Read the book: «No eres tú, soy yo…»

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CA­PÍ­TU­LO 35

CA­PÍ­TU­LO 36

Cua­tro me­ses des­pués

AGRA­DE­CI­MIEN­TOS

«Cual­quier for­ma de re­pro­duc­ción, dis­tri­bu­ción, co­mu­ni­ca­ción pú­bli­ca o trans­for­ma­ción de esta obra solo pue­de ser rea­li­za­da con la au­to­ri­za­ción de sus ti­tu­la­res, sal­vo ex­cep­ción pre­vis­ta por la ley. Di­rí­ja­se a CE­DRO (Cen­tro Es­pa­ñol de De­re­chos Re­pro­grá­fi­cos). Si ne­ce­si­ta fo­to­co­piar o es­ca­near al­gún frag­men­to de esta obra (www.con­li­cen­cia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

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Tí­tu­lo ori­gi­nal: Ghos­ting: a Love Story

©2020 by Tash Skil­ton

First Pu­blis­hed by Ken­sing­ton Pu­blis­hing Corp. Trans­la­tion rights arran­ged by San­dra Bru­na Agen­cia Li­te­ra­ria S. L.

Tra­duc­ción de Xa­vier Bel­trán Pa­lo­mino

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Di­se­ño de cu­bier­ta: Eva Ola­ya

Fo­to­gra­fía de cu­bier­ta: Shut­ters­tock

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1.ª edi­ción: ju­lio 2020

De­re­chos ex­clu­si­vos de edi­ción en es­pa­ñol re­ser­va­dos para todo el mun­do:

© 2020: Edi­cio­nes Ver­sá­til S.L.

Av. Dia­go­nal, 601 plan­ta 8

08028 Bar­ce­lo­na

www.ed-ver­sa­til.com

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Nin­gu­na par­te de esta pu­bli­ca­ción, in­clui­do el di­se­ño de la cu­bier­ta, pue­de ser re­pro­du­ci­da, al­ma­ce­na­da o trans­mi­ti­da en ma­ne­ra al­gu­na ni por nin­gún me­dio, ya sea elec­tró­ni­co, quí­mi­co, me­cá­ni­co, óp­ti­co, de gra­ba­ción o fo­to­co­pia, sin au­to­ri­za­ción es­cri­ta del edi­tor.

Para las cua­tro her­ma­nas (Hai­den, Homa, Ha­leh y Hen­ga­meh)

que me pro­por­cio­na­ron mi his­to­ria de amor fa­vo­ri­ta.

S. T.

Para mis pa­dres, Earl y Ros Hoo­ver, que me en­se­ña­ron a amar los li­bros y hace tiem­po que me­re­cen una de­di­ca­to­ria.

Na­die igua­la­rá vues­tras ci­tas a cie­gas.

S. S.

«Cuan­do una per­so­na te atrae, solo sig­ni­fi­ca que tu sub­cons­cien­te es atraí­do por su sub­cons­cien­te. Y lo que lla­ma­mos des­tino solo son dos neu­ro­sis que ha­cen bue­na pa­re­ja».

Nora Eph­ron en Algo para re­cor­dar.

CAPÍTULO 1

De: Lean­ne Tsen

Para: To­dos los tra­ba­ja­do­res de Ha­bla el Co­ra­zón

Asun­to: Nue­vas ofi­ci­nas

Equi­po:

Aun­que los úl­ti­mos me­ses ha­yan su­pues­to un au­tén­ti­co reto, me gus­ta­ría fe­li­ci­ta­ros por ser tan abier­tos y por ha­be­ros adap­ta­do tan bien a nues­tra nue­va si­tua­ción. Del mis­mo modo, es­pe­ro que dis­fru­téis de la li­ber­tad y la in­de­pen­den­cia que pro­por­cio­na tra­ba­jar des­de casa. (En este ar­tícu­lo de la re­vis­ta Wi­red se ha­bla del fu­tu­ro de las ofi­ci­nas. ¡So­mos unos pio­ne­ros!).

Por cier­to, la per­so­na que haya pro­gra­ma­do mi te­lé­fono para que sue­ne Ha­bla el co­ra­zón cuan­do re­ci­bo un men­sa­je… La bro­ma tie­ne su gra­cia. En la fies­ta de des­pe­di­da de las an­ti­guas ofi­ci­nas me pa­re­ció muy di­ver­ti­da. Pero es que na­die pue­de des­ac­ti­var­lo; ni si­quie­ra los ge­nios de la Ap­ple Sto­re. ¿Po­drías dar la cara y ve­nir un mo­men­to a cam­biar­lo, por fa­vor? Por ra­zo­nes evi­den­tes, si ten­go que vol­ver a es­cu­char esa can­ción, voy a ma­tar a al­guien sí o sí. Y na­die os va a pa­gar el suel­do si vues­tra CEO está en la cár­cel.

Sa­lu­dos cor­dia­les,

Lean­ne

Miles

No pasa nada. Nada de nada.

Qué más da que mi ex­no­via aca­be de pu­bli­car una foto de su mano sin ani­llo so­bre lo que sin nin­gu­na duda es una ba­rri­ga em­ba­ra­za­da. Qué más da que ha­ya­mos roto hace seis se­ma­nas; y una cosa, yo no seré el ma­yor ex­per­to del mun­do en re­pro­duc­ción, pero di­ría que esa ba­rri­ga no se co­rres­pon­de con un em­ba­ra­zo de seis se­ma­nas. Qué más da que, en un arre­ba­to de con­fu­sión y de eu­fo­ria, le haya en­via­do un men­sa­je de «¿va­mos a te­ner un hijo?» con un emo­ti­cono de un bebé por si ne­ce­si­ta­ba una ima­gen que re­pre­sen­ta­ra la pa­la­bra «hijo», y que ni si­quie­ra me haya res­pon­di­do, aun­que el do­ble check azul me con­fir­ma que lo ha vis­to.

O sea, que o el bebé es mío y Jor­dan ha de­ci­di­do que no me va a per­mi­tir for­mar par­te de la vida del crío, o Jor­dan me en­ga­ñó con otro an­tes de de­jar­me, de ha­cer añi­cos mi co­ra­zón y de ro­bar­me el piso.

No sé cuál de las dos op­cio­nes es peor.

De pron­to sue­na mi por­tá­til: un men­sa­je que acom­pa­ña a la ima­gen di­mi­nu­ta de una mo­re­na son­rien­te.

Ju­le­s478: Ey, ¿qué tal?

De puta ma­dre. Y aho­ra ten­go que tra­ba­jar. Aho­ra ten­go que tra­ba­jar y ha­cer que la vida sen­ti­men­tal de los de­más sea un éxi­to. Me­nu­da bro­ma del uni­ver­so. Y no es solo eso, sino que ya no hay una ofi­ci­na a la que ir, ni com­pa­ñe­ros con los que char­lar un poco, ni una má­qui­na de café que me su­mi­nis­tre toda la ca­feí­na que ne­ce­si­to. Solo ten­go una in­com­pren­si­ble ca­fe­te­ra idén­ti­ca a la ca­bi­na de un Boeing 747 y el rin­cón de un sofá que me han pres­ta­do y que me apues­to lo que quie­ras a que está he­cho de es­par­to, por­que mi ami­go Dy­lan vive en un ca­tá­lo­go de Pot­tery Barn, la ex­clu­si­va tien­da de mue­bles para el ho­gar. (Y tú me di­rás que ocu­par un sofá no te da de­re­cho a ele­gir­lo, y yo te diré que, en ple­na ago­nía me­lan­có­li­ca y con los pe­los siem­pre de pun­ta por cul­pa de la elec­tri­ci­dad es­tá­ti­ca, todo el mun­do tie­ne de­re­cho a cri­ti­car).

Cie­rro los ojos y, an­tes de res­pon­der, prue­bo el ejer­ci­cio de res­pi­ra­ción que, cómo no, me en­se­ñó Jor­dan: in­ha­lar du­ran­te cua­tro se­gun­dos, aguan­tar la res­pi­ra­ción du­ran­te sie­te y ex­ha­lar du­ran­te ocho.

Per­se­Yo: Bue­nas. Muy bien. ¿Qué tal tú?

Está todo con­tro­la­do. Soy ca­paz de man­te­ner una con­ver­sa­ción tri­vial como esta has­ta dor­mi­do. Por algo me he pa­sa­do los úl­ti­mos dos años con­vir­tién­do­me en el me­jor ghostw­ri­ter[1] de Ha­bla el Co­ra­zón. He pu­li­do tan­to mi ta­len­to que casi pue­do po­ner el pi­lo­to au­to­má­ti­co. ¿Que no?

Ju­le­s478: Bien.

Vaya. Aun­que aca­bo de rom­per la nor­ma nú­me­ro uno de las ci­tas por in­ter­net. No for­mu­lar nun­ca una pre­gun­ta que se pue­da res­pon­der con una sola pa­la­bra, como en una im­pro­vi­sa­ción tea­tral.

In­ten­to rec­ti­fi­car.

Per­se­Yo: Por cier­to, ¿has vis­to la pro­gra­ma­ción de los con­cier­tos de ve­rano del es­ta­dio de Fo­rest Hills? Este año es una pa­sa­da.

Se su­po­ne que soy… Bus­co su nom­bre en­tre los ex­pe­dien­tes abier­tos… Far­had. Eso es. Far­had es un gran afi­cio­na­do a la mú­si­ca, y sé que para él esos con­cier­tos son im­por­tan­tes.

Ju­le­s478: ¡Sí! Be­lle y Se­bas­tian y Gre­ta van Fleet. ¡Qué pa­sa­da!

Per­se­Yo: Ya ves, ¿eh?

Es­cri­bo la res­pues­ta en modo au­to­má­ti­co, y en­ton­ces paso a ins­pec­cio­nar la pro­gra­ma­ción para in­ten­tar adi­vi­nar qué otro de esos mal­di­tos gru­pos le po­dría gus­tar a Far­had. Ah, ya sé. En el cues­tio­na­rio men­cio­nó a LCD Soundsys­tem.

Per­se­Yo: Me mue­ro de ga­nas de ver a LCD.

Ju­le­s478: ¿Sí? Tam­bién mo­lan.

Vale, a ella no le gus­ta tan­to ese gru­po. Pero bueno, los dos pue­den apor­tar di­fe­ren­tes gus­tos mu­si­ca­les a la re­la­ción. Es lo bo­ni­to del amor, ¿no? Cada cual con­tri­bu­ye con sus pro­pios in­tere­ses, que des­pués se jun­tan y se mez­clan, y al­gún día apa­re­ce un pe­que­ño em­brión que ha uni­do ge­né­ti­ca­men­te esas pa­sio­nes y las ha con­ver­ti­do en un ser que se pue­de acu­nar en una foto ar­tís­ti­ca en blan­co y ne­gro para Ins­ta­gram.

Per­se­Yo: ¿Te gus­tan los ni­ños?

Eh. ¡EH! ¿Qué coño ha­ces, Mi­les? Como dice el Ma­nual de es­ti­lo para los au­tó­no­mos de Ha­bla el Co­ra­zón en la pá­gi­na 22, hay cier­tos te­mas que ja­más de los ja­ma­ses se men­cio­nan en una pri­me­ra con­ver­sa­ción: po­lí­ti­ca, re­li­gión, ma­tri­mo­nio, co­no­cer a los pa­dres y, por su­pues­to, te­ner hi­jos. De nin­gu­na de las ma­ne­ras. Y lo sé por­que ese ma­nual lo es­cri­bí yo, li­te­ral­men­te. Como fui el pri­mer em­plea­do de Lean­ne, tuve que des­cri­bir con todo lujo de de­ta­lles de qué va mi tra­ba­jo (y la idio­sin­cra­sia de la em­pre­sa).

Hay una pau­sa de va­rios se­gun­dos an­tes de que el match de Far­had vuel­va a es­cri­bir.

Ju­le­s478: Sí. Me gus­tan.

Per­se­Yo: ¿Al­gu­na idea de qué pin­ta tie­ne la ba­rri­ga de una em­ba­ra­za­da de seis se­ma­nas?

No sé qué está pa­san­do. Mis de­dos ac­túan to­tal­men­te aje­nos a mi ce­re­bro.

Ju­le­s478: Eh…

Per­se­Yo: No es un em­ba­ra­zo vi­si­ble, ¿no? O sea, que no se ve nin­gún bul­to aún, ¿no?

A es­tas al­tu­ras, ¿qué más da todo ya? Se­gu­ro que Ju­les sabe más que yo, por­que por lo me­nos ella tie­ne el apa­ra­to ge­ni­tal ade­cua­do y por­que, no sé, es pro­ba­ble que ten­ga ami­gas ma­dres o algo así.

Ju­le­s478: No creo, ¿no?

Per­se­Yo: Jus­to lo que pen­sa­ba.

La cues­tión es que sé que el bebé no es mío. Lo he sa­bi­do des­de el prin­ci­pio, pero mis men­sa­jes sin res­pues­ta y el pu­ñe­ta­zo que sen­tí en el es­tó­ma­go al ver «leí­do a las 8:37» lo con­fir­man. Jor­dan nun­ca cria­ría sola a un bebé, no si el pa­dre quie­re es­tar ahí para los dos. ¿Cuán­tas ve­ces la ro­deé con los bra­zos mien­tras ella me con­ta­ba los mil mo­ti­vos por los que su pa­dre era un gi­li­po­llas y cómo su au­sen­cia ha­bía in­flui­do en su vida y en su per­so­na­li­dad?

Ju­le­s478: Oye…, una cosa. Me ten­go que ir.

Mier­da. En lu­gar de ha­cer mi tra­ba­jo y con­ven­cer­la de que Far­had es per­fec­to para ella, y que por lo me­nos me­re­ce una cita en per­so­na, me he de­ja­do lle­var por un agu­je­ro ne­gro men­tal de lo más pro­fun­do.

Toca re­me­diar la si­tua­ción.

Per­se­Yo: ¡Ja, ja! Per­do­na, no pre­ten­día asus­tar­te.

Me es­toy es­tru­jan­do el ce­re­bro para dar con una ex­cu­sa que jus­ti­fi­que mis pre­gun­tas so­bre em­ba­ra­zos.

Per­se­Yo: Es que es­toy es­cri­bien­do una can­ción. In­ves­ti­gan­do un poco.

Si hay can­cio­nes so­bre cur­vas fe­me­ni­nas, tam­bién las pue­de ha­ber so­bre vien­tres fe­me­ni­nos, digo yo.

Ju­le­s478: Ah… ¿Eres mú­si­co?

Per­se­Yo: Afi­cio­na­do.

Echo otro vis­ta­zo al cues­tio­na­rio de Far­had.

Per­se­Yo: Tra­ba­jo en el mun­do de las fi­nan­zas.

Bien, bien. He sol­ta­do su­til­men­te lo del tra­ba­jo es­ta­ble. A lo me­jor he vuel­to a ge­ne­rar­le in­te­rés y todo.

Ju­le­s478: ¿En qué cla­se de gru­po to­cas?

Echo un nue­vo vis­ta­zo al cues­tio­na­rio. Ah, mier­da.

Per­se­Yo: En un cuar­te­to de cuer­da.

Le si­gue otra pau­sa lar­ga.

Ju­le­s478: Ya veo… Oye, lo sien­to, pero se me aca­ba la pau­sa para co­mer y me ten­go que ir, de ver­dad.

Son las 8:52 de la ma­ña­na.

Ju­le­s478: ¿Ha­bla­mos lue­go?

Pero se des­co­nec­ta an­tes de que le pue­da res­pon­der.

¿Quie­res que te sea sin­ce­ro?

Se­gu­ro que les he he­cho un fa­vor a Far­had y a ella.

Al fin y al cabo, el amor no exis­te. No hay que po­ner­se en plan ba­la­da heavy me­tal, pero el amor es una ilu­sión. No es más que una cor­ti­na de humo que ocul­ta el fu­tu­ro desamor. ¿Por qué nos ha­ce­mos esto? ¿Por qué? O bien te deja a ti o bien la de­jas tú, o (en el me­jor de los ca­sos) vi­vís fe­li­ces y co­méis per­di­ces has­ta que uno de los dos se mue­re y el otro se que­da com­ple­ta­men­te des­tro­za­do, con­ver­ti­do en una som­bra de su an­ti­guo yo.

¿Por qué co­jo­nes los per­se­gui­mos?

Re­ci­bo un men­sa­je de Lean­ne.

Lean­ne T: Mi­les, quie­ro que te reúnas con­mi­go en mi des­pa­cho.

Me cago en todo lo ca­gable.

Mi­les I: En vein­te mi­nu­tos es­toy ahí. ¿Va bien?

Lean­ne T: Sí.

Y en­ton­ces, es que no pue­do evi­tar­lo…

Mi­les I: Oye, Lean­ne. Una pre­gun­ti­ta. ¿Tú sa­bes qué pin­ta tie­ne una ba­rri­ga de em­ba­ra­za­da de seis se­ma­nas?

***

El des­pa­cho de Lean­ne se en­cuen­tra en un edi­fi­cio que cla­ra­men­te fue un al­ma­cén has­ta hace tres mi­nu­tos, cuan­do a al­gún mag­na­te del sec­tor in­mo­bi­lia­rio se le ocu­rrió crear unos 450 des­pa­chos del ta­ma­ño de un ar­ma­rio y co­brar­le a la gen­te un al­qui­ler desor­bi­ta­do por el pri­vi­le­gio de tra­ba­jar jus­to al lado de la De­ci­mo­se­gun­da Ave­ni­da, a por lo me­nos quin­ce mi­nu­tos del me­tro, al que siem­pre tie­nes que lle­gar an­dan­do con el vien­to en con­tra.

Es­pe­ro a que me abra la puer­ta y cojo uno de los as­cen­so­res de car­ga has­ta la no­ve­na plan­ta, y en­ton­ces lle­go fren­te al ar­ma­rio de Lean­ne.

Hace tan solo dos se­ma­nas, la sede de Ha­bla el Co­ra­zón se ubi­ca­ba en unas ofi­ci­nas mo­des­tas pero es­pa­cio­sas del ba­rrio de Meat­pac­king Dis­trict. Unos enor­mes ven­ta­na­les de cris­tal da­ban a las ca­lles ado­qui­na­das, des­de los que po­día­mos ver ca­mi­nar a mu­je­res con mu­chas ga­nas de gas­tar di­ne­ro, ga­fas de sol de mar­ca y za­pa­tos Jimmy Choo que se mez­cla­ban con re­sa­co­sas dis­coa­dic­tas con ga­fas de sol de mar­ca y unos Jimmy Choo aún más al­tos. Me gus­ta­ba mi­rar a la ca­lle y pen­sar que era muy pro­ba­ble que una de esas re­sa­co­sas fue­ra clien­ta nues­tra, que vol­vía de una cita triun­fal que ha­bía ter­mi­na­do a las sie­te de la ma­ña­na, y se apre­su­ra­ba a re­gre­sar a casa para cam­biar­se y lle­gar pre­sen­ta­ble al tra­ba­jo, pero in­ca­paz de es­con­der la son­ri­sa que solo pue­de pro­vo­car una cita in­tere­san­te con un des­co­no­ci­do. No ca­mi­na­ba aver­gon­za­da, sino or­gu­llo­sa. ¿Quién no se sen­ti­ría or­gu­llo­so y eu­fó­ri­co tras una no­che de pa­sión y co­ne­xión per­so­nal? Y qui­zá yo ha­bría te­ni­do algo que ver. Pen­sar­lo me ha­cía sen­tir or­gu­llo­so y eu­fó­ri­co a mí tam­bién.

Aho­ra ya no.

Aho­ra sé que es pro­ba­ble que una no­che in­tere­san­te ter­mi­ne desem­bo­can­do en un ca­mino de ago­nía: ya sea por los men­sa­jes de tex­to sin res­pues­ta, por las dis­cu­sio­nes so­bre los pa­dres con­tro­la­do­res de tu pa­re­ja o por­que hay que de­ci­dir quién se que­da con las plan­tas cuan­do se ter­mi­na la re­la­ción. No lle­vo la vida de mis clien­tes más que ha­cia la rui­na y la per­di­ción.

¿Que qué tal el des­pa­cho? Bueno, dé­mos­le las gra­cias a otra de las ideas bri­llan­tes y ca­tas­tró­fi­cas de Clif­ford, el ex­ma­ri­do de Lean­ne.

Como dice Tay­lor Swift en una de sus can­cio­nes, hace mu­chos erro­res ha­bía una vez una pa­re­ja de dos idio­tas, Lean­ne y Clif­ford, que creían que te­nían una re­la­ción que iba a du­rar para siem­pre. Así que no solo in­ter­cam­bia­ron vo­tos, com­pra­ron un piso (nada me­nos que una mul­ti­pro­pie­dad, una pe­sa­di­lla más) y adop­ta­ron a un gato: de­ci­die­ron dar un nue­vo y es­tú­pi­do paso y se con­vir­tie­ron en co­pro­pie­ta­rios de una em­pre­sa.

Pues sí, Ha­bla el Co­ra­zón em­pe­zó con los dos, aun­que la idea ori­gi­nal fue de Lean­ne, la es­cri­to­ra em­be­le­sa­da por el amor. Ha­bía sido tes­ti­go de cómo sus ami­gas sol­te­ras su­frían la tor­tu­ra de las ci­tas por in­ter­net, de cons­truir­se el per­fil per­fec­to y de­cir lo más ade­cua­do en co­rreos elec­tró­ni­cos y en men­sa­jes de tex­to. Y un día se dio cuen­ta: si se de­di­ca­ba a re­dac­tar el con­te­ni­do ade­cua­do, po­dría ayu­dar a sus ami­gas a dar­le for­ma a lo que ellas que­rían trans­mi­tir.

De ahí fue cre­cien­do la idea de crear una agen­cia de ghostw­ri­ters que ayu­da­ran a la gen­te a lle­gar has­ta la mis­mí­si­ma puer­ta del ver­da­de­ro amor.

—No so­mos es­cri­to­res, so­mos cu­pi­dos —de­cía Clif­ford.

Esa era la ta­rea de Clif­ford: ocu­par­se del mar­ke­ting y de las ope­ra­cio­nes co­mer­cia­les.

Es de­cir, que fue idea de Clif­ford lla­mar a la em­pre­sa Ha­bla el Co­ra­zón (se­gu­ro que fue la úl­ti­ma vez que Lean­ne y él es­tu­vie­ron de acuer­do en algo). Y, a con­ti­nua­ción, lo ló­gi­co ha­bría sido ha­cer­se con los de­re­chos para uti­li­zar la can­ción de Ro­xet­te en los anun­cios.

En teo­ría no era mal plan, para nada. Pero re­sul­tó que Ro­xet­te y los com­po­si­to­res no que­rían que se los re­la­cio­na­ra con una rara y des­co­no­ci­da agen­cia de ci­tas on­li­ne con ghostw­ri­ters, y a cam­bio exi­gie­ron una ci­fra desor­bi­ta­da para ce­der los de­re­chos.

Una per­so­na nor­mal ha­bría in­ten­ta­do ne­go­ciar o se ha­bría dado cuen­ta de que no me­re­cía la pena gas­tar tan­tí­si­mo di­ne­ro en una can­ción.

Pero es que Clif­ford no es nor­mal.

Acep­tó los tér­mi­nos del tra­to sin pen­sar y sin con­sul­tár­se­lo ni a Lean­ne, ni a sus abo­ga­dos ni a na­die.

Tras el di­vor­cio, Lean­ne se que­dó con el ne­go­cio, pero tam­bién con las con­se­cuen­cias de las pé­si­mas de­ci­sio­nes em­pre­sa­ria­les de Clif­ford.

En fin, dis­fru­tad del pla­cer de que se os pe­gue Ha­bla el co­ra­zón al oír o ver al­guno de nues­tros anun­cios en ra­dio o te­le­vi­sión. Mien­tras tan­to, los otros tres tra­ba­ja­do­res a jor­na­da com­ple­ta y yo dis­fru­ta­re­mos del pla­cer de no po­der cu­rrar ya en una ofi­ci­na.

Y la po­bre Lean­ne, nues­tra CEO, está des­te­rra­da en un ar­ma­rio pol­vo­rien­to y sin ven­ta­nas en el que a du­ras pe­nas ca­ben su es­cri­to­rio y dos si­llas, y mu­cho me­nos las obras de arte ecléc­ti­cas y las es­cul­tu­ras chu­lí­si­mas que de­co­ra­ban los rin­co­nes de su an­ti­guo des­pa­cho.

Sin em­bar­go, a pe­sar del en­torno, se la ve tan im­pe­ca­ble como siem­pre. Lean­ne es de ori­gen chino, con una ca­be­lle­ra la­cia, lar­ga y ne­gra, la pose de una pri­me­ra bai­la­ri­na y un fon­do de ar­ma­rio que con­sis­te casi en su to­ta­li­dad en pren­das tan es­truc­tu­ra­das que, al ver­las, te en­tran ga­nas de bus­car los pla­nos en las eti­que­tas. Aun­que Lean­ne sabe lle­var­las, es­toy con­ven­ci­do de que cual­quier otra mu­jer pa­re­ce­ría ir dis­fra­za­da del Em­pi­re Sta­te Buil­ding.

—¿Te im­por­ta­ría ex­pli­car­me lo que ha pa­sa­do hoy, Mi­les? —me pre­gun­ta con voz gra­ve y tran­qui­la, la cla­se de voz que sa­bes que tie­ne el po­ten­cial de sol­tar un tsu­na­mi de in­sul­tos de­mo­le­do­res si hace fal­ta.

—¿A qué te re­fie­res? —Ca­rras­peo.

—Em­pe­ce­mos por el he­cho de que no sa­bías que nues­tro clien­te toca en un cuar­te­to de cuer­da. Y si­ga­mos con el desas­tre de las pre­gun­tas so­bre em­ba­ra­za­das.

—¿Cómo te has en­te­ra­do de todo eso? —pre­gun­to tí­mi­da­men­te.

—Mi­les, des­pués del fias­co con los úl­ti­mos tres clien­tes, te dije que ini­cia­ría se­sión en tu or­de­na­dor para ver tus chats. Y esta ma­ña­na has acep­ta­do mi pe­ti­ción de ac­ce­so re­mo­to.

—Ah, sí —digo. Mier­da. Pues sí, la ha­bía acep­ta­do. Y hoy te­nía toda la in­ten­ción del mun­do de es­tar a la al­tu­ra, pero eso fue an­tes de que Jor­dan anun­cia­ra al mun­do (ah, y tam­bién a mí) que está em­ba­ra­za­da.

—Mira. —Lean­ne sus­pi­ra—. Sé que es­tás pa­san­do por un mal mo­men­to. —No he en­tra­do en de­ta­lles con ella, solo le he di­cho que Jor­dan y yo he­mos roto. Y que me he mar­cha­do de nues­tro piso para vi­vir en el sa­lón de Dy­lan. Y que Char­les, el no­vio de Dy­lan, está ca­brea­do y me deja no­tas con muy mala le­che para re­cor­dar­me la pé­si­ma in­fluen­cia que ten­go en sus vi­das. Y que me hizo de­vol­ver a la tien­da el pa­pel hi­gié­ni­co de una sola capa que com­pré para dar­le las gra­cias por de­jar­me vi­vir en su piso por­que, se­gún me ase­gu­ró, nin­gún culo se me­re­ce la hu­mi­lla­ción de que lo lim­pien con pa­pel de una sola capa, ni si­quie­ra el mío.

Bueno, vale, a lo me­jor sí que le he con­ta­do bas­tan­tes co­sas a Lean­ne. El pro­ble­ma es que, du­ran­te los die­ci­ocho me­ses que es­tu­vi­mos jun­tos, ter­mi­né que­dan­do solo con los ami­gos de Jor­dan, y aho­ra es­toy atra­pa­do, in­ten­tan­do for­mar una suer­te de círcu­lo so­cial.

—Va­mos a ver —dice Lean­ne—. No me pue­do per­mi­tir es­tos fa­llos, Mi­les. No me los pue­do per­mi­tir, en plan li­te­ral. Está cla­ro que te­ne­mos mu­chos pro­ble­mas. —Mue­ve li­ge­ra­men­te los bra­zos para se­ña­lar el la­men­ta­ble es­pec­tácu­lo de la pin­tu­ra que se des­cas­ca­ri­lla y los mue­bles de ofi­ci­na de for­mi­ca que con­for­man su en­torno—. Y per­der a cua­tro clien­tes en un solo mes… Es que es inacep­ta­ble.

Asien­to con la ca­be­za y de re­pen­te me doy cuen­ta de que es muy po­si­ble que me des­pi­da (es más que pro­ba­ble). Pa­rez­co el epi­so­dio pi­lo­to de una se­rie so­bre un hom­bre cuya vida se va al tras­te y en­ton­ces de­ci­de dar un giro de cien­to ochen­ta gra­dos y ha­cer­se ga­na­de­ro en el pue­ble­ci­to ex­tra­va­gan­te en el que vive su abue­la. Aun­que to­dos mis abue­los es­tán muer­tos y, en el mun­do real, per­der un tra­ba­jo no con­du­ce a una epi­fa­nía tron­chan­te pero con­mo­ve­do­ra so­bre el su­pues­to sen­ti­do de la vida. Que de re­pen­te ten­gas que aña­dir Lin­ke­dIn a tu ri­tual dia­rio de re­des so­cia­les hace que te sien­tas como una mier­da.

Lean­ne debe de ha­ber vis­to el pá­ni­co re­fle­ja­do en mi cara, por­que in­ten­ta sua­vi­zar el te­rre­mo­to.

—No es nin­gún se­cre­to que siem­pre has sido mi me­jor em­plea­do, Mi­les. Se te daba ge­nial. Na­die ha lo­gra­do tan­tos éxi­tos como tú. ¿A cuán­tas bo­das te han in­vi­ta­do? ¿A tres?

—A cua­tro —bal­bu­ceo. Siem­pre en ca­li­dad de vie­jo ami­go del no­vio, por­que está cla­ro que nin­guno de ellos se atre­ve­ría a con­tar­le a su fu­tu­ra es­po­sa que su re­la­ción se basa en (sea­mos sin­ce­ros) una es­pe­cie de men­ti­ra.

—Es in­creí­ble —aña­de Lean­ne con ama­bi­li­dad, an­tes de que su voz re­cu­pe­re el tono fir­me y jus­to que la con­vir­tió en una di­rec­to­ra crea­ti­va y bri­llan­te cuan­do tra­ba­ja­ba en una agen­cia de pu­bli­ci­dad, y cuan­do yo cu­rra­ba de re­dac­tor para ella—. Pero no pue­do con­fiar en tu pa­sa­do, ten­go que con­fiar en tu pre­sen­te. Ten­go que sa­ber que cuen­to con al­guien que va a es­cu­char los de­seos y ne­ce­si­da­des de nues­tros clien­tes y que hará lo im­po­si­ble por unir­los con su pa­re­ja per­fec­ta.

—Cla­ro —tran­si­jo, y me aho­rro de­cir­le que lo que ella ne­ce­si­ta es al­guien que de ver­dad crea que exis­ten las pa­re­jas per­fec­tas. En cier­ta oca­sión, ese fui yo. Pero ya no.

—Te voy a con­tar lo que va­mos a ha­cer —dice, y es­pe­ro que sa­que del es­cri­to­rio un so­bre con el fi­ni­qui­to (si ten­go suer­te) y me lo dé. Pero lo que coge es su iPad—. Tie­nes otra opor­tu­ni­dad para ha­cer­lo bien. Un nue­vo clien­te que ne­ce­si­ta que reapa­rez­ca el vie­jo Mi­les y que le ofrez­ca una au­tén­ti­ca ex­pe­rien­cia de Ha­bla el Co­ra­zón.™ —Ob­via­men­te, no pro­nun­cia el sím­bo­lo de mar­ca co­mer­cial, pero casi lo oigo en su voz. Otra de las es­tu­pen­das y ca­ras ideas de Clif­ford—. Por tan­to, de­cí­de­te por uno. Hay tres en­tre los que es­co­ger.

Cojo la ta­ble­ta a re­ga­ña­dien­tes y ojeo los ex­pe­dien­tes con el for­ma­to tí­pi­co de nues­tros clien­tes. Una foto son­rien­te y las res­pues­tas al cues­tio­na­rio ini­cial. Uno que desea con to­das sus fuer­zas ca­sar­se en me­nos de dos años. Otro que es nue­vo en la ciu­dad y quie­re co­no­cer a al­guien con quien ex­pe­ri­men­tar «las ma­ra­vi­llas gas­tro­nó­mi­cas de Nue­va York». (Las pa­la­bras son su­yas, no mías. Y es evi­den­te que va­mos a te­ner que ha­cer algo con su for­ma de ha­blar si al fi­nal lo eli­jo a él).

Y lue­go está Jude Camp­bell. En el per­fil de Jude no hay nada de­ma­sia­do es­pe­cial. Es lo bas­tan­te gua­po. Sus res­pues­tas son lo bas­tan­te nor­ma­les. O qui­zá de­be­ría de­cir que en el per­fil de Jude «casi» no hay nada de­ma­sia­do es­pe­cial.

Por lo vis­to, se mudó a Nue­va York hace un par de años: es es­co­cés. Es de­cir, que tie­ne acen­to es­co­cés. Y si me voy a ju­gar la ca­rre­ra para en­con­trar­le el amor a un tío…

Me que­do con el del acen­to es­co­cés.

[1]. El ghostw­ri­ter o es­cri­tor fan­tas­ma es quien es­cri­be los li­bros que fir­ma otra per­so­na, nor­mal­men­te fa­mo­sa. (N. del T.)

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400 p.
ISBN:
9788417451974
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