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La bodega

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Y debatiéndose entre los hombres que la sujetaban para que no acometiese a Rafael, hundía las manos en sus harapos buscando el dinero, con una falsa precipitación, con el firme propósito de no encontrarlo. Mas no por esto era menos dramática su actitud.



– ¡Tómalo, perro roío!.. ¡Ahí va, y así cada peseta se te güerva un mengue que te muerda el corazón!



Y abría sus manos crispadas como si arrojase algo en el suelo, sin arrojar nada: acompañando sus manotones de aire con muecas altivas, cual si realmente rodase el dinero por tierra.



Don Fernando intervino, colocándose entre el aperador y la bruja. Ya había dicho bastante: debía callar.



Pero la vieja se mostró más insolente al verse protegida por el cuerpo de Salvatierra, y asomando por uno de sus hombros la boca de arpía, siguió insultando a Rafael.



– Premita Dios que se te muera lo que más estimes… Que veas argún día estirá y fría, como mi pobrecita Mari-Crú, a la gachí de tus quereres.



El aperador la había escuchado hasta entonces con desdeñosa frialdad, pero al sonar estas palabras fue a él a quien tuvieron que contener los hombres de la gañanía.



– ¡Bruja! – rugió – ¡a mí lo que quieras, pero a esa persona no te la pongas en la boca, porque te mato!



Y parecía dispuesto a matarla, teniendo que hacer grandes esfuerzos los gañanes para llevárselo afuera. ¿Quién hacía caso de mujeres?.. Había que dejar a la vieja, que estaba loca por el dolor. Y, cuando vencido por las reflexiones de Salvatierra y los empellones de tantos brazos, traspuso la puerta de la gañanía, aún oyó la voz agria de la bruja, que parecía perseguirle.



– ¡Juye, persona farsa, y que Dios te castigue quitándote la gachí de la viña! Que se te la yeve un señorito… que don Luis la disfrute, y tú lo sepas.



¡Ay! ¡Qué esfuerzo hubo de hacer Rafael para no volver sobre sus pasos y estrangular a la vieja!..



Media hora después

Zarandilla

 paró su carro a la puerta. Juanón y otros compañeros envolvieron el cadáver en una sábano, levantándolo de su lecho de harapos. Aún pesaba menos que en el momento de la muerte. Era, según decían aquellos hombres, una pluma, una arista de paja. Parecía que con la vida se hubiese evaporado toda la materia, no dejando más que lo envoltura, que apenas si marcaba un ligerísimo bulto en el lienzo arrollado.



Púsose en marcha el vehículo, balanceándose con agudos chirridos de su eje sobre los baches del camino.



A la zaga del carro, cogidos a él, marchaban la vieja y su prole menuda. Detrás, caminaba

Alcaparrón

, al lado de Salvatierra, que deseaba acompañar hasta la ciudad a aquella gente humilde.



En la puerta de la gañanía aglomerábanse los trabajadores, brillando en su negra masa la lucecilla del candil. Todos seguían con silenciosa atención el chirrido del carro, invisible en la oscuridad; los lamentos de la gitanería, que rasgaban la calma del campo azulado y muerto bajo la fría luz de las estrellas.



Alcaparrón

 sentía cierto orgullo al marchar con aquel personaje del que tanto hablaba la gente. Habían salido a la carretera. Sobre su faja blanca destacábase la silueta del carro, que iba esparciendo en el silencio de la noche el cascabeleo lento de la caballería y los gemidos de los que marchaban a la zaga.



El gitano daba suspiros, como un eco del dolor que rugía delante de él, y hablaba al mismo tiempo a Salvatierra de su amada muerta.



– Era lo mejorsito de la familia, señó… y por eso se ha ido. Los buenos se van pronto. Ahí tiene usté a mis primas las

Alcaparronas

, unas pindongas, que son la eshonra de la familia, y las grandísimas arrastrás tienen las onzas a puñaos, y coches, y los papeles jablan de ellas: y la pobresita Mari-Crú, que era mejó que el trigo, se muere, endimpués de una vida de trabajo.



El gitano gemía, mirando al cielo, como si protestase de esta injusticia.



– Yo la quería mucho, señó; si deseaba argo bueno era pa partirlo con ella. Mejor aún: pa dárselo too. Y ella, la palomita sin jiel, la rosita de Abril, ¡tan buena siempre conmigo! ¡protegiéndome, como si fuese mi virgensita!.. Cuando mi mare se enfadaba porque jasía yo una de las mías, ya estaba Mari-Crú defendiendo a su pobresito José María… ¡Ay, mi prima! ¡Mi santita dulce! ¡Mi sol moreno, con aquellos ojasos que paesían hogueras! ¿Qué no hubiese hecho por ella este pobresito gitano?.. Oiga su mersé, señó. Yo he tenío una novia; es desir, yo he tenío muchas, pero ésta era una gachí que no era de nuestra casta; una calé sin familia y con casita propia en Jerez. Una gran proporción, señó, y a más, chalaíta por mí, según ella desía, por el aquel con que yo la cantaba cositas durses. Y cuando ya andábamos en el papeleo pa casarnos, yo le dije: «Gachí, la casa será para la pobresita de mi mare y mi prima Mari-Crú. Ya que tanto han trabajao, hasiendo vida de perras en las gañanías, que vivan bien y a su gusto una temporadilla. Tú y yo somos chavales, somos juertes y podemos dormí en el corral». Y la gachí no quiso y me echó a la caye; y yo no lo sentí, porque me quedaba con mi mare y mi primo, y valen más ellos ¡ay! que toas las jembras del mundo… He tenío las novias a osenas, he estao a punto de casame, me gustan las mositas… pero quiero a Mari-Crú como no quedré en jamás a denguna mujer… ¿Cómo explicar esto a su mersé, que sabe tanto? Yo quiero a la pobresita que va ahí alante, de una manera que no sé cómo decir… ¡vamos! como quiere el cura a la Mae de Dios cuando le ice la misa. Me gustaba mirar sus ojosos y oír su vosesita de oro; pero, ¿tocarle un pelo de la ropa? enjamás se me ocurrió. Era mi virgensita, y como las que están en las iglesias, sólo tenía pa mí la cabesa; la cabesa bonita jecha por los mismos ángeles…



Y al suspirar de nuevo, pensando en la muerta, le respondió el coro de lamentos que escoltaba el carro.



– ¡Aaay! ¡Que se ha muerto mi niña! ¡Mi sol relusiente! ¡Mi cachito durse!..



Y la gente menuda contestaba al alarido de la madre con una explosión de ahullidos dolorosos, para que la tierra oscura, el espacio azulado y las estrellas de agudo fulgor se enterasen bien de que había muerto su prima, la dulce Mari-Cruz.



Salvatierra sentíase dominado por este dolor trágico y estruendoso, que se deslizaba al través de la noche, rasgando el silencio de los campos.



Alcaparrón

 cesó de gemir.



– Diga usté, señó, ya que tanto sabe. ¿Cree su mersé que golveré alguna vez a ver a mi prima?..



Necesitaba saberlo, le dolía la angustia de la duda, y deteniendo su paso, miraba suplicante a Salvatierra con sus ojos orientales, que brillaban en la penumbra con reflejos de nácar.



El rebelde se conmovió viendo la angustia de esta alma simple, que imploraba en su congoja un sorbo de consuelo.



Sí, volvería a verla; él lo afirmaba con solemne gravedad. Es más; estaría en contacto a todas horas con algo que habría formado parte de su ser. Todo lo que existía quedábase en el mundo; sólo cambiaba de forma; ni un átomo llegaba a perderse. Vivíamos rodeados de lo que había sido el pasado y de lo que sería el porvenir. Los restos de los que amábamos y los componentes de los que a su vez nos habían de amar, flotaban en torno nuestro, manteniendo nuestra vida.



Salvatierra, bajo la presión de sus pensamientos, sintió la necesidad de confesarse con alguien, de hablar a aquel ser sencillo de su debilidad y sus vacilaciones ante el misterio de la muerte. Era un deseo, de volcar su pensamiento con la certeza de no ser comprendido, de sacar a luz su alma, semejante al que había visto en los grandes personajes shakesperianos, reyes en desgracia, caudillos perseguidos por el destino, que confían fraternalmente sus ideas a bufones y a locos.



Aquel gitano del que todos se burlaban, mostrábase súbitamente agrandado por el dolor, y Salvatierra sentía la necesidad de entregarle su pensamiento, como si fuese un hermano.



El rebelde también había sufrido. El dolor le hacía cobarde; pero no se arrepentía, ya que en la debilidad encontraba la dulzura del consuelo. Los hombres admiraban la energía de su carácter, el estoicismo con que hacía frente a las persecuciones y las miserias físicas. Pero esto era sólo en las luchas con los hombres: ante el misterio de la Muerte invencible, cruel, inevitable, toda su energía se derrumbaba.



Y Salvatierra, como si olvidase la presencia del gitano y hablara para él mismo, recordó su arrogante salida del presidio, desafiando de nuevo las persecuciones, y su reciente viaje a Cádiz para ver un rincón de tierra, junto a una tapia, entre cruces y lápidas de mármol. ¿Y era aquello todo lo que quedaba del ser que había llenado su pensamiento? ¿Sólo restaba de mamá, de la viejecita bondadosa y dulce como las santas mujeres de las religiones, aquel cuadro de tierra fresca y removida y las margaritas silvestres que nacían en sus bordes? ¿Se había perdido para siempre la llama dulce de sus ojos, el eco de su voz acariciadora, rajada por la vejez, que llamaba con ceceos infantiles a Fernando, a su «querido Fernando»?



– 

Alcaparrón

, tú no puedes entenderme – continuó Salvatierra con voz temblorosa. – Tal vez es una fortuna para ti esa alma simple que te permite en los dolores y en las alegrías ser ligero y mudable como un pájaro. Pero óyeme, aunque no me entiendas. Yo no reniego de lo que he aprendido: yo no dudo de lo que sé. Mentira es la otra vida, ilusión orgullosa del egoísmo humano; mentira también los cielos de las religiones. Hablan éstas a las gentes en nombre de un espiritualismo poético, y su vida eterna, su resurrección de los cuerpos, sus placeres y castigos de ultra-tumba, son de un materialismo que da náuseas. No existe para nosotros otra vida que la presente; pero ¡ay! ante la sábana de tierra que cubre a mamá, sentí por primera vez flaquear mis convicciones. Acabamos al morir; pero algo resta de nosotros junto a los que nos suceden en la tierra; algo que no es sólo el átomo que nutre nuevas vidas; algo impalpable e indefinido, sello personal de nuestra existencia. Somos como los peces en el mar; ¿me entiendes,

Alcaparrón

? Los peces viven en la misma agua en que se disolvieron sus abuelos y en la que laten los gérmenes de sus sucesores. Nuestra agua es el ambiente en que existimos: el espacio y la tierra: vivimos rodeados de los que fueron y de los que serán. Y yo,

Alcaparrón

 amigo, cuando siento ganas de llorar recordando la nada de aquél montón de tierra, la triste insignificancia de las florecillas que lo rodean, pienso en que no está allí mamá completamente, que algo se ha escapado, que circula al través de la vida, que me tropieza atraído por una simpatía misteriosa, y me acompaña envolviéndome en una caricia tan suave como un beso… «Mentira», me grita una voz en el pensamiento. Pero yo la desoigo; quiero soñar, quiero inventarme bellas mentiras para mi consuelo. Tal vez en este vientecillo que nos roza la cara, hay algo de las manos suaves y temblorosas que me acariciaron por última vez antes de ir al presidio.

 



El gitano había cesado de gemir, mirando a Salvatierra con sus ojos africanos, agrandados por el asombro. No entendía la mayor parte de sus palabras, pero columbraba en ellas una esperanza.



– Según eso, ¿cree su mercé que Mari-Crú no ha muerto del too? ¿Que aún podré verla, cuando me ajogue su recuerdo?..



Salvatierra sentíase influenciado por los lamentos de la familia, por la agonía que había visto, por la miseria de aquel cadáver que se balanceaba a pocos pasos dentro del carro. La poesía triste de la noche, con su silencio rasgado a trechos por alaridos de dolor, inundaba su alma.



Si;

Alcaparrón

 sentiría cerca de él a su amada muerta. Algo de ella subiría hasta su rostro como un perfume, cuando arañase la tierra con el azadón y el surco nuevo enviase a su olfato la frescura del suelo removido. Algo habría también de su alma en las espigas del trigo, en las amapolas que goteaban de rojo los flancos de oro de la mies, en los pájaros que cantaban al amanecer cuando el rebaño humano iba hacia el tajo, en los matorrales del monte, sobre los cuales revoloteaban los insectos asustados por las carreras de las yeguas y los bufidos de los toros.



– ¿Quién sabe – continuó el rebelde – si en esas estrellas, que parecen guiñar sus ojos en lo alto, hay algo a estas horas de la luz de esos otros ojos que tanto amabas,

Alcaparrón

?..



Pero la mirada del gitano delató un asombro, que tenía algo de compasivo, como si creyese loco a Salvatierra.



– Te asusta la grandeza del mundo, comparada con la pequeñez de tu pobre muerta, y retrocedes. El vaso es demasiado grande para una lágrima: es cierto. Pero también la gota se pierde en el mar… y sin embargo, allí está.



Salvatierra siguió hablando, como si quisiera convencerse a sí mismo. ¿Qué significaba la grandeza o la pequeñez? En una gota de líquido existían millones de millones de seres, todos con vida propia: tantos como hombres poblaban el planeta. Y uno solo de estos organismos infinitesimales, bastaba para matar una criatura humana, para diezmar con la epidemia una nación. ¿Por qué no habían de influir los hombres, microbios del infinito, en aquel universo, en cuyo seno quedaba la fuerza de su personalidad?..



Después, el revolucionario parecía dudar de sus palabras, arrepentirse de ellas.



– Tal vez esta creencia equivale a una cobardía: tú no puedes comprenderme,

Alcaparrón

. Pero, ¡ay! ¡la Muerte! ¡la incógnita, que nos espía y nos sigue, burlándose de nuestras soberbias y nuestras satisfacciones!.. Yo la desprecio, me río de ella, la espero sin miedo para descansar de una vez: y como yo, muchísimos. Pero los hombres amamos, y el amor nos hace temblar por los que nos rodean: troncha nuestras energías, nos hace caer de bruces, cobardes y trémulos ante esa bruja, inventando mil mentiras, para consolarnos de sus crímenes. ¡Ay, si no amásemos!.. ¡qué animal tan valeroso y temerario sería el hombre!



El carro, en su marcha traqueteante, había dejado atrás al gitano y a Salvatierra, que se detenían para hablar. Ya no le veían. Les servía de guía su lejano chirrido y el plañir de la familia, que marchaba a la zaga, acometiendo de nuevo la canturía de su dolor.



– ¡Adiós, Mari-Crú! – gritaban los pequeños, como acólitos de una religión fúnebre. – ¡Se ha muerto nuestra prima!..



Y cuando callaban un momento, volvía a sonar la voz de la vieja, desesperada, estridente, como la de un sacerdote del dolor.



– ¡Se va la paloma blanca; la gitana durse; el capullito de rosa antes de abrir!.. ¡Señó Dios! ¿en qué piensas, que sólo ajogas a los buenos?..



VII

Al llegar las vendimias con el mes de Septiembre, los ricos de Jerez se preocupaban más de la actitud de los jornaleros que del buen resultado de la recolección.



En el

Círculo Caballista

, hasta los señoritos más alegres olvidaban los méritos de sus jacas, los excelencias de sus perros y el garbo de las mozas cuya propiedad se disputaban, para no hablar más que de aquella gente tostada por el sol, curtida por los penalidades, sucia, maloliente y de ojos rencorosos que prestaba los brazos a sus viñas.



En los numerosas sociedades de recreo que ocupaban casi todos los bajos de la calle Larga, no se hablaba de otra cosa. ¿Qué más querían los trabajadores de las viñas?.. Ganaban un jornal de diez reales, comían en lebrillos la menestra que ellos mismos se arreglaban sin que el amo interviniese; tenían una hora de descanso en invierno y dos en verano, para no caer asfixiados sobre la tierra caliza que echaba chispas; les concedían ocho cigarros durante la jornada y por las noches dormían, teniendo los más de ellos una sábana sobre las esterillas de enea. Unos verdaderos sibaritas los tales viñadores; ¿y aún se quejaban y exigían reformas amenazando con la huelga?..



En el

Caballista

, los que eran propietarios de las viñas mostrábanse enternecidos por repentina piedad, y hablaban de los gañanes de los cortijos. ¡Aquellos pobrecitos sí que eran merecedores de mejor suerte! Dos reales de jornal, un rancho insípido por todo alimento y dormir en el suelo vestidos, con menos abrigo que las bestias. Era lógico que éstos se quejasen: no los trabajadores de las viñas que vivían como unos señores si se les comparaba con los gañanes.



Pero los amos de los cortijos protestaban indignados, al ver que se intentaba arrojar sobre ellos todo el peso del peligro. Si no retribuían mejor al bracero, era porque el producto del cortijo no daba para más. ¿Podían compararse el trigo, la cebada y la ganadería con aquellas viñas famosas en el mundo, que arrojaban el oro a borbotones por sus sarmientos, y en ciertos años daban a sus amos una ganancia más fácil que si saliesen a robar a las carreteras?.. Cuando se gozaba de tal fortuna había que ser generosos, dar una pequeña parle de bienestar a los que les sostenían con sus esfuerzos. Los trabajadores se quejaban con razón.



Y las tertulias de los ricos, transcurrían en una continua pelea entre los propietarios de los dos bandos.



Su vida de holganza habíase paralizado. La ruleta permanecía inmóvil; las barajas estaban sin abrir sobre la mesa verde; pasaban las buenas mozas por la acera sin que asomasen a las ventanas de los casinos los grupos de cabezas lanzando requiebros y maliciosos guiños.



El conserje del

Caballista

, andaba como loco buscando la llave de lo que pomposamente se titulaba biblioteca en los estatutos de la sociedad: un armario oculto en el rincón más oscuro de la casa, menguado como alacena de pobre, mostrando al través de sus cristales empolvados y telarañosos, unas cuantas docenas de libros, que nadie había abierto. Los señores socios sentíanse aguijoneados de repente por el deseo de instruirse, de

capacitarse

 de aquello que llamaban cuestión social, y miraban todas las tardes el armario como un tabernáculo de la ciencia, esperando que apareciese la llave para buscaren su interior la luz que deseaban. Realmente no era grande su prisa por enterarse de aquellas

cosas

 del socialismo que traían revueltos a los trabajadores.



Algunos se indignaban con los libros antes de leerlos. ¡Mentiras, todo mentiras, para amargar la existencia! Ellos no leían y eran felices. ¿Por qué no habían de hacer lo mismo aquellos tontos del campo, que por las noches quitaban horas a su sueño formando corro en torno del camarada que les leía diarios y folletos? El hombre, cuanto más ignorante, más dichoso… Y lanzaban miradas de abominación al armario de los libros, como si fuese un depósito de maldades, mientras el mueble infeliz seguía guardando en sus entrañas un tesoro de volúmenes inofensivos, regalados en su mayor parte por el Ministerio a instancias del diputado del distrito; versos a la Virgen María, y cancioneros patrióticos; guías para la cría del canario y reglas para lo reproducción del conejo doméstico.



Mientras disputaban los ricos entre ellos o se indignaban examinando las pretensiones de los trabajadores, éstos seguían en su actitud de protesta. La huelga había comenzado parcialmente, con una falta de cohesión que demostraba la espontaneidad de la resistencia. En algunas viñas, los dueños, impulsados por el miedo de perder la vendimia, «pasaban por todo», pero acariciando en la rencorosa mente la esperanza de la represalia así que sus racimos estuvieran en el lagar.



Otros, más ricos, «tenían vergüenza», según declaraban con caballeresca arrogancia, negándose a todo arreglo con los rebeldes. Don Pablo Dupont era el más fogoso de ellos. Antes perdía su bodega que

bajarse

 a aquella gentuza. ¡Irle con imposiciones a él, que era el padre de sus trabajadores, y cuidaba no sólo del sustento de su cuerpo, sino de la salud de su almo, libertándola del «grosero materialismo!»



– Es una «cuestión de principios» – declaraba en su escritorio ante los empleados, que movían afirmativamente la cabeza aun antes de que él hablase. – Yo soy capaz de darles lo que desean, y más aún. ¡Pero que no me lo pidan; que no me lo exijan! Eso es negar mis sagrados derechos de amo… A mí el dinero me importa poco, y la prueba es que antes que ceder, mejor quiero que se pierda la cosecha de Marchamalo.



Y Dupont, agresivo en la defensa de lo que llamaba sus derechos, no sólo se negaba a oír las pretensiones de los braceros, sino que había expulsado de la viña a todos los que se significaban como agitadores mucho antes de que intentasen rebelarse.



Quedaban en Marchamalo muy pocos viñadores, pero Dupont había sustituido a los huelguistas con gitanas de Jerez y muchachas venidas de la sierra al cebo de los jornales abundantes.



Como la vendimia no exigía grandes fatigas, Marchamalo estaba lleno de mujeres que se agachaban en sus laderas cortando los racimos, mientras desde el camino las insultaban los huelguistas privados de trabajo por sus «ideas».



La rebeldía de los jornaleros había coincidido con lo que Luis Dupont titulaba su período de seriedad.



El calavera había acabado por asombrar con su nueva conducta al poderoso primo… ¡Ni mujeres ni escándalos! La

Marquesita

 ya no se acordaba de él: ofendida por sus desvíos, había vuelto a unirse con el tratante de cerdos, «el único hombre que sabía hacerla marchar».



El señorito parecía entristecerse cuando le hablaban de sus famosas francachelas. Aquello había pasado para siempre: no se podía ser joven toda la vida. Ahora era hombre; pero hombre serio y de provecho. Él llevaba

algo

 dentro de la cabeza; sus antiguos maestros, los Padres de la Compañía, lo reconocían. No pensaba detenerse en su marcha hasta conquistar una posición tan alta en la política como la que su primo tenía en la industria. Otros, peores que él, manejaban los asuntos de la tierra, y eran oídos por el gobierno, allá en Madrid, como virreyes del país.



De la vida pasada sólo conservaba las amistades con los valientes, reforzando su cortejo con nuevos bravucones. Los mimaba y mantenía con el propósito de que le sirviesen de auxiliares en su carrera política. ¡Quién le haría frente en su primera elección, viéndole en tan honrada compañía!.. Y para entretener a la honorable corte, seguía cenando en los colmados y embriagándose con ellos. Esto no quebrantaba su respetabilidad. Una

jumera

 de vez en cuando no era motivo para que nadie se escandalizase. ¡Costumbres de la tierra! Además, esto daba cierta popularidad.



Y Luis Dupont, convencido de la importancia de su persona, iba de un casino a otro hablando de la «cuestión social» con vehementes manoteos que ponían en peligro las botellas y copas alineadas en las mesas.



En el

Círculo Caballista

 rehuía las tertulias de la gente joven, que sólo le recordaban sus pasadas locuras para aplaudirlas, proponiéndole otras mayores. Buscaba la conversación de los «padres graves», de los grandes cosecheros y ricos agricultores, que comenzaban a oírle con cierta atención, reconociendo que aquel

perdis

 tenía una buena cabecita.

 



Dupont hinchábase con vehemente oratoria al hablar de los trabajadores del país. Repetía lo que había oído a su primo y a los religiosos que frecuentaban la casa de los Dupont, pero exagerando las soluciones, con un ardor autoritario y brutal muy del gusto de sus oyentes, gente tan ruda como rica, que encontraba placer en derribar toros y domar potros salvajes.



Para Luis, la cuestión era sencillísima. Un poco de caridad; y después religión, mucha religión, y palo al que se desmandase. Con esto se acababa el llamado conflicto social y quedaba todo como una balsa de aceite. ¿Cómo podían quejarse los trabajadores, allí donde existían hombres como su primo y muchos de los presentes (aquí sonrisas agradecidas del auditorio y movimientos de aprobación), que eran caritativos hasta el exceso y no podían presenciar una desgracia sin echar mano al bolsillo y regalar un duro, y hasta dos?..



Contestaban a esto los rebeldes que la caridad no era bastante, y que, a pesar de ello, mucha gente vivía en la miseria. ¿Y qué podían hacer los amos para remediar lo que era irremediable? Siempre existirían ricos y pobres, hambrientos y ahítos; sólo los locos o los criminales podían soñar con la igualdad.



¡La igualdad!.. Dupont valíase de un ironismo que entusiasmaba a su auditorio. Todos los chistes que la más noble de las aspiraciones humanas había inspirado a su primo Pablo y a su corte de sacerdotes, repetíalos Luis con una convicción firmísima, como si fuesen el resumen del pensamiento universal. ¿Qué era aquello de la igualdad?.. Cualquiera podría apoderarse de su casa, si es que le gustaba; y él, a su vez, le robaría la chaqueta al vecino, porque le era necesaria; y el otro echaría la zarpa sobre la mujer del de más allá, porque la consideraría de su gusto. ¡La mar, caballeros!.. ¿No merecían cuatro tiros o la camisa de fuerza los que hablaban de la tal igualdad?



Y a las risas del orador, uníanse las carcajadas de todos los socios. ¡Aplastado el socialismo! ¡Qué gracia y qué palique tenía aquel muchacho!..



Muchos señores viejos movían la cabeza con aire protector, reconociendo que Luis hacía falta en otra parte, que era lástima que sus palabras se perdiesen en aquella atmósfera de humo de tabaco, y que a la primera ocasión habría que satisfacer su gusto, para que España entera escuchase desde la tribuna aquella critica tan chispeante y justa.



Dupont, enardecido por el general asentimiento, seguía hablando, pero ahora en tono grave. La gente baja, lo que necesitaba antes del jornal, era el consuelo de la religión. Sin religión se vive rabiando, víctima de toda clase de infelicidades, y este era el caso de los trabajadores de Jerez. No creían en nada, no iban a misa, se burlaban de los curas, sólo pensaban en la revolución social con degollinas y fusilamientos de burgueses y jesuitas; no tenían la esperanza de la vida eterna, consuelo y compensación de las miserias de aquí abajo, que son insignificantes, pues sólo duran unas cuantas docenas de años, y como resultado lógico de tanta impiedad, encontraban su pobreza más dura, con nuevos tonos sombríos.



Aquel rebaño, triste y sin Dios, merecía su castigo. ¡Que no se quejase de los amos, pues éstos se esforzaban en volverle a la buena senda! ¡Que exigiese responsabilidad a los verdaderos autores de su desgracia, a Salvatierra y otros como él, que le habían arrebatado la fe!



– Además, señores – peroraba el señorito con entonación tribunicia – ¿qué va a conseguirse aumentando el jornal? Fomentar el vicio y nada más. Esa gente no ahorra: esa gente no ha ahorrado nunca. A ver: que me presenten un jornalero que tengo guardados sus ahorros.



Callaban todos, moviendo la cabeza con asentimiento. Nadie presentaba el trabajador exigido por Dupont, y éste sonreía triunfante, esperando en vano al ser prodigioso que lograra ahorrar una fortunilla sobre su jornal de pocos reales.



– Aquí – continuaba con solemnidad – no hay afición al trabajo ni espíritu de ahorro. Vean ustedes el obrero de otros países: trabaja más que el de esta tierra y guarda un capitalito para la vejez. ¡Pero aquí!.. aquí el bracero, de joven, no piensa más que en cog