factor disuasorio fuese también continua, pues no ha de olvidarse tampoco que para la decadente Universidad salmantina en definitiva el objetivo principal era recuperar su antiguo esplendor y que eso requería volver a endurecer sus condiciones.

La exigencia de este examen para el grado de bachiller (que en el caso de Leyes se haría sobre la Instituta) se incluyó luego también en el Informe de 1719, con la consabida prevención de extenderlo a todas las universidades.34 Además de él, y al objeto de mejorar el aprovechamiento de los estudiantes, el Informe proponía restablecer la observancia puntual de los estatutos en cuestiones en las que se había relajado de modo alarmante, como ocurría con la asistencia a las lecturas (de cátedra y extraordinarias) y la participación en actos de conclusiones. A tal fin, se ponía bajo la responsabilidad de los catedráticos el control estricto de sus oyentes, de modo que las cédulas de cursos con las que se demostraba la realización de todos los exigidos para la obtención del grado se concediesen solo a quienes hubieran concurrido regularmente a las lecturas ordinarias, y se obligaba a los estudiantes a asistir a dos lecciones de extraordinario cada curso y a participar al menos en un acto de conclusiones a partir del tercero.35

La suerte conocida de este Informe dejó sobre el papel tales acuerdos, pero ya sabemos que la Universidad fue insistente. Nombrada por el claustro a finales de 1734 una «Junta sobre aumento y aprovechamiento de la juventud», sus miembros volvieron a reiterarse en ellos al aprobar de nuevo en su tenor literal el Informe, decisión que, como ya se ha indicado, fue confirmada por el claustro pleno el 15 de junio de 1736.36 Lo ocurrido con él, sin embargo, animaba a buscar otras vías en pro de ese «aumento y aprovechamiento de la juventud», y en ese empeño fue cuando, además de la ya recordada petición de visitador, se decidió echar mano del privilegio concedido por el papa Paulo III en 1543. De hecho, a su amparo se reunió ese claustro, con invocación expresa de la bula paulina en la cédula de convocatoria.37

En el ejercicio de la facultad que le confería, ese día sus asistentes tomaron algunas decisiones de gran calado para los estudios jurídicos, adaptadas a las propuestas de esa junta. Entre ellas, reducir la duración del grado de bachiller en Leyes y en Cánones de cinco cursos a cuatro, más un cursillo en cualquiera de ellos, con la posibilidad de rebajarla aún a tres si se superaba un examen «a claustro pleno» a base de preguntas sobre la Instituta por parte de los claustrales. Asimismo, y de acuerdo con una decisión que se había planteado ya en 1725, se dejaron en tres los cuatro años de pasantía necesarios para el posterior grado de licenciado, si bien esta medida se hacía extensiva solamente a los bachilleres por esta Universidad que hubiesen continuado en ella durante ese tiempo «dando muestras de su aplicazion y suficiencia, presidiendo, ô sustentando conclusiones, arguiendo en ellas y esplicando extraordinario»; si el pretendiente además fuese noble de sangre constituido en dignidad y abundante en riquezas, la pasantía podría incluso reducirse a dos años. Y junto a todo esto, se endurecían los requisitos para las incorporaciones de los grados obtenidos en otras universidades.38 Los acuerdos se tomaron en votación secreta «con mucho exceso de votos respecto de lo prebenido por la Bulla de la Santidad de Paulo 3º», como indicaba el acta, donde así mismo se hacía constar que «por auerse determinado con las condiziones de dicha Bulla: La referida Vniversidad en los menzionados puntos Declarò se entendiessen nuevo estatuto con toda la fuerza, y validazion que la dicha Bulla le conzede âl Claustro Pleno: Y asi se publico, y la Vniversidad mando se ympriman, y se de vn tanto â cada señor Cathedratico para la mas segura inteligencia de los ôyentes».39

 

A partir de ahí se abrió el debate sobre el alcance de la bula.40 No fue un jurista, sin embargo, sino un catedrático de Artes, el maestro fray Manuel Calderón de la Barca, quien con argumentos jurídicos y a modo de disputa dialéctica defendió la falta de validez de esas reformas hasta que no obtuviesen confirmación en el Consejo Real. No se había encontrado entre los asistentes al claustro del 15 de junio, pero cuando la Universidad quiso ejecutar alguno de sus acuerdos, planteó su oposición y la argumentó en un voto escrito que presentó en el claustro del 9 de noviembre de ese año 1736.41 Para ello partía de dos presupuestos aceptados por todos: la facultad concedida a la Universidad por la bula de Paulo III y la jurisdicción del rey en la Universidad como dueño y patrono de ella, esto último con la correspondiente cita del De iure académico de Andrés Mendo publicado en 1655. Una vez afirmados, apoyaba la necesidad de permiso regio para ejecutar los nuevos estatutos en dos argumentos principales: a) por ser derogatorios de leyes y estatutos anteriores dados o confirmados por los reyes y convertidos en leyes regias al haberse incorporado las diferentes reformas estatutarias a sendas reales cédulas que ordenaban su cumplimiento (muchas de ellas posteriores a la bula de 1543); y b) por la práctica seguida hasta entonces y que había respetado esa exigencia de confirmación real. De acuerdo siempre con el estilo dialéctico propio del lenguaje universitario, rebatía luego los posibles argumentos contrarios. El principal, la facultad originaria de todo pueblo o comunidad para su autorreglamentación, de la que él inmediatamente excluía la derogación de normas del príncipe o superior y cualquier estatuto contra legem (como eran los del 15 de junio), de acuerdo con la «Practica de España» y órdenes reales que, por tanto, la limitaban a los supuestos iuxta y praeter legem. Por si eso no fuera suficiente, recordaba que las propias bulas pontificias en el momento estaban sometidas al filtro del pase regio, que impedía la vigencia en estas tierras de las que pudieran suponer un recorte a las regalías, de modo que resultaba fuera de toda duda que incluso «si ôy viniera Bulla del Papa haziendo estos nuebos estatutos y rebocando los anteriores se devia dicha Bulla mostrar âl Real Consejo para que si no era contra las regalias de S. M. ô en perjuicio de tercero ô en manifiesto escandalo destos reynos, se hiziesse a la Vniversidad conserbar dichos estatutos». Y aún cerraba sus razones con el argumento de la seguridad, que perecería si faltase en las normas ese respaldo superior y la Universidad pudiera introducir a su arbitrio leyes y estatutos.42

Sus razones convencieron a algunos, y entre ellos al dr. Diego Treviño, catedrático de Prima de Cánones, quien, tras reconocer como muy justos y arreglados los acuerdos del 15 de junio, en lo relativo a su práctica añadió que en esta Universidad concurrían cummulative «las dos Jurisdicciones ô Potestades Pontificia y regia» y que en el caso presente era «indubitable» que el ejercicio de la pontificia en virtud de la bula de Paulo III no podía perjudicar y menos destruir la regia, lo que hacía imprescindible la confirmación del rey para la ejecución de los nuevos estatutos, so pena de atentar contra las regalías.43 Pero no fue esa la postura mayoritaria del claustro, más receptivo a la contraria liderada por el dr. Primo Feliciano San Juan (para entonces catedrático de una cursatoria de Cánones), que justificaba la capacidad estatutaria de la Universidad al amparo de la bula con argumentos como el aprovechamiento y la utilidad pública que se derivaban de los nuevos arreglos, la práctica efectiva de algunos de ellos, la confirmación regia de la bula y consiguiente aceptación de sus términos por parte del rey o el hecho de que los estatutos salmantinos solo prohibían expresamente hacer uno nuevo en causa pendiente.44

Finalmente, después de que Calderón y Treviño pusieran en conocimiento del Consejo los hechos, por real provisión de 7 de diciembre de 1736 se ordenó a la Universidad remitir los estatutos para su examen y paralizar su ejecución hasta nuevo pronunciamiento.45 El claustro obedeció la orden y acordó representar al Consejo las justas razones de los nuevos estatutos y la posesión en que estaba la Universidad para hacerlos, así como todo lo que se estimase pertinente «para la justa defensa de la Vniversidad y de sus Leyes».46 Encargada la junta de juristas de elaborar el correspondiente memorial, el dr. Bernardino Francos llegó a preparar un borrador con los puntos sobre los que argumentar la defensa de la facultad estatutaria, pero al cabo la Universidad desistió de enviar sus razones y el Consejo no se pronunció de ninguna manera, de modo que los cambios quedaron en el aire una vez más.47

Sólo muchos años después, casi treinta, la Universidad de Salamanca volvió a tomar la iniciativa en la empresa reformista, y en esta ocasión ya con otras consecuencias. Se puso en marcha a partir del claustro pleno del 26 de agosto de 1765, convocado para tratar «sobre el punto de asistencia à Cathedras recepcion de Grados de Bachiller, cedulas de los Cathedraticos, y demas que sea conducente, é incidente à esta materia para que los estudiantes procedan conforme a los estatutos de dicha Vniversidad y se eviten los fraudes y perjuicios, que sobre esto se pueden orijinar».48 Su resultado, tras coincidir sus miembros en la gravedad de la situación y la necesidad de abordar más asuntos que pedían una seria y pausada reflexión, y después de que fueran expuestas en él «muchas i mui sabias razones dirigidas â promover el aprovechamiento de los estudiantes, restablecer el mayor esplendor de este estudio, y descubrir, i cortar la causa de la decadencia de ambos», fue el acuerdo de nombrar ocho comisarios, dos por cada facultad, para el estudio y propuesta de soluciones.49

«Comisarios de la buena enseñanza» se les llamó luego. Fueron el arranque del proceso que acabó conduciendo al Plan de 1771. Antes de él, la real cédula de 24 de enero de 1770 impuso por decisión regia a todas las universidades una nueva reglamentación de los requisitos para obtener los grados y las incorporaciones, donde, amén de la propia uniformización que implicaba, se recogían algunas de las propuestas salmantinas frustradas, como el control estricto de la asistencia a las cátedras por los catedráticos y la reducción del bachillerato en Leyes y en Cánones a cuatro cursos en otros tantos años, más un cursillo en uno de ellos, y al menos la participación en un acto de conclusiones; la posibilidad de dejarlo en tres años previo un examen a claustro pleno; la prueba final de suficiencia (exigida también para las incorporaciones), y la prohibición rotunda de dispensar estos requisitos.50 La cédula insistía en la especial importancia de este grado de bachiller, por ser la puerta de entrada a las oposiciones de cátedras y al ejercicio de la abogacía.