Read the book: «Paseador de perros»

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Sergio Galarza Puente


Estudió en el Colegio San Agustín. Se licenció en Derecho por la Universidad de Lima, pero nunca ejerció dicha profesión. Fue redactor de noticias para un canal de televisión y editor de cultura para una revista. Tiene publicados cuatro libros de relatos. El primero fue Matacabros (Asma, 1996) y el último La soledad de los aviones (Estruendomudo, 2005). El 2005 se mudó a Madrid. El 2006 obtuvo el segundo lugar del Premio Copé de Cuento con El Mapache. El 2007 la editorial Periférica reeeditó Los Rolling Stones en Perú, reportaje coescrito con Cucho Peñaloza, cuya primera versión se había publicado el 2004 en Perú. El 2008 ganó el I Concurso de Narrativa del Migrante Peruano en España por su cuento Teleoperadores. El mismo año se publica en Perú su primera novela, Paseador de perros, reeditada el 2009 en España por la editorial Candaya, y merecedora del premio Nuevo Talento FNAC. Paseador de perros es la primera parte de su Trilogía Madrileña. En 2012 publico JFK, segunda parte sobre su trilogía sobre Madrid y la soledad en las ciudades contemporáneas, que ahora completa La librería quemada.

Candaya Narrativa, 15

PASEADOR DE PERROS

© Sergio Galarza

Primera edición: diciembre de 2009

© Editorial Candaya S.L.

Camí de l’Arboçar, 4 - Les Gunyoles

08793 Avinyonet del Penedès (Barcelona)

www.candaya.com

facebook.com/edcandaya

Diseño de la colección:

Francesc Fernández

Imagen de la cubierta:

Francesc Fernández

BIC: FA

ISBN:978-84-15934-78-3

Actividad subvencionada por el Ministerio de Cultura y Deporte



Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier procedimiento, sin la previa autorización del editor.

PASEADOR DE PERROS

Para José Manuel Silvestre y Julio Manzanares,

por su amistad y los perros, los perros y los perros.

Índice

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Postdata desde Malasaña

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Trabajo paseando perros, también cuido gatos y limpio la jaula de un mapache, ese mamífero gris plataque lleva un antifaz negro como los osos panda. He realizado toda clase de trabajos desde que iniciara este peregrinaje por la ruta incierta de los anhelos, pero nunca imaginé que me haría cargo hasta de un mapache. Al comienzo pensé que pasear perrosme alejaría de la gente y sus taras. Cuando era lavaplatos el dueño me apuraba a gritos aunque no hubiera muchos clientes y encima tenía que ahuyentar a las ratas del Deep South para podertirar la basura en un contenedor que emanaba gases tóxicos. Cuando limpiaba la piscina de un hotel los huéspedes se quejaban siempre: habían encontrado un pelo o la hoja de un árbol flotando a su alrededor. Y cuando fui teleoperador tuve que soportar los discursos motivadores de un colombiano que no paraba de preguntarme cómo me sentía.

Una de las cosas que más odio es que alguien me interrumpa para preguntar cómo me siento. He llegado a creer que mi rostro refleja a un tipo huraño. ¿Acaso necesitoayuda? ¿Será por eso que los amigos de mis amigos me miran raro y me hablan con timidez?, como si acabara de salir de un centro de rehabilitación para drogadictos o de un manicomio. A veces no me interesa hablar en las reuniones. Si llego de trabajar, lo único que necesito es el descanso en una cama hecha a la perfección. Que por dentro me carcoma una calamidad, es lo de menos. Lo que importará siempre es que la cama esté bien hecha y limpia, como la jaula de Odo, el mapache.

Llegué a Madrid en compañía de Laura Song, mi novia. Madrid es como una maternidad para los viajeros. Aquí todo empieza y yo tenía ganas de borrar el Lado A de un disco sin éxitos. El Lado B es éste que empieza, como todo aquí, en Madrid. Convencí a Laura Song de que no valía la pena quedarse estacionado en una misma ciudad, y menos en Lima. Le dije que siempre tendría a su familia como un mapa de afectos que podría visitar cuando quisiera, y me creyó. Evitaré caer en el recuento amoroso de nuestra relación, lo intentaré pero ya verán que es imposible, las cicatrices y los vicios siempre atraen a los reflectores del morbo.

Confieso que el día en que nuestra relación empezó fue el más feliz que he tenido hasta ahora, sobre todo con la escasez de alegrías que atravieso. Sucumbí, hay que reconocerlo, a los temblores que ocasiona una chica frágil escondida bajo el caparazón de la indiferencia. Esa madrugada nos quedamos dormidos en el sofá de su salón con el televisor prendido. La dejé desayunando en la cocina y en la calle una 4x4 llena de jóvenes me sopló en la cara a toda velocidad. Adiviné que unas cuadras más allá una patrulla de la policía los detendría y así fue, yo los vi desde la combi. Quería contarle a los noctámbulos que viajaban conmigo que había dormido en un sofá junto a mi nueva chica. No me atreví. Y le dije a la cobradora de la combi que yo había adivinado que esos policías pararían a la 4x4. La señora me miró desconfiada y exigió que le pagara el pasaje de inmediato. Tenía la mirada de un mapache aquella mujer.

2

Vivo en Malasaña, antes lo hice en La Latina, el barrio al que me mudé con Laura Song después de unos meses de ocupargratis una habitación en el piso de un amigo en la Concepción, frente al parque Calero, ese ex hogar de yonquis donde hoy sólo queda el cadáver de sus leyendas. Después de la ruptura,unos parientes tan lejanos que recién conocí aquí, me alojaron por unos días a unas calles de la habitación que alquilamos, pero no soporté cruzar a diario por delante del edificio donde todo terminó. Tuve la suerte de que unas estudiantes danesas me eligieran como compañero de piso al lado de la Plaza del Dos de Mayo, el alma de Malasaña, donde los niños corretean y trepan entre los juegos de un pequeño parque infantil, mientras bandas de adolescentes latinos matan las horas disfrazados de pandilleros del Bronx y los gringos convertidos en madrileños artificiales comparten las terrazas de los bares con los jóvenes españoles que se mudan al barrio de moda (para siempre). La habitación de La Latina quedaba en un sótano, lo que nos emparentaba con los topos. En invierno el sol apenas se asomaba por las ventanas a ras del suelo y para saber si era de día o de noche había que mirar el reloj, aunque la hora nos tenía sin cuidado porque entonces éramos dos jóvenes desempleados y deslumbrados por el bullicio de una ciudad que respiraba el polvo de las construcciones y el humo de la fiesta perpetua.

Al principio La Latina me deslumbró. Sus calles apretadas, empedradas, y los balcones, despertaban mi imaginación y activaban esa central nostálgica que la distancia y el odio son incapaces de borrar. Lima no tiene balcones como Madrid, los que aún resisten la humedad quedan en el distrito del Cercado y sólo sir ven como testigos de la decadencia que impera en esa zona de la ciudad. Ésa es la nostalgia que me invadía: la certeza de que todo se iría a la mierda más temprano que tarde.

La ruptura con Laura Song sucedió al comienzo de esta primavera, cuando vivir en La Latina ya no me llamaba la atención, pues me parecía un barrio para gente adulta contemporánea, esa edad que se corresponde con un periodo de capitulaciones, sobre todo la aceptación de que las sorpresas desaparecen para ceder su lugar a la planificación. Los adultos contemporáneos escuchan la música a volumen bajo. Por ese entonces yo ya había conocido a Odo. Mi jefe, un español que decía haberse hartado de trabajar para otrosdesde muy joven y quehabía puesto una empresa de servicio para mascotas que maneja desde su piso, pensaba que si perros y mapaches tienen cuatro patas, daba lo mismo que yolo cuidara. Mi jefe se llama JFK. Jotaefeka, como el presidente asesinado y miembro principal de una dinastía desgraciada. Mi jefe no pertenece a ninguna dinastía y prefiere que lo llamen Jota. La F es por Fernández y la K por Klimkiewicz. La primera impresión que me dio fue que era un tipo muy pesado. Llevaba el cabello engominado y largo, vestía botas de vaquero, jeans y una camisa negra dentro del pantalón y remangada hasta los codos. Lucía como un midnight cowboy perdido en Madrid, la clase de personaje que en mis pesadillas se robaría a mi chica y se la tiraría mañana, tarde y noche, uno de esos hombres que se creen dueños del mundo.

La primera vez que nos vimos, Jota me recibió en una oficina diminuta. Por un error infantil (el cartel en la puerta, letras doradas, “Marketing y consultoría”), pensé que se trataba deuna megacompañía de servicios para mascotas. Al presentir mi extrañeza, Jota me aclaró que la oficina se la había prestado un colega que trabajaba allí. La entrevista duró cinco minutos. Respondí todas sus preguntas de manera afirmativa. Estaba dispuesto a cualquier sacrificio por el dinero que nos salvaría a mí y a Laura Song. Luego añadí que soy un maniático de la puntualidad, odio que la gente no llegue a la hora indicada. Nos despedimos y, mientras esperaba el ascensor, me dio un ataque de risa. ¿Se podía caer más bajo? Siempre se puede y yo aún no lo sabía.

Laura Song no tenía trabajo y lo que yo ganaba con los perros no alcanzaba para cubrir los gastos. Así que porlas mañanas, después de que me marchaba, ella iba a un locutorio y enviaba su currículum a las ofertas de empleo que encontraba en las páginas de internet pese a que no tenía papeles de trabajo, ninguno de los dos los tenía. Aquello se convirtió en nuestra rutina, en un método de desgaste, como conducir un camión a través de un desierto en busca de agua.

Cuando uno se enamora escribe un diccionario de tonterías que nadie imagina que es capaz de pronunciar. Los diminutivos se convierten en un lugar común, se pierde la vergüenza y se reivindica el derecho al ridículo. Con Laura Song escribimos un bestiario que usábamos para poner en práctica nuestro amor, ese que me faltó para estar con ella su último cumpleaños, cuando aún manteníamos el título de novios, o más bien yo el de sponsor, porque, es cierto, me sentía como su sponsor. Cada vez que regresaba del supermercado con el yogur equivocado Laura Song me desquiciaba con esa expresión recriminatoria, de frustración, como si mi equívoco fuera a costarle la vida. Era una egoísta.

Llevaba dos semanas visitando a Odo en su casa de Pozuelo, una zona de gente adinerada, con casas que me recordaban a La Planicie, en Lima, alejadas del ruido y rodeadas de jardines enormes donde las podadoras de césped parecen coches deportivos. Por las mañanas me iba a La Moraleja, otra zona residencial, donde los dos labradores de una treintañera divorciada que acumulaba una biblioteca de autoayuda en el salón, me recibían entre arañazos y lametazos. Luego paseaba a los perros que fueran apareciendo en la semana y, por la tarde, Odo me bufaba desde un rincón de su jaula amenazando atacarme. Que yo recuerde, el mapache no es un animal que se nos ocurriera incluir en nuestro bestiario sentimental ni siquiera una vez. Pero creo que hubiera sido la elección más certera.

3

Para mí el mapache es una rata, aunque haya quienes lo emparienten más con un gato o un oso. Es más grande que una rata, quizás como la que una tarde de fútbol dispersó a una horda de barristas del Alianza Lima que amenazaba vengar la derrota de su equipo en las calles aledañas al Estadio Nacional. Una rata más eficiente que la Policía. Empecé a ir a la cancha solo, todos los sábados, cuando entendí que ésta me proveía de la dosis justa de sufrimiento que yo necesitaba, porque el Alianza es un club fundado sobre desgracias. Los barristas portaban varas de fierro y piedras, asaltaban a los vendedores ambulantes que aceptaban resignados su imprudencia, desquitaban su furia contra cualquier desprevenido que se cruzaba por su camino, abollaban los coches que quedaban atrapados en esa telaraña de frustración y robaban lo que hubiera en su interior, destrozaban las ventanas de casas y edificios. Hasta que la rata saltó de un desagüe sin tapa. Empezó a correr entre los barristas como un misil que los despedazaría. Ellos se dividieron y yo aproveché para correr a casa porque habían empezado a asaltar a cualquiera que no reconocieran.

Ir a la cancha era una aventura no siempre salvaje. Mi padre me acompañó algunas veces, pero sólo a partidos que sabía que ganaríamos y a la tribuna de occidente, nunca a la popular de sur, donde hay que estar atento a las bolsas llenas de orín que los barristas lanzan desde la última grada, a las ratablancas que pueden estallar en tus narices, a los robos y a las palizas si no demuestras que la camiseta del equipo es tu verdadera piel. Me hubiera gustado tener un amigo barrista. Me hubiera gustado ser parte de eso. Dicen de sí mismos, los barristas, que son presos de un sentimiento y tienen razón. Yo también era preso de ese sentimiento, a mi manera, muy silenciosa, muy sola. Nunca me he preocupado de cultivar un mejor amigo. Nunca me han preocupado las cenas familiares ni los innumerables compromisos que acarrea participar de una familia, esa institución que ha perdido sus valores según los alarmadosespecialistas, como si el mundo fuera a acabarse por su desintegración. El único valor para un barrista: la fidelidad a su equipo. No creo que la gente sea más fiel a una familia que un barrista a su equipo. ¿A quién puedo ser fiel si Laura Song ya no está? Jota dice que él sólo es fiel a sí mismo, más que un perro a su amo.

4

Faltando unos días para el cumpleaños de Laura Song ya no la reconocía como mi chica. Compartíamos la cama y escuchábamos las mismas canciones antes de dormir, aún habitábamos el diccionario que habíamos escrito como si se tratara de una biblia para las generaciones futuras, pero nos daba igual pronunciar la z como s y que los monosílabos gobernaran los diálogos como una dictadura dispuesta a matar de anorexia al lenguaje. Para no hacerme líos con lo mal que iba la relación me concentré en el trabajo.

Jota había impreso miles de hojas que detallaban los servicios de la empresa y que yo debía repartir entre los dueños de perros que me cruzara. Jota me dio una charla sobre la importancia de mi trabajo, exigiendo que me involucrara al máximo siendo responsable con los horarios y amable con las mascotas, aunque no tuviera un buen día. Me explicó un par de trucos para despejar la rabia y sobreponerme a los bajones de ánimo. Eran la clase de consejos que los libros de autoayuda repiten con distinto título para ejecutivos, amas de casa y demás categorías de la especie humana, que las editoriales han sabido inventar y vender. Estábamos en su piso, un estudio con un balcón que miraba hacia un parque. No había ninguna película interesante entre todas las que decoraban sus estantes. Eran comedias norteamericanas. Yo había dejado de prestarle atención a Jota sin que lo notara. Soy un experto en simular atención mientras mis pensamientos están ocupados en otras cosas. Había visto varias de esas comedias y admito que las disfruté, pero necesitaba reírme por un motivo propio. Regresé a la charla de Jota a tiempo. Había dejado de explicar los consejos para sentirse bien y me preguntaba si había comprendido cada parte de su discurso, ante lo cual mi cabeza se balanceaba de manera afirmativa. Jota llevaba el cabello despeinado, sin gomina, vestía una camiseta blanca, jeans y estaba descalzo.

5

Pasear perros es un trabajo a tiempo completo, se trabaja todos los días, incluidos los feriados, no hay vacaciones ni excusas por enfermedad. Los perros no entienden razones, y sus amos a veces tampoco. Es una labor sacrificada. Si el servicio lo exige hay que levantarse a las seis de la mañana de lunes a domingo. Hubo una clienta que quería que paseara a su perro a las cinco y media de la mañana. Jota la convenció de que lo más temprano que yo podía llegar era a las siete. Jota tiene un don especial para tratar a los clientes, su voz suena autoritaria pero amable. Cuando hay un cliente nuevo él me acompaña casi siempre para presentarme, les dice que me ha elegido a mí porque soy el más antiguo de los paseadores. Logra que esos extraños le tengan confianza de inmediato y, al contarle por qué contratan el servicio, le revelan parte de sus tragedias. Luego Jota los consuela y les explica los detalles del servicio mientras yo juego con la mascota. Al rato nos retiramos callados.

La perra (la mascota) vivía en Alcorcón, un pueblo de la periferia madrileña convertido en ciudad. Ir hasta allí, sumergido una hora en el metro, me deprimía. Sus calles con basura desparramada al lado de los contenedores, los parques con más latas y botellas rotas que flores, la gente vestida con ropa que parece donada por la Cruz Roja de Europa del Este, los jóvenes y sus coches explotando música sin cuerdas, viejos vegetando en las bancas y esquinas como espantapájaros, los rumanos y sus zapatos de escamas, las rumanas y sus joyas de fantasía, los españoles que uno confunde con los rumanos, los latinos peleando por dinero desde los locutorios con alguien al otro lado del Atlántico, los bloques de edificios con sus balcones blancos de barandillas de metal, esas prisiones del extrarradio que me recordaban el Cono Norte de Lima y a su imperio pacharaco. Cada vez que visitaba Alcorcón me sentía deportado del paraíso del Centro y me preguntaba de qué se reía esa gente viviendo en un lugar así.

El servicio duró dos semanas, mientras la dueña, que me abría la puerta, se recuperaba de una enfermedad cuyo nombre no supe sino después. El primer día, la madre de la dueña me acompañó en el paseo para enseñarme los lugares preferidos de Nani para mear. Pensé que la señora sólo me acompañaría ese día, pero lo hizo al siguiente y al siguiente, y así. El servicio de paseador se convirtió en el de conversador; me transformé en un Jota pequeño. No me disgusta hablar. Lo que me jodía entoncesera que mi soledad fuera perturbada por alguien a quien no había invitado. Los paseos me servían para despejarme, para controlar el cataclismo pues Laura Song y yo empezábamos a discrepar hasta de música. Las canciones abrían abismos, apartándonos. La abuela de Nani repetía las mismas historias por las mañanas, el cumpleaños de Laura Song se acercaba y a mí me faltaban fuerzas para abrazarla. Los actos reflejos se transformaron en obligaciones y la desobediencia cundió. No podía más con la rabia, no entendía por qué tanta precariedad, no sabía qué sería de nosotros el día que el dinero ya no alcanzara. Esto ponía en duda mi capacidad para vaciar la amargura que sentía por haberme equivocado al marcharnos de Lima, donde nos protegíamos de los problemas abrazándonos bajo la frazada de la seguridad que da el estar en casa. No entendía cómo habíamos llegado a tal extremo. No entendía cómo podía arrepentirme de haber dejado Lima.

Jota me citó una tarde para entregarme más hojas de publicidad. No le dije que sólo había repartido unas cuantas porque me dio vergüenza seguir haciéndolo después de que una señora se asustara. Era una señora gorda que paseaba a un toy, ese perro enano que puedes ahorcar con dos dedos. No entiendo por qué la gorda se asustó, no la sorprendí y tampoco tengo pinta de asesino. Sólo sé que cogió a su perro en brazos cuando insistí en darle una hoja y se alejó mirando de reojo hacia atrás. Jota estaba convencido de que el negocio funcionaría y él sería el magnate madrileño de los paseadores de perros. Empezó a hablar de los beneficios que podía reportar un negocio como éste. Su boca era una calculadora que escupía multiplicaciones. Entró en un estado de euforia que me desconcertó. Volvió a explicarme los servicios que muy pronto brindaría la empresa además de los paseos. Me entregó unos cuantos paquetes de hojas y se lamentó por no haber pensado antes en montar aquella empresa, dijo que le habría ahorrado muchos años de esclavitud.

Laura Song siempre estaba lamentándose, no se ubicaba en Madrid. Se tiraba en la cama a descansar y ponía un disco de Micah P. Hinson, el de Baxter Dury o cualquiera de Sr. Chinarro. Cuando se enganchaba con una canción la repetía varias veces. Es una costumbre que me había robado, sin llegar al nivel maniático que suelo alcanzar. Estaba obsesionada con Sr. Chinarro, se había aprendido algunas de sus letras. (Estoy seguro de que ésta es la primera vez que alguien menciona a Micah P. Hinson y a Baxter Dury en un libro, no creo que otro lo haya hecho antes porque la mayoría de escritores, esos que deberían pasear perros para conocer la vida más allá de una biblioteca, tienen gustos musicales deplorables.) Yo también me había aprendido un par de letras de Sr. Chinarro y se las cantaba a Odo. Su dueño es, por una herencia no bienvenida, un anciano que mata las horas leyendo el diario y encerrado en su habitación.

Quien llevó a Odo a la casa fue su hijo, un chico que vive en Londres. El anciano, que apenas me mira, loahuyentó con su intransigencia. Quería que tomara las riendas de la imprenta que les había permitido vivir en la monarquía periférica de Madrid. Se lo repetía en cada reunión familiar o de amigos. Que lo hiciera mientras su esposa estaba viva parecía normal, él era un hombre de dinero que se sentía como el representante de los padres buenos y le gustaba exhibir esa imagen de sí mismo. Cuando ella murió, él comenzó a acribillarlo con el rollo de que debía sucederlo en la imprenta, planificando además sus pasos a seguir una vez asentado como joven prometedor, esa definición que un padre espera escuchar de otros sobre su hijo. El chico se espantó y voló donde la hermana de su madre fallecida, dejando al mapache enjaulado. Más allá de estos trazos gruesos, aquella historia familiar termina cuando se cierran las puertas de la casa cada tarde que voy a limpiar la jaula del mapache.

Irene de Lima, una brasileña que trabaja como asistenta, tampoco quiere al mapache. Ni siquiera se atreve a pasar por delante de la jaula. Irene de Lima trata de evitar también al anciano y sus quejas por la suciedad y el desorden que según él imperan en la casa. Es obvio que el hombre está desquiciado. Además del salón, la cocina y el baño, la única habitación con rastros de vida es la suya. La de su hijo permanece clausurada y el resto de cuartos guarda nada más que ausencias. Las marcas del pasado, como las fotos y los adornos, están en unas cajas que ocupan la mitad del garaje, donde se oxida un coche que parece una cápsula del tiempo de ésas que ya no salen en las películas de ciencia ficción. Irene de Lima limpia las cajas todas las semanas mientras al otro lado de la casa yo le hablo con cariño a Odo y barro su mierda, rogando que no me muerda.

Por las mañanas el trabajo era más relajado, comparado con la misión suicida que me suponía Odo. Después de Nani y su abuela, recogía a los dos labradores de La Moraleja y caminábamos hasta un parque vallado detrás de su casa. También les cantaba unos temas de Sr. Chinarro, que podría titular su próximo disco como Música para animales o Paseador de perros. Platón y Sócrates, los labradores, no causaban problemas y cuando no tenían ganas de jugar se dedicaban a arrancar las ramas de los árboles. Esos ratos los aprovechaba para leer, escuchar música o concentrarme en el rostro de una chica que pudiera transportarme a una escena de felicidad. A veces me distraía mirando a las adolescentes que se escapaban del colegio y perdían el tiempo en el parque infantil de al lado, cantando los éxitos de moda en la radio y hojeando revistas del corazón. Los chicos que las buscaban entonaban las mismas canciones y fumaban hachís. ¿Contra qué se rebelaba esa banda de adolescentes bronceados en incubadoras y barnizados con gel? ¿Contra el aburrimiento cultivado por la cuenta bancaria de sus padres? ¿Contra la velocidad de las motos que volaban por las calles de sus hogares de piedra? La adolescencia: época de fracasos y victorias mínimas que uno engrandece para empapelar las paredes de la memoria. Mis recuerdos de esos años son gigantografías de detalles borrosos.

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