Read the book: «El paraiso de las mujeres», page 10

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Luego, levantando una mano, que pasó como la sombra de una nube sobre los birretes de los doctores, seńaló el libro multicolor traído por Flimnap en la mańana, y que estaba ahora caído sobre la mesa. Hizo un elogio vehemente de las poesías de su ilustre visitante, declarando que jamás en su existencia había conocido nada comparable á ellas, y que ninguno de los poetas de su país podría igualarse con Momaren.

Aunque el Padre de los Maestros no era muy fuerte en el idioma sagrado de los hombres de ciencia y entendía con dificultad el inglés articulado por aquella voz de trueno, comprendió perfectamente la última afirmación del gigante, que le hizo agitarse de emoción en su asiento.

–Dígale—apuntó por lo bajo á Flimnap—que sus poesías también son magníficas y me gustaron mucho cuando las leí traducidas por usted.

Jamás había experimentado un orgullo profesional ni una satisfacción de amor propio comparables á los de este momento. Todos los que admiraban sus versos, incluso el glorioso Golbasto, tenían voces iguales á las de los otros humanos, y sus elogios eran siempre idénticos. Pero oirse alabar ahora por este trueno que venía de lo alto y que en el caso de ponerse el gigante de pie podía resonar hasta por encima de las nubes, representaba para Momaren una glorificación casi divina.

En los primeros momentos, la semejanza de Gillespie con un ser indeterminado y misterioso le hizo pensar en todos sus enemigos, considerando esta semejanza hostil para él. Ahora creía, por el contrario, que debía parecerse el gigante á algo muy superior, y hasta llegó á pensar si su rostro sería el recuerdo de un dios entrevisto por él en sus ensueńos.

El profesor Flimnap le obedeció, dirigiendo al gigante un segundo discurso para repetir los elogios con que el Padre de los Maestros contestaba á las alabanzas de Gillespie. Pero éste empezó á fatigarse de la monotonía de una entrevista en la que la vanidad literaria de Momaren daba el tono á la conversación.

Mientras fingía escuchar el discurso de Flimnap, sus ojos vagaron de un lado á otro examinando los diversos grupos situados sobre la planicie de la mesa. De pronto su atención caprichosa se concentró en el lado donde se aglomeraba la gran masa de sus servidores.

Creyó reconocer á Ra-Ra en uno de los hombres con vestidura femenil que estaban al frente de los siervos medio desnudos. Debía ser indudablemente el propagandista del Ťvaronismoť, el rebelde acosado, que, oculto bajo sus velos, se daba el placer de pasar y repasar con diversos pretextos cerca de Momaren, al que parecía tener por el mayor de sus perseguidores.

Le siguió Gillespie con los ojos en todas sus evoluciones alrededor del inmóvil cortejo universitario. Por un momento sospechó si se propondría hacer algo contra el Padre de los Maestros. Luego una luz nueva pareció extenderse por el pensamiento de Edwin.

Se explicó de pronto el motivo de que Ra-Ra odiase al severo Momaren. Este joven resultaba una reducción exacta de su misma persona, y era natural que se mostrase enemigo irreconciliable de aquel personaje igual en todo á la viuda de Haynes.

Pero el gigante olvidó tales pensamientos, atraído por una nueva evolución de Ra-Ra. Retrocedía ahora con lentitud hacia un extremo de la mesa ocupado únicamente por gentes de baja condición: atletas de los que manejaban la máquina monta-platos. Un doctor se fué despegando lentamente del grupo que había precedido á la litera de Momaren y pareció seguir de espaldas, fingiéndose distraído, la retirada de Ra-Ra.

El gigante sospechó que este universitario era la mujer amada de la que había hablado el proscrito en varios pasajes de su historia. Tal vez no se habían visto en muchos meses. El joven doctor acababa de adivinar indudablemente el rostro misterioso que ocultaban aquellos velos púdicos, y parecía conmovido por la primera sorpresa de su descubrimiento.

Sintió Edwin una tierna conmiseración por los dos amantes, un deseo de protegerlos, de facilitar su entrevista, y para ello dejó caer sobre la mesa uno de sus brazos, colocándolo de modo que fuese como una barrera entre el ángulo donde quedaba la pareja con el grupo de servidores forzudos y todo el resto de la planicie.

Los enamorados, al verse protegidos por esta muralla de carne y de lienzo, sin miedo ya á la curiosidad del cortejo universitario, corrieron el uno hacia el otro. El hombre echó atrás sus velos femeniles. Efectivamente, era Ra-Ra. Los dos se abrazaron y empezaron á besarse, sin prestar atención al grupo de atletas, que presenciaban sus arrebatos con impasible estupidez.

Edwin creyó ver que era el doctor quien había tomado la iniciativa, de estas caricias, con una impetuosidad varonil. Pero esto no le produjo extrańeza alguna. Ya estaba acostumbrado á las tergiversaciones de este mundo dominado por las mujeres. Lo que él deseaba era conocer el rostro de la joven universitaria y oir lo que se decían ambos, pero no resultaba empresa fácil.

El profesor Flimnap seguía hablándole. Dulcemente, de los pálidos elogios á sus versos ingleses había ido pasando á una segunda serie de alabanzas para las obras de Momaren, y explicaba con profusión el rango que correspondía á este autor en la historia literaria del país.

Gillespie movió la cabeza afirmativamente para indicar que aceptaba todas las palabras del orador. Luego fijó en el Padre de los Maestros una mirada de vehemente admiración, gracias á la cual pudo recobrar otra vez su prestigio, pues Momaren parecía algo molestado por sus distracciones anteriores.

Con el pretexto de querer oir mejor la luminosa disertación de Flimnap, buscó sobre la mesa el aparato microfónico, introduciéndolo en uno de sus pabellones auriculares. Inmediatamente un huracán aullador chocó contra su tímpano. Era la voz oratoria de su amigo, en torno de la cual parecían enroscarse como suaves lianas las dos voces prudentes y tímidas de la pareja amorosa. Luego, fingiendo interesarse mucho por lo que decía el conferencista, se llevó á un ojo la lente de aumento.

Vió con enormes dimensiones la cara de mistress Augusta Haynes, rematada por su honorífico gorro, y que le sonreía protectoramente, como nunca le había sonreído la verdadera en el lejano país de su nacimiento. Poco á poco fué ladeando la cabeza, y desaparecieron de su redondel de vidrio el Padre de los Maestros, el orador y los grupos universitarios. Como si pretendiese cambiar de postura en su asiento, volvió la cabeza más á la derecha, quedando bajo su radio visual el extremo de la plataforma donde estaban los dos amantes.

Ahora pudo ver con claridad, considerablemente agrandado y en todos sus detalles, al joven doctor que estaba con Ra-Ra. De haberlo descubierto una hora antes, estaba seguro de que la lente se habría caído de su rostro empujada por la sorpresa, siéndole imposible al mismo tiempo contener un grito de asombro. Pero después de haber conocido personalmente á Momaren, se consideraba á salvo de toda clase de emociones.

Entre todas las maravillas vistas en el país de los pigmeos, el rostro de este joven doctor representaba la más enorme y la más grata para él. Pero existe un encadenamiento lógico entre los sucesos extraordinarios, igual al que reúne los hechos de la vida corriente. Desde el momento que Ra-Ra era él, y Momaren era mistress Augusta Haynes, resultaba natural que el joven universitario sólo pudiera parecerse á una persona….

Y contempló con admiración á miss Margaret Haynes, su novia del otro mundo, que á través de la lente amplificadora se mostraba casi con su tamańo ordinario.

Él no había visto nunca á Margaret llevando un gorro de doctor. Tampoco había tenido ocasión de admirarla con pantalones de hombre; pero creyó firmemente que, de haberla visto así, ofrecería las mismas formas esbeltas y atractivas que en el presente momento. En realidad, se sintió satisfecho por primera vez de su viaje á este país, ya que le proporcionaba tan agradable visión.

Le gustó menos ver cómo su novia apretaba las manos de Ra-Ra, mirándose en sus ojos, y cómo interrumpía tan carińosa contemplación para volver á besarle. ĄSufrir esto en su presencia!… Pero después de mirar con odio á Ra-Ra se dijo que éste era otro Edwin, y los besos recibidos por el pigmeo le correspondían á él aunque fuese de un modo indirecto.

Con la emoción del encuentro los dos amantes habían olvidado toda prudencia, y empezaron á hablarse en el idioma del país. Luego se fijaron en los atletas que permanecían junto á ellos, dentro del retiro formado por el brazo del gigante, y creyeron prudente valerse de otro lenguaje.

Gillespie oyó claramente cómo los dos seguían el diálogo en inglés.

–ĄQué alegría sentí al verte!—decía el hermoso doctor empleando el lenguaje sagrado de la ciencia con tanta facilidad como Ra-Ra—. Te creía lejos, en uno de esos viajes que tanto me inquietan. Ahora, al encontrarte, me considero feliz; pero no por eso dejo de pensar en tus enemigos. Los del Comité de supresión del antiguo régimen no te olvidan, y sus espías siguen buscándote por la capital. Al venir aquí esta tarde, presentía confusamente que algo nuevo y grato iba á ver en el alojamiento del Hombre-Montańa. Por eso me inspiró una simpatía repentina este gigante. Hasta le encontró en los primeros momentos cierta semejanza contigo. Era, sin duda, el presentimiento de que te habías refugiado bajo su protección…. Pero Ąay, si llegasen á descubrirte! Cada día preocupas más á esas gentes que te odian.

–No temas, Popito; es difícil que den conmigo. Tu amor y las exigencias de la gran causa á que he dedicado mi vida me hacen ser prudente. Sólo cuando supe que el Padre de los Maestros venía á visitar al gigante me decidí á subir á lo alto de esta mesa con la esperanza de que tú figurarías en el cortejo.

–ĄY yo que no quería venir!—exclamó Popito—. Tu larga ausencia y la falta de noticias me tenían desalentada. Prefería pasar la tarde sumiéndome en el estudio, para no pensar en nuestra situación. Al fin, la curiosidad de ver al Hombre-Montańa y un indefinible presentimiento me arrastraron hasta aquí. ĄQué desgracia si no hubiese venido!…

La suposición de esta ausencia impresionaba de tal modo á Ra-Ra, que para consolarse volvió á repetir sus abrazos y sus besos.

–ĄOh, Popito!—murmuró con una voz de éxtasis.

Gillespie consideró prudente apartar su mirada de ellos para volverla hacia el imponente cortejo que había venido á visitarle.

–Miss Margaret se llama ahora Popito—se dijo mentalmente—. ĄQué nombre extravagante!

Pero á continuación pensó que él se llamaba Ra-Ra, y la grave viuda de Haynes era en este país el Padre de los Maestros, jefe supremo de las universidades, y además escribía versos.

Buscó otra vez la mirada protectora de Momaren, quedando medianamente satisfecho al ver que los ojos de éste parecían amonestarle por su reciente distracción. Flimnap continuaba dejando correr el chorro de su oratoria didáctica. Explicaba en estos momentos los diversos y brillantes períodos de la literatura nacional, aproximándose con la lentitud de un estratega prudente á la conclusión de que todo lo que habían producido varias generaciones de escritores era simplemente para preparar el advenimiento de Momaren. Pero aunque Gillespie hacía esfuerzos por enterarse de la disertación, inclinaba al mismo tiempo su cabeza del lado de los amantes, deseoso de oir su diálogo.

La voz de la invisible Popito, algo desfigurada por el aparato microfónico, evocó en su memoria el recuerdo de la voz dulce y graciosa de miss Margaret.

–Mi madre se opone—decía—, bien lo sé; pero yo te amo, y verás cómo al fin triunfaremos, consiguiendo nuestra felicidad.

ĄLo mismo que la otra!… El gigante creyó estar aún en el Gran Parque de San Francisco escuchando por última vez á miss Margaret, y al ver bajo sus ojos á tantos ciudadanos de aquel pueblo diminuto que le tenía sujeto á la más grotesca de las esclavitudes, impidiéndole volver á la tierra natal, donde á lo menos le era posible admirar de lejos á la mujer amada, sintió un deseo vehemente de levantar los puńos, aplastando con unos cuantos golpes á toda la universidad femenina.

Su propia voz saliendo de la boca de Ra-Ra le distrajo por algún tiempo. El joven hablaba con entusiasmo, y Popito, á pesar de que vivía en la triunfante República de las mujeres, mostraba al escucharle una supeditación de hembra feliz que desea verse dirigida y únicamente pide amor. Era igual á las mujeres descritas por el doctor Flimnap que vivían en las épocas anteriores á la Verdadera Revolución.

Ra-Ra contaba las últimas aventuras de su existencia errante y sus trabajos para destruir el despotismo femenino. Creía en un triunfo próximo con la fe de los visionarios, que siempre colocan la victoria de sus ideales dentro de breve plazo. Tan conmovido estaba por su vehemencia, que hasta llegó á olvidarse del sexo de su única oyente. Todas las abominaciones de la época actual las atribuía á las mujeres, describiendo á continuación el período de justicia y de bienestar que seguiría al triunfo de los hombres.

Como había sufrido mucho, su rencor de perseguido exigía venganzas. El nombre de Momaren iba á figurar entre los primeros culpables que castigaría la futura Revolución.

–No—protestó Popito—. Acuérdate, Ra-Ra, que el Padre de los Maestros es mi padre.

–Di tu madre, para hablar lógicamente—repuso el joven.

–Sí, mi madre, conforme á los usos del antiguo régimen, y yo te pido que la respetes. Momaren tiene un alma generosa. Su único defecto consiste en ser tradicionalista y aceptar todas las ideas de su época.

Gillespie no experimentó extrańeza al oir esto. Le parecía extremadamente lógico, y hasta se asombró de que no se le hubiera ocurrido antes. Siendo mistress Augusta Haynes el Padre de los Maestros, era natural que Popito fuese su hija. żCómo iría á terminar toda esta historia empezada al otro extremo de la tierra para reproducirse aquí en proporciones de burlesca exigüidad, pero con un carácter más dramático y peligroso?…

Un mugido gigantesco penetró por su conducto auricular, haciéndole salir de su actitud reflexiva. El profesor Flimnap gritaba á toda voz:

–żQué opina usted de lo que digo, gentleman?

Había formulado tres veces la misma pregunta, sin obtener respuesta, y los doctores jóvenes, más revoltosos, empezaban á reir del silencio del gigante y de la confusión del conferencista.

Engańado por la fijeza de los ojos de Gillespie, el traductor había osado dirigirle la tal pregunta convencido de que le escuchaba con atención. Luego tuvo que repetirla dos veces más, mientras á su lado el ilustre jefe de la Universidad se agitaba en su asiento nerviosamente, considerando como una ofensa la actitud distraída del gigante.

–żQué decía usted, querido profesor?—preguntó Edwin con la expresión de un hombre que despierta.

Estas palabras aumentaron las risas en el doctorado joven. Algunos universitarios se encogían y achicaban para lanzar carcajadas con toda libertad al amparo de las espaldas de sus vecinos. Querían aprovechar la ocasión para reirse sin peligro del temible Momaren. Este, con las mejillas enrojecidas y la nariz más encorvada que nunca, arańó los brazos de su sillón, mientras el buen Flimnap, avergonzado por el incidente, balbucía sus explicaciones.

–Le pregunto, gentleman, si después de haber escuchado lo que dije sobre los diversos períodos de nuestra literatura no cree usted que el poeta Momaren resulta el más eminente de todos en el género sentimental.

–Es indiscutible—respondió el coloso—, y sólo los ignorantes pueden opinar lo contrario.

Esta respuesta devolvió en parte su tranquilidad al Padre de los Maestros, pero todavía sonaron algunas risas entre la gente joven, aunque menos audaces por ir dirigidas concretamente contra la persona del jefe supremo.

–Vámonos, profesor—ordenó á Flimnap—. Estamos cansando con una visita demasiado larga á este pobre gigante, que no parece de un vigor intelectual en armonía con su estatura. Despídame de él; dígale que he tenido mucho gusto en conocerle.

Y se puso de pie, acudiendo inmediatamente los dos aspirantes á profesor que sostenían la cola de su toga. También corrieron los portadores de su litera para empuńar los brazos de esta caja portátil. Todo el cortejo universitario, que ya empezaba á fatigarse de una visita larga y sin incidentes, se aglomeró en los escotillones para deslizarse por las cuatro rampas arrolladas á las patas de la mesa.

Flimnap se despidió de su protegido con breves palabras:

–Vendré mańana, gentleman. El Padre de los Maestros le saluda y agradece su atención.

Lo que el catedrático deseaba era volver al lado de Momaren. El entrecejo de éste y su boca tirante y desdeńosa le infundían terror. Se inclinó ante él cuando iba a entrar en su litera, y el eminente personaje le dijo con frialdad:

–Me parece un buen hombre su Gentleman-Montańa, pero sin ningún sentido crítico. En cuanto á sus versos, ya sabe mi opinión: muy flojos; casi diría que son malos.

Fué á meterse en la caja portátil, pero todavía retrocedió para comunicar á su inferior el gran descubrimiento que acababa de hacer. Una cólera sorda y fría había registrado su memoria más profundamente que la vanidad halagada.

–Ya sé á quién se parece su gigante: acabo de descubrirlo. Es un retrato exacto de Ra-Ra, ese loco peligroso, nieto de aquel asesino de las guerras antiguas que se creía un grande hombre. No es una semejanza que haga simpático á su Gentleman-Montańa.

Y después de decir esto se metió en su litera, satisfecho de la confusión y la alarma en que dejaba al buen profesor.

Gillespie, mientras tanto, había levantado el brazo que servía de refugio á los dos amantes. Al ver Popito que el cortejo universitario había abandonado ya la planicie de la mesa, se dirigió hacia uno de los escotillones, despidiéndose antes de Ra-Ra con varios besos.

–Volveré—dijo apresuradamente, ahora que conozco tu escondrijo.

Pretextaré un deseo de estudiar de cerca el modo de vivir del gigante.

Después de tales palabras quiso correr, pero se vió detenida en mitad de su carrera por un obstáculo. El Hombre-Montańa había colocado una de sus manos sobre la mesa, manteniéndola en posición vertical, con el pulgar en alto.

Tropezó la joven con los almohadillados carnosos de su palma, y al mismo tiempo una voz enorme que se esforzaba por ser dulce llegó á sus oídos desde lo alto:

–Doctor Popito, puede usted volver cuando quiera: el Hombre-Montańa la invita. Si Momaren es el Padre de los Maestros, yo deseo ser el Padre de los Enamorados.

IX
Donde el gigante va de caza y Popito expone sus ideas sobre el gobierno de las mujeres

Cuando el bondadoso Flimnap se presentó al día siguiente, Edwin le hizo una pregunta que tenía preparada desde la tarde anterior.

Adivinó que el profesor hembra le traía buenas noticias, a juzgar por la expresión alegre de su rostro; pero antes de que se enfrascase en su relato y tal vez en la manifestación de sus tiernos sentimientos, quiso satisfacer la propia curiosidad.

–Dígame, doctor: żMomaren tiene una hija?

Al oir estas palabras, Flimnap perdió su alegre gesto. No se acordaba en aquel momento del mencionado personaje, y la pregunta del gigante resucitó en su memoria las molestias y los temores del día anterior.

–Sí, gentleman; tiene una hija, como usted dice, o como nosotros decimos, un hijo, que pertenece á la Universidad y podría ser una de sus mejores glorias. Pero el doctor Popito, además de proporcionar al Padre de los Maestros abundantes molestias en el presente, le recuerda un pasado de sucesos muy tristes.

Viendo que Flimnap callaba, el gigante indicó con un gesto su deseo de saber algo más; pero el universitario se negó á seguir hablando si no se colocaba antes en una oreja aquel aparato que permitía oir las voces más tenues. Temía contar á gritos la historia de las desgracias familiares de su poderoso jefe. Una indiscreción de tal clase aumentaría la frialdad que le mostraba Momaren después de lo ocurrido en la tarde anterior.

Sólo al ver que Gillespie hacía uso del micrófono, siguió diciendo en voz baja:

–La historia del Padre de los Maestros es la historia de todas las mujeres que concentran su felicidad y su porvenir en un hombre, entregándose á esa pasión absorbente y martirizadora que llaman amor. Hace veinticinco ańos, cuando aún no era jefe de la Universidad, pero ocupaba un asiento por primera vez en el Senado y una cátedra de Historia política, se enamoró de un hombre.

No crea usted, gentleman, que este hombre era un intelectual, digno del afecto de Momaren. Por el contrario, apenas sabía leer y escribir, pero era un buen mozo y disponía á su capricho de todas las artes que cultivan los varones metidos en sus casas para atraer y dominar á las pobres mujeres. Como la mujer vive preocupada por sus negocios y vuelve á su domicilio rendida de tanto trabajar, ignora el modo de precaverse de tan diabólicas asechanzas.

Momaren, que aspiraba á ser un asceta del estudio, dedicando á la ciencia su vida entera, sin las preocupaciones de familia, que estorban la concentración silenciosa del pensamiento, fué débil, y cayó vencido, como cualquiera de esas muchachas del casco con aletas que estudian para oficiales en nuestra Escuela militar. Durante tres ańos se consideró el profesor más feliz de la República porque tenía á su lado á este hombre seductor y diabólico.

No era aún Padre de los Maestros, pero fué padre de Popito, que nació al ańo de esta unión.

El caprichoso joven no pudo acostumbrarse á la gravedad amorosa del profesor, á la calma de su casa, y un día se fugó con una cómica, célebre por su belleza, para vagar por los diversos Estados de nuestra patria, llevando una existencia de aventuras y privaciones.

Debe haber muerto hace tiempo; nadie ha sabido más de él. Pero el ilustre Momaren quedó herido para siempre después de esta traición, y muy pocos le han visto sonreir.

El dolor es el agua que riega los jardines de la poesía y hace crecer sus árboles más lozanos. (Esta imagen, gentleman, siempre que la uso en una conferencia arranca murmullos de entusiasmo.) Quiero decir que la mala acción de aquel aventurero sirvió para que Momaren produjese sus mejores obras. Como usted notó durante la lectura de sus versos, este gran poeta sólo canta armoniosamente al recordar sus dolores.

La educación de Popito le entretuvo durante los ańos de su infancia y su adolescencia. Pero ahora Popito es una mujer completa, un doctor de gran porvenir, y si el Padre de los Maestros puede darle órdenes como jefe en los asuntos universitarios, no le puede imponer su voluntad dentro de la familia.

Para Momaren, la mejor de las esperanzas era que su hijo viviese como él no supo vivir: observando el celibato, que conviene á toda mujer de estudios, pensando únicamente en la gloria propia y en el porvenir de la humanidad, sin caer nunca bajo la tiranía del hombre. Un sabio que desea ser verdaderamente fuerte necesita despreciar el amor. Pero Popito ha resultado completamente distinta á las ilusiones de su padre. Debe tener un alma igual á la de aquel aventurero enamoradizo y caprichoso que abandonó al más alto de nuestros sabios para irse con una cómica. Es de las pobres mujeres que consideran necesarios para su vida el hombre y el amor.

De seguir los consejos de su padre, la veríamos antes de pocos ańos sucederle en el alto cargo de Padre de los Maestros. Pero tiene un alma débil y contemporizadora, como la de aquellas hembras que en los primeros días de la Verdadera Revolución lloraban é intercedían por los varones. Por eso desprecia la más eminente posición universitaria de nuestro país, prefiriendo vivir con un hombre amado, en carińosa servidumbre, adivinando sus deseos para cumplirlos y dejándose despojar de los derechos de superioridad que le confirió, por ser mujer, nuestra victoria revolucionaria.

Su detuvo el profesor para ańadir con timidez, bajando aún más el tono de su voz:

–Por desgracia, gentleman, yo tengo cierta culpa de la frialdad con que acoge Popito los sabios consejos de su padre. Esta muchacha ama á un hombre, y yo, sin darme cuenta, hice que los dos se conociesen.

La interrumpió Gillespie con una voz que para él era casi un susurro:

–Lo sé, profesor; el hombre se llama Ra-Ra….

–ĄMás bajo, gentleman!—dijo el traductor—. Ese nombre no le conviene á nadie repetirlo en los presentes momentos. Digamos Ťélť simplemente, y nos entenderemos lo mismo. żCómo le ha conocido usted?

Gillespie inventó una historia para hacer creer al profesor que por un azar había conocido á Ra-Ra, contra la voluntad de éste, llegando al fin á ver su rostro.

–ĄImprudente!—murmuró Flimnap, refiriéndose á su protegido—. Hay que ver cómo lo buscan por toda la capital. Muchas veces quise abandonarlo á su suerte, en vista de sus absurdas predicaciones contra el excelente gobierno de las mujeres, Ąpero le quiero tanto!… Lo conozco desde nińo. Además, en los últimos días ha aumentado mucho mi afecto hacia él. żSe ha fijado, gentleman, cómo se le parece á usted?…

Gillespie siguió contando el encuentro de Ra-Ra y Popito sobre su mesa en la tarde anterior, y cómo, extendiendo uno de sus brazos, creó un refugio para que los dos amantes se hablasen entre caricias.

–ĄImprudentes!—volvió á repetir Flimnap—. Ahora comprendo por qué se mostraba usted tan distraído y no contestó á mis preguntas. ĄQué atrevimiento!… Tener una entrevista de amor á corta distancia del Padre de los Maestros, que odia á Ra-Ra y desea suprimirle, pues cree que es el único culpable del despego que le muestra su hija….

A pesar de las grandes muestras de escándalo que provocaba en Flimnap la audacia de los dos amantes, se notó en su voz cierta admiración. Unos días antes su protesta hubiese sido sincera, pero después de conocer á Edwin pensaba de distinto modo, mostrando veneración por todos los que sacrificaban la seguridad y las comodidades de su existencia en pro de un amor.

–Me asombro de su atrevimiento, gentleman, pero Ąquién sabe si estos enamorados valerosos ven la realidad mejor que nosotros y conocen los goces de la vida más que los prudentes!… Yo, gentleman, tal vez hubiese sido como ellos, pero nunca tuve ocasión de conocer el amor. Mi mundo no me daba facilidades para enamorarme. Siempre he sońado con dedicar mi ternura á algo muy alto, muy extraordinario, que estuviera por encima de las cabezas de los demás mortales…. Pero antes de que usted viniese esto equivalía á sońar con lo imposible.

Se ruborizó Flimnap, creyendo haber dicho demasiado, y miró á través de su lente el rostro del gigante. Este permanecía impasible, como si no la hubiese entendido, y el profesor juzgó oportuno no insistir. Por el momento bastaba esta insinuación; más adelante se expresaría con mayor claridad. Y pasó á hablar de aquellas noticias que dilataban de gozo su cara bonachona cuando entró en la antigua Galería de la Industria.

–Usted no puede estar metido aquí siempre, pues eso acabaría con su salud. Se lo he dicho al presidente del Consejo Ejecutivo, á muchos senadores, al gobierno municipal de la ciudad y á todos los periodistas que conozco, excelentes muchachas, que ahora me prestan alguna atención, después de no haberme hecho caso nunca, y se dignan repetir en sus artículos todo lo que me oyen. En una palabra, gentleman: he creado un movimiento de opinión á favor de usted para que su vida sea más higiénica y divertida.

El gobierno me ha autorizado para que forme un programa de diversiones. żQué es lo que usted desea?… Yo, espontáneamente, me he atrevido á proponer varias. Quiero que un día le dejen visitar la capital. Esto es más difícil que parece á primera vista. Habrá que suspender la circulación en las calles para que usted, al marchar, no aplaste á unos cuantos centenares de transeuntes y para que nuestros vehículos terrestres no le corten los pies con sus ruedas. La gente sólo le verá desde las ventanas y los tejados.

Como le digo, esto no es fácil, y sólo puede realizarse después que se reúna el gobierno municipal y decrete la suspensión del tráfico por unas horas.

También he hablado al ministro de la Guerra, y está dispuesto á enviarle un batallón de muchachas, las más jóvenes y ágiles, para que hagan maniobras sobre esta mesa y ejecuten varias danzas guerreras. Otras diversiones tengo pensadas, pero sólo podrán realizarse más adelante, pues exigen larga preparación.

El recreo más inmediato será mańana. Usted necesita el aire del campo, dar un paseo digno de sus piernas, y el gobierno me ha autorizado para que le lleve al parque secular, donde nuestros antiguos emperadores se dedicaban á la caza durante sus veraneos. Tres días de viaje echaban aquellos déspotas en sus pesadas carretas para llegar á dicha selva, poblada de toda clase de animales feroces. Ahora, con nuestros vehículos automóviles, vamos en tres horas, y usted, gentleman, tal vez haga el camino en menos tiempo.

Verá usted cosas maravillosas en aquellas frondosidades, que, según la credulidad de nuestros remotos abuelos, fueron habitadas por los primeros dioses. Encontrará árboles casi de su estatura y tal vez bestias de caza muy interesantes.

Edwin aceptó la invitación con entusiasmo. Deseaba conocer algo más que el eterno espectáculo de la capital vista por los tejados, y el río, en el que únicamente le permitían moverse dentro de un reducido espacio.

Pasó la noche inquieto por esta novedad, despertándose con frecuencia, y apenas hubo empezado á apuntar el alba salió de la Galería, encontrándose con que el profesor Flimnap le aguardaba ya acompańado por dos individuos más del Comité de recibimiento del Hombre-Montańa. Un destacamento de amazonas armadas con arcos llenaba tres vehículos enormes, sin duda para recordar al gigante que no era mas que un prisionero.

Las dos máquinas voladoras que permanecían día y noche sobre el enorme edificio abandonaron su inmovilidad, lanzándose á través del aire como para indicar la dirección al cortejo terrestre.

Caminó el gigante unas tres horas en pos del automóvil donde iba su traductor, rodando detrás de él los otros vehículos llenos de soldados. Al entrar en la selva se hundió en una arboleda que tenía siglos y sólo le llegaba á los hombros, pasando muy contadas veces sus ramas por encima de su cabeza. Los vehículos marchaban por caminos abiertos entre las filas de troncos, pero el gigante, al seguirlos, tropezaba con el ramaje en forma de bóveda, acompańando su avance con un continuo crujido de maderas tronchadas y lluvias de hojas.