Read the book: «La primera vez que vi un fantasma»
Solange Rodríguez Pappe
Solange Rodríguez Pappe (Guayaquil, Ecuador, 1976) es una escritora interesada en el género de lo extraño y lo fantástico. Con Balas perdidas ganó en Ecuador el Premio nacional de relatos Joaquín Gallegos Lara al mejor libro del año 2010. Catedrática universitaria desde hace varias décadas y coordinadora de talleres de escritura creativa, ha realizado investigaciones sobre el fin del mundo en Latinoamérica para su tesis de maestría en Estudios de la Cultura.
Como narradora ha publicado los libros Tinta sangre (2000), Dracofilia (2005), El lugar de las apariciones (2007), Balas perdidas (2010), Caja de magia (2015), Episodio aberrante (2016), La bondad de los extraños (2016) y Levitaciones (2017). Sus relatos han sido traducidos al inglés, al francés y al mandarín.
Candaya Narrativa, 53
LA PRIMERA VEZ QUE VI UN FANTASMA
© Solange Rodríguez Pappe
Primera edición: octubre de 2018
© UArtes Ediciones
Universidad de las Artes
Malecón Simón Bolívar y Francisco Aguirre
Guayaquil, Ecuador (090313)
ediciones@uartes.edu.ec / www.uartes.edu.ec
© Editorial Candaya S.L.
Camí de l’Arboçar, 4 - Les Gunyoles
08793 Avinyonet del Penedès (Barcelona)
Diseño de la colección:
Francesc Fernández
Imagen de la cubierta:
Patrick Tomasso
BIC: FA
ISBN: 978-84-15934-92-9
Depósito Legal: B 23941-2018
Actividad subvencionada por el Ministerio de Cultura y Deporte
Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier procedimiento, sin la previa autorización del editor.
“Toda historia de amor es una historia de fantasmas.”
Christina Stead y David Foster Wallace
con 10 años de diferencia.
Índice
A TIEMPO PARA DESAYUNAR
PALADAR
INSTANTÁNEA BORROSA DE MUJER CON LUNA
FUNERAL DOMÉSTICO
UN HOMBRE EN MI CAMA
PEQUEÑAS MUJERCITAS
CONVERSACIÓN DE LOS AMANTES
PISTOLA CARGADA
UN PASEO DE DOMINGO
LA HISTORIA INCÓMODA QUE NOS CONTÓ OLIVIA EL DÍA DE SU CUMPLEAÑOS
MATADORA
EL ATANUDOS
CUENTO ANTES DE IR A LA CAMA
CONFETI EN EL CIELO
LA PRIMERA VEZ QUE VI UN FANTASMA
A TIEMPO PARA DESAYUNAR
En el hotel es importante estar a tiempo para desayunar, pero a mí me cuesta controlar cómo se me van las horas en esta nueva existencia. Paso el tiempo meditando sobre el pasado o escribiendo sobre él en los cuadernos, así que usualmente me atraso y salgo atropellado, dejando las mejores ideas a medias. Jamás me he cruzado con nadie en el pasillo o en la escalera, creo que porque siempre llego tarde o muy temprano a compartir la mesa. Hoy intuyo que voy con retraso y corro aturdido por el primer piso hasta una sala de madera oscura, de luces imprecisas y cortinaje sucio. Me siento donde encuentro algún sitio libre con un plato. Jamás tengo hambre, pero de todas maneras como mirando los rostros tristes de los demás huéspedes.
Cuando tenía diez años, mi padre mató a alguien. Ese es mi recuerdo fundamental. Lo que escribo repite una y otra vez lo que rodea a esa fábula. De tanto frecuentarla se ha vuelto aséptica, carente de emoción. Todo lo que me pasa está bordeando ese recuerdo: velocidad, noche, música de The Ramones en el tocacintas, golpe con algo que no vemos, cuerpo que se rompe. Lo evoco sin consistencia, como si todo hubiera sido envuelto en una lámina de plástico. Mi padre conduce presionando el acelerador, puedo ver, mientras me asfixio, su pierna izquierda temblorosa. Mi mano se extiende crispada hacia el parabrisas del auto señalando un pingajo de sangre viva con algo de carne. “Calma, vas a estar bien”, dice mi padre, y me tapa los ojos con su mano, que es la noche.
Viene la oscuridad.
Levanto la palma de la mano. Me he quedado ensimismado en el repaso de ese acontecimiento. Frente a mí está sentada la mujer sin piernas que siempre pide ayuda para moverse. Se llama Judy. Su mandíbula se mueve acompasada, pero no traga nada. Su plato de avena está casi entero. La mujer mira sin mirarme, pasa con los ojos aletargados a través de mí. Su desayuno va a ser largo. Seguramente será la última en irse de la mesa. Yo jamás me he quedado hasta el final, y sé que debo ponerme de pie. Hay cosas más imperiosas que comer. Subo por la escalera desierta demorándome en los peldaños, con la ansiedad de siempre y el recelo de encontrarme con alguien en mi camino. Cuando me doy cuenta de que no sé a dónde voy, bajo y vuelvo hasta la habitación donde escribo en uno de los cuadernos limpios que he encontrado en la vieja biblioteca de libros usados: “Cuando tenía diez años, mi padre mató a alguien.” En el recuerdo hay variaciones, no sé explicarlo bien. Son como capas de una cebolla de la que se desprenden infinitas láminas de posibilidades. Entonces juego a suponer lo que pasó esa noche. En una de las estampas falsas que he escrito, mi padre me obliga a bajarme del auto y me dice: “Esto es lo que he hecho por ti, André”. El cuerpo que miro es un estropicio, una masa huesuda de vísceras que él ha hecho explotar con los neumáticos.
El horror me deja sin gritos, sin palabras, sin argumentos de defensa. Quiero zafarme de sus manos duras que me obligan a permanecer quieto. Sé que, dentro de ese recuerdo imaginado, jamás podré olvidarme de esa imagen, que viviré con ese negativo instalado tras los párpados y que cada acción que haga en el futuro se construirá desde las bases de esa tierra mojada y roja. Entonces empiezo a sentir que me asfixio con un estertor doloroso, y es como si cerrara los ojos, aunque sé que están abiertos. En ocasiones, es Judy la que me hace volver en mí y me dice que guarde silencio, que voy a espantar a todos en la pensión con mis berridos.
A veces, me parece identificar a conocidos entre los comensales. Casi todos mastican y tragan abstraídos en sus pensamientos, solo algunos pasean los ojos por sus vecinos de mesa; ojos asombrados de solitarios que no están acostumbrados a mirar a tanta gente, ojos aturdidos, estúpidos de cansancio o de sueño. La mesa es angosta, pero procuramos rozarnos lo menos posible, no tocar a otro, ni palpar los brazos o, peor, las piernas bajo la mesa. Esto genera una repulsa indisimulable; aunque todos sabemos que, ya que compartimos la primera comida del día, hay que ser cordiales. Ser tolerantes con las extravagancias de los que mastican con la boca abierta, como el gordo calvo y suave que parece hecho de gominola, el que usa las manos y eructa, salpicando las camisas de los compañeros.
Los más difíciles de soportar son los que me miran como si supieran quién soy, pero no me dicen nada. En una ocasión, una mujer de cabello sucio y seco demoró la cena solo para decirme que quería hablar conmigo y que me esperaba escaleras arriba; pero aun cuando recorrí el trayecto de vuelta a mi cuarto y miré hacia atrás, no encontré a nadie.
En otro de los recuerdos, es mi padre el que se asfixia y yo conduzco sin detenerme, para salvarle la vida. Yo soy mi padre, siento sus manos callosas de levantar pesos, sus tendones engarrotados, su barriga hinchada incrustarse contra el timón, su corazón de caballo despeñándose por un barranco y entonces entiendo por qué mi padre ha ido estrellándose contra todo, mientras recorremos el camino que separa la vida de la muerte.
Mi padre embiste cada una de las alambradas del mundo: a todas las cabras, gatos, venados y vacas, los hace volar por los aires y luego quiebra sus huesos con los neumáticos; mi padre es un sacerdote que ofrece corazones desgarrados a la luna de sangre, a cambio de que el mío siga latiendo. Mi padre arroja a un hombre cualquiera al pavimento y luego le pasa encima porque me ama. Entonces, con el alma cargada de agradecimiento, despierto. Me he dormido en mis propias fantasías y se me ha hecho tarde para desayunar.
Salgo tambaleante al pasillo desolado y una mujer, que podría ser tanto la del pelo seco como cualquier otra del hotel, me contempla antes de perderse escaleras arriba. “Me pareces conocido”, me dice, pero no se detiene. Asciende rápido, seguramente también debe llegar a tiempo a desayunar. Quedan briznas de su recuerdo: el pelo encendido con destellos rojos, los ojos con cierto estrabismo, la piel cenicienta. En cuanto me acerco a los primeros peldaños, antes de subir, me percato confundido de que se ha tratado de un espejo en el que no había reparado. La persona que me hablaba era yo mismo. Me detendría a contemplarme, pero temo no tener tiempo para hacer vida social. Cuando llego al salón, atestado siempre de extraños que poco a poco voy reconociendo, el incidente ya se me ha olvidado. Busco un espacio vacío, me siento y empiezo a comer en silencio los huevos que ha preparado el viejo Mórtimer.
A veces alguien me dirige la palabra, usualmente los recién llegados, los que no comprenden cómo van las cosas; los que quieren salir y preguntan dónde están las puertas. Como ni yo ni nadie les contestamos, también se les va olvidando hablar. Al poco tiempo ya no se les puede distinguir del resto. Comen el desayuno, como todos nosotros, y con la boca llena se les acaban las preguntas. También ha habido casos de gente que quiere volver a la habitación sin desayunar: los que lloran desconsoladamente, los que parlotean en voz alta de sus recuerdos. Pero esos son los menos, y en días extraordinarios.
Normalmente todos somos buenos comensales: usamos los cubiertos y con razonable destreza vaciamos las fuentes de revoltillo y fruta; dejamos los platos limpios y cavilamos en silencio, pensando en qué nuevo giro podríamos darle al recuerdo que amasamos, que aplastamos con los dientes, que nos nutre y que se ha convertido en el pasatiempo de nuestras horas. Yo siempre pregunto a los demás por la hora, aunque sé que incomodo. Muchos no hallamos manera de que el desayuno transcurra más rápido para seguir rumiando los bordes de esas imágenes en nuestros cuartos, para ir a exprimirlas hasta el más seco de sus resquicios.
Demasiado temprano o demasiado tarde, cruzo el pasillo vacío, donde puedo ver mi reflejo a lo lejos, como la luz de un auto silencioso que se aproxima. Estoy demasiado absorto en mis pensamientos para ver venir el coche por la carretera. Uno espera en sus vacaciones la paz del campo, calmar la vida cotidiana bajo el guiño de la luna y, de golpe, el puño de la vida se alza y golpea hasta hacerte saltar los dientes. Primero el golpe y la caída, el dolor que va esparciéndose sin tener una herida particular porque la herida es todo. Luego caer, aturdirse, perder el aliento, permanecer lúcido mientras la cadera se tritura bajo el peso del azar monstruoso. Después las costillas crujen y uno siente como el brazo izquierdo se desgaja y la sangre abundante llena poco a poco la boca rota.
Con los ojos líquidos, puedo ver al padre y a su hijo contemplarme, ya no como un ser humano, sino como un pedazo de carne jugosa puesto en un plato. Intento pedirles ayuda, pero tengo un gorgoteo espumoso en lugar de voz. Me pierdo en la mirada de ese niño tan aterrado, que se desmaya conmigo.
Mi recuerdo fundamental es morir.
Otra vez me he quedado soñando despierto frente a la comida. Aunque sé que voy retrasado en mi escritura del recuerdo que repaso, me demoro exprofeso en masticar la masa de los huevos desabridos de Mórtimer. Paso el trozo ensalivado de un lado a otro, sin tragarlo, como Judy quien, un poco más allá, mantiene su bocado infinito.
Al final solo hemos quedado un hombre altísimo de ojos saltones que me contempla con ese aire ausente que solemos tener todos en la mesa, la mujer sin piernas que mastica y no traga, y yo. La examino y ella cruza su mirada con la mía buscando quizás compañía para el resto del desayuno.
Judy es de las nuevas, de las que creen que puede haber salida para el laberinto de la reminiscencia. Cuando me pregunta si la recuerdo de algún lado, ensayo una respuesta diferente a lo que decimos todos en esta casa desde que tengo memoria. Le digo que sí, que se me hace conocida. Entonces ella sonríe y me muestra sus encías secas, empastadas de comida, y sin dientes.
PALADAR
“El amor es una suerte de canibalismo. Masticamos la imagen del ser amado cuando no está presente, nos preguntamos a qué sabrán sus ojos y su piel. Nos gusta tantísimo que llenaríamos la nevera con pequeños paquetitos de él o ella fileteados. Salivamos cuando vemos que cruza la puerta de la cafetería y nos abalanzaríamos sobre la pobre presa de pura gula. Pero somos animalitos bien enseñados y levantamos la mano y solo sonreímos con una ternura hipócrita cuando nuestra víctima dice «hola» y ocupa la silla de enfrente.”
Patricia Esteban Erles
Lazorra esperaba puntual a la entrada del mercado de Surquillo y nos observó ingresar con nuestra mejor cara de turistas cargando cámaras y hediendo a repelente, aunque todavía no habíamos visto en Lima ni un solo insecto. Él se limpiaba las uñas, fingiéndose distraído, mientras negociaba el precio de una porción con una vendedora de huevos hervidos. Parecía ser un transeúnte más, pero el costoso reloj Bulova que tenía en la muñeca derecha lo delataba.
Masticando con lentitud nos observó deambular. Esperó a que hiciéramos el recorrido por algunos puestos de fruta mientras degustábamos trozos de piña, aguaymanto y granadillas. Se mantuvo unos diez pasos atrás todo el tiempo, lo suficientemente cerca para que supiéramos que estaba ahí. A mí me desagradó desde el principio, pero a Ian, no. Él, como todo norteamericano tenía una idea extraña de lo exótica que podría resultar América Latina y entablaba conversaciones con cuanto individuo raro se le cruzaba, a veces poniéndonos en riesgo a todos.
–Ahí está el tipo de ayer, ni se te ocurra hablar con él –le dije a Ian. Pero mi esposo estaba llenándose la boca con pedazos de lúcuma y de chirimoya, y no me escuchó.
Nuestro matrimonio, que apenas iba a cumplir su primer lustro, era una calle de un solo sentido. Además del obstáculo del idioma estaba el hecho de que, pasada la impresión inicial, la temeridad que yo había admirado alguna vez en él se había tornado en fastidio. Me molestaba que no tuviera ningún sentido del ridículo.
Ian disfrutaba siendo el centro de atención, quizá por eso se había casado con una centroamericana, con la más morena, rizada y escurrida que había encontrado, solo para que los otros se fijaran en nuestro contraste. Pero pese a que el matrimonio se tambaleaba yo aún le tenía cariño. Dormido era una gran montaña dorada que me mantenía caliente y una sola de sus manos enormes posada en mi hombro bastaba para hacerme sentir segura; no obstante, a veces me preguntaba cómo habría sido convivir con un hombre normal, uno al que pudiera mirar a los ojos desde la misma altura.
Cuando nos dispersamos, Lazorra fue a por la pareja de mexicanos. Los abordó en el puesto de los quesos mientras comían un pedazo de cuajada de leche y no podían hablar. Conversaron rápidamente asintiendo y negando con la cabeza; luego se dirigió a una familia muy pálida, probablemente noruegos o ingleses, y después se acercó a los coreanos que compraban aceitunas. El mercado era una feria colorida donde se vendían hilos, se cortaba el pelo y se faenaban gallinas. Y por todos lados, siempre presente, el tufillo de la sangre; un olor muy particular que se ocultaba tras las fragancias aún más fuertes de flores y especias, a las que se sumaba el olor de aguas servidas, pescado descompuesto, vómito y lodo. Sobre todo eso, la música y el carnaval, que hacían que lo demás pareciera inofensivo y folclórico. Así es como recordaba yo a América Latina. Por suerte, casi siempre estábamos bastante lejos, en nuestra casa de Wyoming rodeada de pinos.
En un descuido mío, Ian se acercó a un local naturista donde ofrecían licuado de ranas crudas. Lo anunciaban como afrodisiaco y nutritivo. Para vender se dice cualquier cosa. Rápidamente tuvimos a nuestro alrededor una docena de interesados en ver al gigante rubio tragar esa poción. ¿Podría? Desde una pecera cuadrada, decenas de futuras víctimas nos miraban con sus desorbitados ojitos saltones. La dependienta que hacía los jugos nos contemplaba dura e indolente.
–¿Cuántos van a querer? –nos dijo malhumorada, porque estábamos armando una barricada entre ella y la clientela.
Ian ordenó el suyo y eligió una rana que parecía una piedra. Ya no me da la memoria para hablar de los gusanos, saltamontes o larvas que yo le había visto ingerir en los tours gastronómicos que habíamos hecho desde que nos conocíamos. Una vez me contó borracho que de niño su familia sufría de hambruna en los inviernos y tuvieron que comer ratas. Su madre las cazaba con trampas y luego las hervía hasta que se deshacían en un puchero. Sobrevivieron a varias nevadas a base de patatas podridas y roedores, pero su padre falleció en una de ellas, víctima de una neumonía. Se comprende que, luego de eso, uno quiera vengarse de la vida comiendo cualquier cosa.
La mujer de los jugos tomó la rana por las patas y la golpeó en la cabeza con un martillo de madera. Después la destazó sacando las vísceras, pero dejando la cabeza con los sesos y todo, y la introdujo en el líquido grisáceo de la licuadora. Algunos turistas no pudieron reprimir un gritito de repulsión. Por diez soles le extendieron a Ian un vaso de potaje tibio que él bebió sonriente. Alguno aplaudió, otro tuvo arcadas, otro ordenó uno igual, pero con dos ranas. Yo tenía aún cara de espanto cuando mi esposo me acercó el vaso con determinación para que tomara el último trago.
–It’s okay –me dijo, lamiéndose la espuma que tenía en la comisura de los labios.
A mi derecha, entre los curiosos que ya empezaban a dispersarse, Lazorra nos miraba fascinado. Apuré el trago con valor. Tenía un regusto amargo, orgánico, que a mí me recordó un poco el sabor de la orina (esa, de hecho, es otra historia). Pasé y pasé saliva ignorando las arcadas que se venían a mi garganta; entonces, aprovechando el movimiento de la gente que se dispersaba, él vino directo hasta nosotros exhibiendo sus dientes dorados. Rápido y seguro me extendió su mano blanda y fría, con un saludo de reptil.
–Damián Lazorra, señora. Un placer, nos conocimos ayer por la noche y les hice una propuesta.
Ian y yo nos miramos. No habíamos vuelto a hablar del asunto porque después de que él nos contactara en la primera noche del tour, caímos rendidos, y desde la mañana la agencia nos había impuesto un ritmo de caravana de reinas de belleza. Luego del mercado iríamos a un bar a aprender a hacer cocteles con pisco, luego comeríamos ceviche, luego iríamos a beber cerveza artesanal y luego al restaurante Sonia –me acordaba de ese en particular porque tenía nombre de mujer– a probar lenguado y a escuchar historias de pescadores.
Ian y yo no hablábamos mucho, pero sí comíamos. Podría decir que nuestro amor había sido una larga mesa con muchos platos, solo que yo era más pudorosa al decidir lo que iba a meterme en la boca. Digamos que en la mesa había de todo.
Lazorra soltó un discurso que, claramente, se había aprendido de memoria.
–Entiendo que están interesados en una experiencia culinaria única. Yo represento a un grupo de cocineros muy exclusivo que tiene restaurantes privados en Cuba, Costa Rica, Colombia, Ecuador y otros países de América Latina, dispuestos a que nuestros clientes vivan de primera mano el proceso de preparación de platos típicos, eligiendo las mejores carnes para comidas elaboradas con frutas y verduras del lugar. Les puedo asegurar que lo que probarán es delicioso y único, pero para lo que voy a explicarles necesito discreción y respeto. Los elegí a ustedes porque me parecieron una pareja de criterio abierto –en esta parte de la presentación se me quedó mirando con particular interés– porque hay determinadas aventuras que no son para cualquiera.
–¿Es comida molecular? –pregunté–. No estamos interesados en comida molecular.
–No, esta vez se preparará carne, pero una carne muy especial.
–¿De avestruz? ¿De armadillo? –dije.
–No, no, no ¡Será una sorpresa!
Entonces los del tour nos llamaron. Íbamos a hacer un último recorrido por las afueras del mercado de Surquillo y luego saldríamos rumbo al distrito de Barranco en busca de una taberna. Los quince que éramos empezamos a agruparnos en la puerta. Una de las jovencitas que estaba a cargo del recorrido se acercó para apurarnos y nos restó privacidad. Lazorra empezó a incomodarse. Su cortesía, que a todas luces era falsa, dio paso a la impaciencia. Hizo como si yo no existiera y se dirigió a Ian, tomándolo de un brazo.
–¿Puedo hablar con usted un momento? –le preguntó mientras lo alejaba de mí y lo llevaba hasta la zona de las plantas medicinales, donde yo no pudiera escuchar nada.
Avancé a la velocidad de los que ya se marchaban, pero sin quitarles la mirada de encima. Ian de pronto se había puesto muy serio y, por la forma en que movía las manos, me dio la impresión de que estaba negociando con Lazorra. Afuera nos esperaba un bus con los colores de la bandera del Perú. Varios de nuestros compañeros de viaje aún no subían porque se habían detenido para probar una última golosina: el Tocosh, un cocido que olía a podrido y que servido tenía una consistencia parecida a los mocos. Lo servían en un recipiente hondo con una cuchara diminuta, como si la broma hubiera sido pensada para que comerlo durase mucho más.
–Canela, vainilla, clavo de olor y náuseas –dijo un argentino tan obeso que viajaba con su propio carrito de movilización. Debido a que en este segundo día pasearíamos por bajadas, escaleras y colinas, el personal del tour le aconsejó que lo dejara en el hotel. Lima no era una ciudad donde importaran mucho las minorías. “Tal vez no esté mal de sabor, pero nada compensa la peste del aroma”, comentó después de probarlo.
–¿Este viaje es un concurso de rarezas? –Ya iba sabiendo yo que la de menos paciencia en el tour era una chilena pequeña y de pelo color cobre–. Primero la rana y ahora la cosa fermentada, ¿acaso nos pagarán dinero si nos comemos todo lo que nos pongan en frente? ¿Qué sigue? ¿Nos comeremos entre nosotros?
Se armó un pequeño revuelo.
La noche anterior habíamos ido a un restaurante adosado a unas ruinas arqueológicas, llamado Huaca Pucllyana. No había internet y eso importó más a la mayoría que el sabor del lomito saltado picante. Las chilenas –eran una pareja de mediana edad, estoy segura de que eran novias porque rumbo al mercado se habían quedado dormidas, la pelirroja con la cabeza apoyada en el cuello de la otra– habían pedido pato con duraznos y jengibre. No les gustó la presentación cuando se lo trajeron y prefirieron llenarse con pan. Después se negaron a pagar un centavo y los del tour, para evitar el bochorno, lo cancelaron apuradamente.
Ian, en cambio, era una máquina de comer lo que fuese y arrasó con su parihuela de mariscos. Fue en medio del jaleo de las chilenas cuando yo me di cuenta de la presencia de Lazorra, mirándonos desde una mesa próxima a la nuestra. Nos contemplaba con una sonrisa satisfecha, como quien se felicita a sí mismo por algo. Luego me enteraría de que había seleccionado solo a cinco de los quince para darnos la tarjetita blanca de letras rojas que decía: “El Paladar” y tenía un número de teléfono con el código de área de Lima.
–¡Cuánto misterio! –le había dicho yo a Ian– me siento como un agente secreto.
La verdad es que a Ian le pasaban las cosas más extrañas. Una vez, en Bolivia, en La Plaza Murillo, intentaron venderle un niño de dos años. La que parecía ser su madre me miraba con ojos expectantes e incitaba a la criatura de cachetes colorados para que me tomara de la mano. Lo ofrecía porque creía que iba a estar mejor con nosotros. Yo me negué, llena de horror. “¿Do you want him? ¿Lo quieres?”, me preguntó Ian. Estoy segura que iba a sacar los cien dólares de la billetera para dárselos a la mujer si yo le decía que sí. ¿Qué íbamos a hacer con ese niño? Nos podían acusar de secuestro.
Sentía curiosidad por los intercambios que había hecho Ian sin mí. Durante su juventud pasó mucho tiempo en Cuba. Iba siempre que podía, supongo que por el alcohol y las mulatas. Hay tanta vida antes de que una pareja construya su propia historia. Yo no le pregunté nada, él tampoco me hizo preguntas, de haberlo hecho, tal vez le habría contado lo del cáncer.
Ian permaneció dentro del bus, esperándonos hasta que el grupo decidió sumar al recorrido uno de los restaurantes del gastrónomo Gastón Acurio en San Isidro, famoso por sus experimentos exóticos con diferentes tipos de sabores. En cuanto me acomodé a su lado le hice preguntas acerca de la conversación que tuvo con Lazorra, pero Ian dijo que no era un buen momento para hablar de eso. Fue una velada extraña. Ian, usualmente parlanchín y extrovertido, se concentró en lo que veía por la ventanilla del bus con un aire abstraído del que solo salía cuando bajábamos a comer y a beber, aunque esa noche se mantuvo bastante moderado. No abrió la boca en las charlas ni participó en la discusión eterna que intentaba dirimir si el pisco era peruano o chileno. La guía del tour se acercó disimuladamente a preguntar si estaba bien, pensando que le había caído mal el jugo de rana.
Cerca de las diez de la noche, ya rumbo a nuestro hotel, que yo encontraba demasiado viejo, Ian abandonó su silencio y tomó con fuerza mi mano. Afuera, el tráfico, las luces de neón y los pitidos de los autos componían el ambiente de una Lima nocturna que empezaba a vivir con estridencia el fin de semana.
–Mi amor –me dijo con su mal español–, tomé una decisión. Pagué por algo y ya no hay nada que pueda hacer para arreglarlo.
Me miraba con sus ojos azules apesadumbrados y tristísimos. Tomaba la palma de mi mano como si fuese un animal pequeño, la oprimía y la acariciaba consolándola por un golpe que aún no había recibido. Luego se la llevó a la boca y la besó con cariño.
–¿De qué estás hablando, Ian? ¡Me estás asustando! ¿Qué decisión tomaste?
Clavó la vista en la punta desgastada de mi bota y respiró profundamente, como si sacara las palabras difíciles del tórax.
–Si lo que acordé es cierto, vamos a comer un platillo de alto riesgo, cariño. Mañana por la noche.
–¿Serán arañas?
En ese instante el chofer encendió la radio y el bus entero vibró al ritmo ensordecedor de una cumbia amazónica. De todas formas, yo estaba ya tan cansada que no hubiera podido articular palabra. El resto del trayecto permanecimos aturdidos y con las manos juntas hasta sentirlas pegajosas.
Al parecer, nosotros fuimos los únicos que la primera noche no percibimos los fantasmas del hotel. En la cena, donde nos sirvieron tres variedades de ceviche con camote dulce, los compañeros del viaje habían mencionado las luces que se encendían solas, los televisores fundidos y la sensación de ser observados. Ian jamás se enteraba de nada importante, siempre dormía con un sueño pesado parecido al bramido de un búfalo. Esa noche no fue diferente. A las once, ya roncaba y digería. Yo, en cambio, debido al frío y a la garúa, era un búho instalado en la ventana contemplando las luces estridentes de los casinos. Frente a nuestro hotel, un club desplegaba su arsenal de música solo para tres apostadores sentados frente a las tragamonedas. A su entrada, un enorme mulato con librea invitaba a entrar a los transeúntes apurados y vigilaba el ritmo del consumo de bebidas.
Desde hacía algunos meses me había hecho cargo de mis insomnios y mis pesadillas, y aunque ya todo había terminado, no lograba convencer a mi cuerpo de que ya podía finalmente relajarse. Me pasaba parte de las noches alerta, con la expectativa de que algo horrible fuera a entrar súbitamente por la puerta. Así que durante el día exploraba con Ian cuanta ocurrencia extraña saliera de su cabeza y por las noches montaba guardia desde las cobijas.
El nombre que me habían dicho en terapia era desasosiego. Quien sufre un cáncer, después queda afectado de desasosiego. Luego uno sana y lo supera, o no. Me habían extraído los ganglios de un pecho, pudieron ser los dos o pudo haber sido todo el cuerpo. Si sacaba cuentas, había sido afortunada: estaba viva, aunque la cicatrización era muy lenta. Si llevaba la mano al seno derecho, sin presionar demasiado, el relleno que usaba en el brasier lo hacía sentir muy parecido al pecho original, aunque dolía, dolía terriblemente. En apariencia nada había cambiado y tenía la impresión de que para Ian yo me había elevado a la categoría de rareza apreciada. El problema estaba en que por la noche había siempre un rato de silencio, y no tenía más remedio que pensar.
No había nada que pudiera hacer para sentirme mejor, así que decidí tomar la cámara digital y cincuenta dólares del bolsillo de Ian y bajar al bar. No lo desperté. Ya en el pasillo, que me recordaba por el tapizado a los pasadizos del hotel Overlook del filme El resplandor, pareció que las luces parpadeaban levemente. Tal vez eran solo instalaciones viejas y el resto se debía a la excitación por la aventura que experimentan todos los que viajan. Tener que contar relatos dignos de ser escuchados, como les decían a los griegos cuando se hacían a la mar; aunque no hubiera monstruos en el océano, había que ponerlos allí, porque algo interesante había que decir al volver.
Todo el hotel era un mausoleo lujoso, incluido el lobby. Fino pero deslucido, parecido a una joya sucia. El mesero, menudo y elegante me tendió la carta en cuanto me senté en una mesa exterior que daba al Jirón de la Unión.
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