Por y Para Siempre

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p o r y p a r a s I e m p r e

(la posada de SUNSET HARBOR—libro 2)

S O P H I E L O V E

Sophie Love

Como apasionada de toda la vida del género romántico, Sophie Love se enorgullece de presentar su primera serie romántica: POR AHORA Y SIEMPRE (LA POSADA DE SUNSET HARBOR – LIBRO 1).

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Copyright © 2016 de Sophie Love. Todos los derechos reservados. A excepción de lo permitido bajo el Acta de Copyright de EE.UU. de 1976, ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, distribuida o transmitida bajo ninguna forma o medio, ni almacenada en bases de datos o sistemas de recuperación, sin la autorización previa del autor. Este ebook sólo tiene licencia para tu disfrute personal. Este ebook no puede revenderse ni ser entregado a terceras personas. Si quieres compartir este libro con otra persona, por favor compra una copia adicional para cada destinatario. Si estás leyendo este libro y no lo has comprado, o si no fue comprado únicamente para tu uso, por favor devuélvelo y adquiere tu propia copia. Gracias por respetar el trabajo duro de este autor. Esto es una obra de ficción. Los nombres, personajes, negocios, organizaciones, lugares, eventos e incidentes son o bien producto de la imaginación del autor o usados de manera ficticia. Cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, es pura coincidencia. Copyright de la imagen de la portada NicoElNino, usada bajo licencia de Shutterstock.com.

NOVELAS DE SOPHIE LOVE

LA POSADA DE SUNSET HARBOR

POR AHORA Y SIEMPRE (Libro #1)

POR Y PARA SIEMPRE (Libro #2)

CONTIGO PARA SIEMPRE (Libro #3)

CAPÍTULO UNO

CAPÍTULO DOS

CAPÍTULO TRES

CAPÍTULO CUATRO

CAPÍTULO CINCO

CAPÍTULO SEIS

CAPÍTULO SIETE

CAPÍTULO OCHO

CAPÍTULO NUEVE

CAPÍTULO DIEZ

CAPÍTULO ONCE

CAPÍTULO DOCE

CAPÍTULO TRECE

CAPÍTULO CATORCE

CAPÍTULO QUINCE

CAPÍTULO DECISÉIS

CAPÍTULO DIECISIETE

CAPÍTULO DIECIOCHO

CAPÍTULO DIECINUEVE

CAPÍTULO VEINTE

CAPÍTULO VEINTIUNO

CAPÍTULO VEINTIDÓS

CAPÍTULO VEINTIRÉS

CAPÍTULO VEINTICUATRO

CAPÍTULO VEINTICINCO

CAPÍTULO VEINTISÉIS

CAPÍTULO VEINTISIETE

CAPÍTULO VEINTIOCHO

CAPÍTULO VEINTINUEVE

CAPÍTULO TREINTA

CAPÍTULO UNO

―Buenos días.

Emily se estiró y abrió los ojos. La imagen que le dio la bienvenida era la más hermosa que hubiese podido imaginar: Daniel, rodeado por las limpias sábanas blancas y con el halo de la luz matutina besándole el cabello revuelto. Inspiró una bocanada de aire profunda y satisfecha, preguntándose cómo había podido alinearse su vida de un modo tan perfecto. Parecía que el destino, tras tantos años de dificultades, por fin había decidido darle un respiro.

―Buenos días. ―Le devolvió la sonrisa con un bostezo.

Volvió a acurrucarse bajo las sábanas, sintiéndose cómoda, abrigada y más relajada de lo que lo había estado nunca. La calma silenciosa de las mañanas en Sunset Harbor contrastaban drásticamente con el ajetreo de su antigua vida en Nueva York. Podría llegar a acostumbrarse a aquello: al sonido de las olas rompiendo a lo lejos, al olor del océano, a tener a un hombre atractivo tumbado junto a ella en la cama.

Se levantó y fue hacia las puertas cristaleras que daban al balcón, abriéndolas para poder sentir la calidez del sol en la piel. El océano destellaba en la distancia, y los rayos de luz iluminaron el dormitorio principal que tenía a la espalda. A su llegada, hacía seis meses, había sido un desastre lleno de polvo, pero ahora era una ensenada de tranquilidad de paredes y sábanas blancas, alfombra suave, una preciosa cama con dosel y mesitas de noche antiguas cuidadosamente restauradas. En aquel momento, con el sol dándole en la cara, Emily sintió que por una vez todo era perfecto.

―¿Estás lista para tu gran día? ―dijo Daniel desde la cama.

Emily frunció el ceño, con la cabeza todavía demasiado embotada por el sueño como para comprenderle.

―¿Mi gran día?

Daniel sonrió con suficiencia.

―Tu primer cliente, ¿recuerdas?

A los pensamientos de Emily le hicieron falta un segundo para caer en la cuenta, pero enseguida recordó que tenía a su primer cliente, el señor Kapowski, durmiendo en la habitación al final del pasillo. La casa que se había pasado seis meses restaurando había pasado de ser un hogar a un negocio, y aquello significaba que tenía que preparar un desayuno.

―¿Qué hora es? ―preguntó.

―Las ocho ―contestó Daniel.

Emily se quedó paralizada.

―¿Las ocho?

―Sí.

―¡No! ¡Me he quedado dormida! ―exclamó, volviendo a entrar a la carrera al dormitorio desde el balcón. Cogió el reloj despertador y lo agitó con furia―. ¡Se suponía que tenías que despertarme a las seis, maldito cacharro!

Lo volvió a dejar con un golpe sobre la mesita de noche y después se apresuró hacia la cómoda en busca de algo de ropa, lanzando suéteres y pantalones por todas partes. Nada le parecía lo bastante profesional.; había tirado a la oficina toda la ropa que había tenido para la oficina de su antigua vida en Nueva York, y ahora todo lo que tenía era ropa práctica.

―Tranquila ―rió Daniel entre dientes desde la cama―. No pasa nada.

―¿Cómo que no pasa nada? ―gimoteó Emily, saltando a la pata coja mientras se ponía unos pantalones―. ¡El desayuno empezaba a las siete!

―Y sólo hacen falta cinco minutos para escalfar un huevo ―añadió Daniel.

Emily se quedó paralizada allí donde estaba, medio vestida y con cara de haber visto a un fantasma.

―¿Crees que querrá huevos escalfados? ¡No tengo ni idea de cómo escalfar un huevo!

En lugar de tranquilizarla, las palabras de Daniel sólo sirvieron para hundirla todavía más en el pánico. Arrancó un arrugado suéter liliáceo del cajón y se lo pasó con la cabeza, consiguiendo que la electricidad estática le encrespase el cabello al instante.

―¿Dónde está mi máscara de pestañas? ―preguntó, corriendo de un lado al otro―. ¿Y podrías dejar de reírte de mí? ―añadió, dirigiendo una mirada enfurecida a Daniel―. Esto no es divertido. Tengo a un huésped. ¡A un huésped que paga! Y no tengo más que zapatillas de deporte que ponerme. ¿Por qué tiré todos los tacones?

Las risitas ahogadas de Daniel se convirtieron en carcajadas.

―No me río de ti ―consiguió decir―. Me río porque soy feliz. Porque estar contigo me hace feliz.

Emily hizo una pausa; aquellas palabras tocaron algo en lo profundo de su ser. Lo miró, allí tumbado de manera lánguida como si fuera un Dios en su cama. Daniel tenía una cara con la que no se podía estar enfadada mucho tiempo.

Daniel apartó la vista. Aunque Emily ya estaba acostumbrada a que Daniel se encerrase en sí mismo cuando demostraba demasiado lo que sentía, aquello seguía poniéndola nerviosa. Los propios sentimientos de Emily eran tan evidentes que era como si fuera trasparente. No le cabía duda de que siempre llevaba el corazón en la mano.

Pero a veces Daniel la hacía sentirse perdida. Con él nunca estaba segura, y aquello le recordaba de manera casi dolorosa a sus relaciones anteriores y a la falta de estabilidad que había sentido en ellas, como si estuviese de pie en la cubierta de un barco que se balancease sobre el mar y nunca fuese a acostumbrarse al balanceo. No quería que aquella historia se repitiese con Daniel, quería que con él fuese distinto. Pero la experiencia le había enseñado que en la vida es muy raro conseguir lo que se desea.

 

Volvió a girarse hacia la cómoda, ahora en silencio, y se puso unos pequeños pendientes de plata.

―Tendrá que servir ―dijo, desviando la mirada del reflejo de Daniel en el espejo para mirarse a sí misma, y su expresión pasó de ser la de una chica llena de pánico a la de una mujer de negocios decidida.

Salió con paso firme del dormitorio y se lo encontró todo sumido en el silencio. El pasillo del segundo piso era ahora imponente, con unas preciosas lámparas de pared y una araña en el techo que atrapaba la luz del sol matutino y la reflejaba en todas partes. El suelo de madera se había pulido hasta la perfección, añadiendo un toque rústico pero glamuroso.

Emily miró hacia la puerta que había al final de dicho pasillo, la puerta de la habitación que previamente había pertenecido a Charlotte y a ella. Restaurar aquella habitación había sido lo más difícil de todo, puesto que para ella había sido como borrar a su hermana. Pero todas las cosas de Charlotte estaban ordenadas con cuidado en un rincón especial del ático, y Serena, amiga de Emily y artista local, había creado algunas obras de arte asombrosas con la ropa de su hermana. Aun así, seguía sintiendo un cosquilleo en el estómago al saber que había un desconocido durmiendo al otro lado de aquella puerta, un desconocido al que ahora tenía que servirle el desayuno. En sus fantasías de convertir la casa en un hostal nunca había llegado a imaginar cómo sería realmente, qué aspecto tendría ni cómo se sentiría al respecto. De repente le parecía que no estaba preparada en lo más mínimo, como si fuera una niña jugando a ser adulta.

Recorrió el pasillo hacia las escaleras asegurándose de hacer el mínimo ruido posible. La nueva alfombra color crema era esponjosa bajo sus pies, y no pudo evitar mirarla con adoración. La transformación de la casa había sido una auténtica maravilla que contemplar. Todavía quedaba trabajo por hacer: el tercer piso en concreto era un completo desastre, con habitaciones en las que todavía ni había entrado, y aquello sin mencionar los demás edificios de la propiedad que contenían una piscina abandonada y todo un ejército de cajas que organizar. Pero lo que había conseguido hasta el momento con una pequeña ayuda de la amable gente de Sunset Harbor todavía le sorprendía. La casa le parecía ahora una amiga, una que todavía tenía secretos que compartir. De hecho, había una llave en concreto que estaba demostrando ser todo un misterio; no importaba lo que intentase Emily, no conseguía encontrar qué era lo que abría. Lo había comprobado todo, desde los cajones de los escritorios hasta las puertas de los armarios, pero todavía no lo había encontrado.

Bajó la larga escalera que ahora contaba con unas barandillas pulidas y relucientes, la esponjosa alfombra de aspecto resplandeciente y los afianzadores de cobre que destacaban los colores a la perfección. Pero mientras bajaba admirándolo todo, se percató de que había una mancha en la alfombra: una huella de barro desdibujada. Era claramente la huella de la bota de un hombre.

Se detuvo en el último escalón. «Daniel debe tener más cuidado cuando vaya de aquí para allá», pensó.

Pero entonces notó que la huella se alejaba de ella, dirigiéndose hacia la puerta principal, lo que significaba que la persona había bajado las escaleras. Y si Daniel seguía en la cama, entonces aquella huella sólo podía pertenecer a su huésped, el señor Kapowski.

Emily se apresuró hacia la puerta y la abrió a toda prisa. El señor Kapowski había llegado con su coche el día anterior por el camino de entrada recién pavimentado y había aparcado justo allí. El coche ya no estaba.

Emily no se lo podía creer.

Se había ido.

CAPÍTULO DOS

Llena de pánico, volvió a entrar corriendo en la casa.

―¡Daniel! ―gritó desde el pie de las escaleras―. ¡El señor Kapowski se ha ido! ¡Se ha ido porque no me he levantado a tiempo de prepararle el desayuno!

Daniel apareció en lo alto de las escaleras cubierto únicamente con unos pantalones de pijama, dejando al descubierto los hombros anchos y el pecho musculoso. Su cabello estaba enmarañado, lo que le daba el aspecto de un estudiante que se hubiese levantado con prisas.

―Seguramente tan solo haya ido a Joe’s ―repuso, bajando las escaleras hacia Emily al trote―. Mencionaste lo buenos que son sus gofres, ¿recuerdas?

―¡Pero se supone que yo le tengo que preparar el desayuno! ―exclamó Emily―. El hostal es un B&B, de bed and breakfast, alojamiento y desayuno, no un B de bed a secas!

Daniel llegó al pie de los escalones y la tomó entre sus brazos, abrazándola suavemente por la cintura.

―Quizás no se haya dado cuenta de lo que significa la segunda B. Quizás creía que significaba «baño». O banana ―bromeó. Le dio un beso en el cuello, pero Emily lo apartó agitando la mano y se escabulló de su abrazo.

―¡Daniel, deja de hacer el tonto! ―espetó―. Esto es serio. Es mi primer huésped y no me he despertado a tiempo de hacerle el desayuno.

Daniel sacudió la cabeza y puso los ojos en blanco con afecto.

―No es para tanto. Habrá bajado a desayunar junto al océano en lugar de eso. Está de vacaciones, ¿te acuerdas?

―Pero desde mi porche se ve el océano ―tartamudeó Emily con una voz que empezaba a fallarle. Se dejó caer sentada en el último escalón sintiéndose pequeña, como una niña que hubieran castigado a sentarse allí, y dejó caer la cabeza entre las manos―. Soy una anfitriona horrible.

Daniel le frotó los hombros.

―Eso no es verdad. Simplemente todavía no le has cogido el ritmo. Todo es nuevo y extraño, pero lo estás haciendo bien. ¿Vale?

Dijo aquella última palabra con firmeza, casi con paternalismo, y Emily no pudo evitar sentirse reconfortada. Alzó la mirada hacia él.

―¿Quieres que te escalfe a ti un huevo al menos? ―preguntó.

―Eso sería un detalle ―dijo Daniel con una sonrisa. Tomó el rostro de Emily entre las manos y le dio un beso en los labios.

Fueron juntos a la cocina y el sonido de la puerta abriéndose despertó a Mogsy y a su cachorro, Lluvia, de su duermevela en el lavadero que había justo al otro lado de la puerta tipo granero. Emily sabía que mantener a los perros fuera de la cocina y de cualquier otra parte de la casa que necesitase para el negocio del hostal era un deber absoluto si no quería que le cerrasen el negocio al instante por higiene y salubridad, pero se sentía mal por confinar a los perros a un espacio tan pequeño de la casa. Se recordó a sí misma que era una situación temporal; ya había conseguido que cuatro de los cinco cachorros de Mogsy fuesen adoptados por amigos del pueblo, pero Lluvia, el más pequeño de la camada, era más difícil de colocar, y nadie parecía ni remotamente interesado en aceptar a la madre. A fin de cuentas era, siendo amables, una perra callejera bastante fea.

Tras llevar a los perros fuera y darles de comer, Emily volvió a la cocina. Mientras tanto Daniel había logrado salir un momento al jardín para recoger los huevos que habían puesto aquella mañana las gallinas Lola y Lolly, y había preparado una jarra de café. Emily aceptó una taza agradecida y aspiró el aroma antes de acercarse a los fogones Arga, otra de las reliquias de su padre que había restaurado, y se puso a practicar el arte de escalfar huevos.

De entre todas las habitaciones de la casa, la cocina era su preferida. Aquel pobre espacio había sido víctima del tiempo y el abandono a su llegada, y después los había asaltado una tormenta que había provocado más daños, y después la tostadora se había fundido y había provocado un incendio. El daño por el humo había sido más destructor que el fuego en sí: las llamas tan solo habían alcanzado un estante y consumido algunos libros de cocina, pero el humo había conseguido filtrarse por todos los huecos y resquicios, dejando tras de sí manchas negras y el olor de plástico quemado en todo lo que había tocado.

En tan solo seis meses, a aquella habitación le había pasado todo lo malo que podía pasarle. Pero tras algunas noches de trabajo duro, por fin había sido restaurada por tercera vez y tenía un aspecto encantador con su frigorífico retro y su original palangana blanca victoriana Belfast, además de sus encimeras de mármol negro.

―Resulta ―dijo Emily, sirviendo su quinto intento de huevo escalfado en el plato de Daniel―, que no soy una cocinera tan mala después de todo.

―¿Ves? ―dijo Daniel, cortando la clara del huevo y dejando que la yema dorada cayese sobre la tostada―. Ya te lo había dicho. Tienes que escucharme más a menudo.

Emily sonrió, disfrutando del humor amable de Daniel. Ben, su ex, nunca la había hecho reír como lo hacía Daniel, y tampoco había podido reconfortarla nunca en sus momentos de pánico. Con Daniel era como si nada fuera nunca demasiado complicado para hacerle frente. No importaba si se trataba de una tormenta o un incendio, Daniel siempre le hacía sentir que todo iba bien, que podía arreglarse. Su estabilidad era uno de sus rasgos más atractivos; podía calmarla y tranquilizarla del mismo modo en que la tranquilizaba el océano. Pero aun así Emily nunca estaba segura de qué opinaba Daniel, de si sentía lo mismo que ella. Tenía la impresión de que su relación era como la marea, y al igual que ésta, no podían controlarla por mucho que lo intentasen.

―Bueno ―dijo Daniel, mordisqueando felizmente su desayuno―, después de comer deberíamos empezar a prepararnos.

―¿Prepararnos para qué? ―preguntó Emily, dando un trago de su segunda taza de café solo.

―Hoy es el desfile del Día de los Caídos ―repuso Daniel.

Emily recordaba vagamente haber asistido a un desfile de niña y de haber querido volver a verlo, pero ya había metido suficiente la pata aquel día como para poder permitirse una salida.

―Tengo muchas cosas de las que ocuparme por aquí. Tengo que preparar la habitación de invitados.

―Ya está hecho ―contestó Daniel―. Lo he hecho mientras te encargabas de los perros.

―¿De verdad? ―inquirió Emily con recelo―. ¿Has cambiado las toallas?

Daniel asintió.

―¿Y los mini champús?

―Ajá.

―¿Y los saquitos de café y azúcar?

Daniel arqueó una ceja.

―Todo lo que tenía que cambiarse se ha cambiado. He hecho la cama, y antes de que lo digas, sí, sé cómo hacer una cama. He vivido solo durante años. Todo está listo para cuando vuelva, así que, ¿vienes al desfile?

Emily sacudió la cabeza.

―Tengo que estar aquí cuando vuelva el señor Kapowski.

―No necesita que le hagas de canguro.

Emily se mordió el labio. Tener a su primer huésped le ponía nerviosa, y estaba desesperada por hacerlo todo bien. Si no conseguía que aquello funcionara, tendría que volver a Nueva York con la cola entre las patas y seguramente acabaría durmiendo en el sofá de Amy, o todavía peor, en la habitación libre de su madre.

―¿Pero y si necesita algo? Como más cojines, o…

―¿O más bananas? ―la interrumpió Daniel con una sonrisa de satisfacción.

Emily suspiró, reconociendo la derrota. Daniel tenía razón; el señor Kapowski tampoco esperaría que estuviera esperándolo en todo momento. De hecho, lo más seguro era que prefiriese que Emily no interfiriera demasiado. Después de todo, estaba de vacaciones, y la mayoría de la gente lo que buscaba era paz y tranquilidad.

―Venga ―la animó Daniel―. Será divertido.

―De acuerdo ―accedió ella―. Iré.

*

Allá donde mirase, Emily veía banderas de Estados Unidos. Su visión se había convertido en un caleidoscopio de barras y estrellas que le arrancó un jadeo de sorpresa. Las banderas colgaban de los escaparates de todas las tiendas y entre cada par de lámparas había una cuerda de banderas anudadas, y aquello ni siquiera se podía comparar al número de banderas que agitaban los paseantes. Parecía que todo el mundo que circulaba por la acera tenía una.

―Papi ―dijo Emily, alzando la vista hacia su padre―. ¿Puedo tener yo también una bandera?

El hombre le sonrió desde arriba.

―Desde luego que sí, Emily Jane.

―¡Y yo, y yo! ―se sumó una vocecita.

Emily se giró para mirar a su hermana, Charlotte, vestida con una brillante bufanda púrpura alrededor del cuello que no encajaba para nada con sus botas de mariquitas. Era una niña pequeña a la que todavía le costaba mantener el equilibrio.

 

Las niñas siguieron a su padre, cada una de ellas aferrándose con fuerza a una de sus manos, y cruzaron con él la calle para entrar en una pequeña tienda que vendía encurtidos y salsas caseras en tarros.

―Vaya, hola, Roy. ―La mujer de detrás del mostrador sonrió de oreja a oreja, y después les sonrió también a las dos pequeñas―. ¿Habéis subido durante estos días festivos?

―Nadie celebra el Día de los Caídos como Sunset Harbor ―contestó su padre con amabilidad y simpatía―. Dame dos banderas para las niñas, por favor, Karen.

La mujer cogió las banderas de detrás del mostrador.

―¿Y por qué no tres? ―dijo―. ¡No te olvides de ti!

―¿Qué tal cuatro? ―dijo Emily―. Tampoco deberíamos olvidarnos de mamá.

Roy tensó la mandíbula y Emily supo al instante que había dicho algo que no debía. Mamá no querría una bandera, mamá ni siquiera había ido con ellos a Sunset Harbor para el viaje de fin de semana. Una vez más, sólo estaban ellos tres. Parecía que últimamente ocurría cada vez con más frecuencia.

―Dos serán más que suficientes ―contestó su padre con algo de rigidez―. En realidad es por las niñas.

La mujer de detrás del mostrador le tendió una bandera a cada una de las pequeñas; su amabilidad se había visto sustituida por cierta incomodidad avergonzada al comprender que había cruzado sin querer una línea invisible.

Emily miró cómo su padre pagaba a la mujer y le daba las gracias, notando que ahora su sonrisa era forzada y su postura más fría. Deseó no haber mencionado a mamá. Miró la bandera que llevaba entre los dedos enguantados y de repente no le apeteció tanto celebrar nada.

Emily jadeó, volviendo a la calle principal de Sunset Harbor con Daniel. Sacudió la cabeza, sacudiéndose de encima el remolino de aquellos recuerdos. No era la primera vez que experimentaba el regreso repentino de un recuerdo perdido, pero cada vez que ocurría volvía a dejarla profundamente afectada.

―¿Estás bien? ―dijo Daniel, tocándole ligeramente el brazo con expresión preocupada.

―Sí ―contestó ella, pero su voz sonó aturdida. Intentó sonreír, pero sólo consiguió elevar débilmente las comisuras de los labios. No le había hablado a Daniel del modo en que sus recuerdos de infancia estaban volviendo poco a poco. No quería ahuyentarlo.

Decidida a no dejar que sus recuerdos intrusivos echaran a perder su día, Emily se lanzó de cabeza a las celebraciones. Habían pasado muchos años desde la última vez que había asistido, pero aun así seguía sintiéndose asombrada ante todo aquel espectáculo. La maravillaba el modo en que el pequeño pueblo lo daba todo en las celebraciones. Una de las cosas que estaba empezando a adorar de Sunset Harbor eran sus tradiciones, y tenía el presentimiento de que el Día de los Caídos se iba a convertir en otra festividad a la que adorar.

―¡Hola, Emily! ―la llamó Raj Patel desde el otro lado de la calle. Iba caminando con su esposa, la doctora Sunita Patel. Emily los consideraba a ambos amigos.

Los saludó con la mano y se giró hacia Daniel.

―Oh, mira. Ahí están Birk y Bertha. ¿Y es ésa la pequeña Katy, en el cochecito que llevan Jason y Vanessa? ―Señaló al dueño de la gasolinera y a su mujer minusválida. Junto a ellos estaba su hijo, el bombero que había salvado la cocina de Emily de acabar reducida a cenizas. Su esposa y él habían tenido a su primera hija, una pequeña llamada Katy, y se habían quedado a uno de los cachorritos de Emily como regalo para el bebé―. Deberíamos acercarnos a saludar ―continuó, deseosa de hablar con sus amigos.

―En un segundo ―dijo Daniel, dándole un empujoncito con el hombro―. Se acerca el desfile.

Emily miró calle abajo y vio a la banda del instituto local formando, listos para empezar la procesión. El tambor empezó a marcar el ritmo y se vio seguido rápidamente por los instrumentos de viento tocando «La Marcha de los Santos». Observó encantada mientras la banda pasaba frente a ellos, seguida de las animadoras vestidas con conjuntos a juego en rojo, blanco y azul, que recorrieron toda la calle dando volteretas hacia atrás y levantando las piernas.

Después desfiló un grupo de preescolares con las caras de mejillas redondeadas y angelicales pintadas. Emily sintió un pinchazo al verlos. Para ella tener niños nunca había sido una gran prioridad y no había tenido prisa alguna en convertirse en madre considerando la relación abismal que mantenía con la suya propia, pero ahora, al ver a aquellos niños en el desfile, comprendió que algo había cambiado en su interior. Ahora había un nuevo deseo, un pequeño anhelo que tiraba de ella. Miró a Daniel y se preguntó si él también lo sentía, si la imagen de aquellos niños adorables le hacía sentir lo mismo. Pero, como siempre, la expresión de Daniel era indescifrable.

El desfile continuó. Después les tocó a un grupo de mujeres de aspecto duro del equipo de roller derby local y pasaron saltando y corriendo sobre sus patines, seguidas de un par de zancudos y de una gran carroza echa con papel maché de la estatua de Abraham Lincoln.

―Emily, Daniel ―dijo una voz a sus espaldas. Era el alcalde Hansen junto a su ayudante Marcella, que parecía bastante agobiada―. ¿Estás disfrutando de la fiesta? ―preguntó el alcalde―. Si no recuerdo mal no es tu primer año, pero quizás sí sea el primero que recuerdas.

Soltó una risita inocente, pero Emily se agitó incómoda. Intentó adoptar una postura tranquila y feliz.

―Tienes razón. Por desgracia no recuerdo haber venido de niña, pero desde luego ahora la estoy disfrutando. ¿Qué tal tú, Marcella? ―añadió, intentando apartar la atención de sí misma―. ¿Es tu primer año?

Ésta asintió una vez de manera decidida y eficiente, y después volvió a centrarse en su portapapeles.

―No le hagas caso ―dijo el alcalde Hansen con una risita―. Es adicta al trabajo.

Marcella alzó la mirada sólo un segundo, pero fue suficiente para que Emily leyera la frustración en sus ojos. Estaba claro que la actitud relajada del alcalde la frustraba. Emily podía simpatizar con ella; ella misma había estado en la misma posición hacia tan solo seis meses, mostrándose demasiado seria y estresada y movida principalmente por la cafeína y el miedo al fracaso. Mirar a Marcella era como asomarse a un espejo y ver un reflejo de su juventud. Sólo podía esperar que Marcella aprendiese a relajarse y que Sunset Harbor la ayudase a suavizar la tensión que se había adueñado de ella aunque fuera sólo un poco.

―Bueno ―continuó el alcalde―, toca volver al trabajo. Tengo que dar unas medallas, ¿no, Marcella? La ceremonia de premios de la carrera de huevos con cuchara o algo así.

―Las Olimpiadas para Menores de Cinco ―contestó Marcella con una exhalación.

―Eso es ―repuso el alcalde Hansen, y los desaparecieron entre la multitud.

Daniel sonrió.

―Es imposible no enamorarse de este pueblo enloquecido ―comentó, rodeando a Emily con el brazo.

Ésta se acurrucó contra él, sintiéndose a salvo y protegida. Juntos miraron cómo desfilaba la conga, saludando a sus amigos cuando pasaron frente a ellos: Cynthia, de la librería, con su cabello naranja chillón y la ropa que nunca iba a juego; Charles y Barbara Bradshaw, de la pescadería; Parker, de la tienda al por mayor de fruta y verduras orgánicas.

Y entonces Emily distinguió a alguien entre el público que le heló la sangre en las venas. Allí de pie, vestido con unos pantalones a cuadros de golf y un suéter verde lima que a duras penas le cubría la barriga cervecera, estaba Trevor Mann.

―No mires ―susurró entre dientes, buscando la mano de Daniel para sentirse más segura―. Pero el señor Vecino Desdeñoso se ha unido a la fiesta.

Daniel, por supuesto, miró en su dirección al instante, y como si tuviera alguna clase de sexto sentido, Trevor lo notó. Los miró a ambos de reojo y sus ojos oscuros destellaron con malicia.

Emily hizo una mueca.

―¡Te he dicho que no mirases! ―regañó a Daniel mientras Trevor se abría paso hasta ellos.

―Sabes, hay una norma no escrita ―siseó Daniel en respuesta―, de que si le dices a alguien «no mires», lo primero que hará esa persona es mirar.

Era demasiado tarde para huir. Trevor Mann se echó sobre ellos, emergiendo de entre la multitud como alguna especie de horrible bestia con bigote.

―Oh, no ―gimió Emily.

―Emily ―la saludó Trevor con su falsa voz amistosa―, no te habrás olvidado de esos impuestos que debes, ¿verdad? Porque te aseguro que yo no.

―El alcalde me ha dado una prórroga ―contestó Emily―. Estabas en la reunión, Trevor, me sorprende que te lo perdieses.

―No me importa si el alcalde Hansen ha dicho que no hay prisa en que los pagues, eso no depende de él, sino del banco. Y me he puesto en contacto con ellos para hablarles de tu ocupación ilegal de la casa y del negocio ilegal que llevas en ella.

―Eres un capullo ―intervino Daniel, cuadrando los hombros de manera protectora frente a él.

―Déjalo ―dijo Emily, poniéndole la mano en el brazo. Lo último que necesitaba era que Daniel perdiera el control.

Trevor sonrió con suficiencia.

―La prórroga del alcalde Hansen no durará eternamente, y desde luego no tiene ningún peso legal. Y voy a hacer todo lo que esté en mi poder para asegurarme de que tu hostal se hunde y nunca vuelve a salir a flote.