La primera generación. Estudiantes que inauguraron la Facultad de Medicina de Bilbao en 1968

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TODA UNA VIDA

Begoña Pérez Huerta

EL ORIGEN DE MI VOCACIÓN

Desde niña quise estudiar Medicina. Mi hermana pequeña sufrió una parálisis cerebral muy severa. Yo tenía seis años cuando ella nació y todos los días rezaba para que, al levantarnos por la mañana, fuera una niña normal con la que pudiéramos jugar mi otra hermana y yo. Cuando comprendí que esto no iba a ocurrir, de alguna forma decidí que tenía que aprender cómo ayudarle, y siempre he pensado que ese había sido el origen de mi vocación.

Recuerdo el cambio que la enfermedad de mi hermana supuso en nuestra familia. Se acabaron todas las actividades que habían formado parte de nuestra vida, como ir a la playa, al cine o pasear por el parque. Pero lo peor fue la tristeza de mis padres, la dedicación a ella con todo su amor. Nosotras crecimos rápido y yo ayudaba como podía en las frecuentes crisis epilépticas y los otros problemas que surgían de forma habitual. Para mi familia y para mí fue una buenísima noticia saber que la carrera se podría estudiar al lado de casa. Vivía en Deusto y el edificio de Náutica estaba muy cerca.

LOS AÑOS DE ESTUDIANTE. FACULTAD DE MEDICINA

Durante los cursos preuniversitarios había participado en movimientos católicos estudiantiles JEC (Juventudes Estudiantes Católicos), y me había integrado en un grupo cultural y de montaña, donde comencé a estudiar euskera y a conocer la cultura vasca.

El mayo del 68 marcaba un cambio de valores en la sociedad en general y nuestro entorno no era ajeno a todo ello. Vivíamos épocas convulsas con un grado de violencia importante y un deseo de cambio y de libertad que chocaba frontalmente con Estados de Excepción y realidades como el llamado juicio de Burgos (3-12-1970).

El primer curso –Selectivo–, por un lado, me resultó sencillo ya que significaba la continuidad de los estudios preuniversitarios, pero teníamos ganas de meternos en temas propios de Medicina, así que el día que el Dr. Moya nos explicó la estructura del ADN, nos contagió su entusiasmo. Era tan joven que en aquel momento me sentí casi médico, investigadora.

Recuerdo los paseos matutinos a casa de Roberto Lertxundi con María Asun Markiegi. Los tres estudiábamos unas horas antes del comienzo de las clases. Aprobé en junio, y el verano lo dediqué a estudiar euskera en un internado.

Detuvieron a varios amigos de Deusto y me vi abocada a marcharme de casa de mis padres durante una temporada, por temor a ser detenida. Perdí unos meses de asistencia a clase. Recuerdo que al volver a la Facultad le conté mi situación y mi temor al decano de Medicina, el doctor Gandarias; él me facilitó la reincorporación y yo trabajé duro para conseguir recuperar el tiempo perdido.

En marzo del segundo curso, me casé. Tenía diecinueve años, entonces a nosotros nos pareció razonable. Estoy segura de que nuestras familias no lo consideraron así. Ellos pensaban que dejaría de estudiar y que me convertiría solo en ama de casa, algo que nunca fue mi intención, ni la de Iñaki. Nos adaptamos bien a nuestra nueva vida.

Recuerdo las largas horas de estudio, en casa, en la biblioteca, con mi amiga Lola Ingelmo. La vida en el hospital de Basurto, deseando participar en cualquier actividad relacionada con pacientes reales.

Compramos a plazos una televisión pequeñita, pues mi marido tenía que esperarme muchas horas mientras yo preparaba exámenes.

El 21 de julio del 1973 nació mi hija Ainhoa, yo estaba en quinto curso. Recuerdo que, en el examen final de Patología Médica, el doctor Bustamante me vio tratando de girar la pala abatible para escribir, en la silla de clase, ya que el hueco era incompatible con mi avanzada gestación. Estábamos en el búnker, hacía mucho calor. Me dijo que utilizara su mesa y que, sin duda, mi hija nacería con amplios conocimientos de Medicina. Me sentí bien.

Durante el sexto curso compatibilicé las tareas de madre novata con los estudios y las prácticas en el hospital. Solía estudiar con mi hija colocada en una hamaca sobre la mesa, entre los apuntes. Mi sensación era la de que podíamos con todo, como así fue, y terminé en septiembre con la primera promoción.

Por supuesto, me perdí el viaje de estudios de fin de carrera; sin duda, renuncié a todo ello, pero nunca lo viví como una pérdida. El apoyo incondicional y el reparto de tareas con Iñaki, fueron claves y, en esa época, sin él nada de lo que narro habría sido posible.

Mantuve mi objetivo de terminar siendo médico, a pesar de lo revuelto que estaba el mundo que nos rodeaba, los enormes cambios sociales y políticos. Debido a mi prematura incursión en política, me dediqué luego a estudiar, y participé de forma discreta, alegrándome o sufriendo, los numerosos acontecimientos de todo tipo que se sucedieron a lo largo de esos años.

MI VIDA PROFESIONAL. HOSPITAL DE GORLIZ

Al terminar la carrera, seguía en mi empeño de ayudar a mi hermana o a otros niños con problemas similares, así que presenté la solicitud para trabajar en el Hospital de Basurto como meritoria, en el Servicio de Rehabilitación, con el doctor Araluce.

Compartí la experiencia con mi amiga Amaia Sojo; éramos las primeras mujeres médicas del Servicio y nuestro jefe implantó unas normas estrictas sobre cómo debíamos ir vestidas: siempre vestido o falda, y tanto el peinado, calzado y, en general, nuestro aspecto debía ser perfecto. Todo ello debajo de la bata blanca escrupulosamente limpia y planchada. A veces nos enfadaba; otras, nos divertía, pero si queríamos trabajar con él, había que cumplir.

En realidad, lo de la vestimenta no era más que un reflejo de la calidad humana que, lo mismo que la científica, se respiraba en el Servicio. El paciente era tratado con un respeto y atención exquisita, y debíamos empatizar con su situación física y psicológica tratando de forma consciente de ponernos en su lugar, para conseguir su máxima recuperación. Durante toda mi vida profesional, he tratado de conservar esas enseñanzas.

Trabajaba en el Servicio de Rehabilitación cuando se convocó una plaza de médico interno en el Sanatorio de Gorliz, donde en aquel momento el doctor Naveda atendía a los niños afectados de parálisis cerebral, tanto de Bizkaia como de territorios limítrofes. Mi hermana había fallecido hacía poco tiempo, pero no dudé en solicitar la plaza.

Llegué al sanatorio el 15 de mayo de 1975. El primer día me presenté al director médico y, después de saludarme amablemente, con la mayor naturalidad me dijo que habían venido unas personas a conocer las instalaciones del centro y que él no podía acompañarlos por estar ocupado, que se las enseñara yo misma. Recuerdo que subí con las visitas en un ascensor y a la primera persona que vi le pedí que, por favor, viniera con nosotros. Así lo hizo y visité el sanatorio por primera vez con aquellos desconocidos. Cada vez que he acompañado a alguien a recorrerlo, he recordado aquella desconcertarte visita.

El sanatorio de Gorliz, en ese momento atendía a niños con secuelas de parálisis cerebral, poliomielitis y patología musculo esquelética. La gran mayoría estaban ingresados por largos periodos de tiempo. Además de las tareas inherentes al trabajo como médico, participábamos activamente organizando concursos de cuentos, pintura, sardinadas en los jardines, y muchas actividades más. Pocos niños caminaban, la mayoría se desplazaba en silla de ruedas o en la misma cama. Lo que mejor recuerdo es la alegría con la que participaban, y que lo hicieran casi todos.

Yo me incorporé al área de Rehabilitación de Parálisis Cerebral. El doctor Jaime Naveda era su responsable, una persona muy humana y un gran profesional. Vivía por y para su trabajo, siempre estaba disponible, tanto para los niños ingresados, como para nosotros. Recuerdo que aparecía oportunamente cuando en el Cuarto de Urgencias necesitábamos ayuda.

Él fue mi profesor y mentor en esta etapa profesional. Unos años después, fue nombrado director médico. Recuerdo que los pocos meses en los que ejerció como tal, hasta su fallecimiento en un accidente, la mayoría de los médicos nos poníamos de acuerdo para evitarle problemas que pudiéramos resolver.

Los niños con parálisis cerebral hacían estancias prolongadas. Se trataba de casos con una severa incapacidad funcional, frecuentemente con una inteligencia conservada. En el sanatorio, además de los cuidados básicos, seguían un programa de rehabilitación, se realizaban las cirugías correctoras necesarias y se adaptaban las ortesis que ayudaran a conseguir la máxima independencia tanto en la marcha, en alimentación y en autocuidado.

Existía una escuela autorizada por el Ministerio de Educación donde todos los niños ingresados seguían los cursos escolares de forma oficial. Acudían en cama a la escuela, o bien las maestras daban clase en las salas de hospitalización. Era habitual que, al ser una enseñanza más individualizada, los niños salieran de alta habiendo mejorado también desde el punto de vista escolar.

Para los niños afectos de parálisis cerebral el aspecto educativo era fundamental. En esa época estos niños no estaban escolarizados y en el sanatorio se les abría una puerta que resultó ser clave para muchos de ellos; varios acabaron estudios superiores, para alegría e incluso desconcierto de sus propias familias.

Dado que las visitas de la familia casi siempre eran escasas, el personal que les atendíamos nos convertíamos de alguna forma en sus sustitutos. Recuerdo que con frecuencia alguno de estos niños pasaba el fin de semana en mi casa con mis hijos. Contaba con el permiso verbal de sus padres y en aquel momento eso era suficiente.

Pero, claro, tenía tantísimas guardias que Iñaki y yo decidimos trasladarnos a vivir a Gorliz. Ya había nacido mi segunda hija y así, al menos, estaba cerca de los míos. Durante las guardias yo era la única médico, tanto para los niños ingresados como para la atención de la zona, incluidos los visitantes de la playa en época estival. Lo recuerdo como muy estresante. Al Cuarto de Urgencias acudía todo tipo de patologías, accidentes leves y graves de carretera, ahogamientos. Contábamos con la ayuda de una monja enfermera, Sor Rosa, que fue la que me enseñó a mantener la calma en todo momento y gran parte de las técnicas que necesitaba conocer. Me hice experta en sacar anzuelos de cualquier localización, y desde entonces no paso detrás de ningún pescador que esté maniobrando con la caña.

 

Al recordar todo esto, pienso en el importante avance social en la atención sanitaria que hemos tenido la suerte de vivir desde aquellos años. En ese momento, los medios de comunicación con Gorliz eran malos, el número de ambulancias escaso; si se producía un accidente grave en la zona, el tiempo de respuesta era enorme comparado con la atención actual: hospital en Urduliz, red de ambulancias medicalizadas, e incluso el helicóptero de Osakidetza que ocasionalmente veo volar sobre mi casa.

En relación con estos cambios sociales y sanitarios, se fue haciendo evidente de forma progresiva la necesidad de trasformación del sanatorio. Desde su origen, en el año 1919, como pionero para tratar la tuberculosis ósea infantil, siempre había sabido adaptarse a la demanda sanitaria, pasando a tratar las secuelas de poliomielitis, las deformidades osteoarticulares severas y, posteriormente, la parálisis cerebral. El centro había ayudado a paliar las secuelas de la malnutrición por efecto de cada uno de los momentos difíciles de la historia de nuestro país. Incluso para garantizar su auto abastecimiento de comida de gran calidad para los niños, desde sus orígenes la Diputación contaba con una granja en la zona.

En 1985, cuando la titularidad del Hospital de Gorliz se trasfirió de la Diputación de Bizkaia a Osakidetza, puede considerarse que el centro estaba en crisis. Fue la época en la que su objetivo sanitario chocó con la realidad social. La patología infantil estaba remitiendo en el conjunto de la población. En ese momento, Gloria Quesada fue nombrada directora gerente, para efectuar los cambios.

Hubo protestas de varios padres, incluso algunos se subieron al tejado y aparecieron en prensa las imágenes; también de los cirujanos ortopedas que fueron trasladados a otros hospitales de Bizkaia. En la plantilla quedamos los médicos rehabilitadores, y se contrataron internistas. Se iniciaron las obras de remodelación de todo el hospital. Casi sin darme cuenta, empecé a colaborar con Gloria, sobre todo en las tareas que tenían que ver con la modernización del archivo clínico, el inicio de los sistemas informáticos, la farmacia y la creación del Servicio de Admisión.

Se establecieron los criterios de admisión de pacientes, ya no había limitación de la edad y debían ser potencialmente susceptibles de mejoría con tratamiento rehabilitador. Durante varios años yo fui la responsable de aplicar estos criterios. Existía un riesgo claro de que el hospital se convirtiera en una residencia asistida, y eso no era lo que se esperaba que hiciéramos. Recuerdo cómo los primeros pacientes que ingresaron venían a quedarse, y sus familias también coincidían con esa pretensión. En muchas ocasiones la severidad de la incapacidad funcional, con escasa mejoría hacía que el alta fuera un momento complicado y era necesario el apoyo de la asistencia social para hacerlo posible.

El hospital seguía en proceso de reconversión y, durante años, fue preciso un seguimiento continuado para mantener la misión que se le había encomendado. En 1993 el Gobierno Vasco aprobó el plan Osasuna Zainduz. Estrategias de cambio en la sanidad vasca. Gloria Quesada lo explicó y compartió con nosotros en desayunos de trabajo que se sucedieron hasta que conseguimos integrarlo en nuestra dinámica de trabajo. Términos como calidad y eficiencia pasaron a formar parte del vocabulario.

En el año 1994, Gloria me pidió que asumiera la Dirección Médica. Así empezó mi etapa profesional en la gestión. Me formé durante dos años en un curso de EADA.

Desde que me encargué de la admisión de pacientes, empezó la relación con los profesionales de los Servicios que nos derivaban desde otros hospitales, sobre todo del Hospital de Cruces, el traslado de personas con déficits funcionales severos, que no precisaban estar en un hospital de agudos. Se facilitaba así su gestión de camas y a nosotros nos llegaban los pacientes que se beneficiaban de nuestra atención específica.

Al asumir la dirección, comencé a acudir como parte del equipo a los “controles de gestión” con las altas jerarquías de Osakidetza, donde se hacía un seguimiento pormenorizado de nuestra actividad asistencial dentro de la red sanitaria, como hospital de media y larga estancia.

Recuerdo el día en el que el consejero de Sanidad, el doctor Iñaki Azkuna, vino al centro y nos encargó crear una Unidad de Cuidados Paliativos. Hicimos todo lo necesario para poder organizarla. Se creó con personal voluntario y fueron los Dres. Pedro Sagredo y Valentín Riaño los responsables médicos. Desde el principio fuimos conscientes de que nuestra Unidad debía atender a cualquier paciente susceptible de cuidados paliativos sin limitarnos al paciente oncológico que, de alguna manera, era el paciente tipo de esas unidades.

De esta forma ingresaron un número importante de personas en estado vegetativo persistente. La mayoría eran jóvenes, con familias muy afectadas psicológicamente. En ese momento contamos con la ayuda del doctor José Mari Ayerra, médico psiquiatra, quien organizó unos grupos de apoyo dirigidos a familiares de pacientes ingresados, abiertos al personal y a los que acudí desde el inicio. Dentro del grupo y bajo su dirección surgían también los temas que podían ser motivo de conflicto. Desde la dirección, yo tenía la oportunidad de incidir en ellos.

Desempeñé la dirección médica durante diez años, hasta mayo del 2004, cuando me nombraron directora gerente. Aunque hubo, cómo no, aspectos mejorables en las herramientas de gestión de las que disponíamos, durante aquellos años el hospital se consolidó como centro de media y larga estancia, y en la Unidad de Paliativos siempre había pastas o bombones de los familiares de los pacientes ingresados. También se siguió ampliando la red de consultas y gimnasios de rehabilitación ambulatoria que, además de cubrir las necesidades del propio hospital, se extendió de forma progresiva a la Comarca Uribe y a Comarca Interior.

ETAPA PROFESIONAL EN LA COMARCA INTERIOR

Mi plan de jubilarme en el Hospital de Gorliz se malogró cuando me nombraron directora gerente de Atención Primaria en Comarca Interior. Fui nombrada en diciembre del 2005 y salí de mi área de confort, en todos los sentidos.

Yo no conocía la Atención Primaria. Hice una inmersión completa en una comarca muy dispersa geográficamente, que abarca, en la costa, desde Bermeo hasta Ondarroa, y confluye hacia el interior por el linde con Gipuzkoa hasta llegar a territorio alavés donde se ubican las Unidades de Laudio y Aiara. Dividida en diecisiete Unidades de Atención Primaria, cada una de ellas con un jefe de Unidad. El equipo de dirección estaba incompleto pues faltaba la figura de la dirección médica, a la que se incorporó el Dr. José Luis Balentziaga, JUAP de la Unidad de Durango.

La estructura fundamental estaba consolidada, pero existían retos como: mejorar la relación con el hospital de Galdakao, dinamizar el Consejo Técnico como órgano de asesoramiento y participación de los profesionales en la gestión de la comarca, revitalizar y dar continuidad a las comisiones, certificaciones ISO, consolidación de la historia clínica informatizada Osabide, mejora de las infraestructuras.

Empezó a hacerse evidente el déficit de médicos, tanto de pediatras como de médicos de familia. La gestión de los cupos, de los tiempos por consulta y, sobre todo, la cobertura de las suplencias resultaba ser una tarea muy compleja. La gran dispersión de la comarca añadía un punto de complejidad muy importante.

Con respecto a las infraestructuras, había que tener en cuenta que el número de centros era cuarenta y cinco, ya que cada Unidad abarcaba varios pueblos con su centro asistencial; la Unidad de Gernikaldea abarcaba diecisiete.

La necesitad de nuevos edificios o acondicionamiento de los existentes formaba parte de la rutina de trabajo. Para todo ello había que contar con los ayuntamientos, con Osakidetza, con dotación presupuestaria del Departamento de Sanidad del Gobierno Vasco, y con la colaboración de la Dirección de Arquitectura.

Durante este tiempo se construyeron e inauguraron dos nuevos centros, en Lemoa y en Bermeo. Mientras construían este último, la implicación de los usuarios era tan importante que en cada visita de obra que realizaba el equipo de arquitectura, al que nos solíamos unir el director económico de Comarca, Antón González y yo misma, nos encontrábamos pegatinas amarillas pegadas en todos aquellos lugares que debían ser revisados para corregir defectos o hacer mejoras. La gente de Bermeo quería que su Centro de Salud quedara perfecto. El día de la inauguración tuvimos la impresión de que estaba presente todo el pueblo.

ÚLTIMA ETAPA PROFESIONAL

En marzo del 2008 falleció mi marido de forma repentina, tenía 60 años. Mi vida cambió de forma brusca. No me sentía con la fuerza ni la capacidad mental necesarias para desempeñar la tarea de forma adecuada, y solicité poco después el cese a la dirección de Osakidetza.

Seguí durante unos meses un reciclaje para poder incorporarme al trabajo asistencial como médico rehabilitador, la mayor parte con la doctora Conchi Múgica en el Servicio de Rehabilitación del Hospital de Cruces. Volví luego al Hospital de Gorliz donde trabajé pasando consulta en diferentes ambulatorios dependientes del centro.

FIN DE LA CARRERA PROFESIONAL Y SITUACIÓN ACTUAL

En mayo del 2012 y ante una sensación de agotamiento extremo, le pedí ayuda a un amigo médico. Fui diagnosticada de adenocarcinoma de pulmón.

Tuve conciencia de que quería vivir, en un momento en el que creía que eso no me importaba demasiado. La realidad se impuso y me obligué a espabilar, optando claramente por la vida.

Tuve mucha suerte, porque sigo aquí y porque conté con el apoyo de mi familia y de antiguas compañeras del hospital, que me cuidaron y acompañaron durante todo el posoperatorio, y la convalecencia después de cada una de las sesiones de quimioterapia.

Con el cáncer se acabó mi vida profesional.

También en estos años me han ocurrido cosas buenas. A destacar, como buenísima, el nacimiento de mi primera nieta, con la que sigo teniendo una relación especial, ya que por suerte hemos compartido muchas horas. Luego llegaron las hijas de mi hijo, unas gemelas maravillosas, y, por último, la chiquitina de la casa, que ahora tiene tres años y es lo más cariñoso del mundo.

Nunca deseé ni pensé en desarrollar una actividad distinta a la que me condujo mi tempranísima vocación: la Medicina.

Actualmente, me dedico, en primer lugar, a estar disponible para mi familia, quiero que así lo sientan. Creo que la experiencia acumulada y el cariño incondicional les puede servir a mis nietas para darles esa seguridad tan necesaria en la vida.

Disfruto de aficiones como la lectura, pintura, escritura, el arte románico, el bricolaje o cuidar a mi pequeño zoológico (perro, gatos y gallinas). Tengo la suerte de vivir en plena naturaleza, con unos atardeceres mágicos y puestas de sol sobre el mar que casi a diario fotografío, pues cada día me siguen impactando. En ocasiones, me visita un zorro con la intención de alimentar a sus crías con mis gallinas, y los jabalíes me ayudan a escarbar la tierra donde consideran oportuno.

Mantengo amistades de cada una de las etapas de mi vida, y disfruto enormemente de su compañía.

Por suerte, estoy viviendo un momento dulce y lleno de paz.