El primer rey de Shannara

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From the series: Las crónicas de Shannara #8
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Caerid Lock y Bremen descendieron por las escaleras secundarias en silencio; el eco de cada paso creaba una cadencia solitaria mientras avanzaban por los corredores sinuosos. Tras ellos, la luz del descansillo y la puertecilla que conducía a las dependencias del Druida Supremo Athabasca cedía el paso a la oscuridad. Bremen se esforzó para reprimir el resentimiento que lo embargaba. Le había dicho a Athabasca que era un necio, pero quizá el necio era él mismo. Kinson había acertado. Venir a Paranor había sido una pérdida de tiempo. Los druidas no estaban preparados para escuchar a un hermano marginado. No estaban interesados en oír sus delirios, sus intentos de introducirse de nuevo entre ellos. Podía imaginárselos volviéndose unos hacia otros, mirándose con diversión, sarcásticos, mientras el Druida Supremo les informaba de su petición. Se los figuraba sacudiendo las cabezas, cargados de rencor. Su propia arrogancia no le había permitido ver las dimensiones del obstáculo que debía vencer para conseguir que lo creyeran. «Si puedo hablar con ellos, me escucharán», había pensado. Sin embargo, no había tenido la oportunidad de llegar tan lejos. Su confianza había sido su perdición. Su orgullo lo había engañado. Había cometido un error de juicio colosal.

No obstante, se rebatió a sí mismo tratando de salvar algo de su propósito fallido; había hecho bien en intentarlo. Al menos no tendría que vivir con la culpabilidad y el dolor que hubiera sentido si no hubiera hecho nada. Tampoco podía estar seguro de las consecuencias de ese esfuerzo. Su aparición aún podía comportar algo bueno, algún cambio en el desarrollo de los acontecimientos o en las actitudes que él mismo no sería capaz de percibir hasta mucho más adelante. Estaba cometiendo un error al desechar el esfuerzo que había realizado de plano. Puede que Kinson hubiera pronosticado cómo terminaría la reunión, pero ninguno de los dos podía estar seguro de que su visita no tendría ninguna otra consecuencia.

—Siento que no os permitieran hablar, Bremen —dijo Caerid en voz baja, echando la mirada hacia atrás.

Bremen alzó la vista, de pronto consciente de lo deprimido que debía de parecer. No tenía tiempo para compadecerse. Había perdido la oportunidad de hablar directamente ante el Consejo, pero había otras tareas que debía atender antes de que volvieran a echarlo del castillo para siempre, y debía ocuparse de ellas.

—Caerid, ¿habrá tiempo de hacerle una visita a Kahle Rese antes de partir? —le preguntó—. Solo necesitaré un momento.

Se detuvieron en las escaleras y se contemplaron el uno al otro; un anciano de aspecto frágil y un elfo curtido.

—Se os dijo que podías abasteceros de cualquier cosa que pudierais necesitar para retomar el viaje —observó Caerid Lock—. No se dijo nada sobre la naturaleza de vuestras necesidades. Creo que una corta visita sería apropiada.

Bremen sonrió.

—Nunca olvidaré los esfuerzos que habéis hecho por mí, Caerid. Nunca.

El otro lo rechazó con un gesto de la mano.

—No ha sido nada, Bremen. Venid.

Bajaron por las escaleras y se dirigieron hacia un pasaje secundario que conducía a varias puertas y a un nuevo tramo de escaleras que descendían. A lo largo de todo el trayecto, Bremen cavilaba. Él los había avisado, para bien o para mal. La mayoría lo ignoraría, pero habría quienes escucharían, y aquellos merecían tener la oportunidad de sobrevivir a la necedad del resto. Así mismo, era necesario proteger de alguna forma el baluarte. No es que tuviera muchas posibilidades contra el poder del Señor de los Brujos, pero debía hacer lo poco que pudiera. Y podía empezar por Kahle Rese, su mejor amigo y el más antiguo que tenía, aunque Bremen era consciente de que podía estar casi seguro de que ese esfuerzo deliberado no le traería más que otra decepción.

Cuando llegaron a la entrada que conducía al vestíbulo principal, muy cerca de las bibliotecas donde Kahle se pasaba el día, Bremen se volvió de nuevo hacia Caerid.

—¿Me haríais otro favor? —le pidió al elfo—. ¿Podríais convocar a Risca y a Tay Trefenwyd para poder hablar con ellos? Haced que se esperen en el pasadizo hasta que termine la reunión con Kahle. Los encontraré allí. Os doy mi palabra de que no iré a ningún otro sitio y de que no haré nada que viole los términos de mi visita.

Caerid desvió la mirada.

—Vuestra palabra no me es necesaria, Bremen. Nunca lo ha sido. Reuníos con Kahle. Vendré con los otros dos y nos encontraremos aquí.

Dicho esto, Caerid giró sobre los talones y volvió a subir las escaleras que lo condujeron hacia la penumbra. Bremen pensó entonces en la suerte que tenía de poder contar con Caerid entre sus amigos. Lo recordaba cuando era un muchacho, cuando aún estaba aprendiendo su oficio, aunque ya entonces era apasionado y constante. Caerid había venido desde Arborlon y se había quedado tras la visita inicial, entregado en cuerpo y alma a la causa de los druidas. Era excepcional que alguien que no fuera druida se implicara tanto. Se preguntó si Caerid volvería a hacerlo si tuviera la oportunidad de vivir su vida de nuevo.

Bremen atravesó el umbral de la puerta, recorrió el pasadizo y dobló la esquina a la derecha. El vestíbulo tenía forma de arco y estaba delimitado por vigas enormes de madera que brillaban gracias al lustre y la cera. De las paredes del castillo colgaban tapices y cuadros. Muebles antiguos ocupaban el espacio protegido por pequeñas hornacinas, iluminadas por velas que se consumían lentamente. Entre esas paredes se había capturado el paso del tiempo proveniente de una época lejana; allí nada cambiaba excepto la hora del día y las estaciones. Había cierta sensación de permanencia en Paranor, la fortificación más antigua y sólida que había en las Cuatro Tierras, defensora de fuentes de conocimiento, custodio de los artefactos y tomos más preciados. Qué pocos avances se habían realizado tras superar la desolación que las Grandes Guerras habían dejado tras de sí. Y ahora todo corría el riesgo de llegar a su fin, de perderse para siempre, y parecía que solo él fuera consciente de ello.

Llegó a las puertas de la biblioteca, las abrió con cuidado y entró. La sala era pequeña para ser una biblioteca, pero estaba abarrotada de libros. Tras la destrucción del antiguo mundo, no quedaron demasiados libros, y muchos que de los que había allí los habían recopilado los druidas durante el último par de siglos, o los habían transcrito minuciosamente a partir de los recuerdos y las observaciones de un puñado de hombres y mujeres que todavía se acordaban. Casi todos se almacenaban allí, en esa sala y en la contigua, y Kahle Rese era el druida responsable de custodiarlos. Todos eran valiosos, pero ninguno lo era más que la Historia de los druidas, los libros que recogían las crónicas de lo que el Consejo había conseguido en sus esfuerzos por recuperar el conocimiento perdido sobre ciencia y sobre magia de los siglos anteriores a las Grandes Guerras, de los intentos del Consejo de revelar los secretos del poder que habían conducido al antiguo mundo hacia sus mayores hitos en desarrollo y exponían con todo lujo de detalle, todas las referencias, no importaba cuán remotas fueran, aparatos y fórmulas, talismanes y conjuros, razones y conclusiones que un día esperaban llegar a comprender.

La Historia de los druidas eran los libros que más le importaban a Bremen. Eran los libros que pretendía salvar.

Cuando Bremen entró, Kahle Rese estaba subido a una escalera, ordenando una colección raída y gastada de tomos encuadernados en piel. Se volvió y se sobresaltó al ver quién estaba allí. Era un hombre pequeño, enjuto y nervudo, un poco encorvado por la edad, aunque aún conservaba la agilidad suficiente para subirse a las escaleras. Tenía las manos llenas de polvo y llevaba las mangas de los ropajes arremangadas y atadas. Parpadeó y se le arrugaron la comisuras de los ojos azules cuando la cara se le iluminó con una sonrisa. Se apresuró a bajar de la escalera y acercarse a Bremen. Estiró los brazos y le estrechó la mano con fuerza.

—Viejo amigo —lo saludó. Tenía un rostro flaco como el de un pájaro: unos ojos agudos y brillantes, una nariz aguileña como un pico, una boca tan fina que apenas era una línea y en la barbilla puntiaguda tenía una mata de pelo ralo y corto.

—Me alegro de verte, Kahle —le dijo Bremen—. Te he echado de menos. A ti y a nuestras conversaciones, en las que analizábamos los misterios del mundo y tratábamos de desentrañarlos. Incluso echo de menos nuestros pobres intentos de hacer una broma. Seguro que te acuerdas.

—Por supuesto, Bremen, claro —se rio el otro—. Bien, aquí estás.

—Será solo un momento, me temo. ¿Te lo han contado?

Kahle asintió. Se le borró la sonrisa del rostro.

—Has venido a prevenirnos del Señor de los Brujos. Athabasca nos ha advertido en tu nombre. Has solicitado poder hablar ante el Consejo. Athabasca lo ha hecho por ti. Le habrá costado, ¿verdad? Pero de sobra sabemos que tiene sus razones. Sea como fuere, el Consejo ha votado en contra, aunque unos pocos han abogado por ti con bastante vehemencia: Risca, por ejemplo. Tay Trefenwyd. Y un par más. —Sacudió la cabeza—. Me temo que yo he guardado silencio.

—Porque no servía de nada que hablaras —dijo Bremen para ayudarlo.

Sin embargo, Kahle sacudió la cabeza de nuevo.

—No, Bremen. Porque soy demasiado vejo y estoy demasiado cansado para defender una causa como esta. Estoy cómodo aquí, rodeado de mis libros, y lo único quiero es que me dejen tranquilo. —Parpadeó y observó a Bremen con detenimiento—. ¿Crees de verdad lo que dices sobre el Señor de los Brujos? ¿Existe? ¿Es Brona, el druida rebelde?

 

Bremen asintió.

—Es cierto todo lo que le he contado a Athabasca y representa una gran amenaza para Paranor y para el Consejo. Tarde o temprano vendrá aquí, Kahle. Y, cuando lo haga, lo destruirá todo.

—Tal vez —admitió Kahle mientras se encogía de hombros—. Tal vez no. Las cosas no siempre pasan como las anticipamos. Eso es algo en lo que siempre hemos estado de acuerdo tú y yo, Bremen.

—No obstante, esta vez me temo que hay pocas probabilidades de que las cosas se desarrollen de un modo distinto al que he pronosticado. Los druidas pasan demasiado tiempo ocultos tras sus muros. No son capaces de ver con objetividad lo que ocurre ahí fuera y eso ha limitado su punto de vista.

Kahle sonrió.

—También tenemos ojos y orejas, sabemos más de lo que imaginas. El problema que nos afecta no es la ignorancia, es la complacencia. Aceptamos con demasiada celeridad la vida que llevamos, pero no adoptamos con la suficiente prontitud la vida que imaginamos. Creemos que los sucesos deben ocurrir como hemos dictado y que, aparte de la nuestra, no habrá otra voz que tenga importancia.

Bremen posó la mano en el hombro de aquel hombrecito de espalda estrecha.

—Siempre has sido el más razonable de todos nosotros. ¿Considerarías acompañarme en un viaje corto?

—Intentas salvarme de lo que crees que será mi destino, ¿verdad? —Se echó a reír—. Ya es demasiado tarde, Bremen. Mi destino está ligado irremediablemente a estas paredes y a las letras que llenan las páginas de este puñado de libros que custodio. Soy demasiado viejo y tengo unas costumbres demasiado arraigadas como para ahora renunciar al trabajo al que he dedicado mi vida. Esto es todo lo que conozco. Soy uno de esos druidas que he descrito, amigo mío: rígido e inservible hasta el final. Lo que le ocurra a Paranor también me ocurrirá a mí.

Bremen asintió. Ya se había imaginado que esa sería la respuesta de Kahle Rese, pero tenía que preguntárselo de todos modos.

—Me gustaría que volvieras a planteártelo. Hay otras paredes tras las que vivir y otras bibliotecas de las que ocuparse.

—¿De verdad? —preguntó Kahle mientras arqueaba una ceja—. En tal caso, esperan que se ocupen de ellas otras manos, creo. Este es mi sitio.

Bremen suspiró.

—Entonces, ayúdame de otro modo, Kahle. Rezo por estar equivocado respecto a la gravedad del peligro que nos acecha. Rezo por haber cometido un error y que no se cumpla lo que creo que sucederá. Pero si no es así, si el Señor de los Brujos viene a Paranor y sus puertas no son capaces de detenerlo, tiene que haber alguien que haga algo para salvar la Historia de los druidas. —Hizo una pausa—. ¿Todavía se guardan por separado, en la sala contigua, tras la librería que hace las veces de puerta?

—Todavía, y ahí seguirán —lo avisó Kahle.

Bremen se metió la mano entre lo ropajes y sacó una bolsita de cuero.

—Aquí dentro hay un polvo especial —le contó a su amigo—. Si el Señor de los Brujos llegara a penetrar estos muros, espárcelo sobre la Historia de los druidas y quedarán selladas. El polvo las mantendrá a salvo.

Le ofreció la bolsita a Kahle, que la aceptó a regañadientes. El druida con el semblante lleno de arrugas sostuvo la bolsita en la palma de la mano como si estuviera sopesando su valor.

—¿Magia élfica? —le preguntó, y Bremen asintió—. Algún tipo de polvo de hadas, supongo. O quizá de hechicería del viejo reino. —Le ofreció una sonrisa maliciosa—. ¿Sabes lo que me ocurriría si Athabasca encontrara esto entre mis posesiones?

—Sí —replicó Bremen con solemnidad—. Pero no lo encontrará, ¿verdad?

Kahle observó la bolsita con aire pensativo un momento y luego se la metió entre los ropajes.

—No —coincidió—. No lo encontrará. —Frunció el ceño—. Sin embargo, no puedo prometerte que lo use, independientemente de lo que ocurra. En ese sentido, soy como Athabasca, Bremen. Estoy en contra de implicar la magia en la realización de mis deberes. Condeno la magia como medio para llegar a un fin. Eso ya lo sabes. Ya lo había dejado lo suficientemente claro, ¿verdad?

—Así es.

—¿Y aun así me lo pides?

—Debo hacerlo. ¿A quién más puedo recurrir? ¿En quién más puedo confiar? Lo dejo a tu buen criterio, Kahle. Usa los polvos solo si la situación es tan desesperada que la vida de todos lo que habitan la fortaleza está amenazada y ves que no quedará nadie para cuidar de los libros. No dejes que caigan en manos de aquellos que harán un mal uso del conocimiento que albergan. Eso sería peor que cualquier otra consecuencia del uso de la magia que podamos imaginar.

Kahle lo contempló con aire solemne y, luego, asintió.

—En efecto, lo sería. De acuerdo. Guardaré los polvos y los usaré en caso de que ocurra lo peor. Pero solo en ese caso.

Se quedaron uno frente al otro durante el silencio que siguió; ya se lo habían dicho todo, no les quedaba nada en el tintero.

—Deberías volver a considerar tu decisión y venir conmigo —insistió Bremen por última vez.

Los labios finos de Kahle dibujaron una frágil media luna.

—Ya me pediste que me fuera contigo una vez, cuando escogiste abandonar Paranor para continuar tus estudios sobre magia en otro lugar. Entonces ya te dije que no me iría nunca, que este es mi sitio. No ha cambiado nada desde entonces.

Bremen sintió que lo invadía una impotencia amarga y le ofreció una breve sonrisa para ocultársela.

—En tal caso, adiós, Kahle Rese; eres mi mejor y más antiguo amigo. Cuídate.

El hombrecillo lo abrazó; agarró el cuerpo delgado del anciano y lo estrechó con fuerza.

—Adiós, Bremen —dijo en un susurro—. Por esta vez, espero que estés equivocado.

Bremen asintió en silencio. Entonces, giró sobre sus talones y salió de la biblioteca sin volver la vista atrás. Se dio cuenta de que deseaba que la cosas fueran distintas, pero era consciente que su deseo no se podía cumplir. Avanzó con rapidez por el pasadizo y se encaminó hacia la puerta que se abría al corredor de las escaleras secundarias por las que había venido. Se quedó contemplando los tapices y los artefactos como si no los hubiera visto nunca, o tal vez como si no los fuera a ver nunca más. Sintió que parte de él se le escapaba, era la misma sensación que había tenido cuando se había ido de Paranor la primera vez. No le gustaba admitirlo, pero en Paranor todavía se sentía como en casa, más que en ningún otro sitio, y, como ocurría con todas las casas, esta ejercía un poder sobre él que no podía juzgarse ni medirse.

Cruzó el umbral de la puerta y se adentró en la oscuridad del rellano que había al otro lado, donde se encontró cara a cara con Risca y Tay Trefenwyd.

Al instante, Tay dio un paso adelante y lo abrazó.

—Bienvenido a casa, druida —dijo mientras le daba unas palmaditas en la espalda.

Tay era un elfo de altura y peso inusuales, desgarbado y con un aire más bien torpe, como si siempre estuviera a punto de tropezarse consigo mismo. Sin duda, sus rasgos eran élficos, pero parecía que le hubieran injertado la cabeza en ese cuerpo por error. Todavía era joven y, aunque ya llevaba quince años al servicio de Paranor, la piel de su rostro seguía siendo tersa y lampiña. Tenía el pelo rubio, los ojos azules y una sonrisa siempre lista para todo el mundo.

—Tienes buen aspecto, Tay —respondió el anciano y le regaló una sonrisa leve—. La vida en Paranor te sienta bien.

—Volver a verte me sienta mejor —declaró el otro—. ¿Cuándo nos vamos?

—¿Nos vamos?

—Bremen, no te andes con remilgos. Nos vamos a donde sea que vayas. Risca y yo ya lo hemos decidido. Incluso si no nos hubieras convocado para reunirnos contigo, te habríamos alcanzado mientras te ibas. Estamos hasta el gollete de Athabasca y el Consejo.

—Tú no has visto su actuación —dijo Risca con sorna, volviéndose hacia la luz—. Ha sido una farsa. ¡Han estudiado tu petición igual que si tomaran en consideración una invitación para convertirse en víctimas de la peste! No han permitido que se origine ningún tipo de debate ni atendido a ninguna razón. Athabasca ha presentado tu petición de modo que no quedara ni un atisbo de duda sobre su opinión sobre la misma. Y otros le han apoyado, menudos aduladores. Tay y yo hemos hecho lo que hemos podido para condenar tales maquinaciones, pero nos han hecho callar a gritos. Estoy hasta el copete de su maldita política y de lo cortos de miras que son. Si tú dices que el Señor de los Brujos existe, es que existe. Si dices que va a venir a Paranor, es que va a venir. Pero no me quedaré aquí para recibirlo. Deja que lo hagan los otros. Diantres, pero ¿cómo pueden ser tan necios?

Risca, que era puro músculo, hablaba con vehemencia, y Bremen sonrió aunque no quería.

—¿De modo que disteis lo mejor de vosotros para defenderme?

—Fuimos como susurros en una tormenta—se mofó Tay. Alzó los brazos y los dejó caer, con impotencia, sobre los ropajes—. Risca tiene razón. La política dirige Paranor. Lo ha hecho desde que Athabasca fue nombrado Druida Supremo. Tú deberías ocupar ese cargo, Bremen, no él.

—Podrías haber sido Druida Supremo, si hubieras querido —señaló Risca, irritado—. Deberías haber insistido.

—No —dijo Bremen—. No habría sido un buen Druida Supremo, amigos. No estoy hecho para administrar y dirigir. Mi destino es buscar y recuperar lo que se ha perdido y no podría haberlo hecho desde la torre alta. Athabasca era una opción mejor que yo.

—¡No digas sandeces! —espetó Risca—. Nunca ha sido una opción mejor para ningún cargo. Todavía te envidia, incluso ahora. Es consciente de que, de haber querido, ahora ostentarías su cargo, y nunca te lo va a perdonar. Tampoco es que puedas desentenderte. La libertad que tienes representa una amenaza para su dependencia del orden y la obediencia. Si por él fuera, nos colocaría con cuidado en una estantería y nos bajaría cuando le conviniera; dirigiría nuestra vida como si fuéramos niños. Escapaste de sus garras cuando te fuiste de Paranor y nunca te lo perdonará.

Bremen se encogió de hombros.

—Es agua pasada. Lo único que lamento es que no preste más atención al aviso. Creo que la Fortaleza está en grave peligro, de verdad. El Señor de los Brujos se dirige hacia aquí, Risca, y no dará un rodeo para evitar Paranor y a los druidas. Los machacará bajo el peso de su ejército.

—¿Y qué debemos hacer? —apremió Tay mientras echaba un vistazo alrededor, como si tuviera miedo de que alguien los pudiera estar escuchando—. Hemos continuado practicando la magia, Bremen. Ambos, tanto Risca como yo, cada uno a su manera, para aplicarla a las disciplinas que dominamos. Sabíamos que algún día volverías a por nosotros. Sabíamos que necesitaríamos la magia.

Bremen asintió, complacido. Había confiado en ellos dos por encima de cualquier otro para que mejoraran sus habilidades para conjurar magia. No sabían tanto ni eran tan expertos como él, pero tenían la práctica suficiente. Risca era un maestro de las armas, experto en el arte de la guerra, en el estudio de la lucha. Tay Trefenwyd, por su parte, estudiaba los elementos, las fuerzas que creaban y destruían el mundo, el equilibrio de la tierra, el aire, el fuego y el agua en la evolución de la vida. Los dos eran hábiles, igual que Bremen, capaces de invocar magia cuando se la precisaba para proteger y defender. Practicar la magia estaba prohibido dentro de los muros de Paranor, excepto bajo estricta supervisión. Solo se invocaba la magia casi exclusivamente en caso de necesidad, ya que se quería evitar que experimentaran con ella, de modo que se solía castigar a quien se descubría haciéndolo. Los druidas vivían a la sombra de su propia historia y los recuerdos tenebrosos de Brona y sus acólitos. Les dieron por muertos debido a la culpa y a la indecisión. Al parecer, los druidas no entendían que su manera desafortunada de proceder amenazaba con destruirlos.

—Vuestras suposiciones eran correctas —les dijo—. Confiaba en que vosotros dos no dejarías la magia de lado. Y quiero que me acompañéis. Voy a necesitar vuestras habilidades y vuestra fuerza en los días venideros. Decidme, ¿hay alguien más a quien podamos acudir? ¿Alguien que haya aceptado la necesidad que tenemos de usar la magia?

Tay y Risca intercambiaron una breve mirada.

—Nadie —dijo este último—. Tendrás que arreglártelas con nosotros.

—Y con vosotros me valdrá —afirmó Bremen, y el rostro se le arrugó cuando se forzó a esbozar una sonrisa. ¡Solo estaban ellos dos para unírseles a Kinson y él! ¡Solo ellos dos contra tantísimos! Suspiró. «Bien, debería habérmelo esperado», supuso—. Siento tener que pediros esto —añadió, y de verdad lo sentía.

 

Risca resopló.

—Me ofendería si no lo sintieras. Paranor y los viejos carrozas que la gobiernan me tienen aburrido hasta decir basta. Nadie está interesado en practicar mi oficio ni en seguir mis pasos. Soy un anacronismo para todos. Y Tay tiene la misma sensación que yo. Nos habríamos ido mucho antes si no hubiésemos acordado que esperaríamos a que vinieras.

Tay asintió.

—No debes entristecerte por necesitar compañeros de viaje, Bremen. Estamos listos.

Bremen agarró la mano a cada uno y se lo agradeció.

—Recoged lo que os llevaríais y reuníos conmigo en la puerta principal mañana por la mañana. Entonces os contaré el camino que tomaremos. Esta noche dormiré en el bosque con mi compañero, Kinson Ravenlock. Me ha acompañado durante el último par de años y ha demostrado ser de una valía inestimable. Es un Rastreador y un explorador, un fronterizo de inmensa valentía y determinación.

—Si viaja contigo, no necesita otra recomendación —dijo Tay—. Nos vamos. Caerid Lock te espera al bajar estas escaleras. Ha pedido que desciendas hasta que lo encuentres. —Tay hizo una pausa de manera significativa—. Caerid sería una buena adición para nuestro grupo, Bremen.

El anciano asintió.

—Soy consciente de ello. Le pediré que venga. Descansad, nos veremos al alba.

El enano y el elfo se escabulleron por la puerta del corredor y la cerraron con cuidado tras ellos. Bremen se quedó solo en el rellano. Permaneció allí un momento y caviló sobre lo que debía hacer a continuación. El silencio se impuso a su alrededor, profundo y penetrante, anegando el espacio entre los muros del bastión. El tiempo pasaba y, aunque no necesitase mucho para llevar a cabo su plan, debía actuar con rapidez.

E iba a necesitar la colaboración de Caerid Lock.

Se apresuró a bajar las escaleras, resuelto a cumplir su plan, mientras reflexionaba sobre los detalles. El hedor a humedad del pasadizo cerrado le embargaba el olfato y hacía que tuviera que arrugar la nariz. En algún lugar de los pasillos y las escaleras de la Fortaleza el aire era limpio y cálido, procedente de las chimeneas que calentaban el castillo durante todo el año. Había reguladores de tiro y conductos de ventilación que controlaban la circulación del aire, pero no había ninguno en los corredores secretos como en el que se encontraba.

Dio con el capitán de la Guardia Druida tras bajar dos tramos de escaleras más, en otro rellano, en las sombras. Se acercó a Bremen con expresión impasible cuando esté llegó.

—He pensado que os reunirías con vuestros amigos con más comodidad si estabais solos —comentó.

—Muchas gracias —contestó Bremen, conmovido por la consideración que había tenido el otro—. Pero nos gustaría que formaras parte del grupo, Caerid. Partiremos al alba. ¿Vendréis?

Caerid le ofreció una leve sonrisa.

—Supuse que formaba parte de vuestro plan. Risca y Tay están impacientes por partir de Paranor, todos lo sabemos. —Sacudió la cabeza lentamente—. Pero en lo que a mí respecta, Bremen, tengo obligaciones aquí. Sobre todo si lo que creéis es cierto. Alguien tiene que proteger a los druidas de Paranor, incluso de sí mismos. Yo soy el más indicado. La guardia responde ante mí, he elegido con cuidado cada miembro y los he entrenado a todos bajo mi mando. No sería propio de mí abandonarlos ahora.

Bremen asintió.

—Supongo que no. Sin embargo, nos encantaría que nos acompañarais.

Caerid casi sonrió.

—Y me encantaría ir. Pero ya he tomado mi decisión.

—En tal caso, velad y guardad lo que hay en estos muros, Caerid Lock. —Bremen lo miró fijamente—. Aseguraos de la naturaleza de los hombres a los que dirigís. ¿Hay algún troll? ¿Hay alguien que pudiera llegar a traicionaros?

El capitán de la Guardia Druida le estrechó la mano con firmeza.

—Nadie. Todos lucharán conmigo hasta la muerte. Incluso los trolls. Me apostaría la vida en ello.

Bremen sonrió levemente.

—Y eso haréis. —Echó un vistazo en derredor un momento, como si buscara a alguien—. Vendrá, Caerid. El Señor de los Brujos vendrá acompañado de sus súbditos alados y sus acólitos mortales y quizá también de criaturas salidas de algún averno tenebroso. Invadirá Paranor y tratará de aplastaros. Debéis tener cuidado, amigo.

El hábil veterano asintió.

—Cuando venga, estaremos preparados. —Le aguantó la mirada al otro—. Ha llegado el momento de acompañaros hasta las puertas. ¿Os gustaría llevaros algo de comida?

Bremen asintió.

—Sí, gracias. —Entonces, dudó—. Casi me olvido. ¿Podría despedirme de Kahle Rese por última vez? Me temo que he dejado las cosas un tanto crispadas y me gustaría arreglarlo antes de partir. ¿Podríais darme un par de minutos más, Caerid? Volveré enseguida.

El elfo meditó la petición en silencio un momento y luego asintió.

—De acuerdo. Pero apresuraos, por favor. Ya he estirado las instrucciones de Athabasca hasta el límite.

Bremen le ofreció una sonrisa que lo desarmó y volvió a subir las escaleras. Detestaba haberle tenido que mentir a Caerid Lock, pero no le quedaba ninguna otra alternativa razonable. El capitán de la Guardia Druida nunca hubiera consentido lo que estaba a punto de hacer bajo ninguna circunstancia, le fuera afín o no. Bremen ascendió dos pisos, cruzó una entrada que lo llevó a otro pasadizo secundario y se apresuró a llegar al final; entonces, atravesó otra puerta que lo condujo a un nuevo tramo de escaleras, esta vez más estrechas y con más escalones que la anterior. Avanzó sin hacer ruido, con mucho cuidado. No podía permitir que lo descubrieran ahora. Lo que pretendía hacer estaba prohibido. Si alguien lo veía, Athabasca lo arrojaría a la mazmorra más profunda del castillo y lo dejaría allí para toda la eternidad.

Al subir aquellas escaleras estrechas se detuvo ante unas puertas de madera maciza afianzadas con cerrojos y cadenas tan gruesas como sus viejas muñecas. Tocó los cierres con cuidado, y uno tras otro se fueron abriendo con pequeños clics. Sacó las cadenas de las anillas que las aseguraban, empujó la puerta y observó con una mezcla de alivio y temor cómo se abría lentamente.

Entró y se encontró sobre una plataforma situada a mucha altura dentro de la Fortaleza de los druidas. Más abajo, las paredes se hundían en un abismo oscuro del que se decía que llegaba directamente hasta el centro de la tierra. Nadie había descendido hasta el fondo y había regresado. Nadie había sido capaz de invocar una luz lo suficientemente potente como para observar lo que había allí debajo. El Pozo Druida, así lo llamaban. Era un lugar en el que se habían lanzado los desechos del tiempo y el destino (de la magia y la ciencia, de los vivos y los muertos, de lo mortal y lo inmortal). Había estado allí desde la época del viejo reino de la magia. Como el Cuerno del Hades en el Valle de Esquisto, era una de las pocas puertas que conectaban los mundos de los vivos y el más allá. Se contaban historias sobre cómo se había usado a lo largo de los años y de las cosas espantosas que se había tragado. A Bremen no le interesaban aquellos cuentos. Lo que le importaba era que había establecido hacía mucho tiempo que el abismo era un pozo que canalizaba la magia desde reinos que ningún alma viviente había visitado, y que entre la oscuridad que escondía sus secretos residía un poder que ninguna criatura se atrevería a desafiar.

De pie en el filo de la plataforma, Bremen levantó los brazos y entonó un cántico. Usaba un tono de voz suave y monótono mientras conjuraba con premeditación y a un ritmo pausado. No dirigió la mirada hacia abajo, ni siquiera cuando oyó un revuelo acompañado de suspiros que procedían de las profundidades. Movió ligeramente las manos mientras entretejía los símbolos que imponían obediencia. Pronunció las palabras sin atisbo de duda, ya que el mínimo titubeo podía provocar que el hechizo finalizara antes de tiempo y sentenciara todo su esfuerzo.