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El mejor periodismo chileno 2019

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Es la institucionalidad, estúpido

Desde los estudios políticos existe una tendencia a explicar fenómenos como el racismo o la violencia desde perspectivas psicológicas o morales, como si estas disposiciones fuesen carencias que ciertos individuos han desarrollado ante determinadas circunstancias. Pero la discriminación es un atributo del entramado social, producido desde relaciones específicas de poder. Podemos quedarnos con las frases discriminatorios recién comentadas, llamativas y preocupantes, pero no debemos perder de vista que, como dice Bonilla-Silva, el racismo podría funcionar incluso en ausencia de racistas; en otras palabras, no se trata tanto de una disposición particular de ciertas personas hacia otras, sino de mecanismos y tecnologías de poder dedicados a la exclusión y explotación sistemática de aquellos categorizados como “inferiores”. Quizás por eso es que los saqueos e incendios afectaron en un inicio casi únicamente a elementos evaluados como brazos explotadores y excluyentes del sistema, tales como bancos, farmacias, inmobiliarias y grandes tiendas.

Para hablar de racismo, por tanto, debemos atender el enorme sistema institucionalizado de control social que hemos montado, observando sus procedimientos, tecnologías y actores, y cómo estos producen y reproducen una cierta subjetividad. He ahí una gran tarea pendiente: estudiar el racismo mirando también, con atención, los dispositivos de sexualidad y las formas de parentesco, ya que la subjetividad de nuestra élite está particularmente definida por dichas operaciones. Como mencioné, la raza se operacionaliza en una triple distinción: en primer lugar, ellos, sinónimo invisible de “la sociedad” y cuyo bienestar y progreso debe defenderse a toda costa. En segundo lugar, el grupo menos amenazante de la población poluta, los “otros temporalmente aceptados”, que ocupan posiciones secundarias y funcionales, y con quienes las relaciones de intercambio se encuentran estrictamente reguladas. Y, en tercer lugar, el “enemigo interno”, que sería ese colectivo descerebrado salvaje y amenazante sobre el que dos estrategias son posibles: la erradicación y la

normalización.

Durante los últimos treinta años, la población privilegiada ha ido avanzando en un doble proceso de encapsulamiento y exclusión desplegado en múltiples direcciones. Encapsulamiento porque se concentran: asisten a los mismos colegios, se atienden en los mismos hospitales, veranean en las mismas playas y se casan entre conocidos, alimentándose siempre de sí mismos. Las redes sociales exacerban este punto en la medida que los algoritmos operan mostrándonos perfiles y opiniones parecidas a las de uno, enmascarando la heterogeneidad y normalizando la propia posición. Pero también exclusión, porque en esas escuelas, hospitales y playas progresivamente han ido limitando la participación y presencia de otros. La segregación residencial es, quizás, uno de los fenómenos más elocuentes al respecto. Nuestras ciudades han presentado siempre un cono de alta renta donde se concentra la población ABC1, pero dicho territorio —pese a lo que se cree— ha sido también uno de los más heterogéneos, residiendo allí personas de todas las otras clases sociales. Este patrón de localización se ha ido desmantelando de los ochenta en adelante, primero con la expulsión de los campamentos hacia la periferia, y luego con la aparición de barrios cerrados —exclusivos, y por tanto excluyentes— en los bordes urbanos.

Aristóteles dice que “una polis está compuesta por diferentes clases de personas; gente similar no puede dar origen a una ciudad”, pero debemos preguntarnos qué tipo de diferencias son las que vamos a admitir y cuáles no. ¿Aceptaremos una sociedad de clases? Desde el anarquismo colectivista al neoliberalismo individualista se han trazado diferentes respuestas para negociar la heterogeneidad socioeconómica de la población, y no tengo claro cuánto Chile quiere pulverizar esa categoría. Pero en términos de raza es distinto, porque la distinción está al servicio únicamente de la supervivencia de unos pocos, buscando la purificación constante de la sociedad. Ante ello, la solución —la lucha— no debiera apuntar a aceptar las “diferencias raciales” y promover el diálogo, ni tampoco a invertir el orden de los actores y cambiar un sistema de dominación por otro, sino simplemente a destruir la idea misma de raza y pensarnos, sí, como miembros de una misma especie.

NO ERA DEPRESIÓN ERA CAPITALISMO


Nona Fernández

31 de octubre

El Periodista

“La antigua normalidad no existe y es parte de un pasado pesadillesco”, señala la escritora Nona Fernández, en esta columna publicada en El Periodista y que se inserta dentro del estallido social, cuando las paredes empezaban a hablar de las motivaciones de los manifestantes.

En ella, haciendo un paralelo con informaciones que daban cuenta de graves problemas mentales y el abuso de medicamentos en la población chilena, la escritora usa un grafiti para sentenciar: “No era depresión era capitalismo”.

“Deprimidos nos dormíamos gracias a una pastilla, para después deprimidos despertarnos gracias a otra, y así, deprimidos y grises, seguir funcionando a causa de una más. ¿Por qué no explotamos antes? No lo sabemos. Pero ahora estamos aquí, lejos de esa vida e intentando otra mejor”.

Antes de pasar a enumerar y describir las leyendas pintadas en cientos de muros de todo el país, Fernández escribe: “Cada uno y cada una levantó la suya con su propia consigna. Son tantas como tantos somos. Tantas como tantos reclamos tenemos. Tantas como tanta creatividad guardábamos escondida”.

Y sentencia: “No tomaremos ni una pastilla más porque ahora ya lo sabemos: no era depresión era capitalismo”.

El tiempo se ha detenido. Desde hace más de una semana habitamos un paréntesis de esa vida que tuvimos y no queremos recuperar. En ella nos levantábamos muy temprano para desplazar nuestros cansados cuerpos al trabajo y al pago. Deprimidos nos dormíamos gracias a una pastilla, para después deprimidos despertarnos gracias a otra, y así, deprimidos y grises, seguir funcionando a causa de una más. ¿Por qué no explotamos antes? No lo sabemos. Pero ahora estamos aquí, lejos de esa vida e intentando otra mejor. Con la incertidumbre de no saber cómo calcular el futuro, pero con la certeza de haber despertado de un mal sueño al que no queremos regresar. La antigua normalidad no existe y es parte de un pasado pesadillesco. Tomarnos otra vez la pastilla sería el fracaso más absoluto.

Solo en la capital nos reunimos un millón y medio de personas a gritar nuestro alegato. El grito se unió al de las regiones y, entre cacerolas y aplausos, de pronto comenzamos a entender que no estábamos solos. Con una alegría que habíamos olvidado, decidimos decretar para largo este insolente festejo. Las pancartas reemplazaron a las banderas de antes. Cada uno y cada una levantó la suya con su propia consigna. Son tantas como tantos somos. Tantas como tantos reclamos tenemos. Tantas como tanta creatividad guardábamos escondida.

Nos salvamos juntos o nos hundimos separados / No más abusos / Hijos, tienen nuestro permiso para no rendirse / Confío más en mi dealer que en el gobierno / No más abusos / Me tienen tan endeudado que no les conviene matarme / Hasta que la dignidad sea costumbre / Fin a la dictadura del capital / Venimos por tus privilegios / No más abusos / Fin al estado de emergencia / No más AFP / No más TAG / No más Isapres / Son tantas huevás que no sé qué poner en el cartel / Me gustas democracia pero estás como ausente / Hasta que la dignidad sea costumbre / No más abusos / El gobierno es más falso que yo haciendo dieta / Con dos marchas más bajo cinco kilos / No más abusos / Mi mamá es la única que me entra a las ocho, milicos huevones / No más abusos / No más toque de queda / No más abusos / Es ahora o nunca / Nueva constitución / Nueva constitución / Nueva constitución / No más abusos / Juntos es más fácil / No más abusos / Nos salvamos juntos o nos hundimos separados / No más abusos / Hasta que vivir valga la pena / No más abusos / No era depresión era capitalismo.

Diez días de reclamo y el cuerpo lo resiente. Horas de caminata acumuladas, de adrenalina máxima, de nerviosismo. Pero aún así cada plaza tiene su reunión. Cada colectivo, su asamblea. Todas y todos hablan por tanto tiempo que no lo hicieron. Los celulares almacenan información, el trenzado de redes se amplía. Y es tanta la noticia y el estímulo que pareciera que en este paréntesis todo sucede más rápido de lo que el cerebro puede procesar. Pero resistimos con lucidez y ánimo. No podemos decaer. Tenemos la oportunidad de hacer de esto algo más que un paréntesis. Terminar ahora el gran experimento que hace tantos años aquí se implantó y abrir por fin la jaula del laboratorio para salir todas las ratas juntas. Y aunque en la noche velamos cacerolas para defendernos de esta guerra que nos decretaron, aunque lustramos cucharas de palo y ollas de aluminio para seguir el combate que inventaron y no tenemos cómo responder, seguimos defendiendo nuestra huida de la jaula. Afuera oímos los helicópteros y los disparos. Hay algo de déjà vu en todo esto. El olor a lacrimógena y humo de esa otra vida de la que escapamos. Y por cada bala que se nos ha disparado, por cada uno de nosotros que ha caído herido o muerto, más fuerte vamos a cacerolear. Más pancartas vamos a levantar. Más gritos vamos a aullar. Más creatividad vamos a enarbolar. Y no habrá melodía ni flautista que nos devuelva al mal sueño de esa jaula. No tomaremos ni una pastilla más porque ahora ya lo sabemos: no era depresión era capitalismo.

 

SOBRE LA VIOLENCIA

(O “ESTÁN TODOS DUROS”)


Constanza Michelson

5 de diciembre

The Clinic

Una de las discusiones que se dio en el estallido, desde los primeros días, fue sobre el origen y las causas de la violencia que se desató en el país y que se manifestó en edificios públicos, estaciones de metro, semáforos y empresas privadas.

Sectores políticos en pugna, oficialismo y oposición, llamaban a separar a “pacíficos” de “violentistas o vándalos”. Las drogas, usadas en una u otra trinchera, eran una opción.

La columna “Sobre la violencia (o están todos duros)” entra a ese debate, desde una óptica distinta, apelando a los aspectos sicológicos y recurriendo a diversos autores y pensadores, como Sigmund Freud, Hannah Arendt, Annie Le Brun o Rita Segato. “La violencia tiene una complejidad que obliga a pronunciarse más allá del escándalo”, dice la autora.

Y concluye: “Lo que acá está en disputa es el sentido de la democracia y la política para el nuevo siglo que ha abierto la boca. Pero también algo más, un sentido común, aunque muchos estén escépticos, sobre qué es lo humano”.

“Están todos duros”, dijo mi amiga Paula que vive en la zona cero. Nunca le habían ofrecido tanta cocaína en la calle como en estos días. Literal o no, metafóricamente al menos, es coherente: la estética de la batalla es jalada, porque es masculina (o la fantasía de esta), potente, erecta, dura. Sin contradicción. Sobre eso precisamente habla Freud en sus escritos sobre la cocaína; encuentra sospechosamente en ella La Solución a demasiadas afecciones, no solo orgánicas, sino que también psicológicas, como por ejemplo la vergüenza y la inhibición. Describe cómo bajo sus efectos se le pasa el síndrome de segundón frente a sus maestros o con el padre de la novia. La cocaína es una droga que reemascula, borra —o hace como que borra— la fragilidad, lo que para una lógica masculina ha sido fundamental para constituirse como tal. Freud deja la fantasía sobre la cocaína (no la droga en sí) cuando descubre que no hay cura sin contradicción, sin pasar por lo que nos rompe, y sobre todo sin que el malestar se transforme en un conflicto en el campo de la palabra.

La lógica de la guerra es jalada, porque para cerrarse en la propia razón al otro se lo deshumaniza, debe convertirse en otro que no tenga nada en común conmigo, ni siquiera la humanidad. Es una alteridad radical, narco, alien, paco culiao. Esta lógica que ha quedado tan en evidencia estos días porque se ha desplegado sin velo, venía ocurriendo de todas maneras; la ensayista Annie Le Brun escribe que no todos los modales de guerra fueron absorbidos con la vuelta de los soldados a la ciudad en el siglo XX, sino que parte de ellos se reciclaron en el lenguaje y prácticas de la guerra financiera: competir, destruir, saquear, abusar. Asimismo, la antropóloga Rita Segato llama pedagogía de la crueldad a la ética y estética neoliberal, que requiere deshumanizar para llevar a cabo su proyecto de volver todo mercancía. ¿De qué otro modo sería posible arrasar con comunidades enteras, permitir “zonas de sacrificio”, desentenderse de la fragilidad en que se deja a gran parte de la población con la privatización de la vida? Solo con la lógica de guerra.

La humanidad no está garantizada. Bajo ciertas operaciones, podemos desvestir al otro de política y volverlo solo cuerpo, carne sin sentido. Por ejemplo, el espectáculo de los muertos en el Mediterráneo, esos puntos en el mapa que nadie reclama, que ni siquiera tienen categoría de víctimas, exiliados, ninguna jurisdicción que se haga cargo. Mientras los turistas se bañan en esas mismas aguas. Eso tiene también lógica de guerra.

“Estamos en guerra”, dijo el presidente desde el comienzo, lo obligaron seguramente a recular, sin embargo, se ha actuado en esa lógica. Lo que llama paz, está dicho también en lógica de guerra: que vuelva el orden. Y eso es lo que quizás el gobierno no comprende, que no puede hacer ofertas bajo esa impronta. No funciona. Se pone “duro” el gobierno, se pone “dura” la calle.

Los Estados tienen el monopolio de la violencia, a condición de que la usen lo menos posible. En la medida en que se ubica como enemigo al propio pueblo, se quiebra el pacto. Luego una cantidad de personas no violentas comienzan a apoyar esa vía de resistencia. Ha ocurrido en diversos lugares del mundo, estos días en Chile los encapuchados que en manifestaciones anteriores hacían desmanes al final, pasaron de atrás hacia delante, “la primera línea”, convirtiéndose en una especie de guerreros del pueblo. No se sabe finalmente quién es el escudo humano de quién, si ellos de los manifestantes o viceversa, como sea, se afirma la guerra. Y quizás lo más incómodo de reconocer es que hay en el heroísmo y la destrucción un goce, por eso cuando se desata es difícil de apaciguar. Porque quienes al fin tienen una retórica de un sentido de vida, luchar por algo, o quienes tal vez por primera no son más un punto en el mapa, y se les otorga una subjetividad política —los soldados de su pueblo— encontrarían deseable volver a una normalidad en que sus cuerpos no eran más que intrascendencia. Recuerdo acá al sociólogo Luigi Zoja que piensa que es posible que en parte la guerra sea un invento masculino, precisamente, para negar la insignificancia.

La violencia tiene una complejidad que obliga a pronunciarse más allá del escándalo. Es imperativo comprender que el uso de la violencia estatal crea más violencia, que no se puede suscribir un acuerdo de paz sin justicia ni impunidad en relación a los derechos humanos, mientras que del otro lado, si bien es posible sostener que el pueblo legítimamente puede resistir de manera violenta, hay que preguntarse si a la vez la canallada no es de vuelta relegar a los cuerpos de los jóvenes —quizás antes nihilistas— a un sentido suicida. Hacer romanticismo del combatiente tiene la trampa de “los valientes soldados”: la carne de cañón resultante de la cobardía o ineptitud de la política. “Quiero tirarme a un capucha”, “amor de primera línea” se lee en los muros de concreto y los digitales, y se me viene a la cabeza Rose, la protagonista de Titanic, bajando al cuarto subterráneo para gozar su fantasía erótica, pero a fin de cuentas solo ella tendrá un futuro al llegar a puerto (de hecho, llega); es lo que históricamente se ha hecho con los cuerpos de los más pobres, usarlos. ¿Quién se está haciendo cargo de las consecuencias de seguir envalentonándolos? Al mismo tiempo es justo decir, que hasta acá, el habla sobre armas, disparos, ejércitos privados, no ha venido desde ahí, sino que de personas con discursos de derecha. Luego del combate del fin de semana en Las Condes, vimos que ahí también están “duros”.

¿Qué hay después del combate? Hannah Arendt decía que el verdadero momento revolucionario era constituir algo. De otro modo, liberarse no quedaba más que en la épica de un combate estéril. La libertad, en esto la sigo, es una construcción que implica un espacio público en que los deseos de las personas sean oídos en igualdad política. Un espacio público no es algo natural, se inventa. A diferencia de la lógica de la guerra, la lógica política implica que los enemigos se sientan en una mesa común y se reconocen —aunque adversarios— como iguales. Pienso que eso es dignidad. Curiosamente, hace muchos años Carlos Peña escribió una columna sobre el conflicto en la Araucanía, haciendo hincapié en la relevancia de lo simbólico, decía que debía dejar ser llamado conflicto mapuche y pasar a llamarse conflicto chileno-mapuche, como forma de reconocer la igualdad política. Por el contrario, la crítica que se le ha hecho esta vez fue por sus declaraciones respecto de que el estallido en parte venía de un asunto generacional. Que seguramente lo es, pero es mucho más que eso, se configuró acá un pueblo. Y no reconocerlo es un grave error político.

Afirmar que no se puede hacer política porque no hay liderazgos definidos, ni demandas escritas en un petitorio, es no comprender que de esto van las manifestaciones del siglo XXI, son lógicas de la revolución digital que ponen en cuestión a la democracia en su forma representativa. Antes que usar las herramientas del siglo precedente a secas, es necesario acá la imaginación política. Es cierto que se debe transformar la horizontalidad de los movimientos sociales en algo de verticalidad, pero quizás incorporando otras imágenes que las de algo unificado como un partido o un bloque, sino que otros nombres para lo común, asambleas, coordinadoras.

Quizás desde la mente del hombre práctico (ese lenguaje despolitizado del neoliberalismo) esto se resuelve con ofertas, un paquete de soluciones, una nueva constitución, pero cambiándole el nombre al mecanismo, “si total es lo mismo”, ¿por qué cambiarle el nombre entonces? En ese gesto está precisamente el asunto de reconocimiento que acá está en juego. Disculpen una breve digresión, pero se parece a lo que ocurre en el mal amor, en que alguien pide ser escuchadx y la pareja responde con soluciones, creándose el típico conflicto en que (generalmente) ella dice que escuchar no es eso, que no quiere respuestas, sino que un interlocutor para poder elaborar una respuesta de la que también es parte creadora. Eso es escuchar, eso es política en su sentido más profundo y digno: espacios en que hay oportunidades reales de participación y de acción conjuntas, que por cierto generan a la vez responsabilidad política sobre el pacto al cual se va a obedecer. Por cierto, esa es la parte más luminosa de esta revolución, conversaciones, creaciones, cuerpos dialogando y tocándose al fin, tras un largo periodo de encierro y sospecha mutua. No digo que una ruptura como esta no asuste (también tengo miedo. Y a la vez no), pero pienso que son estas instancias las que el individualismo más férreo, de quienes se encierran en sus casas no ven, por eso el miedo extremo los pone duros también.

Cuando se rompe el pacto con la palabra, hay violencia, porque el cuerpo es el último lugar en que podemos existir cuando no hay posibilidad de sentarse en una mesa común. Lo que no se elabora en la palabra, el cuerpo lo recuerda en acción decía Freud. Y en el campo de la palabra no hay La solución, hay política, que es el espacio de negociación de las tensiones.

Lo que acá está en disputa es el sentido de la democracia y la política para el nuevo siglo que ha abierto la boca. Pero también algo más, un sentido común, aunque muchos estén escépticos, sobre qué es lo humano. Bastante hemos hablado sobre el temor a que las máquinas nos reemplacen, sin embargo, hasta cierto punto ¿no nos hemos transformado nosotros en máquinas, capaces de autoexplotarnos, intolerantes, cerrados en operaciones mentales binarias “tú o yo”, cabezas de guerra? ¿Necesitábamos cosas o estar con otros? Escuché preguntarse a una mujer hace poco, quizás esa haya sido nuestra crisis de salud mental.

Una revolución tiene riesgos. Existe la repetición más trágica de la historia que varios anuncian, pero existe lo indeterminado, ese es el espacio donde caben nuestras responsabilidades políticas para inventar nuestro destino. Al menos una idea para pensar el futuro es abandonar la ideología de que la vida se soporta estando duros, esa es la política basada en la seguridad: la fragilidad se cubre defendiéndose de otros. ¿Qué pasa si por el contrario, la política se hace desde el reconocimiento de las vulnerabilidades? Hasta acá el cuidado ha sido relegado al ámbito doméstico, pero es una categoría profundamente política.

La trascendencia no es el heroísmo, es la perpetuación de la especie, cuidando de otros y del mundo.