Jesucristo. Los evangelios

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Tal vez Jesús sintiera de un modo oscuro que la voluntad de su Padre sólo podía cumplirla a través de la muerte. La cuestión teológica aquí planteada por el evangelista no es que Jesús quisiera morir, sino que su muerte se seguía lógicamente de su vida. Quienes traten de amar a los demás sin reservas (lo cual puede ser un significado de «Hijo de Dios») provocarán alarma, ansiedad y agresión, y probablemente serán eliminados. El mundo, en el peyorativo sentido de las estructuras de poder vigentes que le da san Juan, va a sentirse amenazado por tal temeridad. Como ha dicho un teólogo: Jesús murió por ser humano en un orden social crucificador. Hay una abierta contradicción entre su misión y aquello a lo que los Evangelios se refieren con desprecio como «el príncipe de este mundo».

¿Fue, pues, Jesús un líder «espiritual» más que político? Ésta es, por cierto, la interpretación habitual de su exhortación a dar al César lo que es del César y, al mismo tiempo, a Dios lo que es de Dios. Pero es muy improbable que fuera la forma en que se entendieran sus palabras en la Palestina del siglo i. Proyecta retrospectivamente sobre ellas una distinción moderna entre religión y política que carece de cualquier base en las Escrituras. Quienes oyeron las palabras de Jesús entendieron que «las cosas de Dios» incluían la misericordia, la justicia, dar de comer al hambriento, acoger al inmigrante, cobijar al indigente y proteger a los pobres de la opresión de los poderosos. En un estupendo momento de paso de lo sublime a lo trivial, en su apocalítica descripción de la Segunda Venida, el mismo Jesús aclara que la salvación no consiste en un ritual religioso o unos códigos de conducta, sino en la donación de un mendrugo de pan o un vaso de agua. El reino de los cielos resulta ser algo sorprendentemente materialista. Es de otro mundo en el sentido de que significa una transfiguración futura de la existencia humana, no en el sentido de unos castillos en el aire. Hay poco de delirio narcótico en la desalentadora advertencia a sus camaradas de que si son fieles a su Evangelio de amor y justicia tendrán el mismo funesto final que él. La medida del amor de uno es, en su opinión, si lo matan o no. Los cristianos que no constituyen una afrenta para los poderes vigentes, según sugiere él, no son fieles a su misión.

Tipos en absoluto del otro mundo se conocen como los ricos o poderosos, o aquellos respetables suburbanitas que creen poder negociar su entrada en el cielo con un comportamiento impecable; mientras que el mismo Jesús propende a andar con aquellos (prostitutas, recaudadores de impuestos, etcétera) de muy mal comportamiento. Están fuera de la ley, no en el sentido en que por definición lo están los gentiles, sino en el sentido de que sus vidas constituyen un estado crónico de transgresión de ella. En un acto de omisión que por fuerza habría sorprendido a un judío ortodoxo de la época, Jesús ni siquiera pide a estos hombres y mujeres que busquen el perdón antes de admitirlos en su compañía. Para un profeta judío, frecuentar tal chusma, y hasta ver en ella signos del reino de paz y justicia por venir, es extraordinario.

Un signo de la naturaleza material de la teología del Nuevo Testamento lo constituye el hecho de que Jesús pase tanto tiempo curando a los enfermos. Lo que mayoritariamente atiende son cuerpos humanos; y su campaña contra las fuerzas que paralizan a hombres y mujeres parece considerarla como un signo de la venida del reino. La enfermedad es vista, sin ningún tipo de ambigüedad, como una forma del mal, un concepto judío muy corriente en aquella época. De hecho, Jesús parece suscribir el mito de que es obra de Satanás. El dolor no es bueno. Si uno puede arrancarle algún valor, mejor; pero sería preferible no tener que hacerlo. En ninguna parte de los Evangelios aconseja Jesús a los afligidos que se reconcilien con su sufrimiento. Los que están ciegos, sordos, enfermos o mentalmente perturbados existen en los márgenes sociales, y la visceralmente prejuiciosa Palestina no es ninguna excepción; y restaurar su salud es también devolverlos a la paridad con los demás, lo cual es una razón de que la curación sea un signo del reino. Antes de morir, Jesús deja a sus seguidores su propio cuerpo para que sea consumido sacramentalmente (esto es, semióticamente, mediante un signo), como un nuevo principio de unidad con los otros en lugar de como un principio de diferenciación.

Al comienzo de su Evangelio, el autor convencionalmente conocido como Lucas cuenta el encuentro, casi con toda certeza ficticio, de María, embarazada de Jesús, con su prima Isabel. Lucas pone en labios de María una canción conocida por la Iglesia católica como el Magnificat pero que, según sospechan algunos estudiosos bíblicos, puede ser una versión o un eco de un canto revolucionario zelote:

Proclama mi alma la grandeza del Señor,

se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;

porque ha mirado la humillación de su esclava.

Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,

porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:

su nombre es santo,

y su misericordia llega a sus fieles

de generación en generación.

Él hace proezas con su brazo:

dispersa a los soberbios de corazón,

derriba del trono a los poderosos

y enaltece a los humildes,

a los hambrientos los colma de bienes

y a los ricos los despide vacíos.

Este motivo del cambio revolucionario constituye casi un cliché en la teología veterotestamentaria. A Yahvé no se le puede ni imaginar ni dar un nombre, pero se le verá como quien es cuando se vean exaltados los pobres y desposeídos los ricos. El motivo de una estrecha vinculación entre el sufrimiento más profundo y la exaltación más elevada es tradicional en el judaísmo, lo mismo que en el linaje occidental de la tragedia. El verdadero poder emana de la impotencia, una doctrina de la que la crucifixión y la resurrección de Jesús son supuestamente ejemplos. Los pobres y explotados son un signo del fracaso de los poderes vigentes, pues ilustran qué miseria deben sembrar esos poderes a fin de asegurar su dominio. En este sentido, los desposeídos son imágenes negativas de la sociedad justa. Lo son también por el hecho de que tienen mucho menos que perder que quienes los tratan con prepotencia, y por tanto tienen un interés mayor en la propiciación de tal transformación. La misma María tipifica este cambio revolucionario en cuanto que oscura joven galilea no escogida por ninguna razón particular para ser la madre de Dios. En el mismo momento de ser elevada de este modo, Dios se está humillando a sí mismo al convertirse en carne humana en su seno. En este sentido, Lucas presenta a María como un signo de lo que en el Antiguo Testamento se presenta como el anawim y a lo que san Pablo se refiere de un modo bastante más enfáticamente como la «hez de la tierra»: los inútiles, vulnerables y marginados en los que el reino inminente es prefigurado más poderosamente. Puesto que tienen poco que esperar de la historia, son los significantes más puros de una justicia y una satisfacción fuera de su alcance.

En las llamadas Bienaventuranzas se bendice a los pobres, hambrientos y afligidos, pero no a los virtuosos. A diferencia de los virtuosos, son signos del reino que viene porque ejemplifican la vaciedad y privación que la Nueva Jerusalén está destinada a reparar. (En la más auténtica tradición de las Escrituras, ahora se está de acuerdo en que Jesús habla simplemente de los pobres, no, como el típicamente espiritualista Mateo dice, de los «pobres de espíritu».) Los dichos de Jesús están en línea con la tradición veterotestamentaria para la que la diana de los profetas suele ser una clase dirigente corrupta. Lo que la profecía persigue no es prever el futuro, sino advertir a los contemporáneos de que, a menos que cambien, el futuro será con toda probabilidad sumamente desagradable.

En los Evangelios abundan también las imágenes de Jesús en el papel de anawim. Él es el skandalon o la piedra de tropiezo rechazada por los albañiles pero que se convertirá en piedra angular del nuevo orden. La nueva administración se construye con los restos de la vieja. A los marginados se les reserva el primer lugar en la mesa; los desposeídos heredarán la tierra; los que perdieron sus vidas las salvarán. La kenosis o el autodesposeimiento es la condición para una abundancia de vida. Sólo muriendo para el poder actualmente establecido es posible elevarse a la nueva vida de paz y fraternidad. Para Jesús no puede haber negociación alguna entre el dominio de la justicia y los poderes de este mundo. A este respecto pone a quienes le rodean ante una disyuntiva absoluta. O están con él o contra él; no cabe ningún término medio liberal. Lo que está en juego no es un proyecto reformista consistente en llenar de vino nuevo odres viejos, sino un inimaginable régimen nuevo que en opinión de Jesús ya está irrumpiendo violentamente en el mundo y del que él mismo se considera precursor y encarnación. En este sentido, es un vanguardista, no un reformador social. En una curiosa tensión entre el presente y el futuro, su papel parece ser el de proclamar el advenimiento del reino de Dios e inaugurarlo en su propia persona en el presente. De un modo muy parecido al socialismo para Marx, el dominio de la justicia es a la vez inmanente en el presente y una meta a la que se ha de aspirar. Pero no puede haber una transición fluida de lo viejo a lo nuevo, a la manera de un socialismo evolucionista. Dada la urgencia y gravedad de nuestra situación –a lo que los Evangelios se refieren como el «pecado del mundo»–, el logro de un orden social justo implica pasar por la muerte, la nada, la turbulencia y el autodesposeimiento. Éste es el significado del descenso de Cristo al infierno tras su crucifixión. Sólo mediante un encuentro con lo Real de la miseria puede rehacerse la humanidad. Y esto, dado nuestro patológico estado de autoengaño, al final sólo es posible por la gracia de Dios.

 

El reino, por supuesto, no llegó poco después de la muerte de Jesús, como los primeros cristianos (y, desde luego, san Pablo) parecen haber esperado. El movimiento cristiano comienza con un paso de lo sublime a lo trivial. Sus orígenes constituyen un anticlímax terriblemente embarazoso que difícilmente se sigue del ignominioso escándalo de que se haya efectivamente matado al Hijo de Dios. A menos, por supuesto, que se considere la resurrección de Jesús la fundación de su reino, como algunos teólogos hacen. El mismo Jesús confiesa su ignorancia sobre cuándo vendrá el reino; pero, según Marcos, creía que algunos de los que le rodeaban vivirían lo suficiente como para ver el nuevo orden; y éste es un dicho suyo muy posiblemente auténtico, una vez más en el supuesto de que todo lo que en el Nuevo Testamento pueda demostrarse disímil para la Iglesia temprana es muy probablemente genuino. No fue el único error que Jesús parece haber cometido, aunque probablemente fue el mayor. Cuando cita al autor del Salmo 110, se equivoca (no fue el rey David), y parece creer que el Libro de Jonás es histórico, lo cual es falso.

Una razón por la que Jesús y sus seguidores esperaban que el reino llegara muy pronto es que no pensaban en absoluto que la actividad humana pudiera desempeñar papel alguno en la contribución a su establecimiento. Para los primeros cristianos, el reino era un regalo de Dios, no obra de la historia. La historia estaba ahora efectivamente llegando a un final, y los devotos del Señor no tenían más que mantenerse firmes en la fe en el Christos de inminente aparición. No valía la pena tratar de deshacerse de los romanos cuando Dios estaba a punto de transformar todo el mundo. Los discípulos de Jesús podían traer el reino de Dios con sus propias fuerzas tan poco como para los marxistas deterministas puede el socialismo alcanzarse mediante la intensificación de la agitación. En cualquier caso, aparte de su bastante rara averiguación de la cantidad de armas de que sus camaradas disponían, Jesús parece haber sido un pacifista, por más que hubiera venido a traer una espada más que la paz. En este panorama del siglo i no había margen para la idea de los hombres y las mujeres como agentes históricos capaces de forjar su propio destino, o al menos contribuyendo a él. Esto habría casado tan mal con la visión que los evangelistas tenían de las cosas como la creencia en la redondez de la tierra. Sin embargo, una vez comprobado que Cristo no regresaba, la Iglesia comenzó a desarrollar una teología para la que los esfuerzos humanos por transformar el mundo forman parte de la venida de la Nueva Jerusalén y la prefiguran. Contribuir al advenimiento de la paz y la justicia en la tierra es una precondición necesaria del advenimiento del reino de Dios.

Una teología política como ésa no cabía en la cosmovisión de los Evangelios, razón por la cual Jesús no fue un revolucionario en el sentido en que lo fue Lenin. No fue un leninista porque no tenía concepto alguno de la autodeterminación histórica. La única clase de historia que importaba era la Heilsgeschichte o historia de la salvación. Para el cristianismo posterior, sin embargo, con su concepción alterada de la historicidad, podría decirse que tal política estaba implícita en la enseñanza de Jesús. En opinión de Tomás de Aquino, Dios es la base de la libertad humana, de modo que donde más importante es la dependencia que de él tienen los seres humanos es en su autodeterminación como agentes libres. Es mediante su autonomía como pueden dar testimonio de su confianza en él. En lugar de obrar mediante la evolución y las leyes de la física, Dios obra mediante la práctica humana; lo cual equivale a decir, entre otras cosas, mediante la política.

Algunos aspectos de la manera en que Jesús aparece en estos textos tienen una evidente resonancia radical. Se le presenta como un sin techo, carente de propiedades, peripatético, socialmente marginal, desdeñoso de los parientes, sin oficio ni ocupación, un amigo de los desheredados y parias, contrario a las posesiones materiales, sin temor por su propia seguridad; una espina en el costado del sistema y un azote de los ricos y poderosos. El problema de gran parte del cristianismo moderno ha sido cómo llevar a la práctica este estilo de vida con dos hijos, un coche y una hipoteca. Jesús tiene la mayoría de los rasgos característicos del activista revolucionario, incluido el celibato. El matrimonio forma parte de un régimen ya en decadencia, y en la Nueva Jerusalén no habrá matrimonios. Éste no es un motivo antisexual. El cristianismo ve el celibato como un sacrificio, y el sacrificio significa renunciar a lo considerado como precioso. San Pablo, un enemigo de la carne en la mitología popular, considera la unión sexual de dos cuerpos, no el celibato, como un signo del reino por venir. En realidad, contribuir al advenimiento del reino, sin embargo, implica abstenerse o posponer algunos de los bienes que lo caracterizan. Lo mismo ocurre con la contribución al advenimiento del socialismo.

Aun así, a Jesús no se le presenta como un ascético a la manera del ferozmente antisocial Juan el Bautista. Él y sus camaradas disfrutan de la comida, la bebida y la fiesta en general (se le acusa de ser un glotón y un bebedor), y anima a los hombres y mujeres a descargarse de ansiedad y vivir el presente. A través de los tiempos, sus seguidores se mantendrán en contacto con él mediante el pan y la fraternidad. Los banquetes, la camaradería, el ocio y la abundancia de vida y animación son signos del reino futuro. Incluso comparte mesa con pecadores, una práctica prohibida entre los judíos. Cuando Judas protesta porque con el ungüento con que una amiga le unge los pies se podría haber obtenido dinero para los pobres, su Maestro avala el generoso gesto estético más allá de una utilidad bienintencionada pero mezquina. Era este aspecto suyo el que atraía a Oscar Wilde. Su despreocupación es en gran medida de inspiración escatológica: puesto que la llegada del reino es inminente, no hay por qué almacenar tesoros o inquietarse por el futuro. Con el pan de cada día basta y sobra. El llamado Padrenuestro es un documento escatológico de esta índole. Lo que se podría llamar la extravagancia ética de Jesús –dar por encima de lo prudente, poner la otra mejilla, alegrarse de ser perseguido, amar a los enemigos, negarse a juzgar, no oponer resistencia al mal, la exposición a la violencia de los demás– está de manera análoga motivada por una sensación de que la historia ha llegado a su término. La temeridad, la imprevisión y un estilo de vida desmesurado constituyen signos de que la soberanía de Dios está al alcance de la mano. No son tiempos para la organización política o la racionalidad instrumental, en cualquier caso innecesarias.

El desdén de Jesús hacia la familia es particularmente sorprendente. De niño reprende a sus consternados padres cuando éstos van a buscarlo al templo, y les deja claro que su misión tiene prioridad sobre sus vínculos domésticos. Su familia no parece contarse entre sus seguidores, aunque su madre aparece en la crucifixión y su hermano Santiago acaba haciéndose cargo de la Iglesia en Jerusalén (más tarde sería ejecutado). Cuando algunos familiares inmediatos de Jesús llegan para hablar con él mientras está ocupado en asuntos públicos, les manda perentoriamente esperar. En cierta ocasión, algunos miembros de su familia tratan incluso de influir sobre él diciendo que están «a su lado». Quizá su conducta pública les abochornara. Una mujer de la multitud que alaba el seno que lo llevó es fríamente desairada. Un potencial discípulo que primero quiere despedirse de su familia es objeto de un acerado comentario. Su lucha, advierte Jesús a sus seguidores, hace saltar por los aires las estructuras tradicionales de parentesco y divide a las familias. Es más, si no «odian» a sus padres, sus discípulos no pueden ser fieles a él. Su misión no es de consenso, sino conflictiva: él viene no a traer la paz, sino con una espada que corta las afinidades establecidas y divide a quienes tienen fe en el reino y a los que no. No es un santo de escayola y tierna mirada, sino un activista implacable y de una intransigencia radical.

En cuanto a la sexualidad, que para muchos de sus más fieles devotos de hoy en día ocupa el lugar de honor en cuanto tema moral con preferencia a las armas nucleares y la pobreza global, su actitud es extraordinariamente relajada. De hecho, el Nuevo Testamento tiene muy poco que decir sobre el asunto, a diferencia de las Iglesias cristianas obsesionadas con el sexo a las que dio origen. En el Evangelio de san Juan, Jesús mantiene una conversación privada con una mujer de Samaria que ha tenido muchos maridos, un acontecimiento excepcional en varios sentidos. Un joven santo judío no podría haber hablado con una mujer en privado sin provocar un grave escándalo, no desde luego con una mujer de tan pésima reputación. Además, se trata de una samaritana, un grupo étnico considerado por los judíos como una forma de vida inferior. Cuando finalmente aparecen, la acción de éste asombra a sus guardaespaldas. No reprende a la mujer por su irregular carrera sexual, sino que la trata amablemente y le ofrece el agua de la vida eterna. Es esta despreocupación con respecto al sexo lo que ha hecho del Nuevo Testamento un documento tan escandaloso para una era posmoderna. Ha tenido que ser consiguientemente reescrito en el estilo de La última tentación de Cristo o El Código Da Vinci, que añaden el calor sexual del que tan lamentablemente carece. El Código Da Vinci propone a su manera suburbana que Jesús mantuvo una relación sexual con María Magdalena. Sin embargo, la relación más importante entre Jesús y María Magdalena no es sexual, sino el hecho de que son María y sus acompañantes las primeras en dar testimonio de que su tumba está vacía. Puesto que en aquella época las mujeres no tenían validez alguna como testigos, parece improbable que esto sea algo inventado, sea cual sea la razón de que la tumba estuviera vacía. Los evangelistas habrían querido presentar el testimonio más sólido de esta importantísima cuestión, pero se ven forzados por la presión de lo que debió de aceptarse comúnmente al conceder que la primera revelación de la resurrección de Jesús es a un grupo de ciudadanos de segunda clase. El Nuevo Testamento, por tanto, otorga a las mujeres una significación mucho más allá del estatus cultural que se acostumbra a signarles.

A pesar de este estilo de vida emancipado, Jesús no rechazaba en ningún sentido la ley judía. Era la reificación de ésta la que él ponía en cuestión. Su propósito era rescatar su esencia –el amor a Dios y al prójimo– del núcleo mistificado. No era, dicho en pocas palabras, un libertario de la rive gauche. Él y sus camaradas, por ejemplo, parece que observaban el Sabbath, una práctica congruente con la propia aversión de Jesús al trabajo arduo. El propósito del Sabbath era el descanso del trabajo lo mismo que el disfrute del propio ocio, como ocurre con Dios en el Génesis tras la creación del mundo. Lo que pretendía era evitar que se hiciera un fetiche de la producción, no que se fuera a la iglesia. No había iglesias. El tranquilo estilo de vida de Jesús es entre otras cosas un reproche implícito a quienes hacen ídolos del trabajo, la disciplina y la regulación.

Jesús no se proponía la inauguración de una nueva religión. En el Evangelio de Marcos aparece en desacuerdo con el templo y con el judaísmo tradicional, pero es que Marcos tiene aquí un interés político. Como hemos visto, Jesús deja claro a sus seguidores que su misión se restringe a los judíos. También parece haber considerado su propia vida, muerte y resurrección como el cumplimiento o la consumación de la ley mosaica. La idea de que representaba al amor en oposición a la ley, el sentimiento íntimo en oposición al ritual externo, forma parte del antisemitismo cristiano. Para empezar, a Jesús le interesa lo que las personas hacen, no lo que sienten. Además, la ley judaica misma es la ley del amor. De la ley, por ejemplo, forma parte el tratamiento humano de los enemigos. La amabilidad con los enemigos no es un invento cristiano. De la misma manera, ningún maestro judío habría discrepado de la admonición de Jesús de que «El sábado fue hecho a causa del hombre, y no el hombre por causa del sábado». Ni siquiera el más legalista de sus adversarios habría imaginado que uno no salvara una vida en Sabbath, que las regulaciones dietéticas tuvieran prioridad sobre la compasión o que la realización meticulosa de ciertos ritos fuera suficiente para la salvación. Éstas son sencillamente patrañas montadas por los cristianos a lo largo de los siglos para sentirse bien con ellos mismos.

 

Jesús se veía a sí mismo como el cumplimiento de la ley del Padre en el sentido de que su propia persona revelaba que era la ley del amor. Llamarlo el Hijo de Dios es afirmar que la solidaridad que muestra para con los demás, así en su profunda aceptación de la fragilidad moral de éstos, es una auténtica imagen del Padre. Él revela al Padre como amigo, camarada, amante y abogado defensor, más que como patriarca, juez, superego o fiscal. Esta última es una imagen satánica o ideológica de Dios, que representa lo que los moralmente reputados y farisaicos quieren que sea. Quieren que sea un juez porque están seguros de que ellos serán juzgados favorablemente. (Resulta interesante que el Nuevo Testamento no tenga nada que decir de Dios como Creador, esa imagen suya que en el siglo xix tanto encolerizaba a la escuela de racionalismo de Richard Dawkins.) Jesús manifiesta al Padre como un animal vulnerable, el chivo expiatorio desollado y sangrante del Calvario. El cuerpo destrozado de Jesús es el auténtico significante de la ley. Quienes son fieles al mandato de justicia y fraternidad se verán superados por el Estado. Lo transgresor es la ley, no su subversión. Éste es uno de los varios sentidos en los que el Nuevo Testamente no es un documento posmoderno.

Jesús también consuma la ley mediante la demostración de que el amor por él prescrito, llevado al límite, tendrá como consecuencia inevitable la muerte. Cumplir la ley de este modo también es, sin embargo, trascenderla: en lugar de tablas de piedra, ahora es la carne y la sangre, el cuerpo de un delincuente político que con la aceptación de su propia muerte por el bien de los otros ha llegado, de alguna manera, al otro lado de ella. La ley es abolida por su cumplimiento. Al encarnar la ley en su pura humanidad, Jesús también puede hablar a los gentiles que se hallan fuera de la jurisdicción mosaica. Es en este sentido en el que en definitiva prescinde de la ley en cuanto caduca; no en el sentido de desacatarla. Él, por ejemplo, parece haber aceptado las leyes judías sobre la pureza, como su encuentro con el leproso en el Evangelio de Marcos deja claro. Sólo hay uno o dos incidentes en los que puede haber violado la ley mosaica. Uno es su consejo a uno de los aspirantes a discípulo de «dejar que los muertos entierren a los muertos», una frase que había de impresionar a Karl Marx. El otro incidente es la curación de un tullido en el Sabbath. En sí misma probablemente no habría constituido una violación, pero, tras curar al sufriente, Jesús le manda de manera un tanto gratuita tomar su camilla y andar, lo cual es contrario a la prohibición de llevar nada a cuestas en el Sabbath. Sin embargo, dista de ser una infracción merecedora de la pena de muerte.

Por otro lado, a Jesús se le muestra por lo regular asociándose con pecadores, con lo cual se alude no solamente a los que ocasionalmente violan la ley, sino a los que la incumplen de manera flagrante y sistemática. La palabra «pecadores» está aquí próxima a «malvados», que para el Antiguo Testamento incluiría a quienes, como los recaudadores de impuestos (esto es, los agentes de aduanas), se aprovechan de los pobres. Jesús, pues, no sólo se deja ver junto a los moralmente frágiles; se codeaba con algunos personajes bastante depravados, y no exigía que abandonaran su depravación antes de sentarse a la mesa con él y disfrutar de su compañía. No les pide que dejen de pecar, hagan sacrificios por sus pecados y obedezcan la ley, y con esta omisión está posiblemente desafiando la autoridad de Moisés. De manera aún más escandalosa, permite que estos personajes de sórdida moral sepan que Dios los ama especialmente, lo cual dista de ser el mejor modo de reformarlos. Preferible sería sin duda que dejaran de ser depravados, pero deberían saber que Dios los ama tal como son. Uno no tiene que observar una conducta excelente para ganar el favor divino. De hecho, la parábola del rey que llena su boda de comensales no invitados puede interpretarse en el sentido de que quienes siguen a Jesús, aun cuando infrinjan la ley, tendrán prioridad sobre los convencionalmente probos (esto es, los que obedecen la ley) cuando llegue el momento de entrar en el reino de Dios. La ley había de conservarse; pero su conservación era menos importante que su propia misión. Era la fe en él mismo, no la conformidad con la ley, lo que aseguraba la salvación.

En su crucifixión y descenso al infierno, a Jesús, en opinión de san Pablo, «se le hace pecar» al identificarse con la escoria y los desechos de la tierra, solidarizarse con los que sufren el mal y la desesperación a fin de transfigurarlos a través de la resurrección. Como el clásico protagonista trágico, sólo triunfa mediante el fracaso. Sólo si su desolado grito en la cruz («Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?») se toma en serio (de hecho, es una cita de las Escrituras), podría haber alguna esperanza de resurrección. (Éstas, dicho sea de paso, son las únicas palabras, de las que se suponen pronunciadas por Jesús en el Calvario, que generalmente se aceptan como históricamente probadas. Aquí podemos de nuevo invocar el criterio de disimilitud.) Si se hubiera tumbado a esperar confiadamente el resurgimiento, no se habría levantado de entre los muertos. Aquí no se trata de teleología alguna de curso fluido. Sólo siendo un callejón sin salida pudo su muerte convertirse en un horizonte. Él parece morir desconcertado, inseguro de por qué su Padre requiere de él esta fútil acción, pero aun así fiel a él. Es porque su acción es infructuosa, un callejón sin salida y un absurdo, por lo que puede fructificar en las vidas de otros.

En esto, pues, han resultado todas las efervescentes esperanzas de Jesús y su entorno. La crucifixión proclama que la verdad de la historia humana es un delincuente político torturado. Es un mensaje profundamente inaceptable para los sumidos en el error ingenuo (idealistas, progresistas, liberales, reformadores, conformistas, modernizadores, humanistas socialistas, etcétera), aunque perfectamente comprendido por un judío como Walter Benjamin. Sólo si se puede contemplar esta horrible imagen sin ser convertido en piedra, aceptándola absolutamente como la última palabra, hay una pequeña oportunidad de que no sea tal. En la fe cristiana, la oportunidad se conoce como la resurrección. Reconocer esta oscuridad como propia, discernir en esta monstruosa imagen un reflejo de uno mismo en cuanto su condición histórica, es el acto revolucionario que los Evangelios conocen como metanoia o conversión.

El cristianismo es, por consiguiente, considerablemente más pesimista que el humanismo secular, lo mismo que inconmensurablemente más optimista. Por un lado, es desalentadoramente realista sobre la contumacia de la condición humana: la perversidad del deseo humano, la prevalencia de la idolatría y la ilusión, el escándalo del sufrimiento, la sorda persistencia de la opresión y la injusticia, la escasez de la virtud pública, la insolencia del poder, la fragilidad de la bondad y el formidable poder del apetito y el interés propio. Es a esta condición a lo que se llama el «pecado original», que significa aquellas imperfecciones que parecen estructurales en el animal cultural o lingüístico y que, pace todo el historicismo ingenuo, son continuas en una u otra forma a lo largo de la historia humana. Por otro lado, mantiene no sólo que la redención de esta funesta condición es posible, sino que, asombrosamente, en cierto sentido ésta ya se ha producido. Ni siquiera el más mecanicista de los marxistas afirmaría hoy en día que el socialismo es inevitable, menos aún que ya ha llegado sin que nos hayamos enterado. Para la fe cristiana, sin embargo, el advenimiento del reino es seguro, pues el levantamiento de Cristo de entre los muertos ya lo ha fundado. Sin embargo, sólo puede llegar plenamente en virtud de una «revolución» que corte hasta llegar a la carne misma. Una nueva polis sólo es posible sobre la base de un cuerpo transfigurado. Esto es lo que se conoce tradicionalmente como la resurrección. La evolución política puede verse como implícita en los Evangelios, pero su camino no es todo de bajada. El poeta William Blake, un cristiano heterodoxo, no tuvo dificultad alguna en comprender este hecho. Es uno de los varios beneficios de un periodo de retroceso político como el nuestro que los límites de la acción política, así como su insistente necesidad, puedan medirse sobriamente.