El fin de la educación

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From the series: Educación #3
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Como tampoco lo es que, hasta hace poco, soliera decirse que la escuela «enseña» y la familia «educa», y que tal expresión cada vez se oiga menos y vaya quedando desarraigada en su uso social. Una distinción intuitiva de lo que le correspondía a cada institución en lo que atañe al proceso global de formación de un individuo. Paralelamente a este cambio en la manera de decir educación, la institución escolar va despojándose cada vez más de las funciones académicas, de transmisión de conocimientos, en beneficio de prestaciones asistenciales, de primar la inteligencia emocional sobre la cognitiva, y de aprendizajes meramente competenciales.

Consecuentemente con sus propios planteamientos de base, cabe reconocerlo, las pedagogías «innovadoras» sostienen que la escuela ya no tiene que «enseñar», sino que su finalidad es «educar». En su versión aparentemente más suavizada, que ya no «solo» tiene que «enseñar», sino «también» educar. Una tosca discriminación conceptual que consiste en disociar dos términos cuya relación consiste en que uno es un subconjunto del otro. Como si enseñar matemáticas no fuera «también» educar.

Asimismo, y dando a entender lo que subyace a este cambio terminológico, se añade que hay que cambiar lo que se enseña, ya sea porque no sirve, porque no gusta, o porque ha de adaptarse aquello que se enseñe a la función educadora con respecto a la cual las eventuales enseñanzas deben estar supeditadas. Y esto sería por lo visto educar, mientras que lo que se enseñaba hasta ahora no sería merecedor de tal consideración. Las razones del porqué permanecen de momento todavía pendientes de aclaración.

Se aduce para ello que, en la moderna sociedad de la información y del conocimiento, la institución escolar ha perdido la exclusiva del dominio que hasta ahora usufructuaba en régimen de monopolio. El conocimiento, o mejor, la información, es hoy en día accesible en ámbitos distintos al escolar, por lo tanto, esta función queda, al menos parcialmente, reemplazada por la más genérica de educar. En la línea de algunos destacados expertos educativos, lo que ocurre es que, de ser el sistema educativo el depositario de los conocimientos que se transmitían, ahora se queda en simple mediador entre la instancia a través de la cual se accede a estos conocimientos, y los alumnos, que acceden directamente a ella a través de internet.

Un planteamiento ramplonamente falaz. Entre otras razones porque este carácter de mediación de la escuela siempre fue así, de modo que proponerlo como novedad es como pretender haber inventado la pólvora en el siglo XXI. La diferencia estriba, en todo caso, en que antes la mediación que ejercía la escuela era entre el saber acumulado por el docente, y el discente al cual se le transmitía. Da igual, en este sentido, que los «almacenes» del saber estuvieran situados en la mente del profesor, en el libro de texto o en la enciclopedia universal. De todas maneras, más allá de la ramplonería con que se plantea, a este argumento subyacen categorizaciones de mucho más calado.

A estos «almacenes» se les añade ahora otro cuya irrupción ha sido ciertamente espectacular: internet. En realidad, en lo que concierne a la información almacenada, internet es una fuente más que añadir a las enciclopedias, a los libros de texto o a la mente del profesor. Pero con una diferencia substancial: su accesibilidad, tanto para bien como para mal. Dicho sea de paso, esto último tampoco es una novedad exclusiva de internet, sino que, como todo, dependerá del uso que se haga del medio. Solo que en el caso de internet el arco de posibilidades es mucho más extenso, mucho más amplio, y de recorrido más fácil.

En efecto, desde el punto de vista educativo, internet no es otra cosa que la posibilidad de disponer de la biblioteca universal en casa; lo cual por supuesto que no es poco. Algo inédito e impensable hace apenas tres décadas, y sin duda alguna digno de inexcusable aprovechamiento con finalidades educativas. Pero lo que se plantea al considerarlo la única o primordial fuente de información, con la escuela relegada a la función del moderno coaching, ya no de mediadora en la transmisión, es la reconversión del docente en una suerte de bibliotecario telemático. Y al igual que un bibliotecario no ha leído, ni puede haberlo hecho, todos los libros de la biblioteca que tiene a su cargo, tampoco ahora el profesor de matemáticas ha de ser un experto en ellas. Huelga decir que si este planteamiento se formula desde la «honestidad intelectual» mejor suprimir el predicado y dejarlo en honesto y… nada más.

Y no hará falta, claro, que el profesor de matemáticas sea un experto en esta materia, porque tampoco deberá enseñar gran cosa más allá de lo estrictamente propedéutico para que el alumno pueda acceder a la información que desee, cuando la ocasión lo requiera. Consiguientemente, si el profesor no ha de enseñar, tampoco es necesario que sepa nada más allá de lo estrictamente indispensable para su nueva función de bibliotecario telemático. Y esto, en el mejor de los casos; en el peor, un simple monitor de entretenimiento.

Siguiendo con esta argumentación, nuestros sistemas educativos son estructuras heredadas del pasado que perduran con sus inercias en una sociedad en la cual no encajan. Hoy no estamos ya en la sociedad industrial de los siglos XIX o XX, sino en la posindustrial, digital y de la información; en la sociedad interconectada. Y una escuela heredada de una sociedad que ya no existe es anacrónica, no cumple las funciones que el actual estado de cosas exige de ella y no ha lugar en él. Estamos sin duda alguna ante un nuevo paradigma educativo. El problema es hacia dónde nos conduce.

Asumiendo lo anterior, resulta entonces que esta nueva realidad altera completamente el contexto en que hasta ahora nos habíamos movido, abriendo un escenario en el cual la escuela «tradicional» haría las veces de decorado de cartón piedra filmográfico en medio de un sinfín de efectos especiales digitales; una institución que no puede seguir ejerciendo su función tradicional –carece de lugar y de sentido–, y menos aún bajo el modelo no menos tradicional que la caracteriza; luego, deberá repensarse, reconvertirse y adecuarse al lugar que le corresponde en el nuevo orden de cosas. Y este no pasa por la transmisión de contenidos de conocimiento, así que olvidémonos de «instrucción» o «enseñanza», términos que la evocan, y dejémoslo solo en «educación», aunque sea con el concepto podado por la amputación de una de sus extensiones.

Todo lo expuesto en los párrafos anteriores –excepto lo de la poda por amputación– ha llegado a funcionar como un auténtico mantra del pedagogismo hegemónico, que a fuerza de propaganda y de difundirse desde las más diversas instancias, ha cuajado hasta constituirse en el imaginario social como un lugar común que funciona acríticamente, como algo evidente e incuestionable en sí mismo, y de lo cual muchas veces ya ni se habla porque no hace falta, se da por consabido y supuesto tácitamente.

Pero volvamos a la presunta antinomia entre educación y enseñanza. Si decimos que el sistema educativo tiene como función la «enseñanza» –o la «instrucción»–, se puede entender más o menos a qué nos estamos refiriendo. Pero si decimos que su función es educar, entonces es inevitable que se nos antoje más inconcreta y errática; igual que las funciones de biblioteconomía telemática a que más arriba hemos aludido. Y esto es precisamente lo que está ocurriendo en los centros, antaño de enseñanza, hoy «simplemente» educativos. Así las cosas, cuando se proclama que la escuela no ha de enseñar, sino educar, o no solo ha de enseñar, sino también educar ¿qué se nos está queriendo decir exactamente?

No se trata de una pregunta retórica, sino muy real y práctica; porque la cuestión no es ahora que «educación» sea un concepto con distintas extensiones, o «enseñanza» y «educación» sean unidades léxicas que solo parcialmente compartan un mismo campo semántico. Muy al contrario, se trata de un equívoco introducido artificiosamente y a la manera de la famosa frase de Lewis Carroll: «Las palabras tienen dueño»[2]. Y los dueños de las palabras han decidido no solo el significado que a partir de ahora tendrá «educación» en el sistema escolar, sino también aquel del que se le priva como sinónimo de «enseñanza» o «instrucción».

Este falso equívoco entre educación y enseñanza, con el primer término desplazando al segundo, es en realidad una falacia que se ha difundido de forma intencionada desde las propias instancias donde se construye el discurso «educativo», y que se aplica a los entresijos semánticos propios de la jerga pedagogista. Tan extendido está que hoy en día es prácticamente imposible eludirlo. Por supuesto que en la elaboración de esta jerga los equívocos y las connotaciones nunca son casuales ni, mucho menos aún, neutrales. Y esto es lo que ha ocurrido con los dos términos que aquí nos ocupan: enseñanza –o instrucción– y educación, que se nos han presentado intencionadamente tergiversados, al modo de la reina del cuento de Alicia. O al de Funes el memorioso[3], que decidió una nueva nomenclatura numérica en la cual 7013 se «decía» Máximo Pérez, o 7014 «El Ferrocarril»… Porque así lo han decidido los dueños de las palabras. En el caso del pobre Funes, nadie le hizo caso, en el de la reina de Alicia, sí, porque detentaba el poder.

Baste para acreditarlo imaginar qué ocurriría si, aun a niveles meramente testimoniales, a cualquier ofuscado ministro del ramo se le ocurriera restablecer el antiguo nombre republicano de «Ministerio de Instrucción Pública». Le lloverían chuzos de punta desde las más variadas instancias, a derecha y a izquierda, y se le acusaría de poco menos que querer convertir los centros «educativos» en cuarteles militares o en campos de concentración, o de querer reimplantar el castigo físico.

 

Y es así como se entendería, porque este es el mensaje subliminal que se ha difundido y construido en el imaginario social por parte de los dueños de las palabras. Una utilización perversa de las palabras que, en lugar de designar la realidad, la construyen o, incluso mejor, la decretan. Todo el discurso de la «pos­verdad»[4], tan actualmente en boga, encaja de lleno en ello.

Solo desde una noción muy ramplona de educación puede afirmarse que la escuela no educa o no haya educado, y menos aún que a partir de ahora lo hará, además si acaso de enseñar. Porque incurre en la falacia de pretender un falso antagonismo entre educar y enseñar, para reconciliar después ambos términos en una artificiosa síntesis superadora de la grosera realidad fenoménica de una escuela que enseñaba, pero que no educaba. O sea, que enseñaba mal, o que no enseñaba lo que debería enseñar. Huelga decir que la única grosería detectable en todo esto es la dialéctica de vuelo gallináceo con que se pretende superar un problema que solo lo es por un error conceptual de partida: la consideración de educación y enseñanza como términos contrapuestos o, como mínimo, en conflicto. O su intencionada contraposición.

En el capítulo I acotábamos el término educación en su acepción remitida al ámbito escolar académico. Veámoslo ahora en su globalidad.

La Real Academia Española nos da inicialmente cuatro entradas para el término «educación»[5]: 1) Acción y efecto de educar[6]; 2) Crianza, enseñanza y doctrina que se da a los niños y a los jóvenes; 3) Instrucción por medio de la acción docente; 4) Cortesía, urbanidad. En todos los casos, y desde ámbitos tan distintos como saber coger un cuchillo y un tenedor, ser un experto en física nuclear o guardar ciertas normas de urbanidad, parece que nos remitimos a un denominador común, que ya habíamos visto anteriormente, a algo aprendido bajo una cierta dirección, a un adiestramiento.

Exactamente de la misma manera que no nacemos sabiendo servirnos correctamente de un tenedor o sabiendo resolver ecuaciones matemáticas, tampoco aprendemos ambas cosas por nosotros mismos, sino que nos las han de enseñar. Es así de simple y de complicado a la vez. Qué haya que enseñar, cómo, dónde, cuándo y a quién, dependerá de factores tales como el conjunto de conocimientos de que la sociedad disponga en un momento histórico determinado, de la posición que cada individuo ocupe en la sociedad y de qué se espere de él, de sus intereses y preferencias, del tipo de sociedad y de cómo esté organizada… En fin. Pero en cualquier momento de la historia de la humanidad, la educación es el resultado de un conjunto de procesos de aprendizaje que constituyen el acervo básico que le ha de servir a un individuo para adaptarse, entender e interactuar en la sociedad en que vive.

En su sentido amplio, educación remite pues a este acervo adquirido a lo largo de procesos de aprendizaje dirigidos, cuyo objetivo es su adquisición por parte de otros individuos. Con ello se asocia íntimamente al concepto de cultura y, consiguientemente, nos remite también a lo que, en sociología y antropología se conoce como el proceso de socialización del individuo. Desde esta perspectiva, hablar de proceso de socialización o de «educación» sería «casi» hablar de lo mismo, al menos en tanto que la educación de un individuo es también parte integrante de su proceso de socialización, así como que, a la vez, determina el alcance de sus posibilidades de interacción social.

El «casi» que remarcábamos remite a la diferencia entre los distintos registros lingüísticos gremiales, de sociólogos y antropólogos, por un lado, o de pedagogos y psicólogos, por el otro. Pero con una importante salvedad: aquí nos estamos refiriendo a una etapa inicial, al proceso por el que transcurre un individuo durante su recorrido por el sistema educativo. Y de lo que allí se supone que debe aprender, adquirir.

Entendemos, pues, que el proceso de educación es y forma parte integrante del de socialización. Y si hablamos de sistema educativo, nos estamos refiriendo a la institución en la cual un individuo recibe parte de su educación, es decir, la instancia por donde transcurren ciertos tramos de su proceso de socialización, aquel en que un individuo se «educa» en el sentido de que se le instruye, aprendiendo lo que se le enseña; sí, pero ¿aprendiendo qué? Esta es sin duda la pregunta que verdaderamente se cierne hoy sobre los sistemas educativos, y que subyace a tanta y tan artificiosa cantinela terminológica: ¿Qué hay que enseñar? Y es aquí donde aparecen las discrepancias.

Porque, obviamente, todo lo que remita a educación consiste en un proceso de orientación y dirección encaminado a la adquisición por parte del destinatario de algún tipo de saber o destreza. Esto ya lo sabemos. Luego, la pretendida distinción entre educar y enseñar, y la consiguiente proscripción de la transmisión de conocimientos como función propia del ámbito escolar es una falacia que no puede compartirse ni desde la más inimaginable de las ingenuidades. Lo que se está diciendo es, en todo caso, que hay cosas que (ya) no hay que enseñar. Por cualesquiera razones; porque ya no sirven, porque ya no interesan –a unos o a otros– o por lo que sea… substituyéndolas acaso por otras, o ni eso.

Tradicionalmente, podemos asumir que la función de las distintas etapas educativas escolares ha tenido como objetivo proclamado la transmisión de conocimientos y aptitudes, como mínimo en dos aspectos distintos, aunque complementarios y que se superponen sin duda alguna, pero conceptualmente diferenciados. Por un lado, dotar al educando de la capacidad y aptitudes necesarias para poder ganarse la vida profesionalmente en su etapa adulta. Por el otro, proveerle de un mínimo acervo cultural que, siguiendo el ideal ilustrado, lo faculte con criterio para discernir. Lo que llamaríamos una cultura general. Siempre a distintos niveles, y desde una perspectiva procesual, diacrónica, según los estudios que se cursen; lo que, a su vez, determinaba también las futuras opciones profesionales…

Aunque se tratara de una formación integral –tampoco, por regla general, un alumno sabía, a los ocho, o a los doce años «qué quería ser de mayor»–, el proceso era, visto en conjunto y con las variaciones de rigor según el momento, de progresiva y gradual especialización, –y lo sigue siendo, al menos nominalmente–. Y obedecía más o menos al siguiente esquema: en primer lugar, una formación básica de contenidos generalistas. Concluida esta, se podía optar por distintas ramas profesionales –enfocadas al ejercicio de un oficio–, o por el bachillerato, el cual a su vez ofrecía las clásicas opciones entre «ciencias» y «letras» –con materias comunes a ambos itinerarios–. Después estaba la universidad, ya claramente especializada.

En lo referente a la preparación para el futuro ejercicio de una profesión, no parece que se planteen grandes problemas teóricos, sino, en todo caso, prácticos. Toda posible discusión, lo sería sobre si a alguien que se le ha facultado para ejercer la correspondiente profesión, ya sea electricista o ingeniero, se le ha formado adecuadamente para cumplir con solvencia tales funciones. Es decir, si el programa de estudios es el adecuado, si está debidamente actualizado, etc. En el segundo caso, el de los contenidos genéricos «culturales», la cosa no está tan clara. Y es precisamente este el ámbito contra el cual suelen dirigirse las invectivas de las sucesivas reformas educativas.

Y no lo está porque si hablamos de cultura, y con independencia de qué entendamos por tal «cosa», estamos sumergiéndonos en un ámbito mucho más inmaterial y escurridizo. Se puede determinar de manera más o menos precisa el conjunto de conocimientos requeridos para ser médico, arquitecto o experto en lenguas semíticas. Pero establecer los contenidos de cultura general que universalmente se deberían impartir a lo largo de un sistema educativo, esto es algo cuya concreción se antoja mucho más ardua y polémica; tanto en el sentido teórico –establecer los criterios– como en el práctico –los contenidos.

Se puede entender, hasta cierto punto, que un electricista no necesite conocer los principios teóricos que hacen posible su propia práctica profesional. Ello en la medida que la formación preferentemente de tipo instrumental requerida para su ejercicio no precise de ellos, o baste con aspectos muy elementales. Siempre podremos preguntarnos si debería conocerlos, pero entonces estaríamos en el segundo caso: la aparente condición superflua de lo cultural, en tanto que conocimiento innecesario para la práctica profesional. Cosa muy distinta sería considerar que «no debe» conocerlos. Algo que todo el mundo se guarda muy mucho de proclamar, aunque lo piense; cuestión que nos remitiría a un planteamiento preilustrado que sin duda está regresando, embozado, pero regresando, y que de abordar ahora nos distraería del tema que nos está ocupando. Volveremos sobre él más adelante. Dicho esto, está en cambio muy claro, o debería estarlo, que si en lugar de hablar un electricista, lo hacemos de un ingeniero, el conocimiento de estos principios teóricos es inexcusable, porque son requisito de su propia solvencia profesional.

Pero no está tan claro que un médico deba saber quién diseñó la cúpula de la catedral de Florencia. Y aquí la respuesta no puede apelar a los requisitos del ejercicio de su profesión porque, en tanto que médico, es evidente que no. Como igual de evidente es que al paciente que acude a un médico para que le opere, le importe muy poco que este sea un virtuoso del violín y devoto de la ópera, o un fanático seguidor de series de telebasura; se trata de que sea un buen cirujano. Se puede ser sin duda un gran profesional de la medicina e ignorar quién fue o por qué destacó un tal Brunelleschi hace más cinco siglos, de esto no cabe duda. O Miguel Ángel, o Cervantes, o Euclides, o Aristóteles, o Shakespeare, o Mozart…. Lo único que acaso podríamos decir es que, más allá del ámbito estrictamente profesional, este «médico» presenta como persona, como ciudadano, ciertas carencias culturales.

Pero si nos preguntamos dónde está la vara de medir las carencias culturales, lo cierto es que resulta muy difícil evitar circunscribirse en el ámbito de lo convencional… por no decir del prejuicio social. ¿Aplicaríamos el mismo rasero si en lugar de un médico estuviéramos poniendo como ejemplo un albañil? ¿O dichas carencias no nos lo parecerían entonces, por considerarlas normales e inherentes a su condición profesional? Es más ¿qué necesidad u obligación tiene nadie de saber algo de lo cual no precisa, ni para ejercer su profesión, ni para vivir?

Podríamos seguir indefinidamente por esta vía. En realidad, se ha hecho y se sigue haciendo un amplio uso y abuso de ella. Es uno de los argumentos favoritos de los partidarios de las reformas educativas que se están implantando. Y en cierto modo uno de los más fuertes, al menos aparentemente. De modo que mejor planteemos la pregunta a la inversa: ¿Tiene cualquier persona el derecho de que se la eduque en conocimientos que le aporten una formación cultural integral? Parece claro que sí, a poco que nos atengamos al espíritu ilustrado que inspiró los actuales sistemas educativos, y a las razones que indujeron a verlo así. Pero seguimos con el problema de dónde está vara de medir la cultura que habría que impartir, y con el de qué es cultura y en qué medida contenidos de este tipo deben seguir presentes en los distintos programas de estudio y etapas educativas. Y claro ¿para qué? ¿Qué utilidad tienen?

Ciertamente, hay tantas definiciones de cultura como queramos, empezando por la que considera «cultura» aquello que una persona sabe después de haber olvidado lo que estudió. Una definición con frecuencia mal comprendida, y que desde dicha mala comprensión ha solido utilizarse como argumento contra los contenidos culturales supuestamente enciclopédicos o librescos, propios de los sistemas educativos tradicionales y del ideal ilustrado de cultura. Esto es, si la mayoría de cosas que a uno le enseñaron en la escuela, o las olvida posteriormente, más tarde o más temprano, o no las va a utilizar jamás en su vida ¿para qué, entonces, enseñarlas? ¿Para qué enseñar integrales si casi nadie va a precisar de ellas nunca, y si fuera el caso ya las resolverá el ordenador? O a Miguel Ángel, si basta con entrar en internet para saber quién fue…

Podríamos responder a esto con las palabras de Lichtenberg[7]: «Olvido la mayor parte de lo que he leído, así como lo que he comido; pero sé que estas dos cosas contribuyen por igual a sustentar mi espíritu y mi cuerpo». Coincidimos plenamente. Que olvidemos muchas, incluso la mayor parte de las cosas que nos enseñaron en la escuela, en el bachillerato o en la universidad, no es una razón para eliminarlas de los programas de estudio. Y solo puede entenderse así desde la más lamentable de las ramplonerías, o desde un proyecto de ingeniería social inconfesablemente tendencioso.

 

Adoptaremos, en cualquier caso, una noción de cultura que, a la vez que más concreta, es también suficientemente amplia para sostener la necesidad de la presencia de sus contenidos en la educación académica. Es la definición que nos da Clifford Geertz[8], invocando a su vez en ella a Max Weber:

El concepto de cultura que propugno y cuya utilidad procuran demostrar los ensayos que siguen, es esencialmente un concepto semiótico. Creyendo con Max Weber que el hombre es un animal inserto en tramas de significación que él mismo ha tejido, considero que cultura es esta urdimbre (…)[9].

Una urdimbre compuesta por tramas de significado, que serán las que, de acuerdo con el nivel de comprensión de que disponga el individuo para interpretarlas, le permitirán entender distintos aspectos de la realidad que le rodea, de la sociedad en que vive, e interactuar con sentido en ella. Y para disponer de los códigos al caso deberá haber sido instruido en ellos. Esto sí que no lo puede negar nadie.

La urdimbre puede ser, y de hecho es, tan compleja como queramos. Como los respectivos códigos que nos permiten interpretar las tramas que se corresponden con distintos ámbitos de la existencia humana, a cada uno de los cuales se accederá con distintos tipos de registro. Se trata, ciertamente, de la definición de cultura por parte de un antropólogo, pero sirve perfectamente para nuestro objeto. Porque cada uno de estos distintos ámbitos se corresponde, en definitiva, con las distintas extensiones que abarca el proceso de formación, es decir, de «educación» de un individuo.

No es, en definitiva, tan distinta de la noción acaso más erudita o enciclopédica ilustrada. En un caso, se trata de hacer «mejor» al hombre. En el otro de que sepa interpretar el mundo en que vive ¿pero no es «mejor» saber interpretar el mundo que carecer de las herramientas que nos permiten, como mínimo, estar en condiciones de intentarlo?

Y esto lo incluye prácticamente todo. También el ámbito propio del dominio escolar o académico, que incorpora obviamente conocimientos que son códigos culturales, pero objetivos, los propios del conocimiento, sin los cuales uno no puede orientarse en la sociedad ni en el mundo en que vive. Sus contenidos serán distintos en muchos ámbitos, según de qué sociedad o civilización hablemos, locales o universales, pero un substrato básico es imprescindible para saber orientarse en el mundo y tener una comprensión de él.

Nos planteábamos antes si a un médico se le puede exigir que sepa quién fue Brunelleschi. Ahora tenemos la respuesta: no en su dimensión de médico, pero sí debe habérsele enseñado como ciudadano de una sociedad en la que interactúa y a cuya comprensión tiene derecho; a poco que pensemos, claro, que saber algo del Renacimiento italiano contribuye a entenderla mejor, y que ignorarlo no significa carecer de un lujo más o menos superfluo, sino de una herramienta que aporta la capacidad de comprensión de su propio mundo, de su sociedad y de sí mismo.

Tampoco el significado de un eclipse de Luna será el mismo para un analfabeto que para un astrónomo. Aunque ambos estén mirando a lo mismo, cada uno «verá» este fenómeno según sus propios códigos de interpretación. Es decir, según el conocimiento que tenga de él. Y no parece razonable privar a nadie del conocimiento de lo que es y significa un eclipse, aunque no seamos astrónomos y nuestros códigos de interpretación en este ámbito estén en un nivel jerárquicamente inferior al de un especialista en esta materia.

Y según cómo haya sido educado y cuál sea su «educación», según el alcance y el nivel de los códigos de que disponga, es decir, según el marco conceptual en que se mueva, un individuo dispondrá de mayor o menor capacidad para entender la urdimbre constituida por estas tramas de significación. Esto es a lo que llamamos cultura, una buena parte de cuyos contenidos se corresponden a una serie de saberes que se adquieren en el ámbito académico. Aunque nunca nos ganaremos la vida con ellos. Y según la «educación» académica que hayamos recibido, nos orientaremos en el mundo de una u otras maneras que, a su vez, determinarán nuestras posibilidades en él, así como el propio sentido de uno mismo que se tendrá en cada caso. Y esto no es baladí.

Se trata de conocimientos que coadyuvarán, cada uno en su caso y en mayor o menor medida, a esta formación integral que ha de permitir el desciframiento de estas tramas. Por supuesto que no podemos acceder plenamente a todas, solo cabe recordar, en este sentido, la anécdota de George Steiner y el teorema de Fermat citada en el capítulo anterior. Pero que jamás lleguemos a comprender la demostración del teorema de Fermat, no es óbice para decidir quedarse en el más absoluto analfabetismo matemático. Y menos aún decidir que otros permanezcan en él… en el fondo de la caverna del mito platónico.

Es verdad que uno puede ciertamente olvidar lo que le explicaron sobre la diferencia entre un eclipse de Luna y uno de Sol, o incluso puede haber olvidado qué es un eclipse. Pero nadie con un recorrido escolar siquiera mínimamente provechoso, pensará ante un eclipse que está asistiendo a la cólera de un dios o que es el momento de emprender un viaje porque su horóscopo así se lo indique, o que la Tierra es plana…

Y luego está también el sin duda inalienable derecho al olvido. Exactamente en la misma medida que con la metáfora de la escalera de Wittgenstein a que aludimos en la introducción. Igual que nadie puede ni debe arrojarla por nosotros, tampoco nadie tiene el derecho a ahorrarnos el olvido, hurtándonos algo que no tendremos la oportunidad de olvidar. Porque si no hay olvido, no hay tampoco recuerdo, ni siquiera recuerdo de ese olvido. Y esto tampoco es baladí.

Y es que si Ilustración era emancipación de la minoría de edad culpable, lo que se está haciendo en realidad arrojando la escalera por nosotros, o decidiendo qué no vamos a poder ni tan solo olvidar porque no se nos habrá enseñado, es ni más ni menos que devolvernos a la minoría de edad, no ya culpable, sino en este caso inocente, por inconsciente. Como mínimo en lo que concierne a sus víctimas, por más que así se pretenda ahorrarles el esfuerzo de recordar algo que igualmente iban a olvidar.

Después de todo, como reza un viejo proverbio oriental, si le das un pescado a un pobre, comerá una vez; si, en cambio, le enseñas a pescar, podrá comer para siempre. Habrá olvidado los pescados que comió, pero seguirá sabiendo pescar. Pero puede que esto sea precisamente lo que no deseen los dueños de las palabras: que sigamos sabiendo pescar, porque no podrán entonces ofrecernos dadivosamente la morralla de la cual dependeríamos.

[1] Se conoce como abandono escolar prematuro el coeficiente que indica el porcentaje de población escolar que, o bien no ha superado los estudios obligatorios –en España la ESO, hasta los 16 años–, o bien que, iniciados estudios obligatorios, los abandonan en sus inicios sin concluirlos.