DE NAUFRAGIOS Y AMORES LOCOS

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Eusebio ni atrás ni alante me dejó tirarme aunque fuera media horita en la litera. Ni modo, compa me decía después el cuerpo te coge matunguera y no vas a poder dar ni un paso. Vamos a coger los buses que ya están pitando.

Y así, como dos zombies, recorrimos calles, museos y plazas de la Habana. Yo me hacía el extranjero, aunque a ciencia cierta era un extranjero nacional en aquella ciudad y me sorprendía de cosas y casas. De la Habana Vieja el nica me comentó bajito que lucía peor que Managua después del terremoto.

Nuestros guías, incansables y entusiastas militantes de la UJC, nos permitieron dispersarnos con la promesa de rencontrarnos en un par de horas en el Parque Central, para de allí volver a la Lenin a almorzar y al rato partir de nuevo hacia el Estadio Latinoamericano para la gala inaugural.

La ciudad era para mí tan desconocida como para Eusebio, así que preguntando por aquí y por allá llegamos hasta la Avenida del Puerto. Yo me quejé de las aguas tan sucias de la bahía y el nica me espetó sorprendido.

_ ¿Tú nunca has viajada en barco? Todos los puertos de todos los países son iguales.

Me di cuenta que tenía que interiorizar más mi papel de extranjero o me vería en apuros en cualquier momento. La compañía del socio me resultaba agradable y hasta me hacía sentir más seguro, pero tenía que zafarme de él para asumir el rol de árabe, de lo contrario mis propias credenciales me iban a delatar. Deambulando entre kioscos y tarimas donde tocaban grupos musicales, logré, mientras Eusebio tiraba un pasillo con una mulata colosal, mejor dicho culosal, alejarme de él con el pretexto de comprar cigarros y me perdí de todo aquello. Monté en una guagua de la ruta 27 que decía en el cartelito que iba para el Cerro y como sabía que el estadio Latinoamericano estaba por allá decidí rondar por sus alrededores hasta la hora de la inauguración.

El acto fue maravilloso, lleno de colorido, música y alegría. Yo por supuesto no desfilé con ninguna delegación, me metí entre el público a vacilar todo aquello, las coreografías, la pizarra humana, los fuegos artificiales, la actuación de Los Van Van e Irakere.

Al otro día, como no tenía interés alguno de participar en las comisiones de trabajo, ni en las plenarias me uní a un grupo que iba para el Parque Lenin. Éramos representantes de varios países y entre ellos iba mi rumanita. Para ella fue muy natural verme con mi nuevo pitusa, pero yo estaba loco porque me lo celebrara, tenía tanta alegría y orgullo que como se dice no me cabía en el culo ni un alpiste.

Tomamos un par de caballos y nos perdimos por unos trillos perfumados en un bosquecito de eucaliptos y ocujes hasta que llegamos a la orilla de una represa que me pareció gigantesca. Con muchas señas y algunas palabras farfulladas por ella en español y otras que yo masticaba en inglés logramos establecer un código de comunicación bastante efectivo. Enseguida entendió que quería bañarme con ella y asintió. Me acordé de Bety y del Plomo y me reí de aquella noche en la presa. Mi chica me observaba en silencio, preguntó cómo se llamaban las curiosas elevaciones que se distinguían a lo lejos y le contesté que Tetas de Managua y mientras ella las observaba en la lejanía yo quería morder las suyas tan cercanas. Por pudor nos metimos en el agua con calzoncillo y blúmer, pero en cuanto nos manoseamos un poco y la sangre comenzó a hervir los arrojamos a la orilla con desesperación. La cargué a horcajadas y de pronto sentí perderme en un infinito azul de tibias emociones.

Absortos en el gozo nos retrasamos y por supuesto perdimos las guaguas. Vimos un grupo de extranjeros a lo lejos e intentamos unirnos a ellos, pero cuando descubrí que entre ellos se encontraban algunos árabes, tomé a Marina de la mano y salimos corriendo de allí, después de dar mil vueltas y de caminar como unos caballos logramos montar en una ruta 31 y fuimos hasta la Víbora desde donde continuamos viaje a la Lenin en otra ruta. Mi desconocimiento de la zona nos llevó a un recorrido ridículo, pues el Parque y la escuela Lenin son casi vecinos.

Eusebio me echó una cojonera del carajo al llegar.

_ ¡Mira que vos sos arrecho! Me abandonaste compa, me abandonaste.

Le conté lo sucedido y el resto de los días Marina, él, su chica rumana llamada Renata y yo formamos un cuarteto inseparable. Hicimos muchas promesas de escribirnos y todo eso que se planea cuando se establece una relación en esas circunstancias y que uno sabe a ciencia cierta que no se van a cumplir. Aun así, a pesar de nuestro estrecho roce, dos o tres noches me las agencié para escaparme un rato y establecer relaciones con mexicanos, canadienses, chicanos, argentinos, italianos y el Copón Bendito. Con artimañas, trucos y mucha labia e imaginación logré reunir un pulovito por aquí, un jean usado por allá, una cotona por acá y algunos que otros dólares, francos, liras, soles, bolívares y pesetas.Marina me dejó de recuerdo un radiecito portátil que era una maravilla.

Lo triste, realmente triste, fue la partida. Con el cuento de que debía quedarme una semana más en Cuba por situaciones con los pasajes, los pude despedir a todos y ganas no me faltaron de llorar, lo juro.

También por poco lloro una semana después cuando fui al puerto a despedir a Bety. Fue de las últimas en abordar el “Ucrania”, una motonave viejuca, pero impresionante todavía por sus dimensiones y su albor. Me estuvo diciendo adiós y tirando besos hasta que el buque se perdió tras las murallas del Morro.

Quedé abatido y desamparado. Ya habían cerrado los albergues, todos los delegados habían partido de regreso a sus países y me vi en la calle y sin llavín. Ir a pasar unos días en casa del tío Alfredo en Bauta no me causaba mucha gracia, volver a mi pueblo a cargar las baterías para retornar con nuevos bríos y recursos a la Habana tampoco me atraía. Hasta pensé en regresar a los brazos de mi mulata santiaguera y pedirle perdón, mas mi destino ya estaba marcado y también deseché aquella opción.

Las primeras noches dormí en los bancos de las terminales de ómnibus y trenes. Sentirme acompañado por las decenas de personas que habitualmente hacen noche allí me daba más confianza. Por el día deambulaba por el Vedado o la Habana Vieja, conociendo los barrios y tratando de establecer alguna relación que me resultara de utilidad. A pesar de que el pelo, por no cuidarlo había vuelto a tornarse rizoso, veía con agrado como muchos me observaban largamente debido a mi semejanza con el trovador.

Una tarde, la del 19 de agosto de 1978, nunca la podré olvidar. Mientras descansaba en un banco del Parque de la Fraternidad la tortura hirviente de mis pies y trataba de aclarar la enredadera de mis pensamientos me quedé mirando a un viejito, que con dos pesadas jabas caminaba casi frente a mí. Su cansancio era evidente, cada diez o doce pasos tenía que bajar la carga para tomar un respiro, aparentaba unos ochenta años. Me colgué la mochila a la espalda y le ofrecí ayuda, me miró con ojos gastados a través de unos espejuelos culo de botella con un semblante realmente lastimoso.

_ ¿Va muy lejos, abuelo, quiere que lo ayude?

_ ¿Ehhh?

Ahora sí, me dije, aparte de ciego, sordo también, a este lo que le queda es si acaso una afeitada. Le grité más alto y me dio su consentimiento con una voz apagadita.

Vivía a unas cuatro cuadras de allí, en Obrapía, casi al fondo de la Zaragozana. Su domicilio era apenas un cuarto con barbacoa, un bañito minúsculo y una cocinitica. El reguero y la suciedad que encontré eran de tres pares de timbales. Me contó farfullando que se llamaba Simón, tenía setentaiocho años, estaba solo desde que se le murió la vieja hacía tres años, le habían extirpado un riñón y un pulmón, no tenía hijos y estaba pasando más trabajo que un cochino a soga.

Por mi parte le dije que era huérfano desde pequeño, que había tenido una mujercita, pero que murió en el parto de nuestro primer hijo, que estaba destruido emocionalmente y que por eso había abandonado mi pueblo, huyendo de los fantasmas del pasado, que ahora andaba errante y sin punto fijo donde vivir. A pesar de todas sus desgracias el viejito no había perdido su sentido del humor y cuando hubo descansado un poco me agasajó con un café recién colado que me supo a gloria y mientras se le iluminaba el rostro con una pícara sonrisa me dijo.

_ Tú y yo somos como una tuerca y un tornillo, cada uno por su lado no servimos para nada ¿Por qué no te quedas a vivir aquí un tiempo? Así me ayudas y te ayudo.

Vi los cielos abiertos con su proposición, pero para darme aires de honesto y desinteresado comencé por rechazarle la oferta. Tanto me dio el viejo hasta que por fin le dije.

_Vamos a probar. Yo no soy muy buen cocinero y como amo de casa nunca me he probado, así que usted que tiene más experiencia, sus gustos y resabios me va diciendo lo que le gusta y lo que no, hasta ver si la cosa funciona.

Fue increíble la cantidad de trastos y cacharros que saqué con la primera limpieza que hice en aquel cuartucho: botellas vacías por docenas, trapos, revistas, zapatos sin parejas, un tibor lleno de huecos, ollas de hierro y aluminio tiznadas, requemadas, latas oxidadas y mil cosas más. Después conseguí una tanqueta de lechada y le metí dos manos de pintura a las paredes, destupí los caños, remendé la puerta, aseguré escalones, desinfecté el piso, cambié bombillos por lámparas de luz fría. Al cabo de una semana los pocos vecinos que lo visitaban miraban sorprendidos cómo había cambiado aquello desde que vino a vivir con Simón su sobrino.

Fui a visitar a mi madre y abuela a las que encontré bien de salud pero preocupadas por mi larga ausencia, las tranquilicé como pude y regresé con los documentos necesarios para instalarme en la Habana. Tan buena era mi suerte que a la vecina nuestra por el lado derecho, la del final del pasillo le dio un patatús y guardó el carro. El mismo Simón se encargó de hacer la solicitud del cuarto, ahora vacío, por colindancia y al cabo de un mes se lo autorizaron. Abrí una puerta de comunicación en la pared que los separaba y nos vimos en posesión de un local bastante bien conservado. Los funcionarios de Vivienda se llevaron todo lo servible que encontraron allí para entregarlo a otros casos sociales, por lo que entonces nos sobraba espacio o nos faltaban muebles que es lo mismo.

 

Simón con mis cuidados se restableció bastante y hasta engordó un par de libritas, le mandé a hacer nuevos espejuelos y personalmente le curaba las fístulas en su espalda. Cuando le estaba tomando cariño se murió. Amaneció un día tiesecito y frio, infarto del miocardio.

Apenas tuve los papeles de la vivienda a mi nombre pensé mudarme de allí, pero la envidiable posición del lugar me hizo desistir de la idea y empecé entonces a buscar trabajo. Encontrar una pincha suave, que tenga buen salario y donde se puedan resolver cositas extras no es fácil, de eso me di cuenta cuando me metí casi tres meses buscándola y no apareció. Ya los fonditos que había traído de la casa y los pocos pesos que dejó Simón debajo de una colchoneta se habían esfumado o más bien fumado. A diario hacía un par de pesos vendiendo hielo a otros vecinos que no tenían refrigerador, pero aquello no satisfacía mis aspiraciones.

Un vecino me propuso vender ron, otro carne de res, otra cemento de una micro brigada, pero tenía terror de que me sorprendieran in fraganti en aquellas ilegalidades y fuera a parar a la cárcel, de esa siempre me cuidé. Por fin recalé de operador de una máquina conformadora de plástico con un merolico que fabricaba argollas, aretes, hebillas de pelo, pozuelos, peines y mil baratijas más. Aparte de recibir diariamente veinte pesos de salario podía llevarme alguito, que luego vendía por mi cuenta, por lo tanto en general escapaba con unos treintaicinco o cuarenta pesos cada día. Una verdadera fortuna para la época.

Ahorrando al máximo al cabo de tres meses tenía ya casi cuatro mil cabillas, que dos meses después ascendían a doce mil. Tuve la suerte además de que me sorprendiera en la Habana el alboroto de las salidas masivas para los Estados Unidos por el Mariel. Un hermano de mi patrón era cantinero de una de las villas turísticas de Guanabo, creo que de Playa Hermosa y lo oí diciendo que necesitaban un ayudante de cocinero contratado para darle servicio a los tripulantes de las miles de embarcaciones recaladas en el puerto. Enseguida me ofrecí, qué título ni un carajo, le dije, a ti lo que te hace falta es un cocinero y ese soy yo. Su hermano logró convencerlo de que yo era responsable y trabajador y me aceptó.

Dos días después estaba balanceando mi mareo inicial en un barco langostero, uno no, dos barcos unidos por fuertes cabos trenzados, que fondearon en el centro del puerto y que fungían como área de venta. Con la mentalidad de hoy allí hubiera hecho un pan, pero en aquel entonces si te cogían con un dólar en el bolsillo, aunque fuera con uno solito te buscabas una salación. De todas maneras siempre pude escapar como se dice, baste decir que a diario, después del cuadre entregábamos más de cinco mil fulas, aparte de dos mil o tres mil pesos cubanos, sí, porque los que hacían su segundo o tercer viaje yo no sé cómo se las arreglaban para andar con dinero nacional.

Lo menos que yo hice fue cocinar, parrillaba langostas, camarones y bistecs de res y cochino. Pollo se vendía bastante, lo mismo crudo que frito. Otra cosa que compraban mucho, yo diría que lo que más compraban era ron Havana Club, me imagino que para después revenderlo en la Yuma y también cocos, panes galletas. Aquello era una locura, ni por las noches teníamos descanso. Yo pude salir si acaso unas seis veces a la casa a dormir un rato, entonces era cuando aprovechaba y escondidos dentro de unas piñas, que calaba previamente por debajo, sacaba mis fajitos de dólares y pesos. En ese tiempo un dólar se vendía en bolsa negra a cuatro o cinco pesos.

Yo me pasé la mayor parte de ese tiempo, casi dos meses, prácticamente anestesiado, me metía una botella y pico de ron al día y no era tanto por el gusto de tomar por tomar, sino para aliviar el cansancio. Allí perfeccioné un poco mi inglés, porque aunque casi todos los clientes eran cubanos yo aprovechaba para sacar guara con ellos y les preguntaba el nombre de las cosas que compraban, y cómo se dice esto y cómo se dice lo otro. Aquello era un paraíso marítimo, nunca podré olvidar aquel tiempo. Los que si dicen que tuvieron que mamársela como el chivo eran los escorias que se iban. Los tenían concentrados en unas áreas grandes alambradas y dicen que las piñaceras que allí se formaban eran del carajo pa’lante. Por una caja de cigarros se llegó a pagar allí hasta cien pesos. Yo conozco gente, de los vecinos del lugar, que se hicieron prácticamente ricos en un par de meses revendiendo cosas.

Cuando se acabó todo me metí casi una semana durmiendo, me levantaba nada más que a comer y a mear. Estaba prieto que parecía un carbón.

De inmediato con los fondos ingresados me dediqué a poner cuqui el apartamento, arreglé y pinté las puertas, paredes y ventanas, compré manteles, cortinas, una nueva tasa sanitaria y un lavamanos, también una cocinita de gas, un aire acondicionado y un televisor Caribe new paquet.

Me quedaba una buena porción de dinero todavía y aspiraba en breve a comprarme una moto Riga, que no sería gran cosa, pero gastaban poca gasolina y servían para moverte a cualquier lugar. Eso era lo que pensaba, pero no sé porque a mí, y me imagino que a todo el mundo le pase igual, siempre que tengo un proyecto casi cuadrado en la mente se me va al piso. Cuando yo digo que el Destino es lo más grande del mundo.

Había ido una tarde a ver una película cubana que estrenaban en el cercano cine “Payret” y cuando salgo de allí, venía con la vista gacha encendiendo un cigarro y miro para el frente del Capitolio veo una gente conocida. El corazón me dio un brinco, no podía ser. Agucé la mirada y aun así me parecía que estaba soñando. Mis pies, creo que sin que el cerebro se lo ordenase ya me estaban acercando a ella. No me había visto y cuando le hablé, bajito por la duda de estar equivocado, la voz me salió gruesa y era por el nerviosismo

_ ¡¿Bety?!

Se volvió poniéndose al mismo tiempo las manos en la cabeza.

_Pero Rey, si tú me has caído del cielo, mi Patico_ y al momento comenzó a llorar emocionada.

Sí, era mi Bety, la rubita alocada de aquellas noches camagüeyanas.

_Pero muchacha, ¿qué tú haces aquí? Yo te hacía en Rusia ¡Cálmate! Ven, vamos a conversar.

Sentados en la escalinata del Capitolio me pasó todo el casete. Cuando abordó el barco para Odesa debía haber caído con la menstruación desde una semana antes, pero no le dio mucha importancia al asunto pensando que el nerviosismo por el viaje era el culpable del atraso. Le ayudó a corroborar la idea de que no estaba embarazada, el hecho de que fue una de las que menos vomitó a causa de los mareos en el viaje, que dice que entre hembras y varones hizo estragos debido al mal tiempo que los acompañó.

Llegaron a Odesa después de veintiún días de navegación y nada de regla, llegaron a Tula la ciudad donde iban a estudiar y nada, pasó otro mes y empezó a preocuparse seriamente, pero no fue al médico. Me contó que allá los servicios de salud eran un desastre, olvídate de lo que publican en Spútnik, me dijo que aquello había que verlo para creerlo. En definitiva cuando fue y le corroboraron que tenía casi tres meses y que no se lo podían sacar decidió continuar fingiendo, pues sabía que estaba prohibido estrictamente a las estudiantes salir embarazadas. Se le ocurrió ponerse una faja y como estaban a fines de otoño y en el invierno los largos y gruesos abrigos que debían usar le escondieron la barriga pudo seguir ocultando el hecho hasta que ya en febrero, con siete meses, la bomba explotó. Se enteró el representante de los alumnos, después el jefe de la oficina, luego otro funcionario de la embajada, hasta que decidieron enviarla de regreso a Cuba.

La madre, que había sido informada de todo, le prohibió viajar en aquel estado a Camagüey para evitar el qué dirán de los vecinos y la pena, y le ordenó quedarse en la capital en casa de una tía hasta que pariera y después ver qué solución se le daba a todo. Ahora el bebé tenía un año y tres meses de nacido. Mi bebé, así me lo hizo saber, juró y perjuró que desde que Ricardo la dejó por la profesora en marzo del año anterior sólo había tenido relaciones sexuales conmigo. Además el cálculo que hicimos de los nueve meses de embarazo y la edad del niño coincidía totalmente. Se parece a ti, deja que lo veas, me dijo riendo emocionada.

Realmente la noticia lejos de asustarme me alegró, quería poner en orden mi vida y ahora recibir así de sopetón, a mí que extrañamente llevaba una vida sexual demasiado pacífica, a un hijo ya nacido y una esposa joven y bonita me pareció en verdad un regalo de Dios. Ahí mismo se lo hice saber, que lo asumía todo, que se considerara casada informalmente hasta que lo hiciéramos ante un notario. Me dio mucha lástima cuando me contó la cantidad de veces que había soñado con este encuentro, para más desgracia había perdido mi dirección y no imaginaba siquiera como podría localizarme. Un poco apenaba me comentó que al niño le había puesto mi nombre. Me atreví y la besé levemente, pero ella, parece que por la emoción y tanta desesperación acumulada respondió con una succión prolongada que casi me deja sin aliento.

No salía de su asombro, decía que nuestro reencuentro era milagroso, pues aquella era la primera vez que hacía el viaje al centro de la Habana después del parto y no imaginaba ya tener la más remota posibilidad de hallarme.

La llevé de inmediato a conocer su futura casa y le encantó. No cesaba de alabarme por mi suerte y yo le prometí formalmente que mi suerte era la suya. Hicimos el amor apasionadamente, solo que reprimiendo los deseos de gritar, pues aún no había oscurecido y muchos vecinos rondaban por el pasillo del solar. Esa misma noche en un taxi fuimos hasta Boyeros, donde estaba viviendo y regresamos con el niño y todas sus pertenencias.

Pronto el chiquillo, que como era un Rey pequeño le decía Príncipe, se acostumbró a mí y comenzó a llenarme de emociones, caricias y tibias meadas diurnas y nocturnas. Más trabajo pasó Bety para acostumbrarse al solar, le molestaba la música alta casi a todas horas, los frecuentes toques de tambor, el ruido del dominó, el orine de los perros en el pasillo. En fin que lo que había comenzado como un nido de paz y armonía poco a poco se fue convirtiendo en un caos. Se enemistó con varios vecinos que conmigo se llevaban mamey y me vi obligado a hacer de árbitro en unas cuantas discusiones. No sé si por eso le cogieron ojeriza y empezó a sentirse mal, mareos, dolores de cabeza, nerviosismo y todo se lo achacaba a la brujería.

_Eso es un polvo que recogí, Rey, no seas bobo muchacho, si yo nunca me había sentido nada de esto.

Le entró entonces la locura de permutar y empezamos a oír proposiciones. Quería irse para Alamar, pero a mí aquello no me gustaba, le propuse buscar algo en Boyeros, cerca de su pariente y me respondió que ni loca. Decidimos hasta tanto apareciera algo que colmara nuestros gustos en común dar un viaje desestresante a Camagüey, a pasar unos días entre los suyos y aproveché la ocasión para montar por primera vez en avión, un YAK-40 que en cuarenta minutos nos llevó a la tierra de los tinajones. Miles de añoranzas recorrieron al trote mi mente mientras veía desde el aire los contornos de la vieja ciudad ¿Dónde estarían a estas horas Ricardo, el Plomo, Fide y todos los demás? ¿Estaría aún en la Universidad Layanta Palipana,el que me compró la guitarra? Me prometí que si me quedaba tiempo pasaría por allá.

Sin embargo a los tres o cuatro días de estar allí me entró un culillo por regresar a la Habana que no se me quitaba ni atrás ni alante. Bety, que se recuperaba visiblemente de sus malestares no quiso volver tan pronto de ninguna manera, por lo que agarré mi vieja mochila y salí para la terminal de ómnibus.

Las cosas buenas y malas se van turnando en la vida de las personas igual que la luz y la oscuridad, la salud y la enfermedad. Siempre andan unas disputándole el puesto a las otras, así le pasó a mi bonanza. El culillo que tenía era una premonición, algo que me alertaba. Cuando llegué al comienzo de la cuadra donde vivía me percaté de que algo andaba mal, todavía algunos curiosos, de los tantos transeúntes que a diario circulan por allí, se detenían frente a la puerta de acceso a la escalera del solar.

No me dejaron llegar, enseguida dos o tres vecinos se acercaron a mí para contarme y consolarme. Nadie sabía aun cómo ocurrió todo, sólo estaban claros de que la fuerza del fuego fue descomunal, además de mi cuarto se quemaron otros dos, la vieja Hortensia sufrió lesiones muy serias. A mí con la noticia me entró una flojera en las piernas que me hizo caer de nalgas en la acera, mi mirada quedó fija en un punto indefinido del espacio mientras en la mente trataba de hacer un cálculo del valor de las pérdidas. Allí no quedó nada, me habían dicho, ni subas. Por lo pronto pensaba en el frío, el televisor y el aire acondicionado, pero también en la cocina, la ropa, el radiecito de Mariana y más que todo en unos siete mil pesos que dejé guardados en el escaparate, y más aún en la propia casa ¿Dónde iba a vivir ahora, cómo recibiría Bety aquella noticia? ¿Sería esto también parte del polvazo que le habían echado, según ella? Brujería, casualidad o el Destino, lo cierto era que quedaba nuevamente con una mano adelante y la otra atrás.

 

Logré, después de mucho insistir, que me dejaran subir para inspeccionar los daños. La realidad superaba todo lo que había imaginado: las puertas estaban convertidas en cenizas, las paredes interiores y todo el maderaje de la barbacoa hechas mierda, las losas del piso se habían cuarteado según pude ver entre los carbones, el techo perdió el estuco y en varias partes afloraban las cabillas desnudas y renegridas. De los muebles no pude discernir rastro alguno entre tanta carbonización. Cuando vine a darme cuenta me dolían los labios de tan fuerte que mis dientes los oprimían, al tiempo que dos gruesos lagrimones me rodaban por la cara. Ruina total, desamparo, desgracia, desgracia, repetía para mí, de pronto me sentí halado por un brazo. Era Margarita la vecina más vieja del solar, la matrona, a la que todos acudíamos en busca de consejo o de consuelo, cuyo cuarto milagrosamente había quedado intacto. Me llevó hasta allá y me hizo tomar una taza de tilo, cuando me notó un poco más calmado me ofreció entonces un vaso de ron bien lleno.

_ ¡Bébetelo, cojones! y alégrense de no haber estado ustedes esa noche ahí. La vida es lo que vale, dale, bébetelo y pídeles a los santos para que te den aché. Hoy por la mañana estuvieron aquí las gentes de la Reforma Urbana, están averiguando en qué albergue los pueden meter, y no te preocupes, ¡eh!, que en la calle no se van a quedar.

Mi vida, que sin aquel siniestro se hubiera enrumbado totalmente distinto, tuvo un vuelco. Me sentí de pronto desdichado, víctima de un castigo inmerecido, pues no consideraba tan graves mis pecados y maldades para recibir tamaño ensañamiento ¿Cómo iba a afrontar ahora la crianza de mi hijo? ¿Cómo recuperar todo lo perdido? Después del segundo vaso de ron las defensas de mi organismo se desactivaron y me entró un sueño incontrolable. Margarita vio mis largos bostezos y me hizo subir a su barbacoa para que descansara un rato. Dormí más de diez horas de un tirón.

Los trámites con los funcionarios de Vivienda fueron largos y las explicaciones que me daban me dejaron horrorizado. Existían cientos de casos de albergados en el municipio, unos por derrumbes, otros por incendios, otros de casos sociales formados por núcleos familiares numerosos. Con buena suerte, me dijeron, en seis o siete años podrían darme una nueva vivienda. Me recomendaron mucha paciencia, les di un listado con la relación de los bienes perdidos y prometieron poco a poco irnos entregando algunas cosas.

Le escribí a Bety contándole en detalle todo lo sucedido y le prometí que en cuanto estuviera instalado en el albergue los iría a buscar. Realmente pude ir por ellos tres meses después.

Nos ubicaron en el local de una desvencijada posada que habían convertido en Casa de Tránsito en el municipio Cerro, pues todas las capacidades de la Habana Vieja estaban ocupadas. Era una habitación sencilla, de apenas diez metros cuadrados, sin baño, ni cocina propios, con la ventana pidiendo a gritos una reparación y las paredes clamando por un poco de pintura que borrara las obscenidades escritas en ellas: Aqui Mayito le partió el bollo a Mayda,12-5-71.Con Norma una noche echamo cinco palo.Luis y Norma.30-3-70…

Si en el solar, que comparado con aquello era un palacio, Bety se sentía mal, en el albergue se puso a punto de la locura. El Príncipe no tenía donde jugar, los pasillos nadie los limpiaba y las moscas y la mierda de perro hacían olas, cosa que una Capricornio como ella, tan asidua del orden y la limpieza no podía soportar.

Habíamos logrado reunir unos viejos trastos a los que llamábamos muebles: una camita tres cuarto con el bastidor agónico y una colchonetica llena de chichones que era un delirio, una cunita de medio palo, pero sin colchón, por lo que el Príncipe dormía encima de una frazada doblada; una silla coja, una mesita con las tablas atacadas por el comején. Dos ollas de aluminio abolladas y un cubo, junto a tres cucharas, un cuchillo y dos tenedores formaban nuestro ajuar culinario.

Cuando mi rubita se vio haciendo colas para cocinar en el único fogón colectivo existente o esperando largo rato para poderse dar una ducha en un baño que metía miedo por la suciedad y cantidad de ranas y cucarachas que allí pululaban y más aún cuando se enteró que había familias que llevaban casi diez años en aquella situación me dijo

_Decide, Rey ¿te quedas aquí solo o te vas conmigo y el niño para Camagüey?

Ella decía Camagüey, pero en realidad sus padres vivían en Minas, a un cojonal de kilómetros de la capital de la provincia. Aquello no era lo mío y tozudo como siempre fui, aunque con tremendo dolor, le dije que me quedaba, que permanecer allí era la única posibilidad que teníamos de algún día volver a tener nuestra casita, que yo iba a hacer todo lo posible por ayudarla. Le pedí que no me abandonara, que se fuera un tiempo para la casa de su tía en Boyeros, pero estaba choqueada, no entró en razones. Tres días duró el tirijala hasta que no me quedó más remedio que acompañarlos a tomar el tren. Ella se mordía los labios y las lágrimas iban bordeando la comisura de su boca hasta resbalar por la barbilla y caer sobre la blusa. El Príncipe me llamaba a gritos. Estuve a punto de montarme con ellos y partir, pero no lo hice, continué parado en el andén, con unos temblores incontrolables, hasta mucho rato después que el tren se hubiera perdido tras la curva de los elevados.

Cuando llegué al albergue el encontronazo con aquel vacío enorme que hallé me resultó más doloroso que el hecho mismo del incendio. Con el fuego perdí pertenencias materiales, ahora sentía que con aquella partida perdía un pedazo bien grande de mis amores. La nostalgia me duró semanas, vine a salir de ella cuando me vi flaco por el mal comer, sin un centavo en el bolsillo y sin tener para quien virarme a pedir ayuda. Si hubiera otro Mariel, pensaba, o algo parecido que me proporcionara un poco de dinero y que con este vinieran la tranquilidad y el bienestar, pero ni hubo más Marieles, ni más tranquilidad.

Entre los albergados más viejos se había establecido un pacto sin palabras, sin actas, ni Por Cuantos de ayudarse mutuamente en su común desgracia y de esta forma, ni en los días más difíciles me acosté sin comerme aunque fuera un plato de sopa y así, con el roce diario nos fuimos tomando confianza mutuamente y fueron llegando las primeras propuestas de vender esto o aquello en bolsa negra, de darle camino lo mismo a un pomo de ron, que a una caja de tabacos o unos pitusas.

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