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La bodega

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Y el jornalero del campo que, mal alimentado con bazofia, sudaba bajo el sol, sintiendo la proximidad de la asfixia, al detenerse un instante para respirar en esta atmósfera de horno, se decía que era mentira la fraternidad de los hombres predicada por Jesús, y falso aquel dios que no había hecho ningún milagro, dejando los males del mundo lo mismo que los encontró al llegar a él… Y el trabajador vestido con un uniforme, obligado a matar en nombre de cosas que no conoce a otros hombres que ningún daño le han hecho, al permanecer horas y horas en un foso, rodeado de los horrores de la guerra moderna, peleando con un enemigo invisible por la distancia, viendo caer destrozados miles de semejantes bajo la granizada de acero y el estallido de las negras esferas, también pensaba con estremecimientos de disimulado terror: «¡Cristo ha muerto, Cristo ha muerto!»

Sí; bien muerto estaba. Su vida no había servido para aliviar uno solo de los males que afligen a los humanos. En cambio, había causado a los pobres un daño incalculable predicándoles la humildad, infiltrando en sus espíritus la sumisión, la creencia del premio en un mundo mejor. El envilecimiento de la limosna y la esperanza de justicia ultraterrena habían conservado a los infelices en su miseria por miles de años. Los que viven a la sombra de la injusticia, por mucho que adorasen al Crucificado, no le agradecerían bastante sus oficios de guardián durante diecinueve siglos.

Pero los infelices sacudían ya su atonía: el dios era un cadáver. No más resignación. Ante el Cristo muerto había que aclamar el triunfo de la Vida. El cadáver inmenso aun pesaba sobre la tierra, pero las muchedumbres engañadas se agitaban ya, dispuestas a sepultarle. Por todos lados se oían los vagidos del mundo nuevo que acababa de nacer. La Poesía que profetizó vagamente la llegada de Cristo, anunciaba ahora la aparición del gran Redentor, que no había de encerrarse en la debilidad de un hombre, sino que encarnaría en la inmensa masa de los desheredados, de los tristes, con el nombre de Rebelión.

Los hombres comenzaban de nuevo su marcha hacia la fraternidad, el ideal de Cristo: pero abominando de la mansedumbre, despreciando la limosna por envilecedora e inútil. A cada cual lo suyo, sin concesiones que denigran, ni privilegios que despiertan el odio. La verdadera fraternidad era la Justicia social.

Calló Salvatierra, y viendo que oscurecía, dio una vuelta, comenzando a desandar el camino.

Jerez, como una gran mancha negra, recortaba las líneas de sus torres y tejados sobre el último resplandor del crepúsculo, mientras abajo perforaban su oscuridad las rojas estrellas del alumbrado.

Los dos hombres vieron marcarse sus sombras sobre la blanca superficie del camino. La luna salía a sus espaldas, remontándose en el espacio.

Lejos aún de la ciudad, oyeron un ruidoso cascabeleo que hacía apartarse a un lado a los carros que volvían de los cortijos, lentamente, con sordo rechinar de ruedas.

Salvatierra y su discípulo, refugiándose en la cuneta, vieron pasar cuatro briosos caballos con borlajes saltones y chillonas ristras de cascabeles tirando de un coche lleno de gente. Cantaban, gritaban, palmoteaban, llenando el camino con su alegría loca, esparciendo el escándalo de la juerga sobre las llanuras muertas que aun parecían más tristes a la luz de la luna.

Pasó el carruaje como un rayo entre nubes de polvo, pero Fermín pudo reconocer al que guiaba los caballos. Era Luis Dupont que, erguido en el pescante, arreaba con la voz y el látigo a las cuatro bestias que corrían desbocadas. Una mujer que iba junto a él, también gritaba azuzando al ganado con una fiebre de velocidad loca. Era la Marquesita. Montenegro creyó que le había reconocido, pues al alejarse, agitó una mano entre la nube de polvo, gritándole algo que no pudo oír.

– Esos van de juerga, don Fernando – dijo el joven cuando se restableció el silencio en el camino. – Les parece estrecha la ciudad, y, como mañana es domingo, querrán pasarlo en Matanzuela a sus anchas.

Salvatierra, al oír el nombre del cortijo, recordó a su camarada del ventorro del Grajo, aquel enfermo que ansiaba su presencia como el mejor remedio. No le había visto desde el día en que el temporal le obligó a refugiarse en Matanzuela, pero le recordaba muchas veces, proponiéndose repetir su visita en la próxima semana. Prolongaría uno de sus largos paseos, llegando hasta aquella choza donde le esperaban como un consuelo.

Fermín habló de los recientes amoríos de Luis con la Marquesita. Al fin, la amistad les había conducido a un término, que los dos parecían querer evitar. Ella ya no estaba con el tosco ganadero de cerdos. Volvía a tirarle el señorío, según decía, y alardeaba impúdicamente de sus nuevas relaciones, viviendo en casa de Dupont y entregándose los dos a fiestas ruidosas. Les parecía su amor desabrido y monótono, si no lo sazonaban con embriagueces y escándalos que alterasen la hipócrita calma de la ciudad.

– Se han juntado dos locos – continuó Fermín. – Cualquier día se pelearán, saliendo de una de sus juergas echando sangre; pero, mientras tanto, se creen felices y exhiben su dicha con una desvergüenza admirable. Yo creo que lo que más les divierte es la indignación de don Pablo y su familia.

Montenegro relató las últimas aventuras de estos enamorados, que alarmaban a la ciudad. Jerez les parecía estrecho para su dicha y corrían los cortijos y las poblaciones inmediatas, llegando hasta Cádiz, seguidos del cortejo de cantadores y matones que acompañaba siempre a Luis Dupont. Pocos días antes habían tenido en Sanlúcar de Barrameda una fiesta estruendosa, al final de la cual, la Marquesita y su amante, embriagando a un camarero, le raparon la cabeza con unas tijeras. En el Círculo Caballista, reían los señoritos al comentar las hazañas de aquella pareja. ¡Pero qué buena sombra tenía Luis! ¡Qué gran mujer la Marquesita!..

Y los dos amantes, en una continua borrachera, que apenas se desvanecía era reforzada, como si temiesen perder la ilusión viéndose fríamente sin la engañosa alegría del vino, iban de un lado a otro, cual un vendaval de escándalo, entre los aplausos de la gente joven y la indignación de las familias.

Salvatierra escuchaba a su discípulo con gesto irónico. Le interesaba Luis Dupont. Era un buen ejemplar de aquella juventud ociosa, dueña de todo el país.

Apenas habían llegado los dos paseantes a las primeras casas de Jerez, cuando el carruaje de Dupont, rodando vertiginosamente a impulsos de las briosas bestias, que corrían como locas, estaba ya en Matanzuela.

Los perros del cortijo ladraron furiosamente al oír el galope, cada vez más cercano, acompañado de gritos, rasgueos de guitarra y canciones de prolongado lamento.

– Ahí viene el amo – dijo Zarandilla. – Nadie pué ser más que él.

Y llamando al aperador, salieron los dos fuera del cortijo para ver llegar, a la luz de la luna, el ruidoso carruaje.

Bajó del pescante de un salto la gentil Marquesita, y poco a poco fueron disgregándose del amontonamiento de carne que llenaba el interior todos los del séquito. El señorito abandonó las riendas a Zarandilla, después de hacerle varias recomendaciones para que cuidase bien el ganado.

Rafael avanzó quitándose el sombrero.

– ¿Eres tú, buen mozo? – dijo la Marquesita con desenvoltura. – Cada vez estás más guapo. Si no fuese por darle un disgusto a María de la Luz, cualquier día engañábamos a éste.

Pero éste, o sea Luis, reía de la desvergüenza de su prima, sin que le molestase la muda comparación a que parecían entregados los ojos de Lola, entre su cuerpo desmedrado de vividor alegre y la fuerte armazón del aperador del cortijo.

El señorito pasó revista a su gente. Ninguno se había perdido en el viaje; todos estaban: la Moñotieso, famosa cantaora, y su hermana; su señor padre, un veterano del baile clásico que había hecho tronar bajo sus tacones los tablados de todos los cafés cantantes de España; tres protegidos de Luis, graves y cejijuntos, con la mano en la cadera y los ojos entornados, como si no osaran mirarse por no infundirse espanto, y un hombre carilleno, con sotobarba sacerdotal y unos tufos de pelo pegados a las orejas, guardando bajo el brazo una guitarra.

– ¡Ahí le tienes! – dijo el señorito a su aperador, señalándole al guitarrista. – El señó Pacorro, alias el Águila, el primer tocador del mundo. ¡El Guerra, matando toros, y mi amigo con la guitarra!.. ¡el disloque!

Y como el cortijero se quedase mirando a este ser extraordinario, cuyo nombre no había oído jamás, el tocador se inclinó ceremoniosamente como un hombre de mundo, experto en fórmulas sociales.

– Beso a uzté la mano…

Y sin añadir palabra se entró en el cortijo, siguiendo a la demás gente que guiaba la Marquesita.

La mujer de Zarandilla y Rafael, ayudados por aquella tropa, arreglaron las habitaciones del amo. Dos quinqués humosos dieron luz a la gran sala de enjalbegadas paredes, adornadas con algunos cromos de santos. Los hombres de confianza de don Luis, doblando el espinazo con cierta pereza, sacaron de espuertas y cajones todas las vituallas traídas en el carruaje.

La mesa se llenó de botellas, que transparentaban la luz; unas de color de avellana, otras de oro pálido. La vieja de Zarandilla se entró en la cocina, seguida de las demás mujeres, mientras el señorito preguntaba al aperador por la gente de la gañanía.

Casi todos los hombres estaban fuera del cortijo. Como era sábado, los jornaleros de la sierra se habían ido a sus pueblos. Sólo quedaban los gitanos y las bandas de muchachas que bajaban a la escarda confiadas a la vigilancia de sus manijeros.

El amo recibía con satisfacción estos informes. No le gustaba divertirse teniendo a la vista a los jornaleros, gentes envidiosas, de corazón duro, que rabiaban con la alegría ajena y andaban después propalando los mayores embustes. Le placía estar a sus anchas en el cortijo. ¿No era el amo?.. Y saltando de un pensamiento a otro con su incoherente ligereza, se encaró con los acompañantes. ¿Qué hacían sentados, sin beber, sin hablar, como si estuviesen velando a un muerto?..

 

– Vamos a ver esas manitas de oro, maestro – dijo al tocador que, con la guitarra sobre las rodillas y la mirada en alto, se entretenía haciendo arpegios.

El maestro Águila, después de toser varias veces, comenzó un rasgueo, interrumpido de vez en cuando por las escalas gimeantes de la cuerda prima. Uno de los esbirros de don Luis destapó botellas y ordenó las filas de cañas, ofreciendo estos tubos de cristal, llenos de líquido dorado con una corona de burbujas. Las mujeres, atraídas por la guitarra, llegaron corriendo de la cocina.

– ¡Venga de ahí, Moñotieso! – gritó el señorito.

Y la cantaora rompió en una soleá, con una voz aguda y poderosa, que después de hincharla el cuello como si éste fuera a reventarse, atronaba la sala y ponía en conmoción a todo el cortijo.

El honorable padre de la Moñotieso, como hombre versado en sus deberes, sin esperar invitaciones, sacó a su otra hija al centro de la habitación y comenzó el baile con ella.

Rafael se alejó prudentemente, después de beber dos copas. No quería estorbar la fiesta con su presencia. Además, deseaba revistar el cortijo antes que adelantase la noche, temiendo que el amo quisiera recorrerlo por un capricho de su embriaguez.

En el patio se tropezó con Alcaparrón, que atraído por el ruido de la fiesta esperaba una coyuntura para introducirse en la sala con su pegajosidad de parásito. El aperador le amenazó con varios palos si seguía allí.

– Largo, granuja; esos señores no quieren ná con los gitanos.

Alcaparrón se alejó con aire humilde, pero dispuesto a volver apenas desapareciese el señor Rafael, el cual entrose en la cuadra para ver si los caballos del amo estaban bien cuidados.

Cuando pasada una hora volvió el aperador al lugar de la fiesta, vio sobre la mesa muchas botellas vacías.

La gente estaba lo mismo, como si el líquido se hubiera derramado en el suelo: solamente el tocador rasgueaba con más fuerza y los demás batían palmas con una agitación loca, gritando a un tiempo para jalear al viejo bailarín. El respetable padre de las Moñotieso, abriendo la boca desdentada y negra con femeniles gritos, movía sus caderas descarnadas, hundiendo el vientre para hacer surgir con mayor relieve la parte opuesta. Sus mismas hijas celebraban con grandes risotadas estos alardes de una vejez envilecida.

– ¡Olé, grasioso!..

El anciano seguía bailando como una caricatura femenil entre las lúbricas excitaciones que le dirigía la Marquesita.

 
¡San Patrisio!..
¡Que la puerta se sale del quisio!
 

Y al cantar esto movíase de tal modo, que parecía próximo a hacer salir de su quicio natural una parte de su dorso, mientras los hombres le arrojaban los sombreros a los pies, entusiasmados por esta danza infame, deshonra del sexo.

Cuando el bailador volvió a su silla, sudoroso y pidiendo una copa como premio de su cansancio, se hizo un largo silencio.

– Aquí fartan mujeres…

Era el Chivo el que hablaba, después de escupir por la comisura de los labios, con la gravedad solemne de un valentón parco en palabras.

La Marquesita protestó.

– ¿Y nosotras qué somos, mamarracho?

– Sí; eso es: ¿qué somos nosotras? – añadieron como un eco las dos de Moñotieso.

El Chivo se dignó explicarse. Él no quería fartar a las señoras presentes; quería decir que la juerga, para que marchase bien, necesitaba más mujerío.

El señorito se puso de pie con resolución. ¿Mujerío?.. Él lo tenía; en Matanzuela había de todo. Y empuñando una botella, dio orden a Rafael para que le acompañase a la gañanía.

– Pero, señorito, ¿qué va a jacer su mercé?..

Luis obligó al aperador a que le guiase, a pesar de sus protestas, y todos le siguieron.

Cuando la alegre banda entró en la gañanía, la vio casi desierta. La noche era de primavera y los manijeros y el arreador estaban sentados en el suelo, cerca de la puerta, viendo el campo que azuleaba silencioso bajo la luz de la luna. Las mujeres dormitaban en los rincones, o formando corrillos oían cuentos de brujas y milagros de santos con un silencio religioso.

– ¡El amo! – dijo el aperador al entrar.

– ¡Arriba! ¡Arriba! ¿Quién quiere vino? – gritó alegremente el señorito.

Todos se pusieron de pie, sonriendo a la inesperada aparición.

Las muchachas contemplaban con asombro a la Marquesita y sus dos acompañantas, admirando sus pañolones floreados de la China, sus relucientes peinados.

Los hombres se encogían modestamente ante el señorito, que les ofrecía una copa, mientras sus ojos se iban tras la botella que tenía en las manos. Después de hipócritas negativas, bebieron todos. Era vino de ricos, del que ellos no conocían. ¡Oh! ¡aquel don Luis era todo un hombre! Algo calavera; pero la juventud le servía de excusa y además tenía un gran corazón. ¡Todos los amos que fuesen como él!..

– ¿Pero, qué vino, compañero? – se decían unos a otros, enjugándose los labios con el reverso de la mano.

La tía Alcaparrona también bebió, y su hijo, que al fin había conseguido agregarse al cortejo del amo, pasaba y repasaba ante éste, enseñándole la dentadura caballar con la mejor de sus sonrisas.

Dupont peroraba tremolando en alto la botella. Venía para invitar a su comilona a todas las muchachas de la gañanía, pero sólo a las guapas. Él era así: llano y francote: ¡viva la democracia!..

Las muchachas, ruborosas en presencia del amo, a quien muchas de ellas veían por primera vez, retrocedían mirando al suelo, con las manos puestas ante la falda. Dupont las señalaba: ¡esta! ¡esta!.. Y se fijó también en Mari-Cruz, la prima de Alcaparrón.

– Tú, gitana, también. Eres feílla, pero tienes ángel y sabrás cantar.

– Como los serafines, señó – dijo el primo queriendo aprovechar el parentesco para introducirse en la fiesta.

Las muchachas, repentinamente ariscas, como si les amagase algún peligro, se hacían atrás, negándose a aceptar el convite. Ya habían cenado, ¡muchas gracias! Pero poco después reían, cuchicheando satisfechas, al ver el mal gesto que ponían ciertas compañeras al no ser designadas por el amo o sus acompañantes. La tía Alcaparrona las reñía por su timidez:

– ¿Por qué no queréis dir? Andad, payas, y si no tenéis gana de jartaros de cosas buenas, tomad algo de lo que el señó os dé. ¡Pues, poquitas veces que me orsequió a mí el señó marqués, el papá de este sol resplandesiente que aquí está!

Y decía esto señalando a la Marquesita, que examinaba a algunas de aquellas jóvenes, como si quisiera adivinar su hermosura debajo de las ropas astrosas.

Los manijeros, conmovidos por el vino del amo, que no había hecho más que despertar su sed, intervenían paternalmente con el pensamiento puesto en otras botellas. Podían ir con don Luis sin miedo alguno: lo decían ellos, que eran los encargados de cuidarlas y respondían de su seguridad ante sus familias.

– Es un cabayero, muchachas, y además, vais a cenar con estas señoras. Toos personas decentes.

La resistencia fue de corta duración, y, por fin, salió un grupo de jóvenes escoltado por el amo y sus huéspedes.

Los que quedaron en la gañanía comenzaron a buscar por los rincones una guitarra. ¡Buena se presentaba la noche! Al salir el amo, había dicho al aperador que enviase a aquella gente todo el vino que pidiera. ¡Oh, qué don Luis!..

La mujer de Zarandilla puso la mesa, ayudada por las jóvenes serranas, que habían adquirido cierto aplomo al verse en las habitaciones del amo. Además, el señorito, con una franqueza que las enorgullecía, haciéndolas subir a la cara oleadas de sangre, iba de una a otra con la botella y la batea de cañas, obligándolas a que bebiesen. El padre de las Moñotieso las hacía enrojecer y prorrumpir en risotadas semejantes a cocleos de gallinas, relatándolas al oído cuentos impúdicos.

Eran más de veinte para la cena, y apretados en torno de la mesa, comenzaron a comer los platos que Zarandilla y su mujer servían con gran dificultad, pasándolos por encima de las cabezas.

Rafael se mantenía de pie junto a la puerta, no sabiendo si ausentarse o hacerse visible, por respeto al amo.

– Siéntate, hombre – ordenó magnánimamente don Luis. – Te lo permito.

Y como la gente se estrechase aún más, para hacerle sitio, la Marquesita se levantó llamándole. ¡Allí, al lado de ella! El aperador, al sentarse, creyó que se sumergía en las faldas y las susurrantes ropas interiores de la hermosa, quedando como pegado a ella, en ardoroso contacto con un lado de su cuerpo.

Los muchachas rechazaban con remilgos los primeros ofrecimientos del señorito y sus compañeros. Gracias; ellas habían cenado. Además, no estaban acostumbradas a las comidas fuertes de los señores, y podían hacerlas daño.

Pero el olor de la carne, de la sagrada carne siempre vista de lejos y de la que se hablaba en la gañanía como de un manjar de dioses, pareció marearlas con una embriaguez más intensa que la del vino. Una tras otra, fueron arrojándose sobre los platos, y perdido el primer escrúpulo, comenzaron a devorar como si saliesen de larguísimos ayunos.

El señorito celebraba la voracidad con que se movían aquellas mandíbulas, y sentía una satisfacción moral casi equivalente a la que proporciona el bien. ¡Él era así! ¡le gustaba de vez en cuando alternar con los pobres!

– ¡Olé las mujeres de buen diente!.. Ahora a beber para que no se os atragante el bocado.

Las botellas se vaciaban, y las bocas de las muchachas, azuladas antes por la anemia, mostrábanse rojas con el zumo de la carne, y brillantes con las gotas de vino que se escurrían hasta las barbillas.

Mari-Cruz, la gitana, era la única que no comía. Alcaparrón la hacía señas rondando la mesa como un perro. ¡La pobre estaba siempre tan falta de apetito!.. Y con su habilidad de gitano, escamoteaba todo lo que con disimulo le ofrecía Mari-Cruz. Después salía al patio unos instantes para zampárselo de golpe, mientras la prima enfermiza bebía y bebía, admirando el vino de los señores como lo más sorprendente de la fiesta.

Rafael apenas comió, trastornado por la vecindad de la Marquesita. Le atormentaba el contacto de aquel cuerpo hermoso hecho para el amor; el perfume incitante de la carne fresca purificada por una limpieza desconocida en los campos. Ella, en cambio, parecía aspirar con delectación por su naricilla sonrosada y palpitante, el vaho de macho campesino, el olor de cuero, de sudor y de cuadra que se esparcía con los movimientos del arrogante galán.

– Bebe, Rafael: anímate. ¡Mira a mi hombre qué amartelado está con sus serranas!

Y señalaba a Luis que, atraído por la novedad, se olvidaba de ella para requebrar a sus vecinas; dos jornaleras que ofrecían el encanto de una belleza rústica, mal lavada; dos beldades de cortijo en las que creía aspirar el perfume acre de las dehesas, el vaho animal de los rebaños.

Era cerca de media noche cuando terminó la cena. El ambiente de la sala se había caldeado y era sofocante.

El fuerte olor del vino derramado y de los platos sobrantes caídos en un rincón, mezclábase con el hedor de petróleo de los quinqués.

Las muchachas, enrojecidas por la digestión, respiraban con dificultad y se aflojaban los cuerpos de sus vestidos, desabrochándose el pecho. Lejos de la vigilancia de los manijeros y trastornadas por el vino, olvidaban sus remilgos de vírgenes silvestres. Se entregaban con verdadera furia al goce de esta fiesta extraordinaria, que era como un relámpago en su vida oscura y triste.

Una de ellas, por una copa derramada sobre su falda, irguiose amenazando a otra con las uñas. Sentían en sus cuerpos la presión de brazos varoniles y sonreían con cierta beatitud, como absolviéndose anticipadamente de todos los contactos que pudieran sufrir en el dulce abandono del bienestar. Las dos Moñotieso, ebrias y furiosas al ver que los hombres sólo atendían a las payas, hablaban de desnudar a Alcaparrón, para mantearle; y el muchacho, que había dormido vestido toda su vida, escapaba, temblando por su gitana pudibundez.

La Marquesita se arrimaba cada vez más a Rafael. Parecía que todo el calor de su organismo se había concentrado en el lado que tocaba al aperador, quedando el costado opuesto frío e insensible. El mocetón, obligado a beber las copas que le ofrecía la señorita, sentíase ebrio, pero con una embriaguez nerviosa que le hacía bajar la cabeza y fruncir las cejas torvamente, deseando pelearse con cualquiera de los valientes que acompañaban a don Luis.

 

El calor femenil de esta carne suave, que le acariciaba con su contacto por debajo de la mesa, le irritaba como un peligro difícil de vencer. Intentó levantarse varias veces, pretextando ocupaciones afuera, pero se sintió agarrado por una manecita de nerviosa fuerza.

– Siéntate, ladrón; si te meneas, de un pellizco te arranco el alma.

Y tan borracha como los otros, apoyando su cabeza rubia en una mano, la Marquesita le contemplaba con los ojos entornados; unos ojos azules, cándidos, que parecían no manchados jamás por la nube de un pensamiento impuro.

Luis, entusiasmado por la admiración de las dos muchachas sentadas junto a él, quiso mostrarse en toda su grandeza heroica, y repentinamente arrojó una copa a la cara del Chivo, que estaba enfrente. La fiera del presidio contrajo su carátula feroz e hizo un movimiento para incorporarse, llevándose una mano al bolsillo interior de la chaqueta.

Hubo un silencio de angustia, pero el valentón, pasado el primer movimiento, permaneció en su silla.

– Don Luis – dijo con una mueca de adulación. – Usté es el único hombre que puede jaser eso. Usté es mi pare.

– ¡Y porque soy más valiente que tú! – gritó con arrogancia el señorito.

– Eso – afirmó el matón con otra sonrisa aduladora.

El señorito paseó su mirada de triunfador sobre las aterradas jóvenes, no acostumbradas a tales escenas. ¿Eh?.. ¡Allí tenían a un hombre!

Las Moñotieso y su padre, que por acompañar a todas partes a don Luis como pupilos de su generosidod «se lo sabían de memoria», se apresuraron a dar por terminada la escena, moviendo gran estrépito. ¡Olé los hombres de verdá! ¡Más vino! ¡Más vino!

Y todos, hasta el terrible matón, bebieron a la salud del señorito, mientras éste, como si le sofocase su propia grandeza, se despojaba de la chaqueta y el chaleco y poniéndose de pie agarraba a sus dos compañeras. ¿Qué hacían allí, apretados en torno de la mesa, mirándose unos a otros? ¡Al patio! ¡A correr, a jugar, a seguir la juerga bajo la luna, ya que la noche era de las buenas!..

Y todos salieron a la desbandada, empujándose, ansiando en la asfixia de la embriaguez aspirar el aire libre del patio. Muchas, al abandonar la silla andaban tambaleantes, apoyando la cabeza en el pecho de un hombre. La guitarra del señor Pacorro sonó con triste quejido al chocar con el quicio de la puerta, como si la salida fuese estrecha para el instrumento y el Águila, que lo empuñaba.

Rafael fue a levantarse también, pero le contuvo otra vez la nerviosa manecita.

– Tú aquí – ordenó la hija del marqués, – a hacerme compañía. Deja que se divierta esa gentuza… ¡Pero no me huyas, mala sombra!: parece que te doy miedo.

El aperador, al verse libre de la opresión de los vecinos, había hecho retroceder su silla. Pero el cuerpo de la señorita le buscaba, se apoyaba en él, sin que pudiera librarse de su dulce pesadumbre, por más que echaba el pecho atrás.

Afuera, en el patio, sonaba la guitarra del señor Pacorro, y las cantaoras, roncas por el vino, acompañábanla con gritos y palmas. Pasaban corriendo las jornaleras por cerca de la puerta perseguidas por los hombres, riendo con nerviosas carcajadas, como si las cosquillease el aire de los que iban a sus alcances. Se adivinaban sus escondites en la cuadra, en los graneros, en el horno, en todos los departamentos del cortijo que comunicaban con el patio; y en estas piezas oscuras, los encuentros, las risas sofocadas, los gritos de sorpresa.

Rafael, en su embriaguez, no tenía más que un pensamiento: librarse de las audaces manos de la Marquesita, del peso de su cuerpo, de aquel ambiente tentador, contra el cual se defendía torpemente, seguro de ser vencido.

Callaba asombrado por lo extraordinario de la aventura, cohibido por su respeto a las jerarquías sociales. ¡La hija del marqués de San Dionisio! Esto es lo que le hacía permanecer en su asiento, defendiéndose con debilidad de una hembra, a la que podía repeler con sólo el impulso de una de sus manazas. Por fin, tuvo que hablar:

– ¡Déjeme su mercé, señorita!.. ¡Doña Lola… que no pué ser!

Viéndole ella encogerse con una pudibundez de doncella, prorrumpió en insultos. ¡Ya no era el mozo arrogante de otros tiempos, cuando hacía el contrabando y andaba por los colmados de Jerez con toda clase de mujeres! La tal María de la Luz le tenía embrujado. ¡Una gran virtud, que vivía en una viña, rodeada de hombres!..

Y continuó soltando infamias contra la novia de Rafael, sin que éste se inmutase. El aperador deseaba verla así; sentíase de este modo más fuerte para resistir a la tentación.

La Marquesita, completamente ebria, insistía en sus insultos con la ferocidad de la mujer despreciada, pero sin separarse de él.

– ¡Cobarde! ¿Es que no te gusto?..

Zarandilla entró en la sala apresuradamente, como si quisiera hablar al aperador, pero se detuvo. Afuera, junto a la puerta, sonaba la voz del señorito con tono irritado. ¡Estando él allí no había más aperador, ni más gobierno del cortijo, que su persona!.. ¡A obedecer, cegato!..

Y el viejo volvió a salir con tanto apresuramiento como había entrado, sin decir una palabra al aperador.

Rafael se irritó ante la terquedad de aquella mujer. ¡Si no fuese por su miedo a que le indispusiera con el amo, haciéndole perder el puesto en el cortijo, que era la esperanza de él y su novia!..

Ella seguía insultándolo, pero menos iracunda, como si la embriaguez la privase de movimiento y su deseo no pudiera exteriorizarse más que con palabras. Su cabeza resbalaba sobre el pecho de Rafael: inclinábase, con los ojos entornados, aspirando aquel perfume hombruno, que parecía adormecerla. Tenía su busto caído en las rodillas del campesino, y aun le insultaba, como si encontrase en esto una extraña delectación.

– Me voy a quitar las enaguas pa que te las pongas… ¡bobalicón!.. Debían llamarte María, como a la sosa de tu novia…

En el patio resonó un alarido de terror, acompañado de brutales carcajadas. Luego carreras ruidosas, choque de cuerpos contra las paredes, todo el estrépito del peligro y el miedo.

Rafael se levantó de un salto, sin fijarse en la Marquesita, que rodó por tierra. Tres muchachas entraron en el mismo instante, con tal impulso, que derribaron varias sillas. Tenían la cara blanca, con una palidez mortal; los ojos agrandados por el miedo; agachábanse como si quisieran introducirse bajo la mesa.

El aperador salió al patio. En medio de él, una bestia daba resoplidos, mirando a la luna, como si extrañase el verse en libertad.

Junto a sus patas, yacía extendido algo blanco, que apenas si marcaba un pequeño bulto sobre el suelo.

De la sombra que proyectaban los tejados, a lo largo de las paredes, salían carcajadas hombrunas y agudos chillidos de mujer. El señor Pacorro, el Águila, continuaba inmóvil en un poyo, rasgueando su guitarra con la serenidad de una borrachera grave, a prueba de toda clase de sorpresas.

– ¡La pobrecita Mari-Cruz – lloriqueó Alcaparrón. – ¡La va a matá el bicho! ¡La va a matá!..

El aperador lo comprendió todo… ¡Pero qué señorito tan gracioso! Para dar una sorpresa a los amigos y reír con el susto de las mujeres, había obligado a Zarandilla a que soltase un novillo del establo. La gitana, alcanzada por la bestia, habíase desmayado del susto… ¡Juerga completa!