El fin de la educación

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From the series: Educación #3
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Algo así sugiere Manfred Spitzer[6], psiquiatra y neurocientífico que investiga los efectos de la aplicación de las tecnologías digitales en la educación. Efectos que considera nefastos para la formación del individuo, no solo en el aspecto intelectual, sino también en el emotivo y de maduración personal. El ser humano, sostiene Spitzer, es por naturaleza analógico, por lo tanto, una buena formación analógica es condición necesaria para poder acceder luego en condiciones a la digital; de lo contrario, no es que se haya producido una pérdida –solo se puede haber perdido lo que se tuvo–, sino que lo que hay es una carencia, una privación.

Con ello, nos estaríamos enajenando de algo más que de un simple medio que nos sirvió para alcanzar el nivel superior, y tal vez nos estemos privando de la posibilidad de sabernos orientar allí donde hayamos arribado. Hay además una cuestión de vital relevancia educativa involucrada en todo esto. Si alguien quiere deshacerse de la escalera después de haber ascendido por ella, pues que la arroje, muy bien; pero ha de ser él mismo quien lo haga. Nadie puede hacerlo por otro que no haya transcurrido por ella; menos aún bajo el pretexto de ahorrarle un trámite «innecesario». Estamos hablando de formación, de aprendizaje; un proceso estrictamente individual e intransferible, que nadie puede hacer por nosotros. Y después de todo, tampoco está tan claro que según qué «escaleras» no fueren a servirnos en el futuro para acceder a algún otro nivel superior que, por el momento, esté fuera de nuestro alcance conceptual.

De ser así, y hay razones para sospecharlo, las teorías pedagógicas que hoy en día inspiran y moldean los sistemas educativos del mundo occidental, estarían incurriendo en un error de dimensiones mastodónticas y de efectos devastadores. Presuponiendo, claro, que se trate de un error.

Siempre se nos podrá replicar para qué y de qué sirve hoy en día, para el común de los mortales, no ya el latín, sino también conocer el concepto de raíz cuadrada, si ya están los ordenadores que lo hacen por nosotros. O para qué «atormentar» a los alumnos con unos conocimientos que la mayoría de ellos jamás tendrán que aplicar a lo largo de sus vidas y que, llegado el caso, los ordenadores realizarán por ellos; o con la filosofía de Aristóteles; o con habilidades hoy superadas, como la utilización de la escuadra y el cartabón. Conocimientos y habilidades «prescindibles», como el del estado de cosas que llevó a la necesidad de substituir el geocentrismo por el heliocentrismo; después de todo ¿no sabemos ya que es la Tierra la que gira alrededor del Sol o que es redonda?[7].

Y esta es la perspectiva actualmente hegemónica, con distintos matices, según el caso, que impregna la teoría y la práctica de la mayoría de sistemas educativos del mundo occidental, muy especialmente del español, que hemos intentado problematizar en esta introducción a partir del sesgado enfoque que sugiere una –a nuestro entender– falsa contraposición entre lo viejo y lo nuevo, ejemplificada en la –también a nuestro entender– no menos falsa dicotomía entre lo analógico y lo digital. Con ello llegamos a la justificación del objetivo de este trabajo.

Este libro se plantea abordar el fin de la Educación desde las tres acepciones aplicables al término «fin». «Fin» como objetivo o finalidad, y las funciones que, en este sentido, le corresponde llevar a cabo; «fin» como los límites o confines, el ámbito que le es propio y las posibilidades que, de acuerdo con esto, son inherentes a sus funciones y al entorno en que se despliegan; y «fin» como acabamiento, remate, consumación… en la medida que, de forma intencionada o no, las reformas emprendidas en los últimos años llevan a una transformación que no es sino el final de las instituciones educativas, al menos tal como hasta ahora las habíamos entendido. En cualquiera de estas tres acepciones nos incumbe, entendemos, el «fin» de la educación.

Nos incumbe en la primera acepción –la de objetivo, finalidad y función–, porque entendemos que se está imponiendo, se ha impuesto, un cambio de paradigma educativo que afecta no solo a las formas o metodologías, sino también y sobre todo al fondo, a la misma naturaleza y objetivos del sistema educativo, a la propia idea de sistema educativo en la medida que se trasponen sus objetivos por el procedimiento de cambiar o ampliar sus funciones. Un cambio de paradigma que no es ni neutro ni gratuito, sino que responde a dinámicas, a inercias o a intencionalidades cuya naturaleza intentaremos desentrañar.

Ello en la medida que, según entendemos e intentaremos demostrar, el sistema educativo se ha convertido en una vieja escalera que hay que arrojar, pero no tanto porque resulte innecesaria, sino porque es un impedimento para nuevas prioridades que relegan la transmisión de conocimientos a funciones residuales o subalternas. Por ello el objetivo primordial es transformar la naturaleza y los objetivos del sistema educativo, convirtiéndolo en algo distinto a lo que fue hasta ahora. Y esto es precisamente lo que está ocurriendo con la estructura formal y material de la institución escolar, sobre la que se asienta todo sistema educativo.

Nos incumbe también en la segunda acepción, «fin» como límites, confines, contorno… que determinan un campo concreto y sus posibilidades. El concepto de educación es sin duda muy amplio, y también equívoco. Pero, en cualquier caso, la función que desde siempre le ha correspondido a lo que conocemos como «sistema educativo», ha sido la transmisión de conocimientos, la enseñanza reglada y sistematizada de los conocimientos humanos, al nivel que corresponda según la etapa educativa de que se trate.

Se podrá discutir cuáles son o dejan de ser los contenidos que proceda impartir y en qué medida, o si hay que enseñar a sumar con números romanos o mediante ordenadores; pero no que hay que enseñar a sumar. Y a toda función le son inherentes unos límites que vienen marcados por el ámbito que se constituye en su propio dominio y por los contornos que lo definen. Dicho más llanamente, en las nociones de «coche», «barco» o «avión», están contenidas sus posibilidades, pero también sus límites. A un coche le es inherente moverse por tierra firme, e incluso en ella con limitaciones como la necesidad de que sea por terreno llano, pavimentado… Exactamente de la misma manera que el ámbito de un barco es el medio líquido, o el de un avión desplazarse por el aire. La propia determinación de sus funciones marca sus características, y estas sus posibilidades y sus límites. Podemos pensar en vehículos anfibios o en hidroaviones, o en vehículos que puedan ir por tierra, por mar y por aire –las películas de ciencia ficción son pródigas en ellos–, pero para desplazarse sobre la superficie de la tierra necesitaran ruedas y para hacerlo por el mar hélices. Y, en cualquier caso, estaríamos hablando de otro tipo de estructuras a las cuales les serían también inherentes otro tipo de limitaciones.

Al sistema educativo se le está cargando con la atribución de funciones que no se corresponden con los objetivos por los que fue concebido, y que van más allá de sus límites y posibilidades. Funciones que pueden responder sin duda alguna a demandas sociales inexcusables, y que se mueven en un amplio arco que va desde la transformación de la estructura familiar, hasta la irrupción del cuarto mundo. La propia generalización del término «educación» para el ámbito escolar y académico –antes «instrucción» o «enseñanza»–, de la que hablaremos en su momento, es de por sí indicativa de esta disolución de las funciones que le son propias, y para las cuales fue concebido.

Podemos asignarle a la institución escolar funciones que hasta ahora habían correspondido al ámbito familiar y que, por cualesquiera razones, esta institución ha dejado de cumplir; o atribuirle funciones asistenciales, de ocio, de auxilio social o de cualquier otra índole. O podemos también limitarnos a impartir una educación «basura» que forme mano de obra barata y consumidores alienados para la sociedad de masas. Pero entonces debemos reconocer también que esto no será un sistema educativo, o que no será, como mínimo, lo que hubiera debido ser. El sistema educativo, en definitiva, no puede convertirse en el supletorio de deficiencias sociales estructurales que no está diseñado para asumir. Y si lo convertimos en esto, deja de ser un sistema educativo.

Finalmente, nos incumbe en su tercera acepción –término, remate o final–, anunciada al final del párrafo anterior. Porque pensamos que el cambio de objetivos y funciones, y la consciente o inconsciente transgresión de los límites de sus propias posibilidades, no es sino la liquidación, el acabamiento de la noción de sistema educativo, al menos en lo que respecta a las funciones que había tenido encomendadas hasta ahora. Unas nuevas funciones que no son el recambio de las anteriores, y sin que aquellas de las que se le ha relevado queden a cargo de instancia o institución conocida alguna. Es pues la consumación del sistema educativo como tal, ya sea porque se ha considerado que la función que venía ejerciendo ha devenido innecesaria, o por una interrupción extrínseca a su propia dinámica funcional interna. También, pues, en esta acepción, es el fin de la educación.

Y antes de concluir, una última consideración sobre el símil de la escalera en torno al cual se ha articulado esta introducción. Quisiéramos dejar claro que lo hemos tomado prestado simplemente como esto, como lo que nos ha parecido una afortunada e ilustrativa metáfora de lo que está ocurriendo en el mundo educativo, y sin relación alguna con la obra en que aparece, ni con el pensamiento en general de su autor. En ningún momento, pues, estamos siquiera insinuando que Wittgenstein pudiera estar a favor o en contra de nada que, a partir de su metáfora, podamos decir aquí. Dicho sea, tanto para hacerle justicia, como para evitar malentendidos sobre cuál hubiera podido ser el pensamiento del autor sobre el tema que aquí abordamos; algo que no nos compete y sobre lo cual no nos pronunciaremos.

 

Sí diremos que, en todo momento y a nuestro juicio, entendemos que el símil de la escalera refiere a un proceso de maduración intelectual y humana, que pasa por distintas fases y que, lo más importante, es necesario recorrer «individualmente» porque, o se vive la experiencia individualmente, o no se recorre. Solo una vez hayamos transcurrido por él, estaríamos en condiciones de saber que podemos deshacernos de la maldita escalera y arrojarla, si este es nuestro deseo. Pero nadie puede arrojarla por nosotros. Y nadie, bajo ningún pretexto, por más amparado de buenas intenciones que esté, debería evitarnos o impedirnos transitar por ella. Porque hay procesos y experiencias que son intransferibles y nadie puede vivir por nosotros. Es pues, en todo caso, al propio individuo que corresponderá decidir qué hace con la escalera después de haber subido por ella. Y nunca al sistema educativo hacerlo en su nombre.

Que la mayoría de teorías pedagógicas hoy hegemónicas, y que el consiguiente modelo educativo inspirado en ellas, consista precisamente en arrojar la escalera en nombre de otros que ya no podrán subirla, es precisamente lo que denunciaremos como un modelo educativo aberrante y engañoso, al cual subyace un proyecto monolítico y de pensamiento único educativo, reconocido o no, de vocación claramente totalitaria en su versión más sofisticada e hipócrita.

Por más que dichas teorías se presenten como supuestamente emancipadoras. Porque de lo único que resulta que nos «liberan» es de la capacidad de superación de la minoría de edad culpable, manteniéndonos en ella bajo su tutela. Aquella minoría de edad culpable que Kant nos exhortaba a superar a través del conocimiento, a través del sapere aude[8] que convirtió en divisa de la Ilustración. Un principio que, por más inútil que les pueda parecer a algunos, seguiremos invocando como un derecho universal inalienable e imperecedero.

[1] Ludwig Wittgenstein (1889-1951), es uno de los filósofos más importantes del siglo XX, muy especialmente en el campo de la llamada filosofía analítica. Austríaco de nacimiento, fue discípulo de Bertrand Russell en Cambridge y acabó nacionalizado británico. La cita de la escalera se corresponde a su obra Tractatus Logico Philosophicus, 6.54 (1921).

[2] PISA (Program for International Student Assesment), Informe del Programa Internacional para la Evaluación de Estudiantes, es un estudio que realiza la OCDE para medir el rendimiento de los alumnos de 15 años en Matemáticas, Ciencia y Lectura, con el objetivo de mejorar las políticas de educación, a partir de los resultados obtenidos en exámenes estandarizados realizados por distintas muestras de alumnos de los países miembros. No es una evaluación del alumno, sino del sistema educativo en que se está formando.

[3] Gabriel Heller Sahlgren, Real finnish lessons, Londres, Centre for Policy Studies, 2015.

[4] La frase literal con que comienza esta obra de K. Marx y F. Engels es: «Un fantasma recorre Europa, el fantasma del comunismo…».

[5] Se entiende por fracaso escolar la no obtención del título de graduado en ESO, y por abandono escolar prematuro, la no prosecución de estudios reglados tras la finalización de la ESO, o su no conclusión.

[6] Manfred Spitzer (1958) es un psiquiatra y neurocientífico alemán –autor de Demencia digital (2013)– que recomienda prohibir la utilización de tecnologías digitales en el sistema educativo, muy especialmente en las edades más tempranas, y solo introducirlas con cuentagotas a medida que los alumnos van madurando y consolidando conceptos básicos a lo largo de su etapa escolar.

[7] En su interesante De Tales a Newton (Juan Meléndez, 2013), su autor, físico y profesor universitario, manifestaba su estupefacción ante el hecho de que en tercer curso de universidad, la mayoría de estudiantes de Física se mostraran convencidos de que en la Edad Media se creía todavía que la Tierra era plana. Un ejemplo claramente indiciario de la desubicación conceptual que aquí estamos denunciando.

[8] Sapere aude: Atrévete a saber; I. Kant (1724-11804): Respuesta a la pregunta ¿qué es Ilustración? (1784).

PRIMERA PARTE

Educación: finalidad y función

1. Educación y sistema educativo

Educación se dice de muchas maneras. Esta paráfrasis de la famosa cita de Aristóteles[1] nos viene como anillo al dedo para abordar el objetivo, la naturaleza y las funciones de un sistema educativo. Porque de las muchas maneras de decir educación, trataremos aquí de la que concierne, y ha concernido tradicionalmente, a lo que conocemos como sistema educativo. Es decir, a su finalidad y a las funciones que desarrolla para llevarla a cabo: al conjunto de contenidos y de enseñanzas que, de forma más o menos reglada, se imparten en las instituciones escolares o académicas, en las cuales es «educada» una persona a lo largo de su recorrido por ellas.

Estas «muchas maneras» de decir «educación» suelen solaparse con frecuencia indiscriminadamente. Se trata de un concepto a cada una de cuyas extensiones le corresponde un campo más o menos acotado que se constituye en su propio dominio. Si, por ejemplo, decimos de alguien que es un mal educado, o que tuvo una educación exquisita, o que hay normas de educación, o que un sistema educativo es bueno o malo, en principio cualquier persona podrá entender a qué nos estamos refiriendo en cada caso. Igualmente, de un analfabeto podríamos decir que es una persona muy educada, o de un Premio Nobel que es un mal educado, a la vez que podríamos decir también que dicho Premio Nobel recibió una educación de élite, sin que por ello deje de ser un mal educado; o que el analfabeto no recibió educación alguna, aun siendo una persona educada. Queda claro que no estamos diciendo lo mismo en unos casos que en otros. Unos apuntan a actitudes, comportamientos o maneras; otros a conocimientos y formación en un determinado ámbito.

En su sentido originario, el término «educación» refiere a dirigir, a orientar un proceso destinado a la transmisión de un conocimiento o de una destreza a alguien que carece de ella, por parte de quien instruye, orienta o dirige, con la intención de que el destinatario adquiera dicho conocimiento o destreza. Es decir, enseñar a alguien con la finalidad de que aprenda aquello que es objeto de la enseñanza que se le está impartiendo. Todo ello con la intención de que pase a formar parte del acervo personal del receptor o destinatario. Se puede enseñar a coger bien los cubiertos de acuerdo con las normas de etiqueta o a resolver ecuaciones matemáticas. Siempre, en todo caso, estamos hablando de educar, de educación.

Es por ello que, como veremos más adelante, a poco que echemos un vistazo a las distintas entradas del término educación en el diccionario, veremos que todas ellas remiten a algo aprendido o adquirido bajo una cierta dirección. Las ideas de dirección y de orientación son pues inherentes al propio concepto de educación.

Esta dirección o tutela educativa se despliega socialmente de distintas formas y a través de distintos agentes, según el tipo de enseñanzas o aprendizajes de que se trate. A su vez, deberá realizarse inevitablemente de acuerdo con los condicionantes impuestos por la propia naturaleza de lo que se ha de aprender y del entorno en el cual se lleve a cabo su adquisición. Aunque todo sea «educar», no es lo mismo enseñar a jugar a fútbol que a tocar el violín; o a coger correctamente los cubiertos para servirse la comida, que a resolver ecuaciones matemáticas. También, en cada caso, se darán unos requisitos previos, propedéuticos, de conocimientos o habilidades que habrá que haber aprendido antes de iniciarse. Y de según qué se enseñe, dependerá cómo se aprenda, dónde se lleve a cabo el aprendizaje y quién lo oriente o dirija. La idea de gradualidad es inseparable de la de educación. Hay cosas que, para aprenderlas, se requiere haber aprendido otras antes.

En la cita de Werner Jaeger que encabeza este trabajo, se nos dice que la educación es una función natural y universal de la comunidad humana. Es decir, toda comunidad humana, por el mero hecho de serlo, organiza de una forma u otra la educación de sus miembros, siendo ello algo inherente a la especie por su propia condición de animal social. En este sentido, y entendiendo por sistema educativo el conjunto de mecanismos e instituciones que llevan a cabo esta función, todas las comunidades y sociedades humanas habrían dispuesto, desde siempre, de alguna forma de sistema educativo.

Se trata ciertamente de una aproximación muy genérica, que incluye desde las comunidades humanas más elementales, hasta las sociedades más complejas; desde las más antiguas hasta las más modernas; desde las más primitivas hasta las más avanzadas. En unos casos la formación se llevará a cabo mediante los procedimientos propios de la «solidaridad mecánica»[2] y en el entorno inmediato al individuo; en otros funcionará de acuerdo con los de la solidaridad orgánica. Pero desde siempre, cualquier sociedad humana se ha organizado de una u otra manera para transmitir a las nuevas generaciones aquello que consideraba necesario conservar, ya sean creencias, conocimientos, costumbres, valores…

Por lo general, resulta bastante sensato admitir que uno no puede aprender física teórica o griego antiguo de sus abuelos, de sus padres, o de sus familiares y amistades en general, sino que ha de acudir a una institución especializada en esta función específica. Las diferencias son, en cualquier caso, materiales, pero no formales. Y serán precisamente estas progresivas diferenciaciones, tanto en función de la complejidad de la sociedad como del acervo y el nivel de conocimientos social e históricamente disponibles, las que en su momento requerirán de instituciones establecidas ad hoc para, en ciertos ámbitos del conocimiento, impartir la formación necesaria para su adquisición. Es decir, lo que embrionariamente podremos entender como sistema educativo.

Una característica específica de las sociedades humanas[3] es la capacidad de transmisión de los conocimientos y habilidades adquiridos y acumulados a través de las sucesivas generaciones que han ido transcurriendo a lo largo del devenir histórico. Puede parecer una obviedad, y sin duda lo es, pero conviene recordarlo. En su evolución a lo largo de la historia, la especie humana se ha mostrado capaz, no solo de adquirir habilidades y conocimientos que le proporcionaban una mejor adaptación y un mayor conocimiento y dominio del medio, sino también de transmitirlos y, en su caso, de mejorar, superar o refutar los recibidos de las generaciones anteriores.

A diferencia del resto de especies, cada nueva generación humana parte no solo de la dotación genéticamente heredada, sino también de un acervo cultural transmitido por la generación anterior, que comprende los conocimientos, hábitos, usos, costumbres, creencias y habilidades a disposición de la comunidad que, a su vez, se transmiten a la siguiente. Y esto es, ni más ni menos, la propia posibilidad de lo que denominamos progreso, entendido como un proceso en el cual una generación está en situación de ventaja sobre la anterior, al menos en la medida que, habiendo recibido su legado, es capaz de superarlo y aumentar su nivel de dominio sobre el medio.

Un proceso que en sus principios fue sin duda muy lento, y que se aceleró con el descubrimiento de la agricultura y la consiguiente aparición de las primeras civilizaciones históricas de que hay noticia. Para hacernos una idea solo aproximativa, se calcula que desde la aparición de la especie homo sapiens[4] han transcurrido unas seis mil generaciones, de las cuales solo entre trescientas y quinientas corresponderían al periodo comprendido desde el descubrimiento de la agricultura hasta nuestros días.

 

En las primitivas sociedades nómadas, cazadoras y recolectoras, el aprendizaje se producía in situ, de acuerdo con el modelo de solidaridad mecánica, de forma inmediata y en la propia acción; el «educando» participaba acaso al principio en posiciones más secundarias o subalternas de la actividad en que se le instruía, ya fuera en una partida de caza o aprendiendo a distinguir las bayas comestibles de las que no lo son; aprendiendo bajo supervisión y, también sin duda, por imitación; desde las técnicas de caza aplicables en cada caso, hasta prender fuego. Con el descubrimiento de la agricultura y el surgimiento de las primeras ciudades, todo esto cambiará radicalmente.

Con la agricultura y la ganadería llegó la sedentarización, y con ella las primeras ciudades. Todo ello –dicho muy grosso modo–, como resultado de un excedente alimentario que se tradujo en un aumento de la población y la consiguiente proliferación de actividades no inmediatamente relacionadas con la obtención directa de alimentos. Con las primeras ciudades y la creciente complejidad de las comunidades humanas, surgieron sectores de población que no obtenían de su propia mano el sustento necesario para sobrevivir. Se produjo una división progresiva del trabajo y aparecieron nuevas actividades que no tenían como objeto directo e inmediato la obtención del alimento, como la fabricación de armas y herramientas más efectivas gracias al descubrimiento de los metales, la administración de los primeros aparatos burocráticos, la relativa profesionalización de los guerreros –para defender los cultivos de los pueblos todavía nómadas–, la institucionalización del sacerdocio como agente del poder, los primeros sanadores o médicos, artesanos… Y cómo no, la posibilidad de acumulación de riqueza.

Se trata de una división técnica del trabajo cuyas implicaciones sociales derivarán del estatus que a cada una de estas «nuevas» actividades, y a los individuos que las ejerzan, corresponderá en el nuevo sistema de organización social y de poder, desde los esclavos hasta las clases enriquecidas que vivían del excedente que el nuevo de estado de cosas permitía[5].

Para lo que aquí nos interesa, esta división del trabajo conllevará una progresiva especialización, como consecuencia de la cual irán apareciendo actividades cuyo ejercicio requerirá de algo más que el mero aprendizaje in situ propio del estadio anterior. En la mayoría de casos, se trataba de actividades que seguían siendo fundamentalmente de naturaleza manual, artesanal o, como diríamos hoy en día, competencial –la tekhné aristotélica–, cuya mayor complejidad requerirá para su ejercicio de la previa adquisición de ciertas destrezas. No se trata todavía de saberes «teóricos», sino de una progresiva especialización y creciente complejidad en la división del trabajo.

Pero empezaron a surgir también un nuevo tipo de saberes cuya adquisición requerirá de algún tipo de proceso iniciático tutelado, previo a su realización práctica. Son los primeros saberes tematizados y con un previo contenido teórico. Con independencia de que se queden en su fase teórica o de que tengan una ulterior aplicación práctica, y con independencia también de su finalidad. Son los que van desde los dogmas religiosos de los sacerdotes caldeos o egipcios, y de las teogonías griegas de Hesíodo o las primeras cosmologías presocráticas, hasta la matemática pitagórica, la filosofía de Platón, la medicina hipocrática o la geometría euclidiana… y los acueductos y las calzadas romanas posteriores.

Si, por ejemplo, entendemos por médico al individuo cuya actividad consiste en (saber cómo) curar a los enfermos, y por medicina el arte o conocimiento que ilustra y adiestra en las competencias necesarias para llevar a cabo tal función, entonces parece claro que ha habido «médicos» y «medicina» desde siempre. Y es así, qué duda cabe, pero con matices muy significativos según de qué época hablemos. Hoy sabemos con certeza que, por ejemplo, en el Paleolítico ya se realizaban trepanaciones, una habilidad que está hoy en día fuera del alcance de la inmensa mayoría de la población. Ahora bien ¿nos autoriza ello a considerar «médico» al hombre paleolítico que realizaba estas trepanaciones, y «medicina» a la habilidad y al conocimiento que permitía realizarlos?

Igualmente, y desde las funciones[6] que acostumbraban a corresponder al hechicero o al chamán, se conocían ancestralmente los efectos «curativos» de ciertas plantas –que serían los medicamentos de la época– contra ciertas dolencias, así como los efectos tóxicos de otras, utilizadas a su vez para fines opuestos a los anteriores. Estamos en un «saber cómo» hacer algo meramente operativo, resultado de la acumulación de experiencias a partir de un largo proceso de ensayo/error transmitido a lo largo de generaciones.

El médico hipocrático griego, en cambio, marca un punto de inflexión. No es todavía una medicina científica, pero establece el marco conceptual previo para que algún día llegue a serlo. Ello porque se constituye en un constructo teórico que es el resultado de haber hecho abstracción de los saberes y prácticas empíricas curativas, que sistematiza en una «teoría» general del cuerpo humano, y establece cómo, desde esta sistematización, le afecta el entorno en que vive, determinando dichas prácticas curativas según su encaje en dicho marco; asumiendo unas, rechazando acaso otras, y confiriéndoles un sentido del que antes carecían. Y esto sí que sería ya medicina, aunque todavía en estado germinal[7].

Lo que nos interesa ahora mismo es destacar el surgimiento de una serie de saberes que son el resultado de la tematización –se convierten en «tema»– y posterior sistematización (de los saberes constituidos en «tema») en un cuerpo estructurado de conocimientos que determinan la ulterior praxis y sus posibles alcances. Es decir, lo que es, en definitiva, un saber teórico. En este sentido, una cosa es el recorrido «cronológico» de adquisición del conocimiento en una secuencia temporal, y otra muy distinta establecer su fundamentación «lógica», es decir, dar razón epistemológica estatuyéndolo de acuerdo con unos criterios de validez que lo hacen «verdad».

Por esto no es lo mismo un «trepanador» paleolítico que un médico hipocrático. Y por la misma razón, tampoco son equiparables un constructor de balsas neolítico y Arquímedes. Los pueblos polinesios que se dispersaron por el Océano Pacífico lo hicieron en canoas y balsas construidas por artesanos que, con toda seguridad, carecían de conocimientos teóricos de física. Aplicaban simplemente una técnica adquirida a través de un proceso de ensayo/error, en el cual habían sido adiestrados para saber trabajar la madera y conseguir la finalidad perseguida: que flotara y pudiera llevarlos a través del medio líquido. Pero ignoraban «por qué» había que hacerlo así. En esencia, se sabía «cómo» hacerlo, pero no «qué» hacía que la barca flotara.

Pero cuando empezamos a plantearnos, sin duda como resultado de la acumulación de conocimientos empíricos, la razón por la cual ciertos objetos flotan y otros no, entonces estamos accediendo a un pensamiento abstracto que nos permite plantearnos aspectos que antes quedaban fuera de nuestro horizonte mental. Como que pueda haber distintos procedimientos válidos para construir objetos flotantes y de distintas formas, tamaños y materiales; desde canoas hasta trirremes. O por qué los peces pueden nadar entre dos aguas. O sea, nos estamos preguntando por la fundamentación lógica. Conocemos una «verdad», hay objetos que flotan, y desde esta constatación nos preguntamos por la «validez»: ¿qué hace que floten? Y al preguntárnoslo, estamos apuntando hacia el hecho, sí, pero en el sentido de en qué consiste. Es decir, vamos más allá de la condición «mágica» del hecho, y nos aventuramos a buscar alguna explicación que dé «razón» de él en términos lógicos.

La respuesta es el principio de Arquímedes. Un enunciado que nos da «razón» de lo que pretende explicar y describir a partir de nociones teóricas, como la de peso específico o la de fluido. Y entonces sabremos no solo por qué unos cuerpos flotan y otros no, sino también por qué los peces nadan entre dos aguas. Y hasta podremos concebir como «posible» un barco de casco metálico, un submarino o incluso un globo aerostático, aunque no estemos en condiciones técnicas de llevarlo a cabo… todavía. Y son estos saberes teóricos, que recurren a conceptos generales obtenidos mediante abstracción, los que requerirán necesariamente para su adquisición y posterior aplicación práctica de un proceso previo de aprendizaje en instituciones o instancias establecidas al caso. Ya sea en una comunidad hipocrática o en el Museo de Alejandría. Estamos ya en la episteme aristotélica.