El libro de las palabras robadas

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ARTURO KOZER

La cena en La Casa del Ángel resultó descorazonadora. Además de la preocupación por el estado de mi padre y de la ausencia de Marco, un sinsabor ya conocido pero no por ello menos amargo, se sumaba el incidente con ese viejo chiflado que me había estropeado la presentación de la novela. Apenas probé la carne, pero bebí con desmesura. Las voces me resultaban destempladas, los comentarios intrascendentes.

−Elio, ¿te encuentras bien? –Joan Gilabert posó una mano en mi hombro, e insistió hasta que creyó notar que despertaba de mi ensimismamiento−. ¿Estás borracho? Si lo estás sería una buena señal… ¡Vive Dios, que me gustaría verte bebido!

−No, no estoy ebrio –balbuceé cabeceando con aire taciturno−. Pero no logro quitármelo de la cabeza…

−Siempre Marco en tus pensamientos, Elio –terció Francesca, que era más sagaz que su marido para ciertas cuestiones−. Tienes que acostumbrarte a vivir sin su compañía.

Joan Gilabert dio un suave puñetazo en el borde de la mesa, deseando sin duda cambiar el rumbo de la nave.

−Así que es eso… Elio, lo que tú necesitas es joder y joder. No quiero ser indiscreto, pero últimamente te veo poco con Beatriz, y ya no tenemos la testosterona como esos niñatos. ¡Pero, pardiez, aún nos queda resuello suficiente para escalar algunos muros!

Francesca echó el cuerpo hacia atrás, como si escuchara la misma cantinela demasiadas veces. Sin embargo, pareció desengañada con la actitud de su marido.

Traté de imaginarlo mirando la negritud de su mundo, y levanté una mano que aleteó unos segundos en el aire. Luego, la dejé caer sobre la mesa, lentamente, cerca de mi copa de rioja. Tanteé su cristal durante un segundo antes de apurarla.

−Así es la vida, según cuentan… La verdad es que no me refería a mi hijo –apreté la mandíbula, con un cierto aire de desilusión. Saqué un pitillo, creo que un Winston, lo encendí y le di varias caladas seguidas−. Pensaba en ese tipo…

−Te equivocas si crees que es sólo un pobre diablo –como aguijoneado, se irguió en la silla y adiviné en él un súbito interés−. Ya te dije que es un toca pelotas, pero Peter Brook montó una de sus obras en Londres, ¿lo puedes creer? ¡Peter Brook! Aquí jamás se le hizo justicia, hay que decirlo, y eso no debería de sorprendernos teniendo en cuenta que estamos en el país de las envidias, rodeados de pelotas y de trepas… En su caso, parte de culpa es suya y parte del resto de la humanidad… Pero más suya, sin duda. Que yo recuerde, con su actitud, Arturo Kozer jodió a mucha gente –Joan Gilabert soltó una carcajada. Bajo esa risa cínica, noté su acritud−. ¿Qué es lo que te ha molestado tanto de él? Es como si te hubiesen aguado la fiesta de tu cumpleaños, joder.

−Su olor –mentí de alguna forma−. Era desagradable tenerlo ahí encima.− Di otra chupada profunda al Winston y las hebras enrojecieron.

Súbitamente, Moses Shemtov interrumpió mi relato y señaló con la mano su escritorio.

−Te he traído una docena de pitillos de distintas marcas. Como a ti te gusta −me dijo complaciente. Fui a incorporarme para recogerlos, pero abortó mi intento con una sonrisa irónica−. Hasta que no termine la sesión olvídate de ellos.

Entorné los párpados, me ajusté las gafas, y volví a pensar en aquella cena. Recordaba que miré mi copa vacía. Francesca, que me observaba con detenimiento, no tardó en rellenármela, e hizo lo mismo con la suya y con la de su marido.

−Te acompañaré… −dijo él de pronto−. ¡Vive Dios que no follarás esta noche! Porque, mi querido Elio, los dos sabemos que no lo harás. De modo que propongo que vayamos a emborracharnos, que tampoco es una mala opción después de la presentación de una novela. Olvídate de los demás, parecen demasiado ocupados en arreglar el mundo. Además, tengo ganas de que, para variar, sea otra persona la que me lleve de la mano… Francesca no es celosa, pues mi honra y mi hacienda velan por su virginidad… O algo así.

La miré. Estaba radiante cuando sonreía de esa manera. Llevaba una gargantilla finísima de plata, a juego con los pendientes, y el escote le dejaba sus hermosos hombros al descubierto. Desde que nos conocimos en el Instituto, siempre me habían llamado la atención sus labios, simplemente abisales. Luego me di cuenta de que, tal y como dijera mi editor, los que nos acompañaban a la mesa parecían discutir de alta política o del destino. Los del periódico se habían situado en el extremo opuesto y se enrocaban en asuntos de trabajo. En todo caso, no estaban menos bebidos que yo. Sin dejar de observarlos, saboreé otro trago antes de volver a hablar de mi inesperada obsesión de esa noche.

−No cesó de repetirme que él era Jesús Ortega. Es algo tan estúpido que no puedo dejar de pensar en ello. Pero te confieso que es como si me rondara la absurda presunción de que no me engañaba…

−¿Cómo? –Joan Gilabert dejó su copa en la mesa, precavido.

−Tú no sentiste su mano… No estaba nervioso. Más bien excitado, lleno de ira, a punto de estallar… Tampoco fingía. Estoy convencido de que no trataba de provocarme, ni siquiera de amedrentarme. Me pareció absolutamente sincero –el recuerdo de su perfil se dibujó en el humo del cigarrillo que me envolvía, igual que un busto de piedra bajo la niebla−. Ese hombre hablaba como si yo le hubiese destrozado la vida…

Joan Gilabert llevaba un chaleco abierto, camisa blanca y vaqueros Levi-Strauss. Trataba de mantener una imagen juvenil, tal vez para amortiguar la distancia con Francesca, aunque su edad era evidente. Se encendió un puro, contagiado por mi cigarrillo, y exhaló el humo con desapasionamiento.

−Estás cansado –dijo al fin−. Quizá debiésemos retirarnos sin llamar la atención. Han sido muchos días de tensión y… ¿Dónde se ha metido Beatriz? No te habrás liado con esa chica que me presentaste la otra tarde, la de las tetas grandes, ya sabes…

−Háblame de Arturo Kozer –lo fundí con la mirada, evitando la de Francesca.

Aun dudando de que pudiera servir de algo, asintió con un imperceptible gesto de la cabeza. Bajó los ojos como si estudiara su cigarro puro, la manera en que se iba consumiendo lentamente, los dibujos que el humo pausado y callado modelaba en el aire. No fue capaz de disimular un algo de fastidio.

−Acabas de traicionarme… Tus ojos te han delatado y me atrevo a afirmar que no vas a dormir solo… −soltó una carcajada. De nuevo, fijé mis pupilas en las suyas, preguntándome cómo decía lo que estaba diciendo, cómo podía ver lo que no veía, pero deseé que se centrara en lo que debía y curiosamente pareció adivinarlo−. De acuerdo… Arturo Kozer… Durante algún tiempo me interesó seguirle los pasos, no sé si con la intención de publicar algo suyo, tal vez. Parecía interesante en todo caso. Imagínate el currículum para cualquier editor: un escritor que volvía del exilio, marginal, escandaloso, admirado y odiado al mismo tiempo, muy reconocido en Europa… Había vivido en Francia, y ya se sabe que el mayo del sesenta y ocho y toda esa jodienda vende muy bien. Sin embargo, a medida que leía sus obras me iba desencantando profundamente… Francesca te lo puede confirmar. Es un autor que deslumbró durante sus primeros años, los dramaturgos alemanes se volvieron locos con él y lo pusieron en un altar, pero luego cayó en desgracia… Comenzó a escribir textos incomprensibles, sinceramente muchos de ellos son pura basura. Se decía que los componía drogado, vete a saber… Pero antes de todo eso ya había tenido problemas con la justicia. En una conferencia perdió el hilo de la exposición y terminó hablando de sexo…

−Aquello fue un escándalo para la época… −añadió Francesca, que también se había encendido un pitillo−. La época en la que la censura convertía cuanto tocaba en sucio y despreciable…

−Nos acercamos a una edad… Elio, cómo vuelan los años −dio otra calada, parecía que tratara de recordar algo que fuese realmente interesante para mí. Francesa y yo nos mirábamos−. Dicen que estuvo en la cárcel –continuó Joan Gilabert−. No sé la razón, hay demasiadas versiones. Cuando salió, regresó a París. Eso se convirtió en una historia de exilio obligado, de persecución política… que también la había, pero no era la razón más importante para que pusiera tierra de por medio… Lo cierto es que, después de eso, sorprendió a todos dando un giro radical a su vida: se casó con una chica, y se centró en sus clases, en sus compromisos profesionales, como si lo hubieran domesticado… Había vuelto al redil. Tuvieron un hijo, y justo el día de su primer cumpleaños sufrieron un fatal accidente de circulación. Él conducía. Sin embargo, salió ileso, pero su mujer y su hijo murieron en el acto. Un desastre… −arqueó las cejas, probablemente creyendo que yo pensaba que todo accidente es una catástrofe insalvable, pero lo escuchaba con el vehemente deseo de que me revelara algo trascendental de ese tipo−. Así que comenzó a beber, y volvió a las drogas. Dicen que llevaba años coqueteando con ellas. Alguien me contó que su vida se había convertido en un absoluto caos, hasta que, finalmente, lo expulsaron de su cátedra. Durante unos años nadie supo de él… Y, para sorpresa de todos, regresó en el setenta y nueve; pero ya nunca quiso acudir a las representaciones de sus obras, ni a los homenajes que trataron de hacerle. No le interesó nunca su rehabilitación social…

−A mí siempre me ha parecido un buen tipo… −la voz de Francesca era franca, seguía mirándome con una rotundidad desasosegante−. Las veces que estuve con él me pareció muy culto y muy lúcido. Un hombre íntegro –remachó.

Al escucharla hablar de Kozer con esa admiración tan evidente, sentí una especie de aversión y de envidia, como si hubiese deseado que ella hablara de mí de la misma manera. Y, a la vez, me sorprendieron sus palabras porque, después de verlo, sólo podía pensar en él como en un lunático. Hube de apartar mis ojos de los suyos, casi como si me defendiera de algo amenazador.

 

−Es un tipo que no sólo odia los actos sociales, odia a todo el mundo –noté que esta afirmación de su marido molestó a Francesca, que entornó los párpados mientras daba una profunda calada a su cigarrillo−. Desde que regresó, apenas salió de su casa, escribiendo como un poseso, según dicen, pero eso no impidió que las murmuraciones siguieran rondándole. Fue entonces cuando traté de rescatarlo pero, como te he dicho, su nueva producción era algo infumable. Lo intenté, juro que lo intenté… −entonces apretó los dientes, y el gesto se le endureció−. Pero un tiempo más tarde, volvió a desaparecer, como si la tierra se lo hubiera tragado, y desde entonces perdí el contacto con él... En fin, no sé muy bien qué contarte más. Quizá sería bueno que leyeras alguna de sus piezas de teatro, aunque estoy seguro de que te provocarán urticarias… Seguramente en la Feria del Libro de Segunda Mano y de Ocasión podrás encontrar alguna de sus primeras obras –en ese momento una leve sonrisa asomó ladinamente en su boca−. Hasta esta inesperada reaparición, nadie sabía nada de él.

−A Joan le encanta que los escritores tengan vidas escandalosas, llenas de episodios turbios… −Francesca volvió a hundirme las fauces de sus pupilas de una manera apremiante−. Lamentablemente algunos sois como sois: monótonos, tranquilos, aburridos, desapasionados en exceso, es como si carecieseis de la fantasía que demostráis en vuestras obras o como si no os corriera sangre por las venas…

Me lo escupió a la cara. No sabía muy bien qué decir a eso, y noté que Joan Gilabert movía la cabeza de forma nerviosa, como si su mujer le hubiera desconcertado tanto como a mí. Ella aplastó su cigarrillo en el cenicero, y miró hacia otro lado. Arturo Kozer no parecía ser precisamente el tema de conversación favorito de Francesca.

−Tengo que hablar con él –sentencié tras unos segundos de incertidumbre.

Joan Gilabert se dio cuenta de que yo había permanecido todo ese tiempo rumiando una sola idea: volver a ver a Arturo Kozer. Y mi editor frunció el ceño, como si algo le pesara en la conciencia, como si un pensamiento malsano ensombreciera su ánimo.

Llegué a mi casa a las tres y media de la mañana, con problemas para mantener una verticalidad honrosa. Llevaba viviendo en ese inmueble apenas dos meses. Había alquilado el apartamento del tercer piso, que era también el último. En la planta baja vivía una mujer, pero aún no había llegado a verla, y la primera y segunda estaban vacías. Mis pisadas retumbaban en el silencio del edificio, una de esas construcciones de la primera mitad del pasado siglo que se mantienen a duras penas en pie en el centro de Málaga. Los dueños eran Joan y Francesca, que le habían hecho algunos apaños para alquilarlo, pero con la crisis sólo habían conseguido un nuevo inquilino en los últimos diez meses, y ése era yo. Para colmo me habían regalado una renta baja que yo, sinceramente, les agradecí de corazón.

Me gustaban sus techos altos, los pasillos largos y quebrados, su solería desgastada, gris y blanca, y los azulejos desdentados de la entrada. Tenía un viejo sabor elegante. Le añadí mi toque personal, creo, y me instalé en esa casa albergando la esperanza de que mi hijo, de alguna manera, pasara largas temporadas conmigo, lo que no había conseguido en mi anterior piso, oscuro y alejado. Hasta ese momento no podía decir que hubiese tenido éxito, ni siquiera que se atisbara la posibilidad de que ocurriera el milagro.

Saqué la cartulina que me había entregado el doctor Cascales, la miré indeciso pero sólo veía garabatos borrosos. Si esas eran mis nuevas dioptrías, lo cierto es que eran difíciles de ver incluso con las gafas puestas. Lancé la cartulina a alguna parte y continué por el pasillo con cierta cautela. El suelo me parecía inestable y peligroso. Tropecé con un baúl que había instalado a la entrada de mi dormitorio, trastabillé y logré caer sobre la cama. Y entonces oí por primera vez la risa de Ágata, burlona, creyendo que era un eco en mi memoria.

−¡Cómo venimos esta noche, hijo! Pareces el capitán de un barco caminando por el castillo de proa en medio de una tempestad… Pobrecillo… −y me quedé dormido como un niño pequeño, como si su voz fuese el rumor del mar.

Sacudiendo la cabeza, Moses me lanzó una mirada furibunda y me echó en cara que no le hubiese aclarado antes que la primera vez que había escuchado a mi madre lo hiciera en tan lamentable estado de embriaguez. Además no eran más que unas sencillas frases, sin ningún diálogo entre nosotros, sin un encuentro cara a cara. Es posible que todo eso no sea más que el resultado de tus sueños etílicos o como bien has dicho un simple eco de tu memoria, añadió antes de levantarse dando por terminada abruptamente la sesión. Quizá temió que el resto de los encuentros hubiesen ocurrido de la misma manera. Opté por no responder, pero yo sabía que aquella voz era la de Ágata y que estaba en mi habitación, y que más adelante volvió a verme.

Me acerqué al escritorio de Moses bajo su atenta y malhumorada mirada, y cuando me disponía a coger los doce pitillos que había alineado en un orden perfecto y rectilíneo me conminó a que escogiese sólo seis de ellos; el resto se quedarían allí hasta el lunes. Me pregunté por qué lo hacía. Sin duda era parte de la terapia, de modo que no me quedaba otra opción que aceptar. Tardé varios minutos en decidirme, era difícil despreciar algunas de las marcas, como un L&M Extra que se ofrecía en el centro, pero tenía que hacerlo, y tras las primeras dudas finalmente introduje en mi paquete un Fortuna, un Marlboro, un Philip Morris (con veneración), un Gitanes (por supuesto), un Chesterfield y finalmente un Kent. Guardé el paquete en el bolsillo interior de mi chaqueta, estreché su mano y nos despedimos fríamente hasta la semana siguiente.

FRANCESCA

Estábamos relajados. Moses Shemtov se limitaba a escucharme, y yo hablaba con la sensación de que cuanto le contaba ahora despertaba todo su interés.

−Pasé aquella mañana dando los retoques a un relato que debía dejar en el periódico para el suplemento del fin de semana −le decía−. Si me lo quitaba de en medio sería una preocupación menos. Esta vez me había acompañado la suerte ya que había encontrado un cuento escrito años antes y sólo hube de repasarlo y rectificar pequeños detalles. Era la historia de un hombre que descubre que posee la facultad de poder cambiar cuanto tiene a su alrededor a su voluntad y capricho. Me gustaba la premisa, me gustaba sobre todo imaginar que yo pudiera ser ese hombre. Entregué mi columna, y cuando salía me topé de bruces con Almagro.

−¿Te han dicho algo? –me preguntó, acercándose con su caminar pausado y antiestético, igual que un títere al que no manejaran con habilidad. Llevaba su anticuada peluca ladeada, y se la ajusté.

−¿Sobre qué? –repliqué, estudiando el resultado de mi intervención que, en realidad, poco podía hacer para mejorar su imagen.

−Dicen que Berlusconi quiere comprar el periódico.

−Estarás de coña… −dije mientras le cogía el paquete de Fortuna que llevaba en el bolsillo de su camisa y le birlé un par de pitillos. Uno de ellos lo metí en el paquete que siempre oculto en el interior de mi chaqueta.

−Yo sólo te digo lo que se rumorea, y cuando el río suena… ¡Deja mis cigarrillos!

Mientras me ofrecía lumbre, observé de nuevo a Almagro, su cuerpo endeble, su expresión complaciente tras haber sido el primero en darme la noticia.

−¿Y qué dice Vilches? −le hice la pregunta aun sabiendo que el director del diario estaría echando espumarajos por la boca. Vilches era un gran profesional, y un hombre sincero y directo. Sus únicas debilidades eran el equipo de fútbol de la Balona y las mujeres pelirrojas. Y, además, era mi amigo.

−El jefe lleva todo el día encerrado. Pero desde hace unas semanas ya venía diciendo que el Grupo hacía movimientos sospechosos y que no le extrañaría nada que pronto nos convirtieran en mercancía caducada… Ya nos han bajado el sueldo, lo siguiente será recortar la plantilla… La crisis es una buena excusa para todo…

Se me ocurrió entrar en su despacho, pero pensé que no merecía la pena molestarlo por un rumor que me llegaba a través de Almagro.

−Así que estás contento –le dije camino de la salida−. Es una mala noticia para una primera página, pero pronto podrás intercambiar tu peluca con las de tu nuevo jefe Silvio…

−¡Que te den, Elio!

Ya estaba bastante jodido como para que Almagro me pusiera esta otra banderilla. Si El Periódico de Málaga y el resto de las publicaciones del Grupo se habían caracterizado por algo en sus casi treinta años de andadura era precisamente por su independencia, y si la venta se confirmaba, aunque lo que dijera Almagro siempre había que cogerlo con pinzas, el diario o pasaría a ser otro altavoz berlusconiano o bien desaparecería directamente del mapa. Cualquiera de las dos opciones era decepcionante. La maquiavélica mordaza que se le está ajustando al periodismo europeo aprieta más y más, día a día.

Junto a la puerta giratoria de salida, sobre el mostrador de la recepción, había varios ejemplares del día que, hasta ese momento, no había tenido ocasión de ojear. Irene, la conserje, me miró ajustándose sus gafas de pasta verde fluorescente. Cogí el periódico y eché un vistazo a la portada.

−¿Algo interesante que leer?

−Hasta el fin de semana nunca hay nada que merezca la pena, ya lo sabe…

Siempre utilizaba ese latiguillo para referirse a mi relato del suplemento dominical, pero, por supuesto, adulaba al resto de los articulistas con la misma treta. No tenía ganas de leer, y le pedí que me avanzara la noticia que más le hubiese llamado la atención de la jornada. Mientras, alcancé el paquete de Chesterfield que tenía junto al teléfono.

−Te cojo uno… Bueno, dime…

−Página cinco. Un anciano se ha lanzado al vacío en un momento de lucidez…

−¿En un momento de lucidez?

Busqué el artículo. Lo habían encorsetado entre la información sobre las obras del metro y los detalles del salvaje ataque de un perro pitbull a un niño, y al mismo tiempo que yo lo leía Irene me lo relataba.

−Según los vecinos, se trataba de un hombre mayor que vivía solo. En los últimos meses había sufrido un paulatino deterioro de la memoria y, a veces, lo encontraban perdido por las calles. Un familiar ha explicado que el anciano le había confesado que antes de verse sin recuerdos prefería quitarse la vida. Los miembros del 061 no pudieron hacer nada para salvarlo. Yo también preferiría morirme antes que vivir como un zombi, señor Urrea, se lo digo de verdad.

Miré a Irene pensando en mi padre, y me pregunté qué diría Damián si leyera esta noticia. Dejé el diario en la mesa, despidiéndome de ella con un leve ademán, y ya a punto de salir me encontré a Félix Quintá.

Félix era un guardia civil retirado por invalidez (le habían pegado un tiro en la pierna y ya no podía correr aunque apenas se le notaba secuela alguna al andar) que escribía novelas negras y un relato policiaco semanal en mi periódico (siempre en la página siguiente de mi cuento; dándome por el culo, como decía Almagro). Durante siete años seguidos le había estado enviando a Joan Gilabert cuatro novelas diferentes por año, lo que probablemente le convertía en el autor más prolífico con el que se había encontrado. Jamás se había interesado por sus obras, y un día resolvió llamarlo para que dejara de mandar nuevos manuscritos.

−Pero, ¿las ha leído? Me habían asegurado que ustedes leen todos los libros que reciben.

−Leemos todo, pero no estamos interesados especialmente en este género…

−Entonces no hay más que hablar –cortó Félix Quintá con suficiencia−. Yo sólo escribo para que alguien me lea, y si ustedes lo hacen, ¿qué puedo pedir más? Continuaré enviándoselas.

Así que siguió bombardeando a Joan Gilabert. El resto de la historia es bien conocido: Francesca se había convertido en una seguidora entusiasta del protagonista de esos libros, el detective privado Saverio Gris, y convenció a su marido de que una edición modesta con una de las novelas de Quintá no les iba a crear demasiados problemas. Podían probar, y ver qué ocurría. Era justicia poética con un hombre que sólo escribía por el puro placer de hacerlo para un lector. Joan Gilabert esquivó el primer envite endosándole el muerto a Vilches que, por intuición supongo, le propuso que escribiera para el periódico pequeñas crónicas de sucesos que resolviera su personaje, como los antiguos seriales, algo liviano para el fin de semana. El éxito fue espectacular.

 

Por supuesto, tras cuatro meses contemplando atónito lo que Francesca había predicho, Joan Gilabert no tuvo más remedio que dar su brazo a torcer y hacerse con los derechos de sus novelas. De esta manera tan rocambolesca apareció Saverio Gris, detective (o El caso del trapecista manco), que para regocijo de mi editor ocupó las listas de los más vendidos durante año y medio. Luego llegarían siete títulos más y una legión de fieles seguidores que ya hubiera deseado yo para mis libros.

Quintá me asió del antebrazo y me habló con aparente inquietud del asunto Berlusconi.

−Ya me ha dicho algo Almagro –dije con ganas de seguir mi camino.

−Vilches quiere comentártelo...

−Tal vez me pase más tarde. Ahora he de verme con nuestro común proxeneta.

−¿Tan mal te trata? Yo no tengo queja…

Félix Quintá tenía la virtud de hacerme sentir observado, como si llevara una cámara oculta entre las cejas. Lo dejé ahí, con ganas de hablar, y continué bajando las escaleras mientras me preguntaba cómo un animal como ése podía escribir unas novelas tan bien estructuradas.

Ya en la calle, recordé al anciano que se había suicidado, y me pregunté cómo habrían sido los instantes en los que recuperaba su lucidez, si habría sido capaz de recordar el tiempo vacío en el que perdía sus recuerdos, y al hacerlo me estremecí al darme cuenta de que mi padre comenzaba a vivir esa misma experiencia. Traté de no pensar en ello, y decidí que iría a verlo a la mañana siguiente.

Ese día había quedado con Joan Gilabert para organizar la presentación de la novela en Madrid. Lo llamé al móvil y nos citamos en La Casa del Guardia.

Sonó el teléfono.

−Un momento −me interrumpió Moses.

Era la primera vez que deteníamos una de nuestras sesiones y deduje que debía de tratarse de un asunto importante. Se había acercado al escritorio arrastrando los pies y se sentó en el sillón de cuero marrón. Comenzó a hablar en voz baja, apenas le oía, y luego sacó el reloj que guardaba en el bolsillo de su chaleco. Estiré levemente el cuello para mirar la superficie de su mesa, y por supuesto allí estaban: otra docena de pitillos en perfecta formación de revista (los seis que dejé más otros seis nuevos). En ese sentido he de decir que siempre se ha comportado como un extraordinario anfitrión. Un hombre de la vieja escuela. Sentí un leve cosquilleo pero reprimí el primer impulso que me lanzaba a acercarme y estudiar de qué marcas se trataban en esta ocasión. Al poco, Moses colgó estrellando el manófono con cierta violencia, dio un bufido y regresó a su otro sillón. Yo me había hundido en el mío, aguardando quizá a que se pusiera a dar voces o a quejarse. Por el contrario, se limitó a hacerme una pregunta desconcertante.

−¿Qué opinas del suicidio, Elio? Quiero decir, si lo consideras algo reprobable o inmoral…

Supuse que esa mañana habría leído la noticia que me había resumido Irene y le respondí que nunca me había parado a pensarlo, pero que lo consideraba un acto que cometía un extraño contra un desconocido, porque cuando una persona llegaba al extremo de querer acabar con su propia vida era sencillamente porque había traspasado la línea que separa la cordura del delirio y en ese punto sólo queda alguien a quien ya no reconocemos. Hizo un gesto de aprobación, como si mi improvisada respuesta lo hubiese sorprendido.

−Interesante –dijo−. Pero hay capullos que se quieren quitar la vida sólo para joder a los demás, deberías considerarlo −le observé unos segundos, aturdido por su contundencia, por los términos empleados, y me aventuré a pensar que la llamada que había recibido poco antes había sido de uno de sus pacientes anunciándole que iba a saltarse la tapa de los sesos con una escopeta−. Bien, ¿dónde estábamos?

−Te contaba que había quedado con Joan Gilabert en La Casa del Guardia.

−Por supuesto −dijo lacónico−. Continúa.

−Al cruzar el umbral del bar, me sorprendió ver a Vilches agitando la mano para llamar mi atención. Creí haberlo dejado en la redacción, pero allí estaba. El local olía a vino y a serrín. Zigzagueé, y nos estrechamos la mano cuando alcancé el final de la barra. Besé a Francesca, y le di un cariñoso golpe en el brazo a Joan Gilabert, que dio un paso cortito hacia delante.

−Qué mala cara traes.

−Me he pasado la madrugada vomitando lo que no tenía en el estómago. Un asco, Vilches.

−¿Qué vas a tomar?

−No sé… Me arriesgaré con un vino dulce.

Vilches es un tipo aparentemente desaliñado, pero si uno se fija bien en su vestimenta nada queda al azar. La camisa de color caqui que llevaba aquel día podría hacer pensar que tenía más años que Matusalén, pero el tejido estaba confeccionado ex profeso para aparentarlo, de la misma manera que ocurría con sus pantalones de cazador de safaris, las botas de explorador de tierras lejanas o la bolsa que llevaba en bandolera igual que un compadre de Pancho Villa. Incluso su barba de varios días jamás sobrepasaba el aspecto de aquel encuentro. Se rasuraba la cabeza diariamente y cuidaba su forma física en el gimnasio, al que acudía con una constancia ejemplar. Vilches tenía su vida, y nadie podía penetrar en ella sin que previamente bajara el puente levadizo. Por lo demás, él, y por supuesto Joan Gilabert, eran las únicas personas en las que aún confiaba absolutamente. Vilches apuró su cerveza y pidió otra.

−Estás algo pálido…

−Será que no tomo el sol.

El vino no me estaba sentando todo lo bien que hubiera deseado, de forma que dejé el vaso en el mostrador y lo empujé suavemente para alejarlo de mí. Francesca me miraba con su habitual contundencia.

−¿Cómo anda todo?

Sabía perfectamente qué era lo que Vilches me estaba preguntando, pero lo soslayé, barriendo con la mirada a la gente que nos rodeaba. Joan Gilabert tenía su vaso en la mano y daba la sensación de que aguardara a que yo entrase al trapo. Por suerte, como en otras ocasiones, su mujer me hizo de escudero.

−¿Quién va a firmar la crítica de su novela? –preguntó a Vilches−. Pensé que ibas a sacarla esta mañana…

La miré con afecto y ella me correspondió con un temblor en los labios. Irradiaba esa inteligencia suya que la hacía tan sugestiva y, a la vez, tan temible. Esa expresión ya la dominaba con dieciséis años. Su seguridad era el mejor bastón con el que podía contar Joan Gilabert.

−La hará Nuria.

Suspiré aliviado. Y supongo que ellos también lo hicieron, aunque más discretamente. Todos sabíamos que Nuria Herrero haría un trabajo honesto, mientras que Héctor Moñino podría devolverme una vieja afrenta con sus temibles malas artes. Por supuesto no me habría gustado correr el riesgo de comprobarlo.

Le di una palmada de agradecimiento en el brazo, y creo que me daba cuenta una vez más de que envidiaba la vida de Vilches, su independencia, su trabajo. De pronto habría sido capaz de robarle el alma si eso me hacía recuperar ciertas cosas.

−Me he enterado del altercado que tuviste. Si hubieses sufrido una agresión nos habría venido de perlas para el periódico…

Joan Gilabert soltó una risotada y la bebida se le derramó sobre la mano.

−¡Es lo mismo que le dije a Elio! Mejor un escándalo que una aburrida presentación…

−¿Te aburriste? Joder, Joan, fuiste tú mismo el que presentó mi novela…

Francesca se divertía, pero esta vez su risa franca y elegante la dirigía directamente hacia mí. Era como si me hablara al oído, como si me susurrara algo que guardara desde hacía tiempo, y con la mirada me abrazaba acercando sus labios a mi cuello. Cuando estudiábamos juntos sentí más de una vez esa misma sensación.