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Canas y barro

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El estado del tío Paco justificaba las murmuraciones. Los parroquianos le veían inmóvil junto al hogar, aun en pleno verano, buscando el fuego en el que hervían las paellas. Las moscas revoloteaban junto a su cara, sin que mostrase voluntad para espantarlas. En los días de sol se envolvía en la manta, gimiendo como un niño, quejándose del frío que le producían los dolores. Sus labios tomaban un color azulado; las mejillas, fláccidas y abultadas, tenían la palidez amarillenta de la cera, y los ojos saltones estaban rodeados de una aureola negra, en la que parecían hundirse. Era un fantasma enorme, grasiento y temblón que entristecía con su presencia a los parroquianos. El tío Paloma, que había terminado con Cañamél el negocio del redolí, no iba por la taberna. Aseguraba que el vino le parecía menos gustoso mirando aquel fardo de dolores y gemidos. Como el viejo tenía ahora dinero, frecuentaba una tabernilla adonde le habían seguido sus amigos, y la concurrencia de casa Cañamél sufrió gran disminución.

Neleta aconsejaba a su marido que fuese a los baños que recomendaban los médicos. Su tía le acompañaría.

– Més avant – respondía el enfermo. – Después… después.

Y seguía inmóvil en la silleta de esparto, sin voluntad para separarse de la mujer y de aquel rincón, al que parecía agarrada su existencia.

Los tobillos comenzaron a hinchársele, tomando monstruosas dimensiones. Neleta esperaba esto. Era la hinchazón de los… maleolos (eso es, recordaba bien el nombre) que le había anunciado un médico en su último viaje a Valencia.

Esta manifestación de la enfermedad sacó a Cañamel de su sopor. Ya sabía él lo que era aquello: la humedad maldita del Palmar que se le metía por los pies al permanecer quieto. Y obedeció a Neleta, que le ordenaba trasladarse a otro terreno. En Ruzafa tenían, como todos los ricos del Palmar, su casita alquilada para casos de enfermedad. Allí podría valerse de los médicos y las farmacias de Valencia. Cañamél emprendió el viaje, acompañado de la tía de su mujer, y estuvo ausente unos quince días. Pero apenas la hinchazón decreció un poco, el tío Paco quiso volver, afirmando que ya estaba bueno. No podía vivir sin su Neleta. En Ruzafa sentía el frío de la muerte cuando, al llamar a su esposa, se presentaba la tía, con su cara arrugada y hocicuda de anguila vieja.

Volvió a reanudar los antiguos hábitos, sonando en la taberna el débil quejido de Cañamél como un continuo lamento.

A principios del otoño tuvo que volver a Ruzafa en peor estado. La hinchazón comenzaba a extenderse por sus piernas enormes, desfiguradas por el reúma, verdaderas patas de elefante, que arrastraba con dificultad, apoyándose en el más cercano y lanzando un quejido al colocar el pie en el suelo.

Neleta acompañó a su marido hasta la barca-correo. La tía había ido delante, por la mañana, en el «carro de las anguilas», para preparar la casita de Ruzafa.

Por la noche, al acostarse, después de cerrada la taberna, Neleta creyó oír por el lado que daba al canal un silbido tenue que conocía desde niña. Entreabrió una ventana para mirar. ¡Él estaba allí! Paseaba como un perro triste, con la vaga esperanza de que le abrieran.

Neleta cerró, volviéndose a la cama. Resultaba una locura el propósito de Tonet. No era tonta para comprometer su porvenir en un rapto de apasionamiento juvenil. Como decía su enemiga la Samaruca, ella sabía más que una vieja.

Halagada, sin embargo, por el apasionamiento de Tonet, que corría a ella tan pronto como la consideraba sola, la tabernera se durmió pensando en su amante.

Había que dejar correr el tiempo. Tal vez, cuando menos lo esperasen, retoñaría la antigua felicidad.

La vida de Tonet había sufrido un nuevo cambio. Volvía a ser bueno, a vivir con su padre, a trabajar en los campos, que estaban casi cubiertos de tierra gracias a la tenacidad del tío Tóni.

Los desmanes del Cubano en la Dehesa habían terminado. La Guardia civil de la huerta de Ruzafa visitaba con frecuencia la selva. Aquellos soldados bigotudos, de cara inquisitorial, hacían llegar hasta él su resolución de contestar con una bala de máuser el primer escopetazo que disparase entre los pinos. El Cubano aprovechó la advertencia. Las gentes del correaje amarillo no eran como los guardas de la Dehesa; podían dejarlo tendido al pie de un árbol y después pagaban con un pedazo de papel dando cuenta del hecho. Licenció a Sangonera, y otra vez volvió el vagabundo a su vida errante, coronándose de flores de los ribazos cuando estaba ebrio y buscando por el lago la mística aparición que tanto le había impresionado.

Tonet, por su parte, colgó la escopeta en la barraca de su padre y juró ante éste un arrepentimiento eterno. Quería que le tuvieran por hombre grave. Sería para el tío Tóni respetuoso y bueno, como éste lo había sido con el abuelo. Acababan para siempre las calaveradas. El padre, enternecido, abrazó a Tonet, lo que no había hecho desde que volvió de Cuba, y juntos se entregaron al enterramiento de los campos con el ardor del que ve su obra próxima a terminar.

La tristeza daba nuevas fuerzas a Tonet, endureciendo su voluntad. Impulsado por la pasión, que le roía las entrañas, había rondado varias noches en torno de la taberna, sabiendo que Neleta estaba sola. Había visto entreabrirse levemente las hojas de una ventana y volver a cerrarse. Sin duda le había reconocido, y a pesar de esto, permanecía muda, inabordable. Nada debía esperar. Sólo le quedaba el cariño de los suyos. Y cada vez se unía más al tío Tóni y la Borda, participando de sus ilusiones y sus penas, compartiendo con ellos la miseria y admirándoles con la sencillez de sus costumbres, pues apenas bebía y pasaba las veladas relatando al padre sus aventuras de guerrillero. La Borda mostrábase radiante de felicidad, y cuando hablaba con alguna vecina, era para elogiar a su hermano. ¡El pobre Tonet! ¡cuán bueno era! ¡cómo alegraba al padre cuando quería…!

Neleta abandonó repentinamente la taberna para ir a Ruzafa. Tan grande fue su prisa, que no quiso esperar la barca-correo, y llamó al tío Paloma para que en su barquito la condujese al Saler, al puerto de Catarroja, a cualquier punto de tierra firme desde donde pudiera dirigirse a Ruzafa.

Cañamél estaba muy grave: agonizaba. Para Neleta no era esto lo más importante. Su tía había llegado por la mañana con noticias que la dejaron inmóvil de sorpresa tras el mostrador. La Samaruca estaba en Ruzafa hacía cuatro días. Se había metido en la casa como parienta, y la pobre tía no osaba protestar. Además llevaba con ella a un sobrino, al que quería como un hijo, y que vivía con ella: el mismo a quien Tonet había pegado la noche de les albaes. Al principio la enfermera calló, con su bondad de mujer sencilla: eran parientes de Cañamél y no tenía tan mal corazón que fuese a privar al enfermo de estas visitas. Pero después oyó algunas de las conversaciones de Cañamél y su cuñada. Aquella bruja se esforzaba por convencerle de que nadie le quería como ella y el sobrino. Hablaba de Neleta, asegurando que, tan pronto como él emprendió el viaje, el nieto del tío Paloma entraba en su casa todas las noches. Además… – aquí vacilaba de miedo la vieja- el día anterior se presentaron en la casa dos señores conducidos por la Samaruca y su sobrino: uno que preguntaba a Cañamél con voz queda y otro que escribía. Debía ser cosa de testamento.

Ante esta noticia, Neleta se mostró tal como era. Su vocecita mimosa, de dulzonas inflexiones, se tornó ronca; brillaron como si fuesen de talco las claras gotas de sus ojos, y por su piel blanca corrió una oleada de verdosa palidez.

– ¡Recordóns! – gritó, como un barquero de los que concurrían a la taberna.

¿Y para esto se había casado ella con Cañamél? ¿Para esto aguantaba una enfermedad interminable, esforzándose por aparecer dulce y cariñosa? Vibraba en pie dentro de ella, con toda su inmensa fuerza, el egoísmo de la muchacha rústica que coloca el interés por encima del amor.

En el primer impulso quiso golpear a su tía, que le comunicaba tales noticias a última hora, cuando tal vez no había remedio. Pero la explosión de cólera le haría perder tiempo, y prefirió correr a la barca del tío Paloma, con tanta prisa, que ella misma empuñó una percha para salir cuanto antes del canal y tender la vela.

A media tarde entró como un huracán en la casita de Ruzafa. Al verla, la Samaruca, palideció, e instintivamente fue de espaldas a la puerta; pero apenas intentó retirarse, la alcanzó una bofetada de Neleta, y las dos mujeres se agarraron del pelo mudamente, con sorda rabia, revolviéndose, yendo de un lado a otro, chocando contra las paredes, haciendo rodar los muebles, con las manos crispadas hundidas en el moño, como dos vacas uncidas que se pelearan con las cabezas juntas sin poder separarse.

La Samaruca era fuerte e inspiraba cierto miedo a las comadres del Palmar, pero Neleta, con su sonrisita dulce y su voz melosa, ocultaba una vivacidad de víbora, y mordía a su enemiga en la cara con un furor que la hacía tragarse la sangre.

– ¿Quées aixó? – gemía en una habitación inmediata la voz de Cañamél, asustado por el estruendo. – ¿Qué pasa…?

El médico que estaba con él salió del dormitorio, y ayudado por el sobrino de la Samaruca, pudo separar a las dos mujeres, después de grandes esfuerzos y de recibir no pocos arañazos. En la puerta se agolpaban los vecinos. Admiraban el ciego ensañamiento con que riñen las mujeres, y alababan el coraje de la rubia pequeñita, que lloraba por no poder «desahogarse» más.

La cuñada de Cañamél huyó, seguida de su sobrino; cerróse la puerta de la casa, y Neleta, con los pelos en desorden y la blanca tez enrojecida por los arañazos, entró en el cuarto del marido después de limpiarse la sangre ajena que manchaba sus dientes.

Cañamél era una ruina. Las piernas hinchadas, monstruosas, el edema, según decía el médico, se extendía ya por el vientre, y la boca tenía la lividez azul de los cadáveres.

 

Parecía aún más enorme sentado en un sillón de cuerda, con la cabeza hundida entre los hombros, sumido en un sopor de apoplético, del que sólo lograba salir a costa de grandes esfuerzos. No preguntó la causa del estruendo, como si la hubiese olvidado instantáneamente, y sólo al ver a su mujer hizo un torpe gesto de alegría y murmuró:

– Estic molt mal… molt mal.

No podía moverse. Tan pronto como intentaba acostarse se ahogaba, y había que correr a levantarlo, como si hubiese llegado su última hora.

– Neleta hizo sus preparativos para quedarse allí. La Samaruca no se burlaría más. No soltaba a su marido hasta llevárselo bueno al pueblo.

Pero ella misma hacía un gesto de incredulidad ante la esperanza de que Cañamél pudiera volver a la Albufera. Los médicos no ocultaban su triste opinión. Se moría de un reumatismo cardíaco, de asistolia. Era enfermedad sin remedio; el corazón quedaría falto de contracción en el momento menos esperado, y acabaría la vida.

Neleta no abandonaba a su marido. Aquellos señores que habían escrito papeles cerca de él no se apartaban de su pensamiento. La enfurecía el amodorramiento de Cañamél, quería saber qué es lo que había dictado bajo la maldita inspiración de la Samaruca, y le sacudía para hacerle salir de su sopor.

Pero el tío Paco, al reanimarse un momento, contestaba siempre lo mismo. Todo lo había dispuesto bien. Sí ella era buena, si le quería como tantas veces se lo había jurado, nada debía temer.

A los dos días murió Cañamél en su sillón de esparto, asfixiado por el asma, hinchado, con las piernas lívidas.

Neleta apenas lloró. Otra cosa la preocupaba. Cuando el cadáver hubo salido para el cementerio y ella se vio libre de los consuelos que le prodigaban las gentes de Ruzafa, sólo pensó en buscar al notario que había redactado el testamento y enterarse de la voluntad de su esposo.

No tardó en lograr su deseo. Cañamél había sabido hacer bien las cosas, como afirmaba en sus últimos momentos.

Declaraba su heredera a Neleta, sin mandas ni legados. Pero ordenaba que si ella volvía a casarse o demostraba con su conducta sostener relaciones amorosas con algún hombre, la parte de su fortuna de que podía disponer pasase a su cuñada y a todos los parientes de la primera esposa.

VIII

Nadie supo cómo volvió Tonet a la taberna del difunto Cañamél.

Los parroquianos le vieron una mañana sentado ante una mesilla, jugando al truque con Sangonera y otros desocupados del pueblo, y nadie lo extrañó. Era natural que Tonet frecuentase un establecimiento del que era Neleta la única dueña.

Volvió el Cubano a pasar allí su vida, abandonando de nuevo al padre, que había creído en una total conversión. Pero ahora ya no se reproducía entre él y la tabernera aquella confianza que escandalizaba al Palmar con sus alardes de fraternidad sospechosa. Neleta, vestida de luto, estaba tras el mostrador, embellecida por cierto aire de autoridad. Parecía más grande al verse rica y libre. Bromeaba menos con los parroquianos; mostrábase de una virtud arisca; acogía con torvo ceño y apretando los labios las bromas a que estaban habituados los concurrentes, y bastaba que algún bebedor rozase al tomar el vaso sus brazos arremangados, para que Neleta sacase las uñas, amenazando con plantarlo en la puerta.

La concurrencia aumentaba desde que había desaparecido el doliente e hinchado espectro de Cañamél. El vino servido por la viuda parecía mejor, y las tabernillas del Palmar volvían a despoblarse.

Tonet no osaba fijar sus ojos en Neleta, como temiendo los comentarios de la gente. ¡Ya hablaba bastante la Samaruca viéndole otra vez en la taberna! Jugaba, bebía, se sentaba en un rincón, como lo hacía Cañamél en otros tiempos, y parecía dominado a distancia por aquella mujer que a todos miraba menos a él.

El tío Paloma comprendía con su habitual astucia la situación del nieto. Estaba siempre allí por no disgustar a la viuda, que deseaba tenerle bajo su vista, ejercer sobre él una autoridad sin límites. Tonet «montaba la guardia», como decía el viejo, y aunque de vez en cuando sentía deseos de salir a los carrizales a disparar unos cuantos escopetazos, callaba y permanecía quieto, temiendo sin duda las recriminaciones de Neleta cuando se viesen a solas.

Mucho había sufrido ella en los últimos tiempos aguantando las exigencias del dolorido Cañamél, y ahora que era rica y libre se resarcía, haciendo pesar su autoridad sobre Tonet.

El pobre muchacho, asombrado de la prontitud con que la muerte arreglaba las cosas, dudaba aún de su buena fortuna al verse en casa de Cañamél, sin miedo a que apareciese el irritado tabernero. Contemplando aquella abundancia, de la que Neleta era única dueña, obedecía todas las exigencias de la viuda.

Ella le vigilaba con duro cariño, semejante a la severidad de una madre.

– No begues més – decía a Tonet, que, incitado por Sangonera, se atrevía a pedir nuevos vasos en el mostrador.

El nieto del tío Paloma, obediente como un niño, se negaba a beber y permanecía inmóvil en su asiento, respetado por todos, pues nadie ignoraba sus relaciones con la dueña de la casa.

Los parroquianos que habían presenciado su intimidad en tiempos de Cañamél, encontraban lógico que los dos se entendiesen. ¿No habían sido novios? ¿No se habían querido, hasta el punto de excitar los celos del cachazudo tío Paco…? Se casarían ahora, tan pronto como pasasen los meses de espera que la ley exige a la viuda, y el Cubano daríase aires de legítimo dueño tras aquel mostrador que ya había asaltado como amante.

Los únicos que no aceptaban esta solución eran la Samaruca y sus parientes. Neleta no se casaría: estaban seguros de ello. Era demasiado mala aquella mujercita de melosa lengua para hacer las cosas como Dios manda. Antes que realizar el sacrificio de ceder a los parientes de la primera esposa lo que era muy suyo, preferiría vivir enredada con el Cubano. Para ella nada tenía esto de nuevo. ¡Cosas más grandes había visto el pobre Cañamél antes de morir…!

Espoleados por el testamento que les ofrecía la posibilidad de ser ricos y por la convicción de que Neleta no había de allanarles el camino casándose, la Samaruca y los suyos ejercían un minucioso espionaje en torno de los amantes.

Por las noches, a altas horas, cuando se cerraba la taberna, la feroz mujerona, arrebujada en su mantón, espiaba la salida de los parroquianos, buscando entre ellos a Tonet.

Veía a Sangonera que se retiraba a su barraca con paso inseguro. Los compañeros le perseguían con sus burlas, preguntándole si había vuelto a encontrar al afilador italiano. Él, en medio de su embriaguez, se serenaba… ¡Pecadores! ¡Parecía imposible que siendo cristianos se burlasen de aquel encuentro…! Ya vendría el que todo lo puede, y su castigo sería no reconocerlo, no seguirlo, privándose de la felicidad reservada a los escogidos.

Algunas veces, al quedarse solo Sangonera ante su barraca, lo abordaba la Samaruca, surgiendo de la obscuridad como una bruja. ¿Dónde estaba Tonet…? Pero el vagabundo sonreía maliciosamente, adivinando las intenciones de la mujerona. ¡Preguntitas a él! Y extendiendo sus manos con un gesto vago, como si quisiera abarcar toda la Albufera, contestaba:

– ¿Tonet…? Per lo mon; per lo mon.

La Samaruca era infatigable en sus averiguaciones. Antes de romper el día ya estaba frente a la barraca de los Palomas, y al abrir la puerta la Borda entablaba conversación con ella, mientras lanzaba vivas miradas al interior de la vivienda para ver si Tonet estaba dentro.

La implacable enemiga de Neleta adquirió la convicción de que el joven se quedaba por las noches en la taberna. ¡Qué escándalo! ¡Cuando sólo hacía unos meses que había muerto Cañamél! Pero lo que más le irritaba de esta audacia amorosa era que el testamento del tabernero quedase sin cumplir y la mitad de sus bienes siguiera en poder de la viuda, en vez de pasar a los parientes de la primera mujer. La Samaruca hizo viajes a Valencia: se enteró de personas que conocían las leyes por las puntas de las uñas, y pasó el tiempo en continua agitación, acechando noches enteras por los alrededores de la taberna acompañada de parientes que habían de servirla de testigos. Esperaba que Tonet saliese de la casa antes del amanecer, para probar de este modo sus relaciones con la viuda. Pero las puertas de la taberna no se abrían en toda la noche: la casa permanecía obscura y silenciosa, como si todos durmiesen en su interior el sueño de la virtud. Por la mañana, cuando la taberna se abría, Neleta mostrábase tras el mostrador tranquila, sonriente, fresca, mirando a todos frente a frente, como la que nada tiene que reprocharse; y mucho tiempo después, Tonet aparecía como por arte de encantamiento, sin que los parroquianos supiesen ciertamente si había entrado por la puerta que daba a la calle o la del canal.

Era difícil pillar en falta a aquella pareja. La Samaruca se desesperaba, reconociendo la astucia de Neleta. Para evitar confidencias había despedido a la criada de la taberna, reemplazándola con su tía, aquella vieja sin voluntad, resignada a todo, que sentía cierto respeto no exento de miedo ante el genio violento de la sobrina y las riquezas de su viudez.

El vicario don Miguel, enterado de los sordos trabajos de la Samaruca, agarró más de una vez a Tonet, sermoneándole para que evitase el escándalo. Debían casarse: cualquier día podían sorprenderles los del testamento, y se hablaría del hecho en toda la Albufera. Aunque Neleta perdiese una parte de su herencia, ¿no era mejor vivir como Dios manda, sin tapujos ni mentiras? El Cubano movía los hombros. Él deseaba el matrimonio, pero ella debía resolver. Neleta era la única mujer del Palmar que, con su acostumbrada dulzura, hacía frente al rudo vicario; por esto se indignaba al oír sus reprimendas. ¡Todo eran mentiras! Ella vivía sin faltar a nadie. No necesitaba hombres. Pprecisaba un criado en la taberna, y tenía a Tonet, que era su compañero de la niñez… ¿Es que no podía escoger, en una casa como la suya, llena de «intereses», al que le mereciese más confianza? Ya sabía ella que todo eran calumnias de la Samaruca para que la regalase los campos de arroz de «su difunto»: la mitad de una fortuna a cuya creación había contribuido como esposa honrada y laboriosa. Pero ¡estaba fresca aquella bruja si esperaba la herencia! ¡primero se secaría la Albufera!

La avaricia de la mujer rural se revelaba en Neleta con una fogosidad capaz de los mayores arrebatos. Despertábase en ella el instinto de varias generaciones de pescadores miserables roídos por la miseria, que admiraban con envidia la riqueza de los que poseen campos y venden el vino a los pobres, apoderándose lentamente del dinero. Recordaba su niñez hambrienta, los días de abandono, en los que se colocaba humildemente en la puerta de los Palomas esperando que la madre de Tonet se apiadase de ella; los esfuerzos que tuvo que hacer para conquistar a su marido y sufrirle durante su enfermedad; y ahora que se veía la más rica del Palmar, ¿tendría por ciertos escrúpulos que repartir su fortuna con gentes que siempre la habían hecho daño? Sentíase capaz de un crimen, antes que entregar un alfiler a los enemigos. La posibilidad de que pudiese ser de la Samaruca una parte de las tierras de arroz que ella cuidaba con tanta pasión le hacía ver rojo de cólera, y sus manos se crispaban con la misma furia que en Ruzafa le hizo arrojarse sobre su enemiga.

La posesión de la riqueza la transformaba. Mucho quería a Tonet; pero entre éste y sus bienes, no dudaba en sacrificar al amante. Si abandonaba a Tonet, volvería más o menos pronto, pues su vida estaba encadenada para siempre a ella; pero si soltaba la más pequeña parte de su herencia, ya no la vería nunca.

Por esto acogió con indignación las tímidas proposiciones que le hizo por la noche Tonet en el silencio del piso alto de la taberna.

Al Cubano le pesaba esta vida de huída y ocultaciones. Deseaba ser dueño legal de la taberna, deslumbrar a todo el pueblo con su nueva posición, hombrearse con las gentes que le habían despreciado. Además-y esto lo ocultaba cuidadosamente-, siendo marido de Neleta, le pesaría menos el carácter dominador de ésta, su despotismo de mujer rica, que puede poner al amante en la puerta y abusa de la situación. Ya que le quería, ¿por qué no se casaban?

Pero en la oscuridad de la alcoba, al decir esto Tonet, sonaban los jergones de maíz del lecho con los movimientos impacientes de Neleta. Su voz tenía la ronquera de la rabia… ¿El también?… No, hijo; sabía lo que necesitaba hacer, y no pedía consejos. Bien estaban así. ¿Le faltaba algo? ¿No disponía de todo como sí fuera el dueño? ¿Para qué darse el gusto de que los casase don Miguel, y después, tras la ceremonia, abandonar la mitad de su fortuna en las manos puercas de la Samaruca? ¡Antes se dejaría cortar un brazo que amputar su herencia! Además, ella conocía el mundo; salía algunas veces del lago, iba a la ciudad, donde los señores admiraban su desparpajo, y no se le ocultaba que lo que en el Palmar aparecía como una fortuna, fuera de la Albufera no llegaba a una decorosa miseria. Tenía sus pretensiones de ambiciosa. No siempre había de estar llenando copas y tratando con beodos; quería acabar sus días en Valencia, en un piso, como una señora que vive de sus rentas. Prestaría el dinero mejor que Cañamel; se ingeniaría para que su fortuna se reprodujese con incesante fecundidad, y cuando fuese rica de veras, tal vez se decidiera a transigir con la Samaruca, entregándole lo que ella miraría entonces como una miseria. Cuando esto llegase, podía hablarle de casamiento si seguía portándose bien y obedeciéndola Sin disgustos. Pero en el presente, no,  ¡recOrdóns!, nada de casorios ni de dar dinero a nadie; primero se dejaría abrir por el vientre como una tenca.

 

Y era tanta su energía al expresarse de esta manera, que Tonet no osaba replicar. Además, aquel mozo que pretendía imponerse por su valor a todo el pueblo, sentíase dominado por Neleta y le tenía miedo, adivinando que no estaba tan seguro de su afecto como creyó al principio.

No era que Neleta se cansase de aquellos amores. Le quería; pero su riqueza le daba sobre él una gran superioridad. Además, la mutua posesión durante las noches interminables de invierno, en la taberna cerrada y sin correr riesgo alguno, había amortiguado en ella la excitación del peligro, la temblorosa voluptuosidad que la dominaba en tiempos de Cañamel al besarse tras las puertas o tener sus citas rápidas en los alrededores del Palmar, siempre expuestos a una sorpresa.

A los cuatro meses de esta vida casi marital, sin otro obstáculo que la vigilancia de la Samaruca, fácilmente burlada, Tonet creyó por un momento que podrían realizarse sus deseos matrimoniales… Neleta se mostraba preocupada y grave. La arruga vertical de su entrecejo delataba penosos pensamientos. Por los más insignificantes pretextos reñía con Tonet; le insultaba, repeliéndole y lamentándose de su amor, maldiciendo el momento de debilidad en que le había abierto los brazos; pero después, a impulsos de la carne, le aceptaba de nuevo, entregándose con abandono, como si la pena que la dominaba fuese irreparable.

Su humor desigual y nervioso convertía las noches de amor en agitadas entrevistas, durante las cuales alternaban las caricias con las recriminaciones. y faltaba poco para que se mordieran las bocas que momentos antes se besaban. Por fin, una noche, Neleta, con palabras entrecortadas por la rabia, reveló el secreto de su estado. Había enmudecido hasta entonces, dudando de su desgracia; pero ahora, tras dos meses de observación, estaba segura. Iba a ser madre… Tonet se sintió aterrado y satisfecho al mismo tiempo, mientras ella continuaba sus lamentaciones. Aquello podía haber ocurrido viviendo Cañamel sin peligro alguno. Pero el demonio, que, sin duda, andaba de por medio, había creído mejor hacer surgir el obstáculo en momentos difíciles, cuando ella estaba interesada en ocultar sus amores para no dar gusto a los enemigos.

Tonet, pasado el primer momento de sorpresa, le preguntó con timidez qué pensaba hacer. En el temblor de su voz adivinó ella los ocultos pensamientos del amante, y rompió a reír con una carcajada irónica, burlona, que revelaba el temple de su alma. ¡Ah! ¿Creía que por esto iba a casarse? No la conocía. Podía estar seguro de que antes se mataba que ceder ante sus enemigos. Lo suyo era muy suyo, Y lo defendería. ¡De ésta no se casaba Tonet, pues para todo hay remedio en el mundo!…

Pasó esta explosión de rabia Por la jugarreta que se permitía la Naturaleza, sorprendiéndolos cuando más seguros se creían; y Neleta y Tonet continuaron su vida como si nada ocurriese, evitando hablar del obstáculo que surgía entre ellos, familiarizándose con él, tranquilos Porque su realización era aún remota, y confiando vagamente en cualquier circunstancia inesperada que pudiera salvarlos.

Neleta, sin hablar de ello al amante, buscaba el medio de deshacerse de la nueva vida que sentía latir en sus entrañas como una amenaza para su avaricia.

La tía, asustada por sus confidencias, hablaba de remedios poderosos. Recordaba sus conversaciones con las viejas del Palmar al lamentarse de la rapidez con que se reproducen las familias en la miseria. Por consejo de su sobrina iba a Ruzafa o entraba en la ciudad para consultar a las curanderas que gozaban de oscura fama en las últimas capas sociales, y volvía allí con extraños remedios, compuestos de ingredientes repugnantes que revolcaban el estómago.

Tonet, muchas noches, sorprendía en el cuerpo de Neleta emplastos hediondos, a los que la tabernera concedía la mayor fe: cataplasmas de ¡hierbas silvestres, que daban a sus veladas de amor un ambiente de brujería.

Pero todos los remedios demostraban su ineficacia con el curso del tiempo. Pasaban los meses, y Neleta se convencía con gran desesperación, de la inutilidad de sus esfuerzos.

Como decía la tía, aquel ser oculto estaba bien agarrado, Y en vano luchaba Neleta por anularlo dentro de sus entrañas.

Las entrevistas de los amantes durante la noche eran borrascosas. Parecía que Cañamel se vengaba, resucitando entre los dos para empujarlos el uno contra el otro.

Neleta lloraba de desesperación, acusando a Tonet de su desgracia. El era el culpable; por él veía comprometido su porvenir. Y cuando, con la nerviosidad de su estado, se cansaba de insultar al Cubano, fijaba sus ojos iracundos en el vientre, que, libre de la opresión a que estaba sometido durante el día para burlar la curiosidad de los extraños, parecía crecer cada noche con monstruosa hinchazón. Neleta odiaba con furor salvaje al ser oculto que se movía en sus entrañas, y con el puño cerrado se golpeaba bestialmente, como si quisiera aplastarlo dentro de la cálida envoltura.

Tonet también lo odiaba, viendo en él una amenaza. Contagiado por la codicia de Neleta, pensaba con terror en la pérdida de una parte de aquella herencia que consideraba como suya.

Todos los remedios de que había oído hablar confusamente en las libres conversaciones entre los barqueros los aconsejaba a su amante. Eran pruebas brutales, atentados contra la Naturaleza que ponían los pelos de punta o remedios ridículos que hacían sonreír; pero la salud de Neleta se burlaba de todo. Aquel cuerpo, en apariencia delicado, era fuerte y sólido, Y seguía en silencio cumpliendo la más augusta función de la Naturaleza, sin que los malvados deseos pudieran torcer ni retardar la santa obra de la fecundidad.

Pasaban los meses. Neleta tenía que hacer grandes esfuerzos, sufrir inmensas molestias para ocultar su estado a todo el pueblo. Se apretaba el corsé por las mañanas de un modo cruel, que hacía estremecer a Tonet. Muchas veces le faltaban las fuerzas para contener el desbordamiento de la maternidad.

– ¡Tira…, tira! – decía, ofreciendo al amante los cordones de su corsé con un gesto fiero, apretando los labios para contener los suspiros de dolor.

Y Tonet tiraba, sintiendo en la frente un sudor frío, estremeciéndose de la voluntad que demostraba aquella mujercita, rugiendo sordamente y tragándose en silencio las lágrimas de su angustia.

Se pintaba el rostro Y echaba mano de toda la perfumería barata para mostrarse en la taberna fresca, tranquila y hermosa como siempre, sin que nadie pudiese leerle en el rostro los síntomas de su estado. La Samaruca, que husmeaba como un perdiguero en torno de la casa, presentía algo anormal al lanzar sus rápidas miradas pasando por la puerta. Las demás muJeres, con la experiencia de su Sexo, adivinaban lo que ocurría a la tabernera.