El falo enamorado

Text
From the series: Mirar con las palabras
Read preview
Mark as finished
How to read the book after purchase
El falo enamorado
Font:Smaller АаLarger Aa

Silvia Fendrik

EL FALO ENAMORADO

Mitos y leyendas

de la

sexualidad masculina

Colección Mirar con las palabras


Créditos

Título original:

El falo enamorado

Mitos y leyendas de la sexualidad masculina

© Silvia Fendrik, 2012

© De esta edición: Pensódromo SL, 2021

Imagen de cubierta: Detalle de un canecillo de la Seu Vella de Lleida, siglo XIV

© Joan Duran

Editor: Henry Odell - p21@pensodromo.com

Esta obra se publica bajo el sello de Xoroi Edicions

Diseño de cubierta: Pensódromo.

ISBN rústica: 978-84-123730-4-2

ISBN ebook: 978-84-124690-3-5

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.

Sumario

Cubierta

Portada

Créditos

Prólogo

Para empezar…

El mito del héroe

Hamlet

Las múltiples vidas de Giacomo Casanova

Don Juan: un hombre sin nombre

Fausto

Antígona

Respondiendo a Goux y a Masson

Para reflexionar…

Che voui?

Sobre la autora

Notas

Prólogo

Por R. Horacio Etchegoyen

Después de haber escrito valiosos libros sobre el psicoanálisis de niños y sus protagonistas, desde Anna Freud y Melanie Klein hasta las argentinas Arminda Aberastury y Telma Reca, y luego de haber escudriñado profundamente en la anorexia y la bulimia, todos libros hermosos, ampliamente leídos y agotados, ahora la talentosa Silvia Fendrik se anima a internarse en un tema tan apasionante como poco frecuentado, la sexualidad del varón, del hombre, no menos enigmática que la de la mujer, mucho más estudiada.

De sus vastas lecturas de la bibliografía psicoanalítica, Fendrik se va a apoyar en esta aventura intelectual en dos autores que conoce a fondo, Freud y Lacan, para ver si con ellos puede acercarse a la sexualidad del varón. Para esto fija su mirada en personajes arquetípicos: Hamlet, Don Juan, Casanova y Fausto, que encarnan un fértil campo de estudio y de reflexión.

Todos ellos, sin duda, son el hombre frente (o junto) a la mujer; pero muy distintos entre sí, tal como los entiende esta mujer, cuestionadora e inquieta que es Silvia Fendrik.

Estos personajes, bien conocidos por la cultura y por el psicoanálisis, le sirven a Fendrik para exponer las ideas de Freud y de Lacan desde su propia y singular perspectiva.

Hamlet es la tragedia del deseo. Quiere y no quiere matar a Claudio, pero no puede hacerlo hasta que muere Ofelia (oh falo) y entonces se le abre al príncipe la oportunidad de acceder al trono de Dinamarca, que está ocupado por el ambicioso Claudio, y salvarse del incesto con la madre, la reina Gertrudis, la mujer sexual que Hamlet no puede soportar. Es cierto, como dice la autora, que Shakespeare pinta una y otra vez a la madre como una mujer voraz que Hamlet teme, aunque ese deseo sin límites de la mujer sexuada sea también el propio deseo de Hamlet proyectado.

De todos modos, Fendrik dice que el deseo sexual masculino no puede escapar a su destino trágico, a la muerte en la tragedia de la madre sexual.

Freud trató de resolver este dilema del hombre entre la madre y la puta a costa de la disociación. Fendrik pone el acento en la madre sexuada que no reconoce límites a su deseo genital. Este deseo sexual de su madre horroriza a Hamlet, que teme caer en sus lujuriosas garras, ser la próxima víctima de su pasión incestuosa: más el deseo de la madre que el deseo por la madre.

La división con la que Freud intenta dirimir el dilema del hombre entre la madre y la puta lo lleva a reconocer una degradación de la vida erótica.

La confrontación con la madre sexuada es siempre aterradora y sólo se atenúa con la función paterna de dar la castración. Por alguna razón esto le habrá fallado al rey Hamlet —se pregunta la autora— el padre espectral que reclama justicia y venganza.

La muerte de su enamorada le permite a Hamlet hacer el duelo de Ofelia como falo, el objeto perdido, y llevar adelante la venganza encargada por su padre, matando a Claudio y asumir así su masculinidad y hacerse, simultáneamente, príncipe de Dinamarca.

Sin embargo, concluye Fendrik, no es el trono ni el cumplimiento de la venganza del espectro lo que mueve a Hamlet sino, más bien, su intento de escapar del deseo de su genital y aterradora madre.

Si ésta es la tragedia de Hamlet, distinto es el camino que recorre Don Juan, que es la representación del falo como un hombre sin nombre, que está más inclinado a deshonrar a la mujer, violando el tabú de la virginidad y que le hace perder a la mujer su filiación como hija del padre.

Casanova es muy distinto a Don Juan, porque ama a las mujeres que conquista y ellas lo aman a él y se entregan con un amor infinito. La figura del padre no cuenta para Casanova y, como Don Juan, no tiene descendencia, mientras que Edipo, tiene padre y tiene hijos. A diferencia de Don Juan y de Casanova, Fausto encuentra su camino hacia la mujer en un pacto con el diablo y así logra el acceso al placer sexual, sin renunciar al saber. El saber no puede alcanzarse sin el goce. La premisa universal es la existencia del falo como referente en los dos sexos.

La sexualidad del varón, afirma Fendrik, es tan enigmática como la sexualidad de la mujer, y ambos intentan responder a la eterna disyunción madre-puta.

La de Casanova es una entrega sin cálculo y algo del amor está conjugado, no disociado, con la sexualidad, aunque este logro sea fugaz y nunca permanente, porque cuando da todo sobreviene la pérdida y tiene que volver a empezar. Casanova sabe que la condición de su libertad es perder a la mujer amada, para así recomenzar, donde el amor, como dice Lacan, es dar lo que no se tiene a alguien que no lo es.

Casanova ama a las mujeres porque responden al placer con el placer. Las mujeres de Casanova sienten la sinceridad de su pasión y de la misma forma se la entregan.

La reflexión de Silvia Fendrik culmina con un bello ensayo sobre Antígona, y es así una mujer la que cierra este estudio sobre la sexualidad del hombre.

Fendrik comienza con un dato inesperado, poco conocido: Sófocles escribió Antígona 20 años antes que Edipo Rey y treinta antes que Edipo en Colono, que es la tragedia póstuma de Sófocles. Se trata aquí del tiempo lógico de Lacan más que del tiempo cronológico. En Edipo en Colono, Antígona es el bastón de un Edipo ciego y desterrado. Pero el Edipo en Colono maldice a sus hijos, y en especial a Polinices, por su destierro. Antígona se opone con indomable decisión a que el cadáver de Polinices quede a la intemperie, sin sepultura, y entonces vuelve a Tebas con los ojos de Edipo clavados en ella, cargada de soberbia.

Lacan describe a Antígona como fascinante y, sin dejarse fascinar, Silvia Fendrik concluye que, en la tragedia de Antígona, lo que marca el punto culminante es la mirada de Edipo sobre la belleza de su hija adolescente. Edipo escópico lo llama. Más que el padre es su mirada lo que sanciona el incesto. Hay que hablar —concluye Fendrik — de la mirada del padre, del deseo del padre, en las vicisitudes de la sexualidad masculina.

EL FALO ENAMORADO

Para empezar…

El enigma de la sexualidad femenina goza de un consenso en el psicoanálisis al que se opondría el carácter en absoluto enigmático del destino, no por eso desprovisto de vicisitudes, del deseo sexual masculino.

En las diferentes explicaciones, interpretaciones y lecturas psicoanalíticas de las vicisitudes del deseo sexual, es posible reconocer la vigencia del complejo de Edipo freudiano y/o de la significación del falo en la enseñanza de Lacan como referentes constantes. La división, disociación, partición de las mujeres en un objeto idealizado, no sexualizado, que sería un objeto materno y un objeto sexualizado pero degradado, el objeto causa del deseo, provienen de la disociación estructural —masculina— entre amor y deseo. Este es el modelo de la concepción freudiana de la sexualidad masculina que sigue vigente de alguna manera en la enseñanza de Lacan. Me refiero al modelo de la disyunción madre-puta. De allí la discusión: ¿la conceptualización que impuso este modelo, está viciada por una ideología «falocéntrica», o es inherente a la estructura del sujeto humano, más allá de las variaciones históricas y/o culturales? Freud fue reiteradamente acusado de misoginia y de falocentrismo, y Lacan también. Las distintas corrientes feministas han esgrimido hasta el cansancio las determinaciones socioculturales de género. Sin desconocer estas críticas, muchos psicoanalistas —hombres y mujeres— han insistido en reconocer el valor de la enseñanza de Freud y de Lacan intentando mostrar y demostrar, también hasta el cansancio, que la cosa no pasa por modelos culturales sino por lo que se ha dado en llamar «razones de estructura».

 

El tema de la estructura y/o las variantes culturales se impone tarde o temprano en cualquier reflexión sobre la sexualidad humana que no se ampare en lo ya establecido de una vez para siempre, es decir, en el dogma.

En el inconsciente, tal como lo hemos aprendido a partir de Freud, no hay inscripción de las diferencias sexuales… La sexualidad inconsciente se rige por la energía dinámica de las pulsiones: actividad-pasividad. Sólo que, como sabemos, Freud insistió en adscribir la actividad de la libido al lado hombre y su pasividad al lado mujer.

Ahora bien, ¿cómo explicamos entonces que el inconsciente no sexual ni sexuado —porque en él no hay inscripción de las diferencias sexuales—, pueda producir síntomas cuya principal determinación última es «inconsciente»? Cada vez que vuelve a surgir esta pregunta arriesgamos avanzar por caminos que transitan por los márgenes de lo ya sabido o establecido.

La sexualidad humana, tal como la «descubrió» y no cesa de escribirla el psicoanálisis —más allá de las diferentes escuelas— es actualmente texto y pre-texto para abordar muchas cuestiones problemáticas o sintomáticas en áreas de nuestras vidas que no tienen, en principio, ninguna relación con dificultades sexuales. Pero los psicoanalistas solemos ser los primeros en olvidar qué quiere decir «sexual» para el psicoanálisis, y en la clínica no siempre podemos guiarnos en la laberíntica transferencia con el hilo de Ariadna de nuestro supuesto saber sobre la sexualidad. Y cuando nos sentimos perdidos solemos refugiarnos en un silencio sepulcral o extraviarnos en un blablablá interminable sobre la validez de la doctrina en instituciones o publicaciones.

Cuando Lacan en el seminario XI [1] aborda el tema de la pulsión dice: «la conjunción del sujeto en el campo de la pulsión con la conjunción del sujeto en el campo del Otro (del Edipo) permitiría una articulación que sería nada más y nada menos que la representación de los sexos en el inconsciente». Más aún: «la realidad del inconsciente es una realidad sexual». Ni para Freud ni para Lacan la diferencia sería representable y, sin embargo, aquí Lacan sugiere una conjunción que permitiría… ¿una representación de los sexos?

Esta cita me parece adecuada para mostrar que no solemos reparar en frases que no encajan en el canon —aunque sean de Lacan—, frases que aluden a la necesidad de seguir abriendo caminos en lugar de omitirlas o ignorarlas…

Una manera de traducir esta referencia al campo del Otro —o del Edipo— es referirla a los ideales culturales que rigen las identificaciones sexuales en el campo de la cultura. Pero no deja de ser extraño que Lacan diga «campo del Otro» al hablar de ideales culturales, omitiendo referirse en esta cita al «campo del Otro» en relación a la pulsión, dado que él mismo nos enseñó que no hay pulsión que no surja en el campo del Otro… Aunque también «Las pulsiones parciales a diferencia de la “pulsión genital” (el entrecomillado es mío) no están sometidas al campo del Otro, o sea al campo del Edipo». Entonces le pregunto a Lacan: ¿cómo es esto del campo del Otro? Y escucho su respuesta: el Otro del Edipo no es lo mismo que el Otro de la pulsión…

Yo: ¿Entonces, habría dos Otros que conciernen al campo de la sexualidad?

Él: Efectivamente, uno sería el Otro primordial, que por convención solemos llamar madre, pero también está el Otro de los ideales culturales, que también por convención solemos llamar padre.

Yo: ¿Entonces, en la conjunción del campo pulsional que es necesario referir a este Otro primero, primordial, con la posición del sujeto en el campo del Otro de los ideales culturales, podría haber una articulación que sería nada más y nada menos que la representación de la relación de los sexos en el inconsciente?

Allí ya no logro escuchar nítidamente la respuesta de Lacan, allí ya no sé si mi subrayado es su respuesta o mi pregunta.

Sabemos que Lacan no dejará de insistir a lo largo de su enseñanza en la doctrina freudiana que sostiene que en el inconsciente no hay representación de las diferencias sexuales, y es en esa línea que seguirá avanzando hasta la formulación de uno de sus más conocidas y contundentes afirmaciones: no hay relación sexual. ¿Es un mismo trazado, una misma línea, la que va de la no representación en el inconsciente de las diferencias sexuales, siguiendo la senda freudiana, hasta el no hay relación sexual, estrechamente relacionado con otro de sus célebres matemas-aforismos: La mujer no existe?

Si es verdad que los síntomas guardan una íntima relación con la creencia fundamental para los neuróticos en la existencia de la relación sexual —extrapolable a cualquier situación donde la complementariedad fusional revele el fatídico «hay» (¡ay!)— podríamos decir que entre el «hay» Ideal, y el «hay» pulsional, aparece toda la gama de los síntomas sexuales de identidad y de aquellos de «no identidad» —identificables— como sexuales. ¿Se tratará, una vez más, de la batalla permanente entre el deseo (inconsciente) y los Ideales del Yo o/y las voces-mandatos del Superyó?

Me detienen otras frases que subrayo: «las pulsiones parciales a diferencia de la pulsión genital no están sometidas al campo del Otro, o sea al campo del Edipo» (…) «la feminidad y la masculinidad no son representables en el psiquismo inconsciente sino por la oposición actividad-pasividad que participa de la mascarada». [2]

Estas citas, para mí enigmáticas, me decidieron a escribir este libro.

¿Cuáles son los clásicos con los que el psicoanálisis piensa la sexualidad masculina?

Fundamentalmente Edipo y Hamlet. ¿«Son o no son», Hamlet, pero también Edipo, partícipes activos o pasivos de la mascarada fálica? ¿Por qué no interrogarlos desde esta perspectiva? ¿Por qué entonces no interrogar también a otros enmascarados?, por ejemplo a Don Juan, sobre el cual hay algunas escasas referencias en los textos lacanianos. ¿Por qué no a Fausto? ¿Por qué no Casanova, cuya pasión por las mujeres está en las antípodas de la compulsión donjuanesca? ¿Cada uno de ellos representaría una posición deseante diferente respecto al objeto femenino, cada uno de ellos es una versión distinta del amor al falo que sostiene o impide, según el caso, la mascarada, y por lo tanto el también enigmático deseo sexual masculino?

Esta es la pregunta que, inspirada en la respuesta inaudible de Lacan, me servirá de brújula. Por eso, para abordar el tema de la sexualidad masculina, me he propuesto interrogar algunos personajes legendarios o literarios que nos ayuden a pensar las vicisitudes del deseo masculino y sus enigmas. Sus nombres son: Hamlet, Don Juan, Casanova, Fausto, Edipo y Antígona.

El mito del héroe

Muchos se han preguntado por qué Freud eligió a Edipo como héroe o antihéroe para sostener que el núcleo fundamental de las neurosis es el conflicto edípico. Es preciso recordar que es el odio al padre el que le abrió el camino al reconocimiento del deseo incestuoso por la madre. El deseo por la madre, Freud lo dedujo del odio al padre. Es el odio al padre lo primero en surgir en el autoanálisis de Freud y es el odio al padre el que lo lleva por vía deductiva hacia el deseo sexual (reprimido) por la madre. Esta es la secuencia temporal que Freud descubrió en la posición psicosexual del varón.

Muchos también han destacado que Edipo, sin embargo, no tuvo complejo de Edipo y que Freud redujo, forzó, o «soñó» el personaje trágico de Sófocles cuando bautizó con ese nombre al complejo familiar del neurótico, así como inventó un mito, el del padre de la horda, para dar cuenta de la relación entre el parricidio y la prohibición del incesto. Entre los que se preguntaron qué hizo Freud con el Edipo de Sófocles y Lacan con el complejo de Edipo freudiano, quiero destacar un autor, Jean-Joseph Goux, y un texto, Edipo filósofo, cuyas críticas merecen toda nuestra atención.

Goux se pregunta por qué Freud no tomó el mito del héroe como referente para la investigación y el tratamiento de la neurosis y para la construcción de la teoría psicoanalítica. Escuchémosle.

En el citado libro [3], Goux dice que es muy sorprendente el parecido que existe entre todos los mitos del héroe masculino en culturas diferentes, lo que ha dado lugar a múltiples tentativas sociológicas, antropológicas, psicológicas, de encontrar una trama en común subyacente a todos estos mitos. Cualesquiera sean las variantes en el establecimiento de la leyenda tipo, existiría una cadena de elementos idénticos que subyace a cada uno de los mitos heroicos particulares. Tanto la similitud de los motivos principales como la articulación general de la historia, desde las circunstancias del nacimiento del héroe hasta la conquista del poder, pasando por el matrimonio, autorizan a plantear la existencia de un monomito, mito único del héroe masculino, que es un monomito de investidura real. E inmediatamente plantea una pregunta: ¿qué relación existe entre el monomito y el mito de Edipo? ¿El monomito es o no edípico?

¿Podría derivarse de una estructura edípica profunda (inconsciente), aunque en su apariencia manifiesta el monomito no tenga que ver con el Edipo? ¿O por el contrario, el mito del rey Edipo es un desvío y una singularidad respecto a una estructura narrativa más fundamental, de carácter universal?

Para responder a esta pregunta Goux se va a basar en lo que él más ha estudiado, que es el mundo de la mitología griega reducida a un núcleo narrativo mínimo. Este núcleo narrativo surge del riguroso paralelismo entre tres mitos griegos de investidura real: Perseo, Belorofonte y Jasón, y por la puntuación sistemática de los elementos que tienen en común. La estructura de lo que podemos llamar el monomito, puede enunciarse de un modo simple que pone en evidencia la siguiente secuencia:

— Un Rey teme que un hombre más joven o aún por nacer, según la predicción de un oráculo, se apodere del trono. Intenta entonces por todos los medios evitar el nacimiento del niño o deshacerse de él.

— El futuro héroe escapará sin embargo al propósito del rey y logrará sobrevivir.

— Ya salido de la infancia se encontrará con otro Rey que también intentará eliminarlo asignándole al futuro héroe una tarea muy peligrosa, de la que le resultará imposible salir con vida. La prueba principal consiste en un combate contra un monstruo.

— El héroe logrará vencerlo, pero no lo hará sin la ayuda de los dioses, de un sabio, o de su futura prometida.

— La victoria sobre el monstruo conduce al héroe al casamiento con la hija de un tercer Rey, es decir que su prometida no es hija de ninguno de los dos reyes que intentaron eliminarlo.

El paralelismo y la puntuación de los motivos comunes conducen a la formulación de una intriga tipo, aunque extremadamente condensada y no visible a simple vista. El héroe griego típico entra en relación sucesiva con tres reyes diferentes.

Primero con un rey perseguidor, luego con un rey mandatario que le exige una prueba difícil que le puede costar la vida, y a la que el rey está seguro que no sobrevivirá, ya que muchos jóvenes antes que él perdieron la vida. Finalmente el héroe se casa con una joven que le es entregada por un rey donador.

¿En qué el mito de Edipo se parece y en qué difiere de esta trama tipo? El elemento común es el niño que constituye una amenaza para la vida del rey. Tanto en la historia de Perseo, como en la de Jasón, como en la de Edipo, el oráculo advierte al rey, antes del nacimiento del futuro héroe, la amenaza que ese nacimiento representa para él.

 

Asimismo los héroes (Perseo, Jasón, Belorofonte y también Edipo) lucharán más tarde con un monstruo al que lograrán vencer. Este es el rasgo constante en todos los mitos, incluido el de Edipo. El héroe es reconocido como tal, luego de su victoria sobre un ser monstruoso, victoria que lo distingue de los otros desdichados que no han pasado la prueba y que han perdido la vida. Perseo triunfa sobre la Gorgona; Belorofonte sobre La Quimera; Jasón sobre el monstruo inmortal guardián del Vellocino de Oro y Edipo sobre la Esfinge. Salvo en el caso de Jasón, en el que el sexo del monstruo no está bien definido, los otros son femeninos.

Finalmente cada una de estas victorias, conduce al héroe al casamiento. Perseo con Andrómeda; Belorofonte con Filonoé; Jasón con Medea y Edipo con Yocasta.

Es una ley del mito de investidura real que la victoria sobre el monstruo conduzca al héroe a desposar a la hija de un rey y de ese modo a ascender al trono. Pero precisamente en este punto, el parecido del mito de Edipo con los otros mitos no deja de plantear graves problemas, si en lugar de atenernos a la fórmula general —el héroe se casa con la hija del rey— la consideramos con mayor atención. A Goux le sorprende que los que han analizado el mito, Otto Rank en particular, no se hayan preguntado por esta diferencia que concierne especialmente al psicoanálisis, diferencia que muestra la irregularidad del mito de Edipo respecto al del héroe universal. Porque en este caso, como bien sabemos, no es con la hija del rey con quien se casa Edipo, sino con la viuda del rey Layo, que además es su propia madre.

Esta diferencia, en lo que concierne al matrimonio del héroe, debería por sí sola impedir la asimilación sin más de Edipo a los otros mitos e invita a considerarlo una anomalía en relación a la estructura típica del mito del héroe.

Sobre todo porque no es esta la única diferencia. El tema nupcial —con quién se casa Edipo— no es sino uno de los elementos de una distorsión que afectaría al conjunto de la situación, y por lo tanto de la narración y por lo tanto del mito.

Veamos con cuidado cada una de las anomalías que señala Goux, quien sostiene que la lógica interna del mito exige que la diferencia en un punto, si es un punto esencial, se traslade y repercuta sobre el conjunto de los otros motivos. La suya es una postura estructuralista, y esto supone que toda modificación en un punto modifica el resto, aunque no sea inmediatamente visible el alcance de la variación. A él le interesa entonces explorar las consecuencias de esta diferencia fundamental, que es nada más y nada menos que el hecho de que Edipo no se casa con la hija de un rey sino con su propia madre.

Ante todo encontramos que un tema que se repite rigurosamente en los tres mitos de referencia está ausente en la historia de Edipo… Se trata de la prueba impuesta por el segundo rey, dado que lo que ocurre regularmente es que ese rey, en lugar de matar al joven al que considera peligroso, lo envía a enfrentarse con una prueba mortal, que es el medio que utiliza para eliminarlo.

El joven acepta el desafío, piensa que él va a poder triunfar allí donde todos los demás fracasaron.

La diferencia es grande en el mito de Edipo, ya que no hay prueba asignada por un rey. El encuentro con la Esfinge no obedece a un mandato impuesto por un rey «mandatario». A la Esfinge, Edipo la enfrenta por sí mismo cuando la encuentra en su camino.

Si observamos con cuidado, y allí se revela otra anomalía del mito, el solo suceso que, al decir de Goux, ocupa la misma posición secuencial que la prueba exigida por el rey hostil, no es otro que el encuentro con Layo que, como sabemos, precede a la confrontación con la Esfinge. Se trata del momento en que el joven Edipo, que logró sobrevivir a la amenaza oracular que precedía a su nacimiento, alcanza la edad en la que puede matar al rey y adueñarse del trono. Pero si en la estructura típica, en ese momento, el joven héroe se ve confrontado con la prueba impuesta por el rey, en el caso de Edipo se produce el asesinato del rey. Edipo mata a Layo.

El encuentro dramático con un rey también tiene vigencia en Edipo, como en los otros mitos de referencia. Sólo que el rey en lugar de imponerle una prueba donde estima que el héroe perderá la vida, es muerto inmediatamente, sin que en este acto sea reconocida su verdadera investidura. Porque Edipo no sabe que está matando a un rey y no sabe que ese rey es su padre. Según el mito regular, el rey Layo al encontrarse con Edipo, tenía que haberlo desafiado: «Bien…, si estás tan orgulloso y seguro de tus fuerzas, ve y enfrenta un enemigo digno de ti. Elimina a esa Esfinge que aterroriza a Tebas». En el mito regular hubiera ocurrido esto, en lugar de que Edipo mate sin gloria alguna, a bastonazos, a un anciano que se interpuso en su camino. Un anciano cuyo nombre desconoce, y cuyo disfraz de mendigo le impedirá saber que se trataba de Layo, el rey de Tebas.

En lugar de pasar por la prueba viril, violenta, que necesita el despliegue de todas las fuerzas del héroe, Edipo mata a un anciano mendigo.

Goux nos muestra que en la economía anormal, desviada, del mito de Edipo, los dos desvíos principales consisten en el asesinato del rey en lugar del cumplimiento de la prueba peligrosa, y en el casamiento con la madre, en lugar de con la hija de un tercer rey. Por un principio de razonamiento estructural, supondrá entonces que estos acontecimientos guardan relación entre sí.

Pero antes de señalar qué mecanismos de la estructura interna del mito pueden deducirse de ello, Goux sigue enumerando más anomalías.

En el mito universal, el héroe no puede salir victorioso de la prueba que le ha sido impuesta, sin la ayuda de uno o más dioses o diosas. Perseo, por ejemplo, es ayudado por Atenea a distinguir a la Medusa entre las tres Gorgonas. En todos los casos, dice Goux, es una constante significativa que el héroe sea asistido por los dioses. Edipo, en cambio, triunfa sobre la Esfinge sin ninguna ayuda de los dioses. Así lo expresará orgullosamente cuando le diga a Tiresias que él ha vencido a la Esfinge sin ayuda de nadie, mediante un mero esfuerzo de reflexión. Esto no puede dejar de tener algún sentido, dada la constancia en los otros mitos del héroe de la ayuda brindada por los dioses. El hecho de que Edipo se distinga por haber actuado solo, sin auxilio alguno, no puede para Goux dejar de tener algún sentido.

Otro punto a tener en cuenta es que la victoria de Edipo sin ayuda de los dioses tampoco está escalonada. Nos dice Goux que todos los otros héroes nunca han triunfado de una sola vez. En sus aventuras siempre hay etapas preparatorias más o menos largas que lo llevarán a la victoria final. El enfrentamiento con el monstruo (que casi siempre es una monstruo) va a ser escalonado y el héroe deberá atravesar una serie de obstáculos hasta llegar al momento culminante.

Edipo, en cambio, obtiene la victoria sobre la monstruo de una sola vez y lo que es más importante, con una sola palabra. Mientras que nuestros héroes de referencia obtienen la victoria en un combate sangriento, a fuerza de espada o de lanza, Edipo es el único que vence a la monstruosa Esfinge con el solo ejercicio de la inteligencia.

La explicación del famoso enigma es una prueba de lenguaje. Edipo no mata a la Esfinge en un acto de audacia guerrera, la Esfinge se mata sola. Se suicida tirándose al abismo una vez revelado el enigma.

La autodestrucción de la Esfinge es el gesto de humillación de alguien cuyo secreto ha sido revelado. La victoria de Edipo sobre la Esfinge es ante todo un suicidio, y un testimonio, eso sí, de la sabiduría de Edipo. Éste no es un héroe cuyo coraje o destreza con las armas ha vencido al adversario. Es un «sabio», alguien que ha resuelto el enigma, sin ayuda de los dioses. Ha encontrado la respuesta correcta en un ejercicio de lenguaje. Edipo es el poder de la inteligencia.

Y agrega Goux: Pero se trata de la inteligencia de un autodidacta, nadie le ha enseñado, no ha recibido ninguna lección, su razonamiento inteligente triunfa sobre el saber ancestral de los dioses, él no ha recibido ninguna enseñanza, ninguna ayuda divina fue necesaria en su caso para descifrar el enigma.

En síntesis, si la estructura de Edipo está ligada al mito heroico típico, lo está al modo de una parodia: a cada secuencia típica responde una anomalía, aunque estas anomalías puedan pasar desapercibidas, como de hecho ocurrió. Goux tiene razón al afirmar que ningún psicoanalista dio cuenta de estas anomalías, y sus críticas se dirigen sobre todo a Otto Rank, que no vaciló en otorgarle a Edipo el estatuto de mito del héroe.

¿En qué consistiría la parodia? En lugar del motivo universal —prueba impuesta por un rey— encontramos el asesinato del rey, que es el padre del héroe. En el enfrentamiento con el monstruo femenino no hay presencia de los dioses. Ni Atenea, ni Hermes están presentes, y tampoco Edipo recibe ayuda de los mortales, no hay consejo de un sabio ni aliento de una novia. En singular contraste con el héroe tipo, la victoria de Edipo sobre la Esfinge es una anomalía mítica. El triunfo es autodidáctico, ateo, intelectual. Tampoco hay escalonamiento de las pruebas que conducen a la victoria final y no hay movilización de la fuerza física sino ejercicio de la palabra. El corolario de todas estas anomalías es el suicidio del monstruo que aterraba a Tebas, y el premio no será el casamiento con una joven princesa sino con su propia madre.

You have finished the free preview. Would you like to read more?