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Canas y barro

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Tonet dio la señal de la baraúnda aclamando a su abuelo. El tío Tóni no parecía muy conforme con las creencias de su padre, pero todos los pescadores pobres se abalanzaron sobre el viejo, demostrándole su entusiasmo con tirones de la blusa y cariñosas palmadas, tan vehementes, que caían sobre su nuca arrugada como una lluvia de cachetes.

El Jurado cerró sus libros con expresión de desaliento. Todos los años ocurría lo mismo. Con aquella gente antigua, que parecía siempre joven, era imposible poner en orden los asuntos de la corporación. Y con gesto aburrido fue escuchando las excusas de los que no habían pagado y se levantaban para explicar su morosidad. Tenían enfermos en su familia; les había tocado un puesto malo; estaban imposibilitados para el trabajo por las fiebres malditas, que al anochecer parecían espiar desde los cañaverales la carne de pobre para clavar en ella las garras; y toda la miseria, la vida triste de la laguna insalubre, iba desfilando como un lamento interminable.

Para cortar esta exposición infinita de dolores se acordó no excluir a nadie del sorteo, y el Jurado depositó sobre la mesa el bolsón de piel con las boletas.

– Demane la paraula – gritó una voz junto a la puerta.

¿Quién deseaba hablar para nuevas y abrumadoras reclamaciones? Se abrieron los grupos, y una gran carcajada saludó la aparición de Sangonera, que avanzaba gravemente, frotándose sus ojos enrojecidos de borracho, haciendo esfuerzos por mostrarse en su apostura digno de tomar parte en la reunión. Viendo desiertas todas las tabernas del Palmar, se había deslizado en la escuela, y antes del sorteo creyó necesario pedir la palabra.

– ¿Qué is tú? – dijo el Jurado con mal humor, molestado por una intervención del vagabundo que venía a colmar su paciencia después de las excusas de los deudores.

¿Qué queria … ? Deseaba saber por qué causa no figuraba su nombre en los sorteos de todos los años. Él tenía tanto derecho como el que más a gozar un redolí en la Albufera.

Era el más pobre de todos; pero ¿no había nacido en el Palmar? ¿no le habían bautizado en la parroquia de San Valero de Ruzafa? ¿no era descendiente de pescadores? Pues debía figurar en el sorteo.

Y la pretensión de este vagabundo, que jamás quiso tocar una red y prefería pasar a nado los canales antes que empuñar una percha, pareció tan inaudita, tan grotesca a los pescadores, que todos prorrumpieron en carcajadas.

El Jurado contestaba con displicencia. ¡Largo de allí, maltrabaja! Qué le importaba a la Comunidad que sus abuelos hubiesen sido honrados pescadores, si su padre abandonó la percha para siempre, dedicándose a la holganza, y él no tenía de marinero más que el haber nacido en el Palmar? Además, su padre no había pagado nunca el impuesto y él tampoco; la marca que en otros tiempos llevaban los Sangoneras en sus aparatos de pesca hacía muchos años que había sido borrada de los libros de la Comunidad.

Pero el borracho insistió alegando sus derechos entre las crecientes risas del público, hasta que intervino el tío Paloma con sus preguntas… Y si entraba por fin en el sorteo y le tocaba uno de los mejores puestos, ¿qué haría de él? ¿cómo lo explotaría, si no era pescador ni conocía el oficio? El vagabundo sonrió maliciosamente. Lo importante era conseguir el puesto; lo demás corría de su cuenta. Ya se arreglaría de modo que trabajasen otros para él, dándole la mejor parte del producto. Y en su cínica sonrisa vibraba la maligna expresión del primer hombre que engañó a su semejante, haciéndolo trabajar para mantenerse en la holganza.

La franca confesión de Sangonera indignó a los pescadores. No hacía más que formular en voz alta el pensamiento de muchos, pero aquella gente sencilla se sintió insultada por el cinismo del vagabundo y creyó ver en él la personificación de todos los que oprimían su pobreza.

¡Fuera! ¡fuera! A empujones y pellizcos fue conducido hasta la puerta, mientras los pescadores jóvenes se movían haciendo ruido con los pies y remedaban entre risas una riña de perros y gatos.

El vicario don Miguel se levantó indignado, avanzando su cuerpo de luchador, con la cara congestionada por la ira. ¿Qué era aquello? ¿Qué faltas de respeto se permitían con las personas graves e importantes que formaban la presidencia…? ¡A ver si bajaba él del estrado y le rompía los morros a algún guapo…

Al hacerse instantáneamente el silencio, el cura se sentó, satisfecho de su poder, y dijo por lo bajo al teniente:

– ¿Ve usted? A este ganado nadie lo entiende como yo. Hay que enseñarles el cayado de vez en cuando.

Más aún que las amenazas del pare Miquél, lo que restableció la calma fue ver que el Jurado entregaba al presidente la lista de los pescadores de la Comunidad para cerciorarse de que todos estaban presentes. Cuantos hombres tenía el Palmar dedicados a la pesca estaban en ella.

Bastaba ser mayor de edad, aunque viviera al lado del padre, para figurar en el sorteo de los redolíns.

Leía el presidente los nombres de los pescadores, y cada uno de los llamados contestaba «¡Ave María Purísima!» con cierta unción, por estar el vicario presente. Algunos, enemigos del padre Miguel, respondían «¡Avant!», gozando con el mal gesto que ponía el vicario.

El Jurado vació un bolsón de cuero mugriento, casi tan antiguo como la Comunidad, y rodaron las boletas sobre la mesa, unas bellotas huecas de madera negra, en cuyo orificio se introducía un papel con el nombre del sorteado.

Uno tras otro eran llamados los pescadores a la presidencia para recibir su boleta y una tira de papel en la que habían puesto el nombre, en previsión de que no supiera escribir.

Eran de ver las precauciones que una astucia recelosa hacía adoptar a la pobre gente. Los pescadores más ignorantes iban en busca de los que sabían leer para que viesen si era su nombre el que figuraba en el papel, y solamente después de muchas consultas se daban por convencidos. Además, la costumbre de ser designados siempre por el apodo les hacía experimentar cierta indecisión. Sus dos apellidos sólo salían a la luz en un día como aquel, y titubeaban como faltándoles la certeza de que fuesen los suyos.

Después venían las grandes precauciones. Cada uno se ocultaba volviendo el rostro a la pared, y al introducir su nombre en la bellota metía con el papel arrollado una brizna de paja, un fósforo de cartón, algo que sirviera de contraseña para que no cambiasen su boleta. El recelo les acompañaba hasta el momento en que la depositaban en el saco. Aquel señor que venía de Valencia despertaba en ellos esa desconfianza que inspira siempre el funcionario público a la gente rural.

Iba a comenzar el sorteo. El vicario don Miguel púsose de pie quitándose el birrete, y todos le imitaron. Había que rezar una salve, según antigua costumbre; esto traía la buena suerte. Y por largo rato los pescadores, con el gorro en la mano y la vista baja, mascullaron la oración sordamente.

Silencio absoluto. El presidente agitaba el bolsón de cuero para que se mezclasen bien las boletas, y su choque sonaba en el silencio como lejana granizada. Avanzó hasta el estrado un niño pasando de brazo en brazo por encima de los pescadores, y metió la mano en el bolsón. La ansiedad era grande; todos tenían la vista fija en la bellota de madera, de la que iba saliendo penosamente el papel arrollado.

El presidente leyó el nombre, y se notó cierta indecisión en la concurrencia, habituada a los apodos y torpe en reconocer los apellidos, nunca usados. ¿Quién era el del número uno? Pero Tonet se había levantado de un salto gritando: «¡Presente…!» ¡Era el nieto del tío Paloma! ¡Qué suerte la del muchacho…! ¡Alcanzaba el mejor puesto en el primer sorteo a que asistía!

Los más inmediatos le felicitaban con envidia; pero él, con la ansiedad del que no cree aún en su buena fortuna, sólo miraba al presidente… ¿Podía escoger el puesto? Apenas le contestaron con un signo afirmativo, hizo la petición: quería la Sequiota. Y cuando vio que el escribiente tomaba nota, salió como un rayo del local, atropellando a todos, empujando las manos que le tendían los amigos para saludarle.

En la plaza, la multitud aguardaba con tanto silencio como arriba. Era costumbre que los primeros agraciados bajasen inmediatamente a comunicar su buena suerte, tirando el sombrero en alto como signo de alegría. Por esto, apenas vieron a Tonet bajar casi rodando la escalerilla, una aclamación inmensa le saludó.

– Es el Cubano…! ¡Es Tonet el del bigot! ¡Té el ú! ¡te el ú…!

Las mujeres se abalanzaban a él con la vehemencia de la emoción, abrazándolo, llorando, como si las pudiera tocar algo de su buena suerte, y recordando a su madre. ¡Cómo se alegraría la pobre si viese aquello! Y Tonet, revuelto entre las faldas, enardecido por la cariñosa ovación, abrazó instintivamente a Neleta, que sonreía, brillándole de contento los verdes ojos.

El Cubano quería celebrar su triunfo. Envió por cajones de gaseosas y cervezas a casa de Cañamél para todas aquellas señoras; que bebiesen los hombres cuanto quisieran; ¡él pagaba! En un instante, la plaza se convirtió en un campamento. Sangonera, con la actividad siempre despierta cuando se hablaba de beber, había secundado los deseos de su generoso amigo trayendo de casa de Cañamél todas las pastas viejas y duras almacenadas en los cristales del escaparate; y pasaba de corro en corro, llenando vasos y deteniéndose con frecuencia en el reparto para obsequiarse a sí mismo.

Iban bajando los agraciados con los otros primeros puestos, y echaban su sombrero en alto, gritando: «ffitoll ¡MoN. Pero sólo acudían a ellos su familia y sus amigos. Toda la atención era para Tonet, para el número uno, que tan rumboso se mostraba.

Los pescadores abandonaban la escuela. Habían ya salido unas treinta boletas; sólo quedaban los redolíns malos, los que apenas daban para comer, y la gente desocupaba el local, sin sentir interés por el sorteo.

 

El tío Paloma iba de grupo en grupo recibiendo felicitaciones. Por primera vez se mostraba satisfecho de su nieto. ¡Je, je…! La suerte es siempre de los pillos: ya lo decía su padre. Allí estaba él, con sus ochenta sorteos, sin conseguir nunca el uno, y llegaba el nieto de correrla por tierras lejanas, y al primer año, la suerte. Pero en fin… todo caía en la familia. Y se entusiasmaba pensando que iba a ser durante un año el primer pescador de la Albufera.

Enternecido por la suerte, se aproximó a su hijo, grave y ensimismado como de costumbre. ¡Toni, la fortuna había entrado en su barraca, y había que aprovecharla! Ayudaría al pequeño, que no entendía mucho de las cosas de pesca, y el negocio sería grande. Pero el viejo quedó estupefacto al ver la frialdad con que contestaba su hijo.

Sí; aquel primer puesto era una suerte poseyendo los útiles necesarios para su explotación. Se necesitaban más de mil pesetas sólo para las redes. ¿Tenían ellos ese dinero?

El tío Paloma sonrió. No faltaría quien lo prestase.

Pero Tóni, al oír hablar de préstamos, hizo un gesto doloroso. Debían mucho. No era flojo tormento el que le hacían sufrir unos franceses establecidos en Catarroja, que vendían caballerías a plazos y adelantaban dinero a Í los labradores. Había tenido que solicitar su auxilio, primeramente en los años de mala cosecha, ahora para ¡inpulsar un poco el enterramiento de su laguna, y hasta en sueños veía a los tales hombres, vestidos de pana, que chapurreaban amenazas y sacaban a cada paso la terrible cartera en la que inscribían los préstamos con su complicada red de intereses. Ya tenía bastante. El hombre, cuando se ve metido en una mala aventura, debe salvarse como pueda, sin buscar otra. Le bastaban las deudas de agricultor, y no quería enredarse en nuevos préstamos para la pesca. Su único deseo era sacar sus tierras a flote de agua, sin entramparse más.

El barquero volvió la espalda al hijo. ¿Y aquella era su sangre … ? Prefería a Tonet con toda su pereza. Se iba con su nieto, y ya se ingeniarían los dos para salir del paso. Al dueño de la Sequiota nunca le falta dinero.

Tonet, rodeado de amigos, agasajado por las mujeres, enorgullecido por la húmeda mirada de Neleta fija en él, sintió que le llamaban tocándole en un hombro.

Era Cañamél, que parecía cobijarle con sus ojos cariñosos. Tenían que hablar; por algo habían sido siempre buenos amigos, y la taberna era como la casa de Tonet. No había que dejarlo para luego: los negocios entre amigos se arreglan pronto. Y se apartaron algunos pasos, seguidos por las curiosas miradas del gentío.

El tabernero abordó el asunto. Tonet no dispondría de lo necesario para explotar el puesto que le había tocado en suerte. ¿No era así…? Pues allí le tenía a él, un amigo verdadero, dispuesto a ayudarle, a asociarse para el negocio común. Él le proporcionaría todo.

Y como Tonet callase, no sabiendo qué contestar, el tabernero, tomando su silencio por una negativa, volvió a la carga. ¿Eran camaradas o no? ¿Es que pensaba acudir, como su padre, a aquellos extranjeros de Catarroja que se chupaban a los pobres? Él era un amigo: hasta se consideraba casi un pariente; porque ¡qué demonio! no podía olvidar que su mujer, su Neleta, se había criado en la barraca de los Palomas, que muchas veces le habían dado allí de comer, y que a Tonet lo quería ella como a un hermano.

El codicioso tabernero usaba con el mayor aplomo de estos recuerdos, insistiendo sobre el cariño fraternal que su mujer sentía por el joven. Luego apeló a una resolución más heroica. Si dudaba de él, si no lo quería por compañero, llamaría a Neleta para que le convenciese. Seguramente que ella lograba atraerlo al buen camino. ¿Qué…? ¿la llamaba?

Tonet, seducido por estas proposiciones, dudó antes de aceptarlas. Temía las murmuraciones de la gente; pensaba en su padre, recordando sus severos consejos. Miró en torno suyo, como si pudiera inspirarle el aspecto de la gente, y vio a su abuelo que desde lejos le hacía signos afirmativos con la cabeza.

El barquero adivinaba las palabras de Cañamél. Justamente había pensado en el rico tabernero para que fuese su auxiliar. Y animó a su nieto con nuevos gestos. No debía negarse: aquél era el hombre que necesitaban.

Decidióse Tonet, y el marido de Neleta, adivinando en sus ojos la resolución, se apresuró a formular las condiciones

Él facilitaría todo lo necesario, y Tonet y su abuelo trabajarían: los productos a partir. ¿Estaba conforme…?

Conforme. Los dos hombres se estrecharon la mano, y seguidos de Neleta y el tío Paloma, marcharon hacia la taberna con el propósito de comer juntos para solemnizar el trato.

Por la plaza circuló inmediatamente la noticia. «El Cubano y Cañamél se habían juntado para explotar la Sequiota!

A la Samaruca hubo que llevársela de la plaza por orden del alcalde. Escoltada por algunas mujeres, emprendió el camino de su barraca, rugiendo como una poseída, llamando a gritos a su hermana, que había muerto hacía años, afirmando a todo pulmón que Cañamél era un sinvergüenza, ya que por realizar un negocio no vacilaba en meter en casa al amante de su mujer.

V

Cambió por completo la situación de Tonet en el establecimiento de Cañamél. Ya no era un parroquiano: era el socio, el compañero, del dueño de la casa, y penetraba en la taberna desafiando con altivo gesto la murmuración de las enemigas de Neleta.

Si pasaba allí los días enteros, era para hablar de sus negocios. Entrábase con gran confianza en las habitaciones interiores, y para demostrar que estaba como en su casa, franqueaba el mostrador, sentándose al lado de Cañamél. Muchas veces, si éste y su mujer andaban por dentro y algún parroquiano pedía algo, saltaba el mostrador y con cómica gravedad, entre las risas de los amigos, servía los géneros, remedando la voz y los ademanes del tío Paco.

El tabernero estaba satisfecho de su asociado. Un excelente muchacho, según declaraba ante los concurrentes de la taberna cuando Tonet no estaba presente; un buen amigo, que, si guardaba buena conducta y era laborioso, iría lejos, muy lejos, contando con el apoyo de un protector como él.El tío Paloma también frecuentaba la taberna más que antes. La familia, después de borrascosas escenas por la noche en la soledad de la barraca, se había dividido. El tío Tóni y la Borda marchaban a sus campos todas las mañanas a continuar la batalla con el lago, pretendiendo ahogarlo bajo los capazos de tierra traídos de lejos penosamente. Tonet y su abuelo iban a casa de Cañamél a hablar de su próxima empresa. En realidad, los únicos que hablaban de ésta eran el tabernero y el tío Paloma. Cañamél se ensalzaba a sí mismo, alabando la generosidad con que había aceptado el negocio. Exponía su capital sin conocer el resultado de la pesca, y hacía este sacrificio contentándose con la mitad del producto. No era como los prestamistas extranjeros de tierra firme, que sólo daban el dinero con la seguridad de buenas hipotecas y un interés crecido. Y todo su odio contra los intrusos, la rivalidad feroz en el oficio de explotar al prójimo, vibraba en sus palabras. ¿Quién era aquella gente que poco a poco se apoderaba del país? Franceses venidos a la tierra valenciana con los zapatos rotos y un traje de pana vieja pegado al cuerpo. Gentes de una provincia de Francia cuyo nombre no recordaba, pero que venían a ser, poco más o menos, como los gallegos de su país. Ni siquiera era propio el dinero que prestaban. En Francia, los capitales producían escaso interés, y estos gabachos los tomaban en su tierra al dos o al tres por ciento para prestar el dinero a los valencianos al quince o al veinte, realizando un negocio magnífico.

Además, compraban caballerías al otro lado de los Pirineos, las entraban tal vez de contrabando, y las vendían a plazos a los labradores, arreglando el negocio de modo que el comprador nunca tenía la bestia por suya. Había a quien costaba un jaco ruin como si fuese el mismo caballo de Santiago. Un robo, tío Paloma; un despojo indigno de cristianos. Y Cañamél se encolerizaba hablando de estas cosas con toda la indignación y la secreta envidia del usurero que no osa, por cobardía, emplear los mismos procedimientos de sus rivales.

El barquero aprobaba sus palabras. Por esto quería a los suyos dedicados a la pesca, por esto se enfurecía al ver a su hijo contrayendo deudas y más deudas en su empeño de ser agricultor. Los labradores pobres eran unos esclavos; rabiaban todo el año trabajando, ¿y para quién era el producto? Toda su cosecha se la llevaban los extranjeros: el francés que les presta el dinero y el inglés que les vende el abono a crédito… ¡Vivir rabiando para mantener a gente de fuera! No; mientras hubiese anguilas en el lago podían las tierras cubrirse tranquilamente de juncos y aneas, con la seguridad de que no sería él quien las roturase.

Mientras hablaban el barquero y Cañamél, Tonet y Neleta, sentados tras el mostrador, se miraban tranquilamente. Los parroquianos se habían habituado a verlos horas y horas con los ojos fijos, como si se devorasen; con una expresión en la mirada que no correspondía a sus palabras, muchas veces insignificantes. Las comadres que llegaban por aceite o vino permanecían inmóviles frente a ellos, con los ojos bajos y la expresión abobada, dejando que colasen las últimas gotas del embudo en la botella, mientras aguzaban el oído para coger alguna palabra de su conversación; pero ellos desafiaban este espionaje y seguían hablando, como si se encontraran en un lugar desierto.

El tío Paloma, alarmado por tales intimidades, habló seriamente a su nieto. Pero ¿era que había algo entre los dos, como afirmaban la Samaruca y otras malas lenguas del pueblo? ¡Ojo, Tonet! ¡A más de que esto sería indigno de la familia, les haría perder el negocio! Pero el nieto, con la firmeza del que dice la verdad, se golpeaba el pecho protestando, y el abuelo se daba por convencido, aunque con cierto recelo de que las amistades terminasen mal.

El reducido espacio detrás del mostrador era para Tonet un paraíso. Recordaba con Neleta los tiempos de la infancia; le relataba sus aventuras de allá lejos, y cuando callaban sentía una dulce embriaguez – la misma de la noche en que se perdieron en la selva, pero más intensa, más ardiente- con la proximidad de aquel cuerpo cuyo calor parecía acariciarle a través de las ropas.

Por las noches, después de cenar con Cañamél y su mujer, Tonet sacaba de su barraca un acordeón, único equipaje que con los sombreros de jipijapa había traído de Cuba, y asombraba a todos los de la taberna con las lánguidas habaneras que hacía ganguear al instrumento.

Cantaba guajiras de una poesía dulzona, en las que se hablaba de auras, arpas y corazones tiernos como la guayaba; y el acento meloso de cubano con que entonaba sus canciones hacía entornar los ojos a Neleta, echando el cuerpo atrás como para desahogar su pecho, estremecido por ardorosa opresión.

Al día siguiente de estas serenatas, Neleta, con los ojos húmedos, seguía a Tonet en todas sus evoluciones por la taberna de grupo en grupo.

El Cubano adivinaba esta emoción. Había soñado con él, ¿verdad? Lo mismo le había ocurrido a Tonet en su barraca. Toda la noche viéndola en la obscuridad, extendiendo sus manos como si realmente fuese a tocarla. Y después de esta mutua confesión quedaban tranquilos; seguros de una posesión moral de la que no se daban exacta cuenta; ciertos de que al fin habían de ser uno del otro fatalmente, por más obstáculos que se levantasen entre los dos.

En el pueblo no había que pensar en otra intimidad que las conversaciones de la taberna. Todo el Palmar los rodeaba durante el día, y Cañamél, enfermizo y quejumbroso, no salía de casa. Algunas veces, conmovido por un relámpago pasajero de actividad, el tabernero silbaba a la Centella, una perra vieja, de cabeza enorme, famosa en todo el lago por su olfato, y metiéndola en su barquito, iba a los carrizales más próximos para tirar a las pollas de agua. Pero a las pocas horas volvía tosiendo, quejándose de la humedad, con las piernas hinchadas como un elefante, según él decía; y no cesaba de gemir en un rincón, hasta que Neleta le hacía sorber algunas tazas de líquidos calientes, anudándole en cabeza y cuello varios pañuelos. Los ojos de Neleta iban hacia el Cubano con una expresión reveladora del desprecio que sentía por su marido.

Terminaba el verano y había que pensar seriamente en los preparativos de la pesca. Los dueños de los otros redolíns arreglaban ante sus casas las grandes redes para cerrar las acequias. El tío Paloma estaba impaciente. Los artefactos que poseía Cañamél, restos de su pasada asociación con otros pescadores, no bastaban para la Sequióta. Había que comprar mucho hilo, dar trabajo a muchas mujeres de las que tejían red, para explotar cumplidamente el redolí.

 

Una noche cenaron en la taberna Tonet y su abuelo para tratar seriamente del negocio. Había que comprar hilo del mejor, del que se fabrica en la playa del Cabañal para los pescadores de mar. El tío Paloma iría a comprarlo, como conocedor experto, pero le acompañaría el tabernero, que quería pagar directamente, temiendo ser engañado si entregaba el dinero al viejo. Después, en la beatitud de la digestión, Cañamél comenzó a sentirse aterrado por el viaje del día siguiente. Había que levantarse al amanecer, sumiéndose en la húmeda bruma desde el lecho caliente, atravesar el lago, ir por tierra a Valencia, dirigirse después al Cabañal y luego desandar todo el camino. Su corpachón, blanducho por la inmovilidad, se estremecía ante el viaje. Aquel hombre, que había pasado gran parte de su vida rodando por el mundo, tenía echadas tan profundas raíces en el barro del Palmar, que se angustiaba pensando en un día de agitación.

El deseo de quietud le hizo modificar su propósito. Se quedaría al cuidado del establecimiento y Neleta acompañaría al tío Paloma. Nadie como las mujeres para regatear y comprar bien las cosas.

A la mañana siguiente, el barquero y la tabernera emprendieron el viaje. Tonet iría a esperarles en el puerto de Catarroja a la caída de la tarde, para cargar en su barca la provisión de hilo.

Aún estaba muy alto el sol cuando el Cubano entró a toda vela por el canal que penetraba en tierra firme con dirección a dicho pueblo. Los grandes laúdes venían de las eras cargados de arroz, y al pasar por el canal, el agua que desplazaban con sus panzas formaba tras la popa un oleaje amarillo, que invadía los ribazos y alteraba la tranquilidad cristalina de las acequias afluentes.

A un lado del canal estaban amarradas centenares de barcas: toda la flota de los pescadores de Catarroja, odiados por el tío Paloma. Eran ataúdes negros, de diversos tamaños y madera carcomida. Los barquitos pequeños, llamados zapatos, sacaban fuera del agua sus agudas puntas, y las grandes barcazas, los laúdes, capaces de cargar cien sacos de arroz, hundían en la vegetación acuática sus anchos vientres, formando sobre el horizonte un bosque de mástiles burdos, sin desbastar y de punta roma, adornados con cordajes de esparto.

Entre esta flota y la ribera opuesta sólo quedaba libre un estrecho espacio, por donde pasaban a la vela las embarcaciones, distribuyendo con su proa golpes estremecedores y violentos encontronazos a las barcas amarradas.

Tonet fondeó su embarcación frente a la taberna del puerto y echó pie a tierra.

Vio enormes montones de paja de arroz, en los que picoteaban las gallinas, dando al amarradero el aspecto de un corral. En la ribera construían barquitos los carpinteros, y el eco de sus martilleos se perdía en la calma de la tarde. Las embarcaciones nuevas, de madera amarilla recién cepillada, estaban sobre bancos, esperando la mano de alquitrán con que las cubrían los calafates. En la puerta de la taberna cosían dos mujeres. Más allá alzábase una choza de paja, donde estaba el peso de la Comunidad de Catarroja. Una mujer con una balanza formada por dos espuertas pesaba las anguilas y tencas que desembarcaban los pescadores, y terminado el peso, arrojaba una anguila en una gran cesta que conservaba a su lado. Era el tributo voluntario de la gente de Catarroja. El producto de esta sisa servía para costear la fiesta de su patrón San Pedro. Algunos carros cargados de arroz se alejaban, chirriando, con dirección a los grandes molinos.

Tonet, no sabiendo qué hacer, fue a meterse en la taberna, cuando oyó que alguien le llamaba. Tras uno de los grandes pajares, asustando a las gallinas, que huían en desbandada, una mano le hacía señas para que se aproximase.

El Cubano fue allá, y vio tendido, con el pecho al aire y los brazos cruzados tras la cabeza a guisa de almohada, al vagabundo Sangonera. Sus ojos estaban húmedos y amarillentos; sobre su cara, cada vez más pálida y enjuta por el alcohol, aleteaban las moscas, sin que él hiciera el más leve movimiento para espantarlas.

Tonet celebró este encuentro, que podía entretenerle durante su espera. ¿Qué hacía allí…? Nada: pasaba el tiempo, hasta que llegase la noche. Esperaba la hora de ir en busca de ciertos amigos de Catarroja, que no le dejarían sin cenar; descansaba, y el descanso es la mejor ocupación del hombre.

Había visto a Tonet desde su escondrijo y lo llamó, sin abandonar por esto su magnífica posición. Su cuerpo se había acomodado perfectamente en la paja, y no era caso de perder el molde… Después explicó por qué estaba allí. Había comido en la taberna con unos carreteros excelentes personas, que le dieron unos mendrugos, pasándole el porrón a cada bocado y riendo sus chuscadas. Pero el tabernero, igual a todos los de su clase, apenas se fueron los parroquianos le había puesto en la puerta, sabiendo que por propia cuenta nada podía pedir. Y allí estaba matando al tiempo, que es el enemigo del hombre… ¿Había amistad entre ellos o no? ¿Era capaz de convidarle a una copa?

El gesto afirmativo de Tonet pudo más que su pereza, y aunque con cierta pena, se decidió a ponerse de pie. Bebieron en la taberna, y después, lentamente, fueron a sentarse en un ribazo del puerto resguardado por tablas negras.

Tonet no había visto a Sangonera en muchos días, y el vagabundo le contó sus penas.

Nada tenía que hacer en el Palmar. Neleta la de Cañamél, una orgullosa que olvidaba su origen, le había despedido de la taberna con el pretexto de que ensuciaba los taburetes y los azulejos del zócalo con el barro de sus ropas. En las otras tabernas todo era miseria: no acudía un bebedor capaz de pagar una copa, y él se veía forzado a salir del Palmar, a correr el lago, como en otros tiempos lo hacía su padre; a pasar de pueblo en pueblo, siempre en busca de generosos amigos.

Tonet, que con su pereza tanto había disgustado a su familia, se atrevió a darle consejos. ¿Por qué no trabajaba…?

Sangonera hizo un gesto de asombro. ¡También él…! ¡También el Cubano se permitía repetir los mismos consejos de los viejos del Palmar! ¿Le gustaba a él mucho el trabajo? ¿Por qué no estaba con su padre enterrando los campos, en vez de pasarse el día en casa de Cañamél al lado de Neleta, repantigado como un señor y bebiendo de lo más fino…?

El Cubano sonreía, no sabiendo qué contestar, y admiraba la lógica del ebrio al repeler sus consejos.

El vagabundo parecía enternecido por la copa que le había pagado Tonet. La calma del puerto, interrumpida a ratos por el martilleo de los calafates y el cloquear de las gallinas, excitaba su locuacidad, impulsándola a las confidencias.

No, Tonet; él no podía trabajar; él no trabajaría aunque le obligasen. El trabajo era obra del diablo: una desobediencia a Dios, el más grave de los pecados. Sólo las almas corrompidas, los que no podían conformarse con su pobreza, los que vivían roídos por el deseo de atesorar, aunque fuese miseria, pensando a todas horas en el mañana, podían entregarse al trabajo, convirtiéndose de hombres en bestias. El había reflexionado mucho; sabía más de lo que se imaginaba el Cubano, y no quería perder su alma entregándose al trabajo regular y monótono para tener una casa y una familia y asegurar el pan del día siguiente. Esto equivalía a dudar de la misericordia de Dios, que no abandona nunca a sus criaturas; y él, ante todo, era cristiano.

Reía Tonet escuchando estas palabras, considerándolas como divagaciones de la embriaguez, y daba con el codo a su harapiento compañero. ¡Si esperaba otra copa por sus tonterías sufriría un desengaño! Lo que le ocurría a él era que odiaba el trabajo. Lo mismo les pasaba a los otros; pero, unos más y otros menos, todos encorvaban el lomo, aunque fuese a regañadientes.