María y Sectiva

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María y Sectiva
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MARÍA Y SECTIVA


SECTIVA LOZANO AGUILERA

MARÍA Y SECTIVA

EXLIBRIC

ANTEQUERA 2017

MARÍA Y SECTIVA

© Sectiva Lozano Aguilera

© de la imagen de cubiertas: Bellybutton

Diseño de portada: Dpto. de Diseño Gráfico Exlibric

Iª edición

© ExLibric, 2017.

Editado por: ExLibric

C.I.F.: B-92.041.839

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artística o científica.

ISBN: 978-84-16848-65-2

Nota de la editorial: ExLibric pertenece a Innovación y Cualificación S. L.

SECTIVA LOZANO AGUILERA

MARÍA Y SECTIVA

Este libro ha sido para mí como una terapia muy dolorosa,

pero al mismo tiempo me ha liberado de una opresión

que sentía en mi interior, la cual no

me dejaba vivir mi propia vida.

Índice de contenido

Portada

Título

Copyright

Dedicatoria

Índice

PRIMERA PARTE MARÍA

La fuente de las sanguijuelas

María, moza para todo

Don Antonio Aguilera

La fuga

La número seis, yo

El infierno en la era

Vital decisión

Un bautismo improvisado

La burra, mi salvación

Mi abuela Leonor

El salario de la mujer y los robos del gallinero

¡Adiós, abuelo!

Sorda de por vida

Los años del hambre

El día de la cruz

La apuesta

El cortijo la loma

Un coma viviente

Vuelta a la vida

La escalera

Gato por liebre

Huérfana por segunda vez

La odisea de una niña

Antequera

La Comunión

Una carta macabra

La ciudad condal

Una falsa identidad

Primera parte MARÍA

La fuente de las sanguijuelas

Fue un día del mes de abril, un día de primavera cuando la naturaleza estaba en todo su esplendor, cuando las rosas extendían por el aire todos sus perfumes y los colores embriagaban con solo mirarlos. Del camino que llevaba a la Fuente de Las Sanguijuelas, situado al otro lado del Manchón, casi al fondo de los matorrales que lo poblaban (el lentisco, el tomillo, el romero y hasta de la gayumba), surgían aromas penetrantes que tanto entusiasmaban a María. Fue uno de esos días cuando mi madre, jovenzuela de quince años, se enamoró.

Ella atravesaba como cada día al atardecer ese camino verdeante y oloroso del monte, para acarrear el agua con su cántaro apoyado en la cadera. La brisa, ondeando al viento su falda, dejaba ver sus bonitas y largas piernas, mientras ella pudorosa, intentaba evitarlo una y otra vez colocando la enagua en su sitio. Y de repente, ¡lo vio, allí estaba él! no era una ilusión, era el mismo de ayer y de antes de ayer. Allí estaba él esperándola como cada día desde que la vio por primera vez llenando su cántaro en la fuente. Cuando María lo vio, su corazón se aceleró como un caballo desbocado. Sumisa y avergonzada bajó la cabeza como lo hacían las mozas de su tiempo. María solo tenía quince años en 1921 y el amor le atravesó de repente como una flecha.

Ella nos contaba a mis hermanos y a mí, que cuando lo vio por primera vez en la fuente abrevando su rebaño de ovejas, se quedó parada. No podía apartar la vista de aquellos ojos negros y penetrantes que a su vez no se apartaban de ella. Fue como un huracán que le atravesó todo el cuerpo obligando a su joven corazón a dar brincos como un potro salvaje.

Casi con su cántaro a medio llenar, María emprendió la huida por el camino del monte y no paró hasta llegar a su casa, situada en una ladera llamada La Estellá. Allí vivía con sus padres Antonio y Leonor, más sus dos hermanos mayores Antonio y Manuel.

Tuvo que pararse debajo de la gran encina que había enfrente de su casa a fin de calmar su nerviosismo. No podía permitir que su madre la viese agitada porque la habría atiborrado a preguntas que ella no sabría contestar. Aquella noche no pudo dormir asaltada en cada recodo de su sueño por aquel pastor que le doblaba la edad y que, desde hacía ya unos días, la esperaba cada tarde en la fuente sin mediar palabra alguna. La miraba con aquella intensidad como si quisiera grabarla en su mente para siempre. Aquel día, María supo que algo había sucedido en su vida y en su corazón. Su cuerpo se echaba a temblar con tan solo pensar en el momento que se volvieran a cruzar. Pero… ¿por qué, si ese hombre nunca le había dicho una palabra? Esa incertidumbre la sumía en un estado dulce y salvaje al mismo tiempo, que su joven corazón no sabía cómo controlar. Quería ir a por el agua de cada día y tenía miedo a la vez porque sabía que él estaría allí dándole vueltas al sombrero en su mano, con la frente descolorida por el sol de la montaña, con su media sonrisa, su brizna de hierba salvaje entre los dientes y sus ojos penetrantes que la miraban de arriba abajo como si quisieran desnudarla de golpe.

María sabía ya que no podría apartar la mirada de él. Pero… ¿quién era?, ¿cómo se llamaba aquel hombre que de la noche a la mañana le había robado la tranquilidad de su monótona vida? aquel hombre, que no decía nunca nada, solo la miraba de aquella forma casi hiriente, que le atravesaba el corazón sumiéndola en un desasosiego infinito.

Mi padre, José, la miraba embelesado y asustado a la vez, a sí mismo se decía: “¡Dios mío!, ¿cómo decirle a aquella criatura tan joven e inocente que me he enamorado de ella como un colegial?, ¿cuántos años podría tener? ¿Catorce, quince…?”

Para mi padre, hombre de montaña y pastor de profesión de su propio rebaño, cuya edad rebosaba ya los treinta años, la idea solamente de abordarla le aterraba. Solo era una niña, “¿qué le diría?, ¿cómo reaccionaría ella? ¿Y si se asustaba y no venía más a por agua a la fuente?”. De todos modos tenía que hablar con ella, así que cogiendo su coraje a dos manos se prometía una y otra vez “de mañana no pasa, mañana le hablo y le digo que estoy perdidamente enamorado de ella”, —pensaba para sí: “mañana te hablo mi niña linda, mañana te lo diré mi niña morena de largas trenzas negras como el azabache, que yo José, pastor de mi rebaño, a quien con la excusa de verte vengo a dar de beber cada día a tu fuente… ¿Querrá escucharme?, ¿cómo se llamará? Mañana en cuanto la vea se lo pregunto”.

 

Por el momento es un día bien soleado en el que mis padres van a conocerse mejor: José bajó de su montaña ese día dispuesto a todo. La mayor parte de la noche la había pasado poniendo a punto su plan de ataque hacia esa moza que desde hacía un tiempo le quitaba el sueño. La joven de mirada esquiva y gesto rebelde tendría que vérselas hoy con él. Esa niña grande que nada más ver como él venía hacia ella, cogía su cántaro a medio llenar y se marchaba como una ráfaga de viento. “Pero hoy le cortaré el paso, de hoy no pasa” —pensó José. Se puso sus mejores galas. Quería impresionarla, con lo que se afeitó, se lavó entero de pies a cabeza y decidido a todo, bajó con su rebaño a la Fuente de Las Sanguijuelas a hablar de una vez por todas con esa muchacha. Bajaba de prisa atisbando cada rincón del camino por donde ella debía aparecer, pero ese día María no apareció. Llevaba tiempo espiándola y controlando todas sus idas y venidas. Era su hora de bajar cada día a por el agua, ¿qué podía haber pasado? Estuvo esperándola hasta bien entrada la tarde, hasta que su rebaño ya cansado se había adentrado en el monte dejándolo solo con su desesperación. ¿Estaría enferma? no podía ser, estaba lozana y hermosa, derrochaba salud por los cuatro costados. No había más que verla cuando se cargaba aquellos cántaros de agua enormes sobre sus caderas y a veces hasta se llevaba un cubo de agua en la otra mano. Esta situación no cuadraba. La esperó un poco más, pero ya casi de noche tuvo que rendirse a la evidencia de que María no bajaría ese día a la fuente. Con el corazón en un puño vio como sus ovejas más rezagadas cogían el camino de regreso a su cabaña del monte. Cabizbajo las siguió, resignado con la angustia a flor de piel. Y se dijo para sí: “Bueno, ya veremos mañana qué le ha sucedido”.

María, moza para todo

Para María las cosas no eran tan fáciles como él pensaba. En los años de La Primera Guerra Mundial (allá por 1921) la España de entonces no era nada fácil para las hijas únicas como María, vigilada continuamente por sus padres y hermanos. Una chica no tenía los mismos derechos que un varón. Antonio y Manuel habían ido a la escuela, los dos sabían perfectamente leer y escribir, pero en cambio María no había gozado de este privilegio. Ella solo tenía derecho a estar con su madre en casa fregando, cosiendo y aprendiendo a cocinar. Una mujer no debía tener pretensiones literarias para estos menesteres. Además, si resultaba demasiado lista nunca sería una buena esposa. Al menos eso era lo que pensaba Leonor, su madre; analfabeta ella misma. Pero lo que en realidad Leonor quería era que su hija no llegara a casarse nunca, para así tenerla a su servicio hasta el resto de los días. Así pues, María tenía su casa limpia como una patena. Y por las tardes, después de planchar y dar de comer a las gallinas, junto con los tres cerdos de la matanza prevista para Navidad, se dedicaba a acarrear el agua para las necesidades de la casa. Esas eran sus obligaciones de cada día para saber llevar un hogar como Dios manda.

María era una inversión a largo plazo para sus padres. Eso fue lo que le dijo Leonor a sus dos cuñadas en el duelo del tío Ramón.

—O sea, ¿qué no quieres que se case? —le preguntó su cuñada Felipa ese día.

—¡Ojalá! —respondió Leonor. Un problema menos y un buen arreglo para mí, más tarde.

—Leonor, has tenido suerte, tardía pero cierta, —decía su cuñada Ana— la última que te nació fue una hembra, y así la tendrás para tu vejez. Seguro que no se casa, ¿pero tú la has visto bien con esas patas largas y esas trenzas retorcías en lo alto de la cabeza, que parece una salvaje? En cambio sus hermanos, vaya buenos mozos, ya quisiera yo uno para mi Juana.

—¿Y qué me dices de mí? —replicó Felipa— que solo he tenido cuatro machos. Cuando sea vieja no estoy esperanzada más que a las nueras.

María lo había oído todo rezagada, pues estaba detrás de la puerta viendo por la rendija como su tía y su madre amortajaban al tío Ramón. De todas formas María tenía todo esto bien asumido. Que esa sería su obligación hasta el fin de sus días. Porque a decir verdad, esa era la costumbre y además nunca se casaría. Al menos nunca lo había pensado hasta ahora. Por eso siempre obediente aprendía todo lo que su madre le enseñaba, que consistía en todas las faenas de la casa. Además, ya sabía guisar muy bien el puchero con fideos. Unos fideos que hacía ella misma como su madre se lo había enseñado: Primero hacía la masa para varios panes que envolvía en un lienzo blanco para que la masa subiera y hacer los panes más tarde. Ahora tenía que ocuparse primero de hacer los fideos antes de que la masa endureciera. Cogía porciones y los retorcía en sus manos como si quisiera emborracharlos. Así conseguía hacer unos fideos largos y finos como guitas que luego delicadamente iba tendiendo sobre una caña sujeta en el respaldar entre dos sillas. Hacía cantidad de fideos que luego dejaba secar durante toda la noche. Por la mañana aún un poco húmedos los ponía encima de la mesa de la cocina y los cortaba casi todos a la misma medida para que cupieran en las latas que Leonor tenía en su alacena. Les duraban varios días, (quizás semanas) y así Leonor o ella misma se los irían echando al puchero cada día. Porque en España el plato principal es el puchero de fideos con garbanzos. Comida típica de los campesinos al medio día y por la noche la sopa de fideos y hierbabuena. Después venía la pringá, que consistía en comer toda la carne y el tocino que se había echado de la matanza. Esta cena se terminaba casi siempre con una ensalada, sobre todo en las casas pobres, lo que afortunadamente no era el caso de mi abuela. Ella venía de una familia más o menos pudiente, originaria de unos cortijos de Villanueva de Algaidas, (provincia de Málaga) y al casarse con mi abuelo, que era un don nadie, pero guapísimo, la moza llevó en su ajuar tierras y casa, además de un montón de reales que guardaba como oro en paño en el fondo de su baúl. Ya se ocupó ella bien de organizarle la vida a mi abuelo Antonio instalando un huerto en el fondo de la cañada, donde pasaba la acequia con un hilillo de agua clara, que bien guiada daba para regar todo el huerto. Ella misma se procuró para su casa un par de gallinas y un gallo, formando su propio gallinero que con el tiempo le daría carne para su olla y huevos para freírlos con patatas. En Navidad esta era su buena matanza, lo que duraría todo el año.

Recuerdo como haber visto unas cañas atravesadas dentro de la chimenea de mi abuela y donde colgaban chorizos y morcillas para que se ahumaran. Los ponía bien altos para que nadie pudiera alcanzarlos. Nadie salvo ella, que lo hacía con una caña muy larga que tenía un pincho en la punta con el que desenganchaba chorizos y morcillas (objetos de todos mis deseos) que nunca me daba. Y ya comprenderán más adelante el por qué.

La primera vez que vi a mi madre hacer esos fideos no la olvidaré nunca. Tenía una destreza increíble, los hacía muy finos, casi como los que conocemos hoy en día de fábrica. Su fábrica eran sus manos. Cogía los fideos por los dos extremos cuando aún estaban húmedos y torciendo sus manos cada una en un sentido hacía una especie de ochos que a mí me encantaban. Parecían flores, daba pena comérselos. Pero nos los comíamos rápidamente. Nosotros no teníamos latas para guardarlos como Leonor. A nosotros no nos duraban más de dos días, ya que en ese tiempo la miseria estaba siempre presente en nuestra casa. Muchos días no teníamos pan. Mi madre cogía harina y aceite y nos hacía gachas. Esa era nuestra cena. Otros días nos hacía sopa de puerros con fideos, pero había días que no teníamos ni eso. Fue una época muy dura para ella y para nosotros (ya hablaré más adelante de este episodio).

Por el día de hoy enterramos al tío Ramón (que el tabaco se lo había llevado antes de tiempo) en el cementerio de La Estellá. María en su condición de hija única entre varones seguía el cortejo hacia el cementerio, sumisa y enlutada como era de costumbre. Su madre la vigilaba a hurtadillas “con el rabillo del ojo”, y por causa (desde hacía algún tiempo), María andaba más revuelta que de costumbre. Aunque hacía poco que había salido de la edad del pavo (para gusto de Leonor demasiado deprisa), también parecía que comía menos (cosas de la edad) pensó, quizás porque se hacía mayor. Pronto tendría quince años cumplidos. Sí, sería por eso que terminaba siempre las tareas de la casa antes de tiempo. Se arreglaba y se ponía a acarrear el agua (más de la que hacía falta). A veces hasta daba tres viajes. Sí, María hubiese vaciado la fuente cada tarde con tal de ver a su pastor mudo (porque nunca decía una palabra, y eso que a veces ella le provocaba vaciando el cántaro en el abrevadero de sus ovejas y lo volvía a llenar otra vez). Así se pasaron muchas tardes mirándose el uno al otro como un amor platónico sin atreverse ni el uno ni el otro dar el primer paso. Y a decir verdad era comprensible; ella era tan joven y él tan viejo, que tenían miedo el uno del otro. Y justamente hoy que José se había acicalado y pensaba abordarla, María no bajó a la fuente (y por causa) puesto que su tía Juana la había visto varias veces a la misma hora y con el mismo hombre en la Fuente de Las Sanguijuelas e inmediatamente fue a contárselo a Leonor. Quien desde ese día decidió que su hijo Manuel acarrearía el agua con la yegua, evitando así que María bajara a ver ese cabrero del demonio como ella decía. A partir de ese día José no vio más a María, el pobre hombre se desmadejaba el cerebro pensando: “¿qué he hecho mal?”, pero no encontraba respuesta. Lo único que oía eran los latidos de su corazón que le decían una y otra vez: “¿Lo ves?, por no hablarle a tiempo has perdido a tu niña bonita”. Y se sentía terriblemente culpable. ¿Pero qué podía hacer si ella no venía más a la fuente?, ¿cómo la encontraría si ni siquiera sabía dónde vivía? Durante varios días dejó sus ovejas solas pastando en el monte y se puso a observar todos los caminos que conducían a la fuente, pero nada, ni rastro de ella. Desesperado y casi resignado pensó: “de aquí no me moveré hasta que llegue esta moza. Llegará el momento en que necesitará agua y aquí estaré yo esperándola”. Pero se equivocaba; desde ese día fue Manuel a por el agua, un viaje por la mañana temprano y otro bien entrada la noche después de las labores del campo. Y justo una mañana cuando Manuel llenaba sus dos cántaros que luego metía en sus alforjas, uno en cada lado del lomo de la yegua, José se disponía a preguntarle si conocía a… cuando se quedó parado en seco al ver el cántaro de María. Era el mismo que María se ponía en su cadera. Lo reconoció, lo había visto mil veces con su lazo azul que María ataba al asa, el mismo lazo azul que llevaba atado en sus largas trenzas negras cuando las llevaba sueltas en su espalda. El corazón le dio tal brinco que tuvo miedo de que el aguador de la yegua notara su desasosiego. José bebió un poco de agua de la fuente y se alejó a paso lento, como el viajero que emprende su camino después de haber saciado su sed. Justo al recodo del camino pudo esconderse por donde las gayumbas y los lentiscos, que eran bien altos como para ver sin ser visto. Allí se paró, solo tenía que seguir al aguador y saber dónde vivía, porque de una cosa estaba seguro, como de haber reconocido el cántaro de María, lo que quería decir que ese joven vivía en la misma casa que ella. Una idea horrible le asaltó: ¿sería su padre? No, ese hombre era muy joven. ¿Su hermano?, ¿su novio?... De este último desechó inmediatamente la idea. Lo único cierto es que este mozo le conduciría a la casa donde ella vivía. Después ya vería él cómo se las arreglaba para encontrarse con ella. Y así fue, en cuanto Manuel llegó a la casa y paró su yegua delante de la puerta llamó:

—¡María!, ¡mamá!, ¡que ya estoy aquí con el agua!

Las dos mujeres salieron de la casa cogiendo cada una un cántaro, mientras que Manuel se llevaba la yegua a la cuadra. Una especie de cobertizo situado al lado de la casa. “¡Así que se llama María, bonito nombre para una bonita muchacha!”, —exclamó para sí. Había que juntar los labios para pronunciarlo, y juntando los suyos se imaginó que le daba su primer beso sellando para siempre su amor por ella. A partir de ese día, después de abrevar y encerrar a sus ovejas, emprendió una vigilancia constante alrededor de la casa de María. Alguna vez tendría que salir a hacer sus necesidades, ya que en las casas de campo antiguas no había retrete por lo que la gente salía detrás de la casa a orinar. José pensó que la pequeña cabaña de madera situada detrás de la casa servía para esas necesidades, así que tenía que armarse de paciencia y esperar. Al primero que vio fue al padre de María, al menos así lo supuso, porque era un señor mayor. También divisó a Leonor, que bien ajena a que unos ojos la miraban en la oscuridad, levantó su enagua blanca de encaje que todavía conservaba de su ajuar y enseñó su hermoso culo al pobre José que no esperaba tanto. Leonor había sido una bella moza. Un poco ruda, a lo campesino, pero hermosa. “De tal palo tal astilla, no me extraña que María sea tan bonita”. –Pensó José. Casi se disponía a marcharse dándole la vuelta a la casa, con el pensamiento de que María no saldría ya, cuando oyó la voz de Leonor que decía:

 

—María, ¿has cerrado el gallinero?

—No mamá, aún no.

—¿Y a qué esperas para hacerlo?, ¿no ves que el zorro podría entrar y comerse las gallinas como la otra vez?

—Enseguida voy mamá, en cuanto termine de fregar y coloque los platos en el platero.

Con el candil en la mano, María se dirigió al otro lado de la casa donde Leonor había instalado su gallinero. Cerró su puerta y de pronto José la llamó en voz baja:

—María, María. —Un poco asustada María preguntó:

—¿Quién anda ahí?

—María no te asustes, soy yo, José, el pastor de la Fuente de Las Sanguijuelas. Llevo días sin verte, pensé que te había pasado algo. Inmediatamente María apagó el candil, lo que dio a entender a José que María no estaba descontenta de verlo. Quería protegerlo. Con la oscuridad, si alguien salía de la casa en ese momento no podrían verlo.

—¡Dios mío!, ¿estás loco?, ¿qué haces aquí?, si mi padre o mis hermanos te ven te despellejarán vivo. ¡Vete, vete de aquí ahora mismo!

—No puedo María, tenía que verte. Hace días que no bajas a la fuente, y yo me vuelvo loco sin verte.

Si hubiese habido luz, José hubiera visto los colores que subieron a las mejillas de María en ese momento.

—¿Y quién te ha dicho que yo quiera verte? ¡Pedazo de orgullo mal criado, ovejero!

—Yo sé que sí, me lo decían tus ojos cada vez que me mirabas en la fuente.

—Te matarán, te arrancarán la piel a tiras si te ven por aquí mis hermanos o mi padre.

—¿Pero por qué no bajas a la fuente?, justo el día que pensaba hablar contigo desapareciste.

—Claro, mi tía Juana nos vio juntos en la fuente y se lo dijo a mi madre, desde entonces no me dejan acarrear el agua, estoy más vigilada que la Ruana (la Ruana era la rica del condado, que cuando salía de su casa para ir a misa, llevaba tantos collares alrededor de su cuello que siempre llevaba un sirviente delante y otro detrás por miedo a que se los robaran).

—No importa, de todas formas pienso venir en pleno día a hablar con tu padre, porque no creo que sea un delito cortejar a una mocita.

—Tú no sabes a lo que te expones. Te darán montones de palos. Eso si no te echa mi madre una olla de agua hirviendo como hizo la suya con mi padre cuando fue a pedirla en matrimonio.

—Pero se casaron, la prueba María, tú estás aquí.

—Sí, yo estoy aquí, hablando con un ovejero desconocido que de un momento a otro van a colgar del palo más alto de la encina que hay delante de mi casa.

—Ya no soy un desconocido para ti, pero si tengo que pasar por ahí asumiré las consecuencias…