La Constitución que queremos

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2. Viejos discursos constitucionales, ¿nuevas relaciones de poder?

La intensidad del malestar social que hemos visto en la última década emana de un complejo tejido de relaciones de poder que, a su vez, responden a un paradigma de sociedad individualista y mercantil. Ese tejido fue configurado durante la dictadura y a través del ordenamiento jurídico, siendo la Constitución Política del Estado el principal instrumento para su imposición. Así, se ha configurado una determinada constitución política de la sociedad, contra la cual parece levantarse el pueblo como sujeto político, reivindicando su derecho a configurar autónomamente su propia constitución política.

Dado que esto es así, la cuestión constitucional no se soluciona con una nueva Constitución Política del Estado, sino que con una nueva constitución política de la sociedad. Quienes estamos por un nuevo momento constituyente deberíamos estar pensando no solo en cómo canalizar la demanda hacia la institucionalidad vigente (en cómo hacer insostenible una decisión institucional contraria al sentir popular), sino en cómo contribuir a que el pueblo, en tanto sujeto político, configure nuevas formas para su propio agenciamiento político. No necesitamos una nueva Constitución que habilite al pueblo; al menos no solamente. Necesitamos un proceso político de (re)configuración del poder político popular, de modo tal que la decisión constituyente emane de prácticas políticas democráticas que le permitan a la comunidad política decidir autónomamente; en definitiva, una decisión autónoma respecto de las reglas de la dictadura.

Nueva constitución política significa reconfigurar las relaciones de poder. Ello solo puede ocurrir si en el proceso constituyente participan sujetos políticos que participen de prácticas políticas libres de los condicionamientos institucionales heredados del diseño constitucional de la dictadura; es decir, prácticas que se verifiquen entre sujetos que se reconocen mutuamente como iguales, que no se construyen desde la dominación y que no desconfíen de las decisiones tomadas por la mayoría. En este sentido, trazar la distinción entre norma jurídica y constitución política es crucial para la comprensión del proceso constituyente.

La solución al problema constitucional lleva décadas de espera. Sin perjuicio de que el sector político más ligado a la dictadura siga defendiendo su proyecto constitucional, lo cierto es que las múltiples encuestas realizadas en los últimos años muestran que la mayoría de la ciudadanía demanda una nueva Constitución, legítima y democrática. Sin embargo, ni la clase política ni los constitucionalistas que la han asesorado en los últimos años han estado a la altura de la reivindicación social. Se han realizado esfuerzos importantes, algunos de ellos incluso con pretensiones constituyentes. El más importante de ellos, sin duda, fue la reforma constitucional de 2005, pero las pretensiones constituyentes de esa época sucumbieron antes de la siguiente elección presidencial de 2009, donde la mayoría de los candidatos propuso nueva constitución o, derechamente, asamblea constituyente.

Las formas discursivas que han acompañado el debate público han defendido una propuesta que no dista de lo ya hecho en 2005, sino que continúa en la senda del reformismo inaugurada en 1989. Hasta ahora, el protagonismo lo ha tenido una ley de reforma constitucional. De hecho, la propuesta del Gobierno de Bachelet (2014-18) para encauzar el proceso constituyente dentro de la institucionalidad vigente supuso la aprobación de dos leyes de reforma constitucional y nada menos que con un quórum de dos tercios de diputados y senadores en ejercicio. Ambos proyectos fracasaron.

Más allá de los matices que han incorporado progresivamente sus actores más relevantes, el rechazo a mecanismos de cambio constitucional que permitan desplegar la potencia constituyente necesaria ha sido constante. La lógica discursiva de denunciar las así llamadas vías no institucionales como inadecuadas o derechamente ilegítimas, da cuenta de cómo se ha consolidado una concepción conservadora y formalista del ejercicio del poder político y, especialmente, un anquilosamiento de las formas clásicas de la democracia representativa.

Qué evidencia lo señalado. Las formas discursivas de que disponen políticos y juristas tradicionales han demostrado no ser suficientes para enfrentar el tipo de exigencias que se levantan desde una sociedad en permanente transformación, más compleja, para quien las formas tradicionales de la democracia representativa se han demostrado insatisfactorias, entre otras cosas, porque la promesa de «un hombre, un voto» se ha visto completamente desfigurada por la concentración del poder económico, pero también por las desigualdades estructurales que aquejan a la sociedad. Enfrentados, nuevamente, a viejas demandas, las formas de representación simbólica de la realidad que políticos y juristas tradicionales pueden formular se encuentran, indefectiblemente, agotadas. Sus reacciones a las propuestas vinculadas con la asamblea constituyente han sido particularmente agresivas. Calificativos tales como atajo (Zapata 2015), caer por la espalda (García 2015), resquicio (Zúñiga 2015, p. 241) y hasta golpe de Estado (Correa 2015, p. 12), solo dan cuenta de la insuficiencia de las viejas formas discursivas para enfrentar la cuestión constitucional, ya sea porque reflejan cierta incapacidad para comprender la complejidad del fenómeno político y social que esta cuestión supone, o bien porque dichas formas discursivas son utilizadas en defensa de las posiciones de privilegio que supone el ordenamiento actual para quienes recurren a ellas. En cualquier caso, el alegato se maquilla como una defensa de la legalidad vigente, tratando de ocultar el carácter político del discurso.

Desde esta perspectiva, el éxito de un proceso constituyente requiere de nuevos discursos constitucionales, capaces de desembarazarse de las lógicas institucionales heredadas de la dictadura y ver el fenómeno desde el autogobierno del pueblo y no solo desde los límites que supone una Constitución. La academia ha sido clave en la configuración de esos discursos en el pasado reciente, tanto en la configuración del orden actual como en su defensa, asumiendo posiciones partisanas comprometidas con la limitación del poder político antes que con el principio democrático. Esos actores deben asumir su responsabilidad histórica en la medida que sus construcciones discursivas permitieron justificar el Golpe, imponer una constitución fraudulenta e impedir su sustitución por una democrática. Hoy necesitamos académicos y académicas capaces de construir herramientas discursivas que justifiquen y faciliten el agenciamiento político del pueblo, y no solamente que lo limiten. Ello supone un compromiso con el valor democrático de los procesos nomogenéticos (constituyente y legislativo, principalmente) y de sus presupuestos asociados a la representación de la voluntad popular. El desafío, por tanto, no es solo pensar en formas institucionales no neutralizadas que habiliten el agenciamiento político del pueblo, sino en concebir un proceso constituyente en virtud del cual esas nuevas formas sean el resultado de procesos deliberativos en los cuales la voluntad popular pueda desplegarse sin las amarras que, por ejemplo, supone aquella neutralización. En otras palabras, que la decisión constituyente responda a una decisión popular, no solo a una decisión institucional no neutralizada.

Sabemos que el modelo institucional vigente obedece al concepto dicotómico de democracia constitucional: la pretensión de garantizar el autogobierno del pueblo, limitada por una Constitución que, en teoría, responde a ese mismo autogobierno. El constitucionalismo chileno que ha devenido en hegemónico en el transcurso de los últimos cuarenta años ha trabajado desde la aproximación normativa del concepto, es decir, desde una constitución entendida como conjunto de reglas que regulan y limitan el ejercicio del poder, postergando la dimensión democrática del binomio conceptual precitado y que le da sentido a este modelo de organización política.

Pareciera que este constitucionalismo poco tiene que decir respecto del componente político del concepto, aquel en virtud del cual las formas de autogobierno tensionan tanto la institucionalidad vigente como las clásicas formas políticas de la democracia representativa. El recambio que se está verificando en la academia –no solo generacional, también metodológico y epistémico– bien podría estar acompañado de uno en las formas discursivas a través de las cuales es analizado el fenómeno constitucional. Este recambio podría permitir, a su vez, mejores explicaciones de los fenómenos políticos y sociales que están detrás de la idea de democracia constitucional y, en consecuencia, sensibilizar las viejas instituciones de representación política ante las nuevas formas de agenciamiento político del pueblo.

3. Las claves para un proceso que constituya
3.1 . Superar la crisis de legitimidad de la Constitución

El desafío de una nueva Constitución radica en garantizar el libre ejercicio de los derechos políticos y de la autodeterminación de los pueblos, en garantizar su agenciamiento político. Este modelo llamado democracia constitucional supone, por cierto, que una Constitución pueda establecer ciertos márgenes y límites para la deliberación política y democrática. Pero un texto constitucional no puede llegar al absurdo de cercenar dicha deliberación, identificándose con una de las concepciones de sociedad en disputa. Una Constitución debe garantizar la autonomía política de todos los individuos y sujetos políticos que componen una comunidad, para que todas las concepciones políticas en disputa puedan desplegarse libremente y en condiciones de igualdad, sin que la eventual hegemonía de alguna de ellas devenga en la opresión del resto. Es decir, un ordenamiento jurídico que no replique las opresiones estructurales y garantice, por esa vía, el igual ejercicio de los derechos de participación, habilitando la democracia, no solo encauzándola.

 

Esta discusión –acerca de los límites constitucionales a la democracia que podemos concebir como compatibles con la democracia constitucional– ha estado ausente del constitucionalismo chileno por largas décadas. En el último tiempo se ha visto cómo ciertos sectores de la doctrina nacional han mostrado preocupación por uno de los aspectos de este problema: el sentido que tiene el reconocimiento constitucional del principio democrático, así como la efectiva garantía del ejercicio de los derechos políticos como dimensión de la igualdad. Una línea eventualmente transversal a estos estudios dice relación con la revaloración de la dimensión popular del principio democrático, complementando lo que ha sido la aproximación tradicional hacia su dimensión institucional; es decir, desde la comprensión de que el principio democrático no se agota en su manifestación político-institucional, sino que, por el contrario, su plena realización debe construirse desde las condiciones materiales y normativas de ejercicio de los derechos políticos, especialmente en clave de participación ciudadana.

Desde esta perspectiva, parece claro que la superación de la persistente cuestión constitucional, alimentada por la ilegitimidad de la constitución vigente, solo será posible abriendo radicalmente los canales de comunicación entre la participación ciudadana y la institucionalidad estatal, pues mientras se siga estudiando y observando el fenómeno político solo desde su dimensión institucional, desde las formas jurídicas que regulan el ejercicio del poder, la crisis de legitimidad subsistirá. La superación de esta crisis no depende de la elaboración de reformas constitucionales que se separen del proyecto de la dictadura. Es necesario incorporar en este proceso constituyente la dimensión política de la nueva constitución y comprender que son necesarias nuevas formas de agenciamiento político del pueblo, que modifiquen las actuales relaciones de poder todavía condicionadas por las opciones políticas tomadas en dictadura.

En efecto, es evidente que existe un vínculo entre forma y fondo, entre los contenidos y el mecanismo, en especial cuando la forma que se promueve supone establecer un espacio de participación y deliberación ciudadana inédito. El contenido de la nueva constitución, entendida tanto en su dimensión jurídica como política, depende de los sujetos que participen en el proceso constituyente, de los intereses que estos representen y del grado de incidencia que cada cual tenga a lo largo de todo el proceso. Así, la dimensión jurídica de lo constitucional está caracterizada por la presencia de una serie de enclaves o trampas, cuya desarticulación parece cada vez más necesaria para el despliegue democrático del poder político en su dimensión institucional.

Sin embargo, ello no basta para contar con una nueva constitución, pues también es necesario desarticular aquellas relaciones de dominación que caracterizan a la sociedad chilena actual y que forman parte de la identidad de la constitución actual, pero ahora en su dimensión política. Para la disolución efectiva de esas relaciones de dominación, no es suficiente con reformar la dimensión jurídico-formal de la constitución y esperar a que la política institucional contribuya con lo que, en teoría, le corresponde. Es fundamental que esas relaciones puedan ser reconfiguradas desde el propio pueblo, construyendo nuevas estructuras de poder desde la misma práctica política de estas comunidades.

3.2. Una nueva Constitución

En razón de lo anterior, me parece claro que la posibilidad de referirnos a una nueva constitución no dependerá de cambios a nivel jurídico formal. Es decir, lo nuevo no puede ser entendido a través de las categorías conceptuales que han configurado la vía reformista desde 1989, donde solo ha tenido cabida la dimensión jurídica de lo constitucional, dejando fuera la dimensión política, especialmente aquella a través de la cual se explica el ejercicio del poder político no institucionalizado. Y no solo porque aquella sea una política (institucional) neutralizada, como ha sostenido Atria (2013) y he respaldado previamente (Bassa y Salgado, 2015), sino porque existe un diseño institucional que, neutralizado o no, sigue siendo beneficioso para cierto tipo de sujetos políticos, en desmedro de aquellos que sostienen la actual reivindicación constituyente.

En efecto, la crisis de legitimidad de lo constitucional no se agota en las trampas que han impedido el gobierno de las mayorías, sino que trasciende a las propias formas de agenciamiento político y, en consecuencia, de representación política que permiten explicar la relación que existe entre el pueblo como sujeto político –con toda la complejidad conceptual que se esconde detrás del término– y sus representantes. En otras palabras, la imposibilidad de la Concertación para encarnar las demandas democratizadoras del pueblo, luego de terminada la dictadura, no se explica solo por el diseño institucional que le daba veto a la derecha y el poder de tutelaje a las fuerzas armadas; se explica, también, por la forma en que el movimiento social sufrió-experimentó un proceso de desarticulación y, luego, por cómo sus intereses y necesidades, especialmente los intereses de los grupos subalternos, fueron postergados por quienes, al menos formalmente, estaban llamados a ser sus representantes, especialmente por los personeros de la Concertación. Su poder político fue significativamente mermado, mientras se consolidaban formas de agenciamiento político que, sin representar la voluntad soberana, proyectaron las estructuras de poder económico, ya existentes en la sociedad, hacia la institucionalidad estatal.

Esta crisis no se agota en la forma como se despliega el poder político en la institucionalidad estatal. La crisis es más profunda, en la medida que el actual diseño institucional permite una representación parcial de los intereses y necesidades de la sociedad, postergando a una serie de sujetos políticos a una relación de subalternidad, respecto de aquellos sujetos que sí encuentran cabida a la protección de sus intereses en la institucionalidad actual; en otras palabras, que sí cuentan con canales de participación y de representación. Esas categorías subalternas no solo son víctimas de las trampas de la constitución; también son víctimas de la estructura de poder político que caracteriza a la sociedad chilena actual. Esas relaciones de dominación no podrán ser disueltas solo reformando la Constitución o eliminando sus trampas, requieren de un momento propiamente constituyente, en el cual esos sujetos subalternos sean protagonistas en la reconfiguración de las relaciones de poder de las que forman parte. Y eso no se consigue con instancias formales de participación dirigidas desde la institucionalidad, sino a través de la rearticulación del poder político de los sujetos subalternos, pilar fundamental para que el proceso constituyente derive en una nueva constitución. En este sentido, la forma en que los grupos subalternos se configuran a sí mismos como sujetos políticos, a través de la articulación de sus diversas demandas sociales, es fundamental para la construcción del poder popular necesario para protagonizar el momento constituyente. Es a través de esa articulación que un sujeto constituyente logra erguirse como tal, a través de esos espacios de reivindicación y resistencia configurados al margen de la institucionalidad vigente (Muñoz 2015, pp. 141 ss).

Desarticular los enclaves autoritarios o las trampas de la Constitución jurídica podría dar paso a cierto tipo de decisiones institucionales que, ahora lejos de las formas neutralizadoras que caracterizaron a la transición, permita a los grupos y clases subalternas desarrollar el agenciamiento autónomo de su poder político. Pero también podría no hacerlo. En este punto del argumento, parece necesario evidenciar que, con o sin trampas, existen importantes sectores de la sociedad que se mantienen en condición de subalternidad, precisamente porque los mecanismos formales de representación política que caracterizan al Estado moderno están construidos sobre criterios que no se verifican por igual en toda la población y que impiden, en definitiva, la adecuada representación de los intereses que constituyen la complejidad de las sociedades contemporáneas. En Chile, una sociedad pequeña y con una cantidad importante de grupos subalternos y postergados, los intereses que llegan a conseguir representación institucional tienen un alto nivel de homogeneidad que contrasta con la diversidad que presenta la propia sociedad; dentro de dicha homogeneidad, las diferencias se evidencian, principalmente, en materias relativas a la moral sexual (la mal llamada agenda valórica) y en el juicio político a la dictadura militar. El resto aparece como un conjunto de materias en las cuales las diferencias parecen ser marginales, como consecuencia de la hegemonía de la política del consenso al centro, tan característica de esta etapa de crisis del Estado social (de Cabo 2010, pp. 79 ss.) o de pospolítica (Mouffe 2003, pp. 71 ss).

En otras palabras, al problema de la neutralización política que emana de los enclaves autoritarios o trampas de la Constitución, hay que agregar la forma en que la institucionalidad ha devenido en un aparato para la representación de intereses (preferentemente) de clase, precisamente como consecuencia de la estructura de relaciones de poder que presenta la sociedad chilena. Una serie de decisiones legislativas tomadas en los últimos años dan cuenta de cómo los intereses de los grupos hegemónicos han prevalecido por sobre los grupos subalternos, desde la tortuosa implementación de la así llamada gratuidad universal de la educación superior, hasta la cuestionada aprobación del control preventivo de identidad, pasando por una reforma laboral cuestionada por los sindicatos y las propuestas de reforma al sistema previsional, que mantienen su esencia capitalista de acumulación individual. Especialmente respecto de los derechos sociales, la mentada gradualidad ha sido utilizada como una excusa para implementar reformas parciales que no suponen un cambio significativo en la estructura de las relaciones de poder en la sociedad. En educación, por ejemplo, una reforma realmente significativa, que contribuya a modificar la estructura social de poder político, debiera tener por objetivo terminar con la acumulación del capital cultural y político que permite el actual modelo de educación. Mientras el diseño legislativo siga siendo funcional a la acumulación individual del capital que genera la sociedad, en favor de grupos minoritarios, en lugar de optar por una distribución justa y equitativa del mismo, la dimensión política del fenómeno –aquella en virtud de la cual es posible explicar o constituir relaciones de poder– seguirá relegando a importantes sectores de la sociedad a una condición de subalternidad.

En este sentido, qué podemos entender por una nueva Constitución. Qué factores propios de lo constitucional deben cambiar para que el resultado pueda ser concebido como algo, en efecto, nuevo. Los cambios que dan paso a una nueva Constitución, ¿se definen en abstracto o a partir de la Constitución chilena vigente, en particular? Ciertamente, no es un asunto que se defina exclusivamente desde la dimensión jurídica de la Constitución. La clave de inteligibilidad radica en la estructura de las relaciones de poder que actualmente sostiene la –y sostienen a la– Constitución, es decir, es necesario cambiar las formas constitucionales del poder, por ejemplo, abriendo espacios de participación radical a los grupos sociales que han estado sistemáticamente marginados y sometidos a relaciones de subalternidad (entre otros, pobres, privados de libertad, mujeres, pueblos originarios, minorías sexuales, migrantes, niños, niñas y adolescentes), con el objetivo de asegurar que cuando sea posible tomar una decisión institucional, libre de las trabas de la neutralización propias de la transición, sean las propias clases subalternas las que puedan decidir autónomamente, sin tener que esperar que representantes generados en instancias ajenas a su participación lo hagan por ellas. Esas nuevas formas de representación –sin la cual es impensable la acción política colectiva– deberán desplegarse libres de relaciones de dominación.

 

Para que un eventual momento constituyente dé paso a una relación de fuerzas de poder político diferente de la actual, se requiere de la participación de otro tipo de sujetos políticos, no de quienes se ven inmediata y materialmente privilegiados con la actual correlación de fuerzas políticas (como ha sucedido a lo largo de la llamada vía reformista, marcada por los hitos de 1989 y 2005), sino por quienes no ven este orden como fuente de privilegios o, incluso, por quienes son derechamente perjudicados por este. En otras palabras, si el proceso constituyente actualmente en curso lo vuelven a monopolizar quienes son hoy privilegiados por la actual estructura de relaciones de poder, proyectarán su estructura de privilegios sobre el futuro ordenamiento constitucional. Así, tal como en 2005, la decisión no será propiamente constituyente, precisamente porque no permitirá alterar las relaciones de poder que siguen relegando a la subalternidad a la mayoría de la población. Se trata de momentos de cambio constitucional en los cuales no hubo ningún intento por realizar una lucha contrahegemónica destinada a transformar las relaciones de poder (Muñoz habla de momentos de legitimación concertacionista de la Constitución transicional; 2015, pp. 123-139). La clave de la novedad radica en abrir radicalmente los espacios de participación política, para que la futura estructura normativa que regule –y establezca– las nuevas relaciones de poder, tanto al interior de la institucionalidad estatal como entre las personas (por ejemplo, en la forma en que ejercemos los derechos fundamentales), sea coherente con aquella estructura de relaciones de poder en la cual, libremente, estaríamos dispuestos a participar como una comunidad política libre.

Así, puestos a debatir sobre cómo el poder político adquiere forma jurídica a través de una decisión constituyente, la pregunta central debiera ser formulada en clave de sujetos políticos y no solo desde la forma institucional del poder. En otras palabras, qué tipo de sujetos debiera participar de este momento histórico para que pueda ser llamado constituyente, es decir, para que de él surja, efectivamente, una estructura jurídica y política nueva en el sentido de diferente de la actualmente vigente. Ello supone evidenciar que la actual estructura de poder de la sociedad es el resultado de una serie de prácticas contingentes monopolizadas por la élite dirigente que, configuradas desde 1973, ha alcanzado un importante grado de sedimentación.

Para ello, es fundamental pensar el momento constituyente chileno como un proceso político e histórico situado en un determinado contexto, sin limitar la construcción discursiva a las abstractas categorías conceptuales que han acompañado la idea de poder constituyente desde que fuera acuñado durante las revoluciones burguesas del siglo xviii. En Chile, las prácticas políticas que acompañan al modelo institucional denominado Estado de Derecho dan cuenta de una evidente matriz de autoritarismo político, cuyas huellas se pierden en la historia colonial prerrepublicana y se proyectan con fuerza hacia los siglos xix y xx. No solo es posible trazar la construcción de una epistemología autoritaria en la formación de la cultura jurídica chilena (cuestión que he abordado en Bassa 2013), sino que la evolución de nuestra propia institucionalidad se encuentra marcada por una periódica sucesión de guerras civiles, golpes de Estado, intentonas golpistas, alzamientos populares, matanzas obreras, el sometimiento de la Araucanía.

Asimismo, el influjo colonial no se encuentra del todo desarticulado en Chile, tal como lo demuestra la pervivencia del conflicto que el Estado de Chile mantiene con los pueblos originarios, especialmente con el pueblo mapuche. En nuestro país existe una matriz cultural originaria que ha sido sometida a la cosmovisión occidental impuesta durante la colonización de América. Formas originarias de configuración de relaciones de poder fueron desconocidas, suprimidas y reemplazadas, primero por los colonizadores y luego por las élites que impulsaron la construcción de las jóvenes repúblicas, quienes impusieron categorías conceptuales provenientes de un incipiente constitucionalismo moderno, europeizante y androcentrista. Estos dos momentos históricos, en los que las formas culturales originarias fueron desconocidas y perseguidas, son piedras angulares en la actual configuración de las relaciones de poder político en el seno de la sociedad y contribuyen de una manera importante en esa constitución política de la sociedad contra la cual parecen manifestarse importantes sectores de la comunidad política. Este dato es fundamental para enfrentar el debate constituyente en el país, pues esos principios del constitucionalismo liberal no se materializan de la misma forma para todos los sectores de la sociedad, generando estadios de subciudadanía, para quienes los derechos son una promesa incumplida, y estadios de sobreciudadanía, para quienes los derechos devienen en crudos privilegios (Medici 2013, pp. 64-66).

Comprender que constituir significa revisar críticamente las actuales estructuras de las relaciones de poder en la sociedad, para dar paso a una nueva forma jurídico-institucional de organización del poder político, tanto a nivel estatal como social, requiere i. evidenciar el punto de partida desde el cual se enfrenta el desafío constituyente, asumiendo el carácter situado del proceso histórico y de la reflexión política que lo acompaña, y ii. considerar cómo es posible desarticular aquellas relaciones políticas opresivas o de dominación que impiden un agenciamiento político de los pueblos libre y autónomo de las elites dirigentes. Ello supone abordar el desafío, contracultural en un modelo de acumulación capitalista, de terminar con el proceso de acumulación del poder político que favorece a las élites y de avanzar en un modelo institucional que permita la distribución del poder social, especialmente en favor de grupos que llevan décadas y siglos en condiciones de subalternidad.