La primera generación. Estudiantes que inauguraron la Facultad de Medicina de Bilbao en 1968

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Buscando temas para fotografiar, cerca de Arrazola, se cruzó en mi camino una traviesa de tren puesta allí por alguien para separar el camino de una zona verde. No sé por qué tomé la equivocada decisión de pisarla. Hacerlo y salir volando hacia adelante a velocidad de crucero con posterior aterrizaje sentado tras golpe seco fue todo uno (alguien me contó posteriormente que para evitar que la humedad las deteriorara se impregnaba las traviesas con brea, lo que explica que sean tan resbaladizas con la lluvia).

Una joven que paseaba por allí se acercó solícita y me preguntó si me encontraba bien. Le contesté que sí; no me dolía nada, aunque no podía levantarme ni mover la pierna. Llamó por su teléfono móvil para solicitar ayuda. Al cabo de una media hora apareció una ambulancia. El ATS que venía en ella sentenció en cuanto me vio:

‒ Pierna inmóvil con pie girado hacia afuera, fractura de cadera.

No pude menos que, algo aturdido como me encontraba, maravillarme de su buen ojo clínico.

Ya de traslado en la ambulancia, charlando con el ATS, se me ocurrió sugerirle que, al ser antiguo trabajador de Cruces, donde tenía amigos y conocidos, me podían llevar allí. Amablemente me respondió que la asistencia estaba sectorizada y que por tanto nos tocaba acudir al hospital de Galdácano, donde también había muy buenos profesionales. No insistí. Me di perfecta cuenta de que ahora me encontraba en “la otra orilla”, o, mejor, al otro lado de la mesa. Yo ya no decidía, ahora me tocaba obedecer. Era un 48 barra más.

En Urgencias del hospital me diagnosticaron fractura pertrocantérea de fémur y me pusieron una tracción a la espera de la intervención, que me practicaron cuarenta y ocho horas más tarde (era fin de semana).

A las cinco de la tarde de un lunes de enero, dos aguerridas auxiliares, con jabón, toallas y otros artilugios no identificados, entraron en mi habitación, retiraron la sábana, me expusieron como Dios me trajo al mundo y me fregaron a conciencia, sin olvidar nada, con profesionalidad y respeto. Por estos mismos trances debían de pasar mis pacientes antes de entrar en la sala de cateterismo, pensé.

Seguidamente, un celador me condujo sobre una camilla, en cueros y tapado únicamente con una sábana, por pasillos interminables y desiertos, doblando numerosas esquinas hasta tener la sensación de que nuestro destino podría estar en las proximidades de Arrankudiaga.

Ya en quirófano, una vez sentado al borde de la mesa para mejor exponer la columna lumbar, una anestesista joven, fuerte (por no decir gorda), y con muy mal genio, consiguió practicarme una eficaz anestesia raquídea tras un pinchazo y una estocada que por fortuna no requirió descabello.

Por lo demás, la intervención transcurrió durante casi una hora y media. En principio no sentí nada más que el hablar quedo y breve del trauma y sus ayudantes, bastante tranquilizador; pero de repente empezó el escándalo: unos agudos martillazos me hicieron sentir que mi propio fémur era el yunque de la fragua de Vulcano. No sólo vibraba mi cadera, sino también la caja torácica y hasta el cráneo: sentí que se me desencuadernaría la osamenta toda de un momento a otro, temiendo por el corazón, gracias al cual me he ganado el sustento toda mi vida, y espantado ante la posibilidad de que mis neuronas se reblandecieran tanto que podrían constituir un excelente plato de cocina de autor.

Afortunadamente, todo fue bien, y hoy en día sigo siendo un jubilado feliz y andarín, viviendo definitivamente la Medicina desde el otro lado de la mesa de consulta.

ÉRASE UNA VEZ

Ramon Gascón Hierro

No sé si la nostalgia es lo más adecuado a mi edad, pero no cabe duda que los hechos de entonces marcaron de alguna manera la madurez de ahora.

Recuerdo el primer año de Medicina. Se utilizaron como aulas las de la antigua Escuela de Náutica de Deusto, allí empezamos bajo la sombra de un enorme mástil de barco, que años después desapareció. En dicho lugar nos juntamos jóvenes que querían ser físicos, matemáticos, químicos y médicos. Era el primer año de Ciencias en Bilbao con un montón de asignaturas comunes, la única que recordaba vagamente a la Medicina era la Biología. Fue un año decepcionante. nunca entendí por qué tenía yo que saber la distancia del recorrido parabólico de una bala de cañón.

El siguiente año fue sin duda más trascendente; para complicar las cosas me independicé de mis padres, no comprendían mis horarios ni mis amistades filorojas. Me mal ganaba la vida dando clases particulares y compartía un piso alquilado con amigos. Invadimos la casa, con una cría de pato como mascota, que fastidió el suelo para desgracia de los dueños. Comíamos de mala manera, por caridad una pescatera del barrio nos regalaba los mojojones; la limpieza y el orden destacaban por su ausencia.

Mis convicciones en aquellos años eran las de la absoluta certeza sobre la caída del franquismo y de que alcanzaríamos la democracia, todo gracias a la presión revolucionaria de estudiantes y obreros.

Sin embargo, Franco murió en la cama y de viejo, aunque la sociedad sí despertaba a la democracia gracias al aumento del nivel de vida y de la cultura.

El bienestar tenía que traer las libertades. Así fue. Se pactó una transición pacífica: comunistas, socialistas y franquistas.

La Universidad colaboró con sus manifestaciones huelgas y protestas.

Los sindicatos, más activos que nunca, añadieron fuerza a la lucha por las libertades.

En ese periodo de los últimos coletazos de la dictadura, la represión aumentó.

Recuerdo el segundo año en un edificio nuevo del Hospital de Basurto, una casa prefabricada metálica con una sola aula, una sala de prácticas de Anatomía, varios despachos y unas bañeras donde se depositaban los cadáveres para estudio anatómico, estos sumergidos en formol. Eso hoy habría provocado una alarma social y un despliegue mediático exagerado.

La experiencia académica del segundo año era más acorde con nuestra vocación.

Aprender Anatomía en latín me parecía un toque artístico adherido a la ciencia. Así, latissimus dorsi tenía cien veces más encanto que dorsal ancho. La pena es que solo duró un año; al siguiente, cambió el profesor e iniciamos el aprendizaje de Anatomía en castellano.

Yo seguía volcado en la revolución, militaba en un Partido Comunista, y en la Universidad tenía que aportar algo que moviera conciencias. Se me ocurrieron un par de cosas que ahora, en la distancia, me parecen ingenuas.

Una era una obra de teatro, de fondo anticapitalista y antirreligioso. Por supuesto recurrí a la técnica del mínimo esfuerzo, así que escogí “teatro leído”. Solo hacían falta un par de ensayos, vestirse de negro o de luto, no recuerdo muy bien, gesticular mucho e impostar la voz.

Éramos seis personas amantes del teatro, con buena voluntad. La representación consiguió un lleno total con alumnos y algunos profesores. La obra era nefasta; la interpretación, mejor no recordar; pero como dice mi hijo, “eso es lo que hay”.

Ahora me pregunto cómo se puede ser tan atrevido; teníamos veinte años, eso lo explica todo.

Realizamos varias sentadas, alguna manifestación, acudíamos a recitales de Raimon, a asambleas en la Universidad de Deusto, en la de Sarriko; el ambiente era explosivo, la policía infiltraba agentes camuflados en las universidades, uno célebre era Amedo que pasaba por estudiante en Sarriko, o eso creía él. Personaje de nuevo célebre más tarde con el tema del GAL.

Desde el no nos moverán, a cruzar coches contra las cargas policiales de los llamados grises entonces, eran actividades habituales en un ambiente de búsqueda de las libertades.

Realizamos algún escrache, que se diría hoy, contra un profesor de Fisiología, lo que le obligó a huir por una ventana.

Editamos de forma artesanal, en una multicopista, una revista de información y discusión, dentro de la Facultad de Medicina

Recuerdo haber escrito un artículo de carácter antirreligioso y ateo, solo haciendo referencia a biblias apócrifas. Posteriormente, grupos cristianos filocomunistas me propusieron una reunión para discutir el tema del artículo. Fue una autentica encerrona, con su superioridad intelectual me atosigaron, pero no pasó de ahí la cosa.

Colaboré en la edición de panfletos, acudí a asambleas y a reuniones de formación ideológica, hoy lo llamaría de lavado de cerebro. Desde luego puse pasión en todo lo relatado, menos en estudiar.

Por necesidades del partido y en interés del pueblo y la clase obrera colaboré en el robo de una multicopista, capaz de imprimir cien hojas en medio minuto, (nada que ver con mi impresora artesanal que exigía imprimir folio a folio,) a un colegio religioso. No me siento especialmente orgulloso de esa acción.

En otro plano, emocional, intenté conquistar a alguna compañera de la Facultad. Salí con un par de jóvenes que aún recuerdo con cariño, personas estupendas, pero mis intereses revolucionarios me impedían ahondar en esas relaciones

Llegué a matricularme en tercero de Medicina, pero a mitad de curso abandoné la carrera y me pasé a la Escuela de Maestría de Achuri. Pensé que en un ambiente más proletario mis objetivos serían más fáciles de alcanzar. Me convalidaron un montón de asignaturas y en dos años ya era un flamante fresador.

Conseguí trabajo en un importante taller de Bolueta donde permanecí dos años, llegando a oficial de primera, lo que no estaba mal.

Tanto en la Escuela de Maestría como en los talleres, mi actividad seguía siendo de agitador. Pronto fui conocido por la policía. Un día, tras salir del taller me detuvieron. Mientras me conducían a la Jefatura de Policía de Indautxu me angustiaba que descubrieran un teléfono que tenía anotado en una libreta, conseguí arrancar la hoja y comérmela. Bien, prueba desaparecida. Pero me equivoqué de hoja…, terrible.

 

Tras un interrogatorio de bofetadas y golpes me trasladaron a la cárcel de Basauri donde pasé seis meses hasta que salí en libertad provisional, en espera de juicio.

Seis meses después se celebró en Madrid el juicio en el TOP (Tribunal de Orden Público). Me solicitaban ocho años de cárcel por asociación ilícita y propaganda ilegal. La cosa quedó en cinco.

En 1975 Franco murió y el rey Juan Carlos por él nombrado tuvo a bien conceder una amnistía para penas inferiores a tres años. A mí me habían condenado a tres por asociación ilícita, y a dos por propaganda ilegal. Quedé de repente libre, y aunque ya tenía pensado marcharme del país, fue un alivio.

Estoy convencido de que nuestra lucha sirvió para inducir un clamor popular por la democracia, que propicio la Transición.

Con la legalización de los Partido Comunista y el Socialista empezó una nueva época; la represión fascista se suavizó, aunque no totalmente.

Estaba agotado, volví a la carrera de Medicina. Habían trascurrido cinco años.

Los planes de estudios eran distintos, las asignaturas que dejé pendientes en segundo y tercero ahora eran de primero. Aun así, pude con ello, y el MIR me convirtió en un ORL.

Eso es lo que hay

Un abrazo a todos mis compañeros y compañeras.

MEDICINA EN BILBAO

Juan Carlos Vergara Serrano

EL ORIGEN

No. Las cosas no eran iguales. Un poco parecidas sí. Quiero decir, que ya había calles con coches, casas de pisos, gente que se lo pasaba bien y gente que se lo pasaba mal. Gente que mandaba y gente a la que no le gustaba que le mandaran. Enfermos. Y médicos. Médicos sí, pero Facultad de Medicina no.

Los médicos habían estudiado en sitios con viejas historias de estrambóticos catedráticos, de sabias y no tan sabias enseñanzas y, sí claro, de golferías variopintas. Lugares como Salamanca, Valladolid o Zaragoza. Los más intrépidos, a los que se miraba con una mezcla de admiración y recelo, habían estudiado en Francia, Alemania, Inglaterra o incluso EEUU. Eran países, por decirlo de alguna manera, en colores. Mientras que aquí predominaba el gris. No había más que ver el NODO. Estaba claro.

Vivíamos en un sitio gris. La tele también era gris. Hasta los guardias eran grises. Las casas de Bilbao eran gris oscuro y no había árboles. Bueno, en el parque de los patos sí, en el Campo Volantín también, y poco más. La ría no era gris, era marrón. Más tarde nos enteramos de que en realidad había muchas casas preciosas y de que, por sorprendente que parezca, en Bilbao los árboles crecían. ¡Zas!, los plantas y crecen. Y las rías pueden lavarse (es un poco complicado, porque no se pueden lavar con el agua que está sucia, ni en seco, ni echarle jabón porque se formaría una espuma bastante asquerosilla). Pero doctores tienen las rías que saben cómo hacerlo.

A lo que íbamos. De repente, o no tan de repente, a alguien se le ocurrió que a lo mejor se podía poner un sitio para estudiar Medicina en Bilbao. Solo un “sitio”, todavía no una Facultad, en donde se pudiera empezar a formar a los futuros galenos. Tiene su intríngulis, porque no vale con decir: “hágase la Facultad de Medicina”. Eso está bien para hacer un universo o convertir una calabaza en carroza, pero lo de la Facultad ha de hacerse con un poco de cabeza, para que no pase como con este Universo tan disparatado.

Para empezar, y para ahorrar trabajo, se escoge un edificio ya existente y en desuso, no vaya a ser que el proyecto no llegue a buen puerto y se hunda. ¿Qué mejor que una Escuela de Náutica varada al lado de una Universidad para mantener el invento a flote? Así que la autoridad, competente, o no tanto, decidió que aquel edificio vacío, junto al puente de Deusto –la antigua Escuela de Náutica– era el lugar idóneo.

A ver, no era como lo de Salamanca. Allí tienen una fachada con una rana, que ya deja bien claro que hay que ser muy observador para encontrarla y muy listo para estudiar dentro de un edificio tan imponente. Como Unamuno. No teníamos ranita, pero en cambio teníamos algo de lo que carecía la Universidad de Salamanca: un palo de mesana en el jardín.

Ya teníamos edificio. Hacían falta alumnos y profesores. Para que los estudiantes tuvieran claro que la Medicina es una ciencia compleja, los padres fundadores decidieron que el primer curso arrancaría con cuatro asignaturas que no tenían mucho que ver con enfermedades ni sanaciones. Podían haber sido las virtudes cardinales: Prudencia, Justicia, Fortaleza y Templanza, pero no. Pensaron que era mejor que fueran Matemáticas, Física, Química y Biología. En su descargo se puede argüir que al menos la Biología no solo se ocupa de los paramecios o los coleópteros, sino también de todo tipo de seres vivos, incluidos los humanoides.

Los caminos por los que cada uno eligió ser médico fueron diversos. Algunos, seguramente lo llevaban en los genes porque su tatarabuelo, su tío, su primo o el vecino de abajo era médico (borren el componente genético en ese caso). Otros lo elegirían por eso que llaman vocación, o porque habían visto o leído cosas de médicos. Y eso que todavía no conocían las incontables series televisivas de años posteriores sobre médicos y médicas súper enrollados (principalmente entre sí). Otros aterrizaron allí un poco por casualidad, como suele ocurrir con las cosas importantes.

En mi caso, a pesar de una extensa familia, no había médicos por ningún lado. De hecho, un año antes yo estaba tranquilamente estudiando Económicas en Sarriko. Lo de tranquilamente y estudiando, es un decir. El plan habitual era ir a Sarriko no muy temprano para dar tiempo a que abrieran la cafetería. Una vez allí se contactaba con los asiduos a la partida de cartas en alguno de los bares que había detrás de una especie de sala de fiestas llamada La Jaula. En un día cualquiera o en cualquier día, si consideramos que se repetían como el día de la marmota, no había clase. A media mañana, una vez terminada la partida, había asamblea o sentada para cortar el tráfico o ambas cosas. Los motivos eran variopintos: la huelga en la empresa Laminación de Bandas, la muerte del Che, lo de Vietnam, y que dimitiera el decano, por supuesto. Y las superestructuras. Y la unión de obreros y estudiantes. Una vez, celebramos una especie de vigilia en la que a media noche se presentó una compañía de grises que rodeó por dentro el salón de actos donde estábamos y nos ordenó desalojar a toque de cornetín, previa presentación del DNI. Uno de los que movían los hilos, creo que se apellidaba Cortázar, negoció la salida sin entregar el DNI. Con un par. Luego me enteré de que alguien había escapado saltando por una ventana y se había roto algún hueso. Los más concienciados leían libros profundísimos sobre temas inusitados: obras que podían versar sobre la estructura agraria extremeña en el año nosecuántos o Los Monopolios en España, de Tamames o el Libro Rojo, del chino Mao. La típica lectura de evasión (para evadirse, quiero decir). Esto era sólo en Económicas. Los de Ingenieros estaban más “alienados”, más “hamburguesados” que diría alguno. Les inquietaba más la liga de fútbol y aprobar Dibujo.

En el 68 vino lo del mayo francés, que conmovió los sólidos cimientos en los que se fundamentaba el estado nacional-católico: la familia, el municipio y el sindicato. Ahí es nada: “prohibido prohibir”, “la imaginación al poder”, “seamos realistas, pidamos lo imposible”, cosas así. Eso queríamos.

Aparte de ese mundo insólito, uno se podía encontrar revolviendo por casa con La Ciudadela, de Cronin o La curación por el espíritu, de Zweig, o novelas de médicos de FG Slaughter. Eran historias que parecían más interesantes que la resolución de integrales compuestas o incluso que el cálculo matricial (que no tiene nada que ver con lo de tener cálculos en la matriz). Así que tras consultar con el Dr. Freud, cuyas obras publicaba entonces Alianza Editorial, decidí pasarme, ya muy avanzado el segundo curso de Económicas, a Medicina. A ver si averiguaba cómo funcionaba lo de dentro de la gente, incluyendo también la cabeza en el supuesto de que funcionara. Algo de pena sí me daba alejarme del ambiente incendiario de Económicas, aunque también en Medicina, gracias al mayo francés, se iba caldeando el ambiente.

LA FACULTAD

Bien mirado, no resultaba muy normal decir que lo que hacíamos en la antigua Escuela de Náutica fuera estudiar Medicina. Así que los impulsores del proyecto pensaron (siempre tiene que haber gente para esas cosas) que había que trasladarnos. Hicieron una especie de barracón en el Hospital de Basurto y, previo paso fugaz por la Escuela de Ingenieros, hasta allí nos fuimos a empezar el segundo curso. Para que cupiéramos en el aula nos dividieron en dos grupos, lo que en bastante medida marcó las relaciones de amistad y compañerismo.

Aquello ya era otra cosa. Sobre todo, lo de Anatomía. Lara y López Arranz, los dos encargados de enseñarnos lo que tenía la gente por dentro, hacían clases amenas y con dibujos muy trabajados. Ya habíamos oído hablar de esqueletos que no siempre eran todo lo serios que se supone que deben de ser. También sabíamos que la bola, que los chicarrones del norte tienen en el brazo, en realidad era un músculo que se llama bíceps. Sí, y sabíamos que había pulmones, estómago, tripas, corazón, etc.; ¿quién no había oído aquello de hacer de tripas corazón? Lo que no sabíamos era que tuviéramos tantas piezas con nombre. Sólo huesos hay más de doscientos y había que saber cómo se llamaba cada saliente, surco o agujerillo que algún perturbado hubiera decidido bautizar. Montones de venas, arterias, nervios con sus propios nombres y territorios a los que servir. Los órganos no eran una cosa con un nombre y ya está: tenían cavidades, curvaturas, lóbulos y hasta cabeza, cuerpo y cola, como los ratones. En latín los nombres tenían connotaciones épicas imponentes: foramen rotundum, erector trunci, o musculus popliteus –que suena a gladiador romano marcando pantorrilla–.

La hora de la verdad llegaba en las mesas de Anatomía, en las que un señor con una bata azul como las que solían usar los dependientes de las tiendas de ultramarinos ‒¿Pedro?‒ revolvía en una especie de pozo de los horrores y nos sacaba parte de un cadáver conservado en formol, con un olor digamos peculiar, para que diseccionáramos los entresijos del cuerpo. Decían que éramos muy afortunados porque en otras facultades los estudiantes no hacían ellos mismos las disecciones. A la diosa Fortuna quizá se le podían haber ocurrido mejores maneras de derramar sus generosos dones sobre nosotros.

Los huesos había que buscárselos –los huesos propios de cada uno, no; los de otros–. En una intrépida excursión al cementerio de Castro, en la furgoneta algo destartalada de Antón Zúñiga –a quién luego perdí la pista– preguntamos al sepulturero si podíamos coger algunos huesos. Al hombre le pareció estupendo, seguramente porque nunca había imaginado que pudieran resultar de interés para alguien. Así que nos dio todos los que quisimos y hasta nos ayudó a seleccionar los mejor conservados. En nuestras respectivas casas nos hubieran atizado con un fémur en la cabeza si hubiéramos pretendido meter en ellas calaveras, astrágalos, o metatarsianos, pero a José R. Arzadun sus padres le habían dejado un piso para estudiar, en las torres de Zabalburu y allí fuimos a dar con nuestros huesos (y los ajenos). Estudiábamos, charlábamos, jugábamos al póker y nos lo pasábamos la mar de bien, haciendo lo que suelen hacer los estudiantes.

Aparte de Anatomía había otras asignaturas, como la Fisiología que impartía el inefable profesor Gandarias, o la Histología con sus imágenes en plan psicodélico, pero sin música de Tangerine Dream.

Para que sobrelleváramos mejor el esfuerzo académico, nos pusieron un bar que llevaban dos hermanos que regentaban la Cafetería Gaico en Alameda Recalde. Daban unos pinchos de tortilla buenísimos. Enseguida se crearon grupos de amigos con los que aparte de coincidir en clase se hacían visitas culturales a bodeguillas y similares, así como viajes de riesgo a los municipios del entorno. De riesgo, no por la acrisolada pericia de los conductores –mejor pensar que era por inclemencias del tiempo, coches poco seguros, baches etc.–. La proximidad en las mesas de Anatomía creó frecuentes afinidades entre quienes tenían cercana la primera letra de su apellido.

Sería por la época que nos tocó vivir o porque la realidad no suele responder a los estereotipos, el caso es que las relaciones entre ambos sexos, a pesar de venir de educaciones segregadas XX/XY, fueron de una gran naturalidad, poniendo en valor las capacidades humanas y el respeto mutuo muy por encima de otras consideraciones. Respeto que ha persistido a todo lo largo de nuestra vida profesional. La cantidad de parejas que luego se casaron o convivieron durante largo tiempo es buena prueba de las estrechas relaciones que se establecieron. Por no hablar de los festejos, como aquellas gincanas con disfraces, de tan divertido recuerdo.

 

Cuarto fue el año de las huelgas. Un periodo confuso para algunos, y seguramente traumático para muchos. Entre clases perdidas, profesores cabreados, y conflictos diversos, muchos no pasaron de curso o incluso abandonaron la carrera. Mejor no reavivar viejas heridas.

Como había que hacer sitio a los siguientes estudiantes construyeron otro edificio, que ocupamos durante los últimos cursos, conocido como “el bunker” por su característica estética arquitectónica.

A partir de ese año, quinto, empezamos a hacer prácticas con pacientes. Historias clínicas que incluían información vital tan relevante como la alopecia fronto-parietal, la falta de piezas dentarias, el vientre globuloso, etc. El fonendo, que es seña de identidad de nuestra profesión, nos suministraba una gama inagotable de ruidos, soplos, retumbos y murmullos con los que los virtuosos podían llegar a un certero diagnóstico o componer una bella sinfonía. Los que no éramos tan virtuosos, pero queríamos aparentar serlo, nos limitábamos a imitar el gesto de concentración de nuestros maestros y afirmar sin pudor que, efectivamente, distinguíamos con claridad aquel retumbo apical diastólico con reforzamiento del segundo tono y, si la ocasión lo merecía, también dábamos fe de haber captado un tenue soplo protomesosistólico sobreañadido. En la palpación, quien más quien menos, era capaz de percibir el aumento del tamaño del hígado e incluso del bazo; para diagnosticar oleadas ascíticas tenían ventaja los surferos, acostumbrados a mares revueltos. Los pacientes –nunca mejor denominados– soportaban estoicamente nuestros sagaces interrogatorios y hasta podían echarnos una mano, diciendo qué parte averiada era la que debíamos descubrir. Otras asignaturas, como Pediatría, Patología Quirúrgica o Ginecología, ayudaban a tener una mayor comprensión de lo que podía suponer el ser médico. Oftalmología, ORL, Psiquiatría, etc., completaban la perspectiva profesional.

También fue una época en la que algunos salimos a ver lo que pasaba por ahí, en sitios como Francia, Inglaterra, etc. Isabel Izarzugaza, incansable como siempre, a través de la Asociación Internacional de Estudiantes –que me perdone si el nombre no es exacto– consiguió que pudiéramos realizar estancias temporales en hospitales extranjeros. En mi caso, aterricé en un pueblo de Grecia llamado Kavala, cerca de la frontera con Turquía, en cuyo hospital no paré muy a menudo, pero en el que disfruté de la extraordinaria hospitalidad de los griegos y arramplé con mi parte alícuota de mejillones, erizos, pulpos, etc. de los fondos mediterráneos. A pulmón.

Y así, con los conocimientos adquiridos, con el agradecimiento a los que nos enseñaron y el compañerismo que luego se mantendría a lo largo de los años, nos convertimos en médicos.

En el mundo seguían pasando cosas. Vietnam, Arafat, Nixon, Lennon y Yoko Ono, Gadafi, Armstrong andando por la Luna, Pinochet, El Último Tango, los hippies, etc. En España, el juicio de Burgos, Carrero, la tele en color, las casetes, Hermano Lobo, Triunfo, demasiadas cosas para resumirlas aquí. Aires de cambio.

RESIDENCIA

Con la finalización de la carrera ya estábamos facultados para ejercer la Medicina. De entrada, la ejercí haciendo la mili normal, si puede llamarse normal a cumplir con lo que oficialmente se denominaba “servicio militar obligatorio”. La obligatoriedad, unida al escaso ardor guerrero que caracterizaba a la fiel infantería del momento, no ayudada a verlo como “normal”. Joserra Renedo y yo compartimos destino, primero en Gamarra y luego en el botiquín del cuartel de Garellano. En Gamarra, siguiendo la tradición cervantina, ejercí como peluquero –no digo barbero, porque allí no se permitían las barbas–. En el botiquín, el armamentario farmacológico era meridianamente explícito: pastillas antigripales para la gripe, pastillas antidiarreicas para la diarrea, y así con todo. Estando allí, un buen día Arias Navarro nos dijo: “Españoles, Franco ha muerto”. Fue un alivio. No solo por las expectativas que se abrían. También porque estábamos con el alma en un hilo –no tanto como el finado– por miedo a que nos acuartelaran sin salidas, o que nos mandaran a África a emular a El Guerrero del Antifaz (un comic de nuestra infancia en el que el héroe cristianaba a los sarracenos con métodos estrictamente pacíficos y democráticos; entre sus méritos también estaba el de llevar minifalda, adelantándose a la moda de los 60). El caso es que un tal Hasán II, rey de Marruecos, aprovechando que El Guerrero estaba missing, se andaba malmetiendo en una parte del solar patrio –de doradas arenas, algo desubicadas respecto al mencionado solar– conocida como Sahara Español.

Tras un breve paso por el Servicio de Urgencias a domicilio, conocido como las lecheras, que compaginaba con merodear por el Servicio de Medicina Interna del Dr. Bustamante, en el Hospital de Basurto, sin voz ni tarea alguna de provecho, aterricé como médico residente en Cruces. En la UCI. Mi impresión fue como la de esas películas en las que se da un salto en el tiempo. Creo que en Basurto consideraban que ellos eran más clínicos y que los médicos de Cruces eran más técnicos. Perspectivas.

Comencé directamente en la Unidad Coronaria. Acostumbrado a Basurto, donde los infartos ingresaban en una planta de hospitalización de Medicina Interna y con suerte se les hacía un ECG a la entrada y otro a la salida, administrándoles Nolotil para el dolor y poco más, allí los pacientes tenían monitorización continua y se les hacía un ECG cada vez que notaban alguna molestia o el monitor hacía piiiiii... Se monitorizaba la PVC con un catéter central insertado por vía antecubital, y en su defecto por femoral, subclavia, etc., algo que en Basurto nunca había visto hacer. Aparte de las analíticas y radiografías de tórax de la rutina diaria, también era posible obtenerlas a cualquier hora del día o de la noche. Las arritmias eran objeto de una estrecha vigilancia en busca de la P (¡cherchez la P!) y de sus tormentosas y azarosas relaciones con el QRS. En caso de que el ritmo fuera demasiado lento se introducía por vía i.v. un cable de estimulación ventricular, un marcapasos. También se podía medir el gasto cardiaco y las presiones de llenado con un catéter de Swan-Ganz, lo que permitía un montón de cálculos hemodinámicos. Genaro Froufe, que se había formado en el Instituto de Cardiología de México, y a quién pocas cosas, si alguna, se le ponían por delante, era el alma mater de la Unidad o más bien, el Master and Commander –lo del alma entraría en otro nivel más espiritual que puede que no sea de aplicación en este caso–.

La zona Polivalente del Servicio contaba con los mismos equipamientos, aunque quizá allí la seña más distintiva era la ventilación mecánica, entonces con el MA1, aquel respirador, con una concertina que subía y bajaba y que en tantas películas figuró como actor invitado. En general siempre nos consideramos más intensivistas que coronarios y más cercanos a Astorqui como jefe de la Sección Polivalente. Aquel año entramos ocho residentes. Gárate, el jefe de Servicio, nos dijo que esperaba que nos quedáramos en el Servicio al terminar la residencia y nosotros asentimos magnánimamente. Eran tiempos en los que era habitual tener plaza al terminar. Ilusos.