Betty

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From the series: Sensibles a las Letras #78
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Papá no vaciló en apretar el filo contra la piel del abuelo Lark. De repente, un chorro de sangre brotó a lo largo del metal. El abuelo Lark gritó de dolor cuando papá clavó más la hoja. Salió más sangre a borbotones que corrió por la mejilla del abuelo Lark. La abuela Lark desapareció en el porche, donde se escondió gimoteando detrás de un poste.

—Ya es suficiente —intentó decirle mamá a papá.

—Todavía no le he sacado el alma —repuso papá, cortando contra el hueso hasta que una tira de piel del abuelo Lark se desprendió de su nariz.

Papá sacó el cuchillo para poder ver el corte.

—Maldito seas —le dijo papá al abuelo Lark—, no tienes alma. No tienes ni una pizca de Dios en tu persona. Ya estás vacío y condenado, viejo.

Sin fuerzas para luchar, el abuelo Lark apoyó la mejilla en la tierra mientras papá se levantaba. Papá cogió la colcha del hombro de mamá y le dijo:

—Vámonos antes de que empieces a sentir lástima por este viejo cabrón.

—Descuida.

Ella sacó media tableta de chocolate del bolsillo de su vestido y se acercó a su padre. Él se dio la vuelta, se puso boca arriba y la miró. Ella le dejó el chocolate sobre el pecho.

Esperó a oír el chirrido de la puerta de la camioneta de papá abriéndose detrás de ella para escupir a su padre y marcharse.

Mamá pensaba que viajarían en silencio, pero papá le preguntó si le molestaba el olor a gasolina. En aquella época vivía en un pequeño cuarto alquilado en la parte trasera de una gasolinera. El cuarto tenía una ventana, donde mamá colgó las cortinas. Pusieron la colcha en la cama tapando la que él tenía debajo.

—Intentaré ser un buen marido —le dijo—. Un buen hombre.

—Eso estaría bien —asintió ella frotándose la barriga—. Eso estaría muy bien.

Cuando pienso ahora en mi familia, pienso en un gran campo de sorgo como en el que creció mi padre. Tierra marrón seca, hojas verdes húmedas. Un dulzor increíble en las cañas duras. Esa es mi familia. Miel y leche y todas esas tonterías de antaño.

2

Un árbol sano no puede dar frutos malos, ni un árbol dañado dar frutos buenos.

Mateo 7, 18

Cuando llegaban las primeras nieves del invierno, mi madre se aposentaba en el salón. Allí estaban los muebles que nuestro padre había fabricado, pero cuando me acuerdo de ella en esa habitación, veo el espacio casi vacío. Solo están las tablas del suelo de madera rayadas de arrastrar muebles o correr demasiado o jugar con cuchillos. Veo las cortinas de algodón de cada ventana y la antigua mecedora de madera color melaza. Mi madre se sienta en ella después de abrir todas las ventanas. Lleva su vestido de casa más bonito. Uno rosa claro con ramos de florecillas color crema y azul intenso. Estoy segura de que las flores suman un número impar. Está descalza. Flexiona los dedos de los pies mientras apoya el pie derecho encima del izquierdo.

Dependiendo de la dirección en que sopla el viento, la nieve entra en casa. Al principio las ráfagas se derriten antes de posarse. Luego se amontonan suavemente como el polvo y traen su frío. Veo el aliento de mi madre y cómo se le pone la piel de gallina. Eso es el invierno para mí. Mi madre sentada con un vestido de primavera en medio del salón mientras la nieve entra. Papá que llega corriendo, cierra las ventanas y la envuelve con una manta. La nieve derretida en charquitos en el suelo de madera de la casa de Shady Lane en Breathed, Ohio. Eso es el invierno para mí. Eso es el matrimonio.

Al principio las casas las construyen el padre y la madre. Algunas tienen tejados en los que nunca se forman goteras. Otras están hechas de ladrillo, piedra o madera. Algunas tienen chimeneas, porches, un sótano y un desván, todo construido por los padres con sus manos. Manos de carne, hueso y sangre. Pero también de otras cosas. Las manos de mi padre eran de tierra. Las de mi madre, de lluvia. No me extraña que no pudiesen abrazarse sin hacer demasiado barro para dos. Y, sin embargo, con ese barro nos construyeron una casa que se convirtió en un hogar.

El mayor de nosotros nació en 1939 un día teñido de un tono marrón intenso como una fotografía color sepia. Ese hijo de ojos azules se llamó Leland. Desde el momento en que nació, supieron lo poco que se parecía a su padre y lo mucho que se parecía a su madre.

—Tiene el pelo rubio de ella.

—Y su piel pálida.

—Y su labio con forma de arco de Cupido.

Cuando nació su nuevo hijo, mamá y papá decidieron instalarse en Breathed, Ohio. Era el pueblo en el que papá se había criado después de que su familia se mudase de Kentucky. Le pareció un buen sitio para criar a su familia. Siempre cerca de un río, papá llevó al bebé a la corriente y lo hundió enérgicamente en el agua como haría con cada uno de nosotros cuando nacimos.

—Así mis hijos podrán ser fuertes como el río —decía.

Cinco años después de Leland llegó Fraya, en 1944. Leland quería a su hermana pequeña, pero su amor era como una bolsa de basura envasada al vacío.

—Dios nos dio a Leland para que fuese nuestro hermano mayor —dijo Fraya una vez—. No puedo imaginar que Dios se equivocara.

Cuando me acuerdo de Fraya, evoco la imagen borrosa de mil luces que se balancean. Partículas que brillan y centellean antes de desaparecer en la oscuridad y un zumbido que sé que es un sonido de abejas.

—Dulce como la miel —decía Fraya.

Conforme ella crecía, papá le levantaba los brazos cada año que pasaba.

—Tú eres mi medida —le decía—. Tú medirás la distancia que separe todo lo que crezca en el huerto y la que separe los postes de la valla.

—¿Por qué soy tu medida? —preguntaba siempre Fraya, aunque sabía lo que él iba a contestar.

—Porque eres importante. —Él le estiraba las manos a cada lado—. Tú eres mi centímetro, mi pulgada y mi pie. La distancia entre tus manos es la distancia que mide todo entre el sol y la luna. Solo una mujer puede medir esas cosas.

—¿Por qué? —inquiría Fraya para recordárselo a sí misma.

—Porque eres poderosa.

En 1945, Fraya se convirtió en hermana mayor cuando nació Yarrow. Después de sumergir a Yarrow en el río, papá cogió un cangrejo. A continuación, rascó suavemente la palma de la mano de Yarrow con la pinza del cangrejo.

—Para que siempre agarres fuerte —le dijo.

A partir de ese momento, el pequeño cogía de todo. Canicas. Piedras. Abalorios del bolsillo de papá. Yarrow aferraba esas cosas tan fuerte que papá lo llamaba Cangrejito. Yo nunca tuve ocasión de llamarlo así. Cuando tenía dos años, el niño que cogía de todo se quedó bajo el castaño de Indias del jardín con las manos abiertas hacia el cielo. Tenía una castaña alojada en la garganta. Tal vez creyó que, como tenía el exterior marrón brillante, la castaña era un pedazo de caramelo.

Después de taparlo con tierra sembrada de semillas de milenrama, mamá y papá se llevaron a Leland y Fraya de allí. No solo se fueron de Breathed, sino de Ohio y todas sus casas peladas y su esplendor ensangrentado, como decía papá. No soportaban vivir en un estado cuyo símbolo era el castaño de Indias.

Cuando se marcharon, se mudaron de sitio en sitio. Parecía que mamá se quedaba embarazada en un estado para luego tener el niño en otro. En 1948 estuvo a punto de morir dando a luz a Waconda en la orilla del río Solomon de Kansas. Papá calculó que la niña pesaba seis kilos cuando nació. La placenta salió antes que Waconda. Papá intentó volver a meterla, o al menos eso dice la historia.

Pusieron al bebé el nombre del manantial de Waconda, que antiguamente existió cerca del río y era visitado por los indios de las Grandes Llanuras, que creían que tenía poderes sagrados. Agua espiritual. Así es como se traducía su nombre.

Nuestra Agua Espiritual vivió diez días y lloró cada uno de ellos. Papá decía que se debía a que la sombra de un halcón que volaba en lo alto se había posado sobre Waconda y le había dado el grito del halcón. Papá trató de sacarle el grito frotando a Waconda en la garganta con una lombriz. Por las noches, mamá la acunaba con la esperanza de que se durmiese. Parecía que nada la ayudaba.

El trágico día Waconda estaba llorando en la cuna. Papá se encontraba en la cocina poniéndose té negro en las ronchas de la urticaria con bolitas de algodón para que se le secasen.

—Tranquilízate, Waconda, por favor —dijo—. Se te va a aguar el alma de tanto llorar.

Mamá estaba en el dormitorio aplicándose avellano de bruja en la cara con una bolita de algodón.

—¿Es que no se va a callar nunca esa niña? —preguntó mamá a su reflejo en el espejo.

Leland, de nueve años, y Fraya, de cuatro, estaban en el suelo de la sala de estar haciendo ovejas con más bolitas de algodón.

—Waconda —gritaban los dos tapándose los oídos.

De repente todo se quedó tranquilo. En el silencio, encontraron a Waconda con una bolita de algodón metida en la boca.

Tres años más tarde, en 1951, otra hija llegó a la familia. Se llamó Flossie y nació en una escalera de California, los bordes de cuyos escalones se clavaban en la espalda de mamá mientras se agarraba a un balaústre con una mano y empujaba con la otra contra la pared. Cuando no hacía más de un minuto que Flossie había nacido, papá cogió una judía seca y se la frotó en los labios para protegerla de los pájaros que volaban en el cielo y de sus sombras. También le apretó una piña de pino contra la frente para desearle una vida larga, al menos más larga que la de Waconda o Yarrow.

El de Flossie fue el parto más llevadero de mamá.

—La niña salió enseguida.

Flossie siempre estaba deseando hacer una entrada triunfal.

 

—Está claro que nací para ser especial —diría Flossie más adelante—. La mayoría de los bebés nacen en una cama o en la parte trasera de un coche. Pero yo nací en una escalera. Como la que baja Gloria Swanson en El crepúsculo de los dioses —añadía Flossie imitando a Swanson.

A pesar de no ser cierto, Flossie aseguraba que había nacido el mismo día que Carole Lombard. Otras veces eran Lillian Gish, Irene Dunne u Olivia de Havilland. Para Flossie, ella siempre estaba a un paso del estrellato. Para mí, era una niña que nació en una escalera y se convirtió en una mujer que se debatía entre salir a la luz o internarse en la oscuridad.

—Puedes venir conmigo —decía— si quieres, Betty.

Betty. Servidora. Nací en 1954 en una bañera vacía con patas en Arkansas. Cuando mamá se puso de parto en el cuarto de baño, el sitio más cercano para tumbarse era la bañera. A pesar de la envidia de Flossie, me llamaron así por Bette Davis.

Papá decía que había conocido a la actriz en un baile cuando los dos eran tan jóvenes que no tenían pareja.

—Me puse tan nervioso —decía— que se me llenó la barriga de mariposas. Las notaba revoloteando de un lado al otro. Parecía que hubiera aspirado una corriente de aire que no se calmaba nunca. Para tranquilizarme, me bebí un vaso de leche que Bette me dio. No sé si ella lo sabía o no, pero la leche estaba en mal estado.

»La mayoría de las mariposas consiguieron esquivar la leche, pero a una la salpicó. Tener una mariposa con náuseas en el estómago no es buena idea. —Papá se frotó la barriga al acordarse—. Para deshacerme de las mariposas, dejé a Bette Davis con la luna y me fui a dar un paseo por el bosque. Sin la señorita Davis, los nervios desaparecieron, así que todas las mariposas se fueron volando menos la que se había puesto enferma por culpa de la leche. La mariposa tenía tanta fiebre que me sentía como si tuviera una vela en el estómago.

»Sabía que tenía que hacer algo, de modo que cogí una arañita negra y me la tragué entera. La araña hizo lo que yo quería que hiciera, que era tejer una tela entre mis costillas. La mariposa quedó atrapada en la telaraña, y mi barriga se puso muy contenta. Todavía tengo la araña dentro de mí. Mi panza es ahora su hogar. Algunos días me siento como si tuviera más telarañas que otra cosa en el interior, pero os aseguro una cosa: desde entonces no ha vuelto a dolerme la barriga, porque la araña atrapa todo lo malo que como. ¿Por qué no nos pondría Dios a todos arañas en el estómago?

En lugar de una e final como Bette Davis, mi nombre tenía una y porque a papá la y le recordaba una honda y una serpiente con la boca abierta.

Fue la y de mi nombre —junto con la coronilla de ondas morenas con la que vine al mundo— la que según papá atrajo a la serpiente de cascabel a mi cuna.

Silba, silba, habla, niña, habla.

Una serpiente que se mete en una cuna no busca nada bueno, al menos eso decía papá. Cuando él la sacó de debajo de mi manta, la serpiente de cascabel le picó. Después de succionar el veneno de sus venas, papá cortó la cabeza a la serpiente. La enterró en un agujero hondo como su brazo. Pronunció una oración por el descanso de su cuerpo para apaciguar al fantasma de la serpiente antes de cortarle la cola y hacerme un juguete con ella.

Sacúdete, sacúdete, cascabelea, cascabelea, habla, habla.

Mi padre tenía el pelo negro. Su piel era morena como los hermosos ríos con el lecho de barro en los que él se bañaba. En los ángulos de sus pómulos habitaban sombras. Sus ojos eran del color del polvo que él molía con cáscaras de nuez. Yo heredé esas facciones. La tierra se grabó en mi alma. En mi piel. En mi pelo. En mis ojos. Yo heredé esas cosas.

—Porque eres cheroqui —me explicó papá cuando tenía cuatro años y edad suficiente para preguntar por qué la gente me llamaba morena—. Te llamarán cosas peores —añadió.

—Pero ¿qué quiere decir cheraquí? —pregunté.

—Cheroqui. Repite conmigo. Che-ro-qui.

Me dio la risa tonta cuando abrió los labios para pronunciar la o de una forma muy graciosa.

—Cheraquí —dije otra vez, repitiéndolo hasta que lo pronuncié bien—. Pero ¿qué es?

—Cheroqui eres tú —contestó él, poniéndome en su regazo.

Sacó un trocito de piel de ciervo del bolsillo.

—Parece el lomo de un perro.

Acaricié la parte que tenía pelo.

—¿Verdad que sí? —dijo él antes de dar la vuelta al pellejo para señalar las extrañas letras escritas en el lado liso.

La tinta era azul y se estaba desdibujando, como si el agua estuviese borrando la inscripción.

—Así se escribe en cheroqui, Betty —declaró—. A mi mamá le dio esta piel su madre. Mamá la llamaba «el aliento» porque, cuando sentía que le faltaba, miraba la piel de ciervo con las palabras de su madre y recuperaba el aliento. Mamá podía volver a respirar.

Inspiró hasta llenar el pecho. Cuando soltó el aire, me agitó los pelillos de la coronilla.

—No sé qué pone. —Deslicé mis deditos por las palabras desvaídas—. Está escrito con letras raras. ¿Qué pone?

—Pone «No olvides quién eres».

—¿Tu madre se olvidó de quién era? —pregunté—. ¿Por eso necesitaba que se lo recordaran?

—Hubo una época en la que la gente como nosotros no podía decir que era cheroqui —respondió él—. Teníamos que decir que éramos holandeses negros.

—¿Qué es eso?

—Un europeo de piel oscura.

—¿Por qué no podíamos decir que éramos cheraquís? O sea, che-ro-quis.

—Porque había que esconderlo.

—Pero ¿por qué?

—A los cheroquis los sacaban de sus tierras y los metían en reservas. Si nuestra gente decía que eran holandeses negros, los dejaban quedarse porque alguien con raíces europeas podía poseer tierras. Pero no puedes mentirte a ti mismo mucho tiempo porque acabas cansándote. Mi papá y mi mamá tenían que decir que eran holandeses negros tantas veces que mamá se quedaba sin aliento. Tenía que recordarse quién era de verdad.

Lo miré.

—¿Quién soy yo? —quise saber.

—Tú eres tú, Betty —dijo él.

—¿Cómo puedo estar segura?

—Por tus antepasados. Desciendes de grandes guerreros. —Me puso la mano contra el pecho—. Desciendes de grandes jefes que llevaron a países enteros a la guerra y a la paz.

Luego decía Tsa-la-gi mientras me cogía las manos y escribía la palabra en el aire con las suyas.

A veces yo soñaba con esos antepasados. Soñaba que me tomaban las manos en las suyas y nos frotábamos las palmas hasta que se nos desprendía la piel como la corteza de un árbol y yo podía hablar como ellos a la antigua usanza. Cuando me despertaba, me llevaba la palma de la mano al oído y trataba de oír sus voces. Esperaba que esas voces me alentasen con su ritmo.

Dos años después de nacer, me convertí en hermana mayor. Mi hermano pequeño Trustin nació en Florida en 1956. Cuando papá estaba mojándolo en el río, una lubina pasó nadando y le dio a Trustin en el trasero. Papá dijo que, gracias a ese incidente, su hijo nadaría muy bien. Cuando Trustin creció, empezó a tirarse al agua. Le gustaba el ruido del agua y la forma en que salpicaba las piedras de la orilla.

—Es como un cuadro —decía él, que siempre buscaba imágenes en las marcas de salpicaduras—. Un cuadro que desaparece cuando se seca. Nos recuerda que nada dura para siempre.

Un año más tarde, en 1957, mamá dio a luz a otro hijo al que decidieron llamar Lint. Dijeron que era el bebé de la crisis de los cuarenta de mi madre.

—Por eso solo tiene piedras en la cabeza —diría Flossie más adelante—. La crisis de mamá se le contagió.

Tratar de entender a Lint era como tratar de salir de un bosque a oscuras. Lo único que sabíamos es que se alteraba fácilmente. Si comía demasiado o hablaba demasiado alto, temía que fuésemos a echarlo de casa. Cada vez le preocupaba más que mamá y papá no siguiesen juntos. Cuando tenía ocho años, no se separaba de la tabla de planchar hasta que su ropa quedaba tan impecable que se convencía de que no había arrugas ni diferencias entre mamá y papá.

Después de que Lint viniese al mundo, mamá se contó las cicatrices de la barriga y dijo que no habría más niños.

A continuación, papá cogió la placenta del parto de Lint y la enterró a casi dos metros bajo tierra. La tapó con piedras para asegurarse de que Lint sería el último.

Mi padre solía decir que cuando nace un niño, el viento se lleva su primer aliento para que se convierta en una planta o un insecto, un animal de plumas, pelo o escamas. Decía que ese humano y esa vida están unidos como un reflejo mutuo.

—Hay gente que siempre intenta alcanzar el cielo, demasiado grande para nuestro mundo, como secuoyas gigantes —dijo un día, estirando los brazos por encima de la cabeza mientras nosotros permanecíamos sentados a sus pies asombrados—. Algunas personas son bonitas y delicadas como peonías, y otras, duras como una montaña. También os encontraréis con algunas tan inolvidables que os dejarán un sarpullido en la memoria como la urticaria en la piel.

Nos rascó alegremente los brazos hasta que reímos.

—Como las arañas —continuó—, hay gente que no puede parar de tejer redes en la vida, ya sea por obra de sus lenguas o de sus manos. —Flexionó los dedos como patas de araña antes de emitir un zumbido chasqueando la lengua—. Bzzzzzz. Pero muchas son tan pesadas como los moscardones. Bzzzzzz.

Hizo ver que su dedo volaba por el aire.

Bzzzzzz.

Nosotros movimos nuestros dedos con el suyo.

—Tendréis que andaros con cuidado con los que esparcen rumores con la facilidad con la que los dientes de león esparcen sus semillas —dijo—. Pero sobre todo tendréis que vigilar a los que viven de la putrefacción, como el hongo que crece en los árboles dañados o débiles.

—¿Cómo somos nosotros? —pregunté.

—Bueno, los Carpenter somos como las bayas. Las bayas ricas y jugosas que crecen en lo profundo del bosque. Las bayas que…

—Dan disgustos a todo el que pasa —terció la voz de mamá adelantándose a la de papá— y tiene curiosidad por descubrir a qué saben.

3

Despierta, cierzo; acércate, ábrego; soplad en mi jardín.

Cantar de los Cantares 4, 16

Ozark, Arkansas. Un lugar de naturaleza verdinegra al pie de montañas. Es allí donde nací y adonde volvimos después de que Lint viniese al mundo. Vivíamos en una casita que papá había construido a medias sobre cimientos de hormigón. Las paredes todavía no estaban terminadas, de modo que se veía el material aislante y la lona impermeable colgaba del techo inacabado. Además de construir la casa, papá vendía licor casero y trabajaba bajo tierra como un topo con los demás mineros del carbón.

El único de los hijos que no vivía en casa era Leland. Entonces él tenía veinte años y ya hacía dos que se había alistado en el Ejército. En esa época estaba destinado en Corea. Escribía cartas a mamá y papá. Leland nunca escribía sobre el Ejército ni sobre los motivos por los que se encontraba estacionado en un lugar concreto. Escribía sobre cosas que hacían que pareciese que estaba de viaje.

El otro día fui a pescar, escribía. Usé una caña de pescar coreana. Se llama gyeonji. Pesqué un pez que parece una lubina de las nuestras.

En sus cartas, papá informaba a Leland de dónde nos encontrábamos.

Ahora estamos en Arkansas, explicaba papá con su cursiva ladeada. Mucha salvia azul y equináceas, aunque yo no veo muchas. Bajo tierra, solo hay piedra y corteza. Gajes del oficio de minero.

Las minas estaban lejos de casa, de modo que papá viajaba en tren y se quedaba en una tienda enfrente del pozo para ahorrar gastos. Pasaban días hasta que volvíamos a tener noticias de él.

La tarde que llamó yo estaba tumbada boca abajo en el suelo de madera contrachapada. A mi alrededor se hallaban desperdigados los lápices de colores que papá había hecho con cera de abeja y que había teñido con materiales como café o moras. Cuando empezó a sonar el teléfono, cogí el lápiz rojo y seguí escribiendo.

—Jesús bendito. Coge el puñetero teléfono, Betty.

La voz de mamá venía de la cocina.

Cogí el auricular.

—Estaba escribiendo —dije a quien estuviese al otro lado de la línea antes de saludar—. Me has interrumpido.

—¿Betty?

—Ah, hola, papá. Estoy escribiendo un cuento sobre un gato. El gato tiene una cola hecha de violetas. Las he pintado de rojo porque tú nunca te acuerdas de que son moradas. La cola es la que come a los ratones, no el gato. ¿A que es original? Nunca he visto un gato que coma ratones por la cola. Siempre los come por la boca, pero no veo por qué no puede comerlos por la cola mientras tenga dientes.

 

Cuando hice una pausa para respirar, papá aprovechó para preguntar dónde estaba mamá.

—Está en la cocina con Lint —contesté.

—Ve a llamarla. Necesito que venga a buscarme a las minas.

Tenía un tono extrañamente tenso, como el alambre enrollado en una bobina.

—¿Por qué no vuelves en tren? —le pregunté.

—No sale ninguno hasta esta noche. Anda, ve a llamar a tu madre. Están a punto de soltar al monstruo de la mina. No querrás que se zampe a tu papaíto, ¿verdad?

Grité a mamá que papá estaba al teléfono. Cuando oí que venía, me metí el lápiz rojo en el bolsillo y salí corriendo.

Trustin y Flossie estaban el jardín jugando con unos palos como si fuesen pistolas, mientras que Fraya se encontraba sentada en la hierba mordiendo un diente de león.

Simulando que me volvería de piedra si alguno me veía, me escabullí a nuestra ranchera Rambler aparcada en el jardín. Me aseguré de tocar la cola de mapache colgada de la antena del coche como hacía cada vez para que me diese suerte.

Subí silenciosamente al parachoques y me metí a gatas por la ventanilla abierta del portón trasero. Me escondí debajo de unas mantas y esperé. No hice ningún ruido cuando mamá salió de casa dejando que la puerta mosquitera se cerrase de un portazo. Llevaba su bolso raído abierto debajo del brazo y usaba las manos libres para abrir un pasador con el que recogerse la parte más rubia del cabello.

—¿Fraya? —gritó ella en tono áspero.

Fraya se levantó rápido y corrió a la parte delantera. Se detuvo a mitad de los escalones del porche con un pie descalzo encima del otro.

—¿Sí, mamá? —preguntó.

—Vigila a Lint. —Mamá sacó el bolso de debajo del brazo y lo cerró—. Está en la cocina. Si se pone a llorar, enséñale una piedra. Tengo que ir a recoger a tu padre. Jesús bendito. Con ese hombre, cuando no es una cosa, es otra.

Fraya subió los escalones de lado haciendo sitio para que pasase mamá.

—Y cuando vuelva no quiero oír que Lint te llama mamá otra vez —advirtió mamá a Fraya—. ¿Entendido, muchacha?

—Lo hace él solo. —Fraya bajó la vista—. Yo no se lo enseño.

—No te hagas la inocente conmigo. Sé a lo que te dedicas, acunándolo y llamándolo «mi bebé». Más vale que te enmiendes y empieces a portarte como una hermana con él. ¿Me oyes, muchacha? Tienes quince años y todavía tengo que estar encima de ti como cuando tenías cuatro.

Fraya mantuvo la vista gacha mientras subía el resto de los escalones asintiendo con la cabeza.

—Ya puedo dar el día por perdido —dijo mamá subiendo al coche.

Lanzó el bolso al salpicadero y se frotó las manos antes de meter la llave de contacto. Después de tres intentos, el motor arrancó. Mamá giró bruscamente en el jardín para salir al camino de tierra.

—Ese hombre no se para a pensar que tengo otras cosas que hacer —dijo hablando en voz alta consigo misma, agarrando el volante con una mano y dándole manotazos con la otra—. La colada y los platos y la educación de sus hijos no importan. Nooo. Yo tengo todo el tiempo del mundo para estar en la carretera.

Encendió la radio. Aproximadamente a mitad de una canción, se puso a cantar. Tenía una voz que cuando la oías decías: «Vaya, seguro que es una madraza».

Conforme nos acercábamos a las minas, me tapé los oídos para protegerme del ruido de los camiones que pasaban. Mamá apagó la radio y redujo la velocidad al entrar en el aparcamiento de la oficina. Yo pensaba salir de repente y sorprender a papá, pero cuando me asomé por debajo de las mantas para mirar por la ventanilla, me asusté al ver qué se acercaba.

—El monstruo de la mina —susurré para mis adentros.

Tenía la piel negra de la carbonilla. Cojeaba arrastrando la pierna derecha. Supe que estaba dolorido por cómo se inclinaba hacia delante, apoyando el brazo en la barriga como si se hubiese hecho daño en las costillas. Tenía el labio inferior abierto y un corte profundo encima de la ceja izquierda. Aunque las heridas eran recientes, costaba creer que la sangre y el dolor no le hubiesen acompañado siempre.

Me pregunté por qué se dirigía a nosotras, pero a medida que se acercaba, le vi los ojos. Me di cuenta de que el hombre encorvado no era el monstruo de la mina. Era mi padre.

—Pero ¿qué diantres…?

Mamá puso el coche en punto muerto y dio un tirón al freno de mano.

Estaba a punto de abrir la puerta, pero papá le hizo un gesto con la mano para que se quedase dentro.

—Vamos, Landon.

Ella miró rápido a su alrededor, y me recordó un ciervo en un campo desprotegido.

Papá avanzaba tambaleándose con las manos en la barriga. Me di cuenta de que le dolían las costillas. Había visto a mi padre tiznado de negro antes, pero esta vez parecía que tuviese distintas capas de color. En la mejilla izquierda se le habían corrido las capas y le habían quedado unas rayas. Le miré la frente. Alguien había deslizado un dedo húmedo por el carbón y había escrito una palabra. Ya había oído a los demás llamar eso a mi padre. Pronuncié la palabra mudamente al mismo tiempo que mamá la susurraba en voz alta mirándole también la frente.

Clavé los dientes en la manta para no gritar.

¿Cómo se atreven a hacerle eso?, pensé. ¿No saben quién es mi padre?

Era un hombre que sabía que había que plantar una semilla a una profundidad equivalente al segundo nudillo de un dedo. Y que sabía que no había que poner el maíz muy junto.

—Si no, los tallos crecen más débiles —decía—. Las mazorcas salen más pequeñas. Y los granos no tan llenos.

¿Acaso no sabían eso? ¿Que era el hombre más sabio del puñetero país? ¿Y tal vez del mundo entero?

Me escondí debajo de las mantas y escuché a papá gemir mientras se sentaba en el asiento delantero, dejando la pierna derecha fuera.

—Me han roto la pierna como si fuese de cristal —dijo introduciendo la pierna en el coche.

Mamá lo apremiaba a que cerrase la puerta más rápido.

—Venga —lo instó—. Date prisa antes de que vengan a rematar la faena.

Una vez que él estuvo dentro del coche, mi madre metió una marcha. Manejaba la palanca de cambio mejor que la mayoría, pero los nervios le hicieron soltar el embrague. El coche avanzó dando tumbos, me impulsó contra el respaldo del asiento, y el motor se paró.

—Calma, Alka. Calma. —Papá procuró que no le temblase la voz—. No pasa nada. Arranca otra vez.

—Jesús bendito, cierra la puerta.

Le salió una voz aguda mientras giraba la llave rezando para que se encendiese el motor. Cuando arrancó, dio gracias a Dios. Se obligó a levantar el pie despacio del embrague.

—Así se hace.

Papá miró por la ventanilla a los hombres que nos observaban. Ellos también estaban negros del carbón, pero cuando se quitaron las gafas de protección, vi que tenían la piel blanca alrededor de los ojos.

—Salgamos de aquí —dijo papá.

Mamá aceleró levantando polvo con las ruedas. Cuando salió a la carretera principal, giró tan bruscamente que pensé que íbamos a dar una vuelta de campana.

—No tan deprisa, Alka. —Papá miró el velocímetro—. Si nos para la policía, será peor.

Después de reducir la velocidad al límite permitido, ella lo miró y le preguntó qué demonios había pasado.

—Prefiero que vayamos a casa y no hablemos del asunto —contestó papá.

Vio carbonilla en la puerta del coche. Se dio cuenta de lo sucio que estaba. Se inclinó hacia delante como si quisiese salvar el asiento.

—Quiero saber qué narices ha pasado —insistió ella.

—Nada nuevo, Alka. La misma mierda de siempre.

Él le explicó que desde el día que había entrado a trabajar en la mina, los demás hombres no habían querido llamarlo Landon. Le habían puesto apodos como Tonto y Loro Sentado.

—Y también otras cosas —dijo, alzando la vista hacia su frente.

Acto seguido le contó que los hombres se negaban a montar en el ascensor con él.