El viaje más grande del mundo

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El viaje más grande del mundo
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EL VIAJE MÁS LARGO DEL MUNDO

D93

Saúl Sánchez Pedrero

El viaje más largo

del mundo

D93


Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)

© Saúl Sánchez Pedrero (2019)

© Bunker Books S.L.

Cardenal Cisneros, 39 – 2º

15007 A Coruña

info@distrito93.com

www.distrito93.com

ISBN 978-84-17895-90-7

Depósito legal: CO 535-2020

Diseño de cubierta: © Distrito93/ Milita Šeštokaitė

Fotografía de cubierta: © Pedro Sánchez González

Diseño y maquetación: Distrito93

Muchísimas gracias a todas las

personas que habéis contribuido

para que este proyecto vea la luz.

Ha sido un proceso largo pero os

estaré eternamente agradecido.

Especialmente a:

Iván Robles, Alberto Martínez,

Gorka Torres, Jesús Pedrero,

Álex Ruiz, Susana Soto, Marga

Royo, Vicente Ortolá, Peter Pan-

pinpum, Cristina Blanco y Fran

Fernández.

A Lydia, mi compañera de vida, que comparte

mis desvaríos y que riega mi alma cada

mañana con su infinita sonrisa.

A los cientos de miles de Amadous

que hay en el mundo

Nota del autor

Este relato está inspirado en las vivencias que me han contado en primera persona muchos de los chicos inmigrantes y refugiados con los que he trabajado durante siete años en un piso de acogida, no es la historia real de ninguno de ellos. Todos los personajes de la novela son inventados, así como los pueblos que se nombran; sin embargo, las ciudades que se citan sí son reales para que el lector pueda centrar la trama.

Prólogo

Mi nombre es Amadou Koulibaly, aunque mucha gente me conoce como Mellado, un apodo que me puso mi gran amigo Seidy, al que considero como mi propio hermano. Tengo veintidós años, o al menos eso creo, ya que no hay ninguna partida de nacimiento que registre esa edad. Es un cálculo que hacían en mi familia, y en el que el modo de verificarlo entre mi madre y mi abuela era el número de cosechas propicias. En cualquier caso, aquí en España, mi fecha de nacimiento es el 1 de enero de 1995. El 1 de enero es la fecha de nacimiento de casi todos los africanos que conozco y que, como dije anteriormente, al no existir muchos registros es la que nos da el gobierno de España, en especial a los que como yo hemos solicitado asilo político.

Actualmente trabajo en una frutería de un barrio de Tetuán. He tenido suerte, mucha suerte, sobre todo si me comparo con los miles de compatriotas que han muerto en la guerra civil que asola a mi país desde hace un tiempo; pero también si me comparo con todos los amigos que perdí durante mi viaje a Europa. Un viaje que ha marcado mi vida hasta unos límites que ni yo mismo soy capaz de ver con claridad.

Esta que os voy a contar es mi historia, pero hay cientos e incluso miles de historias similares a la mía y que se quedan en muchas ocasiones en algún lugar del mar Mediterráneo, o clavados en las vallas de Ceuta y Melilla, sin hablar de todos los que perecen en los desiertos de Mauritania o Malí, y de los que son asesinados por la policía de Marruecos o por las mafias de personas.

Como me dijo un compatriota cuando logramos llegar al Centro de Internamiento de Extranjeros de Aluche en Madrid: «somos espermatozoides», los más rápidos de nuestra promoción y los que hemos logrado llegar al útero de Europa, sin habernos quedado por el camino como los miles de espermatozoides que no consiguieron su objetivo. Yo lo he logrado, y eso que nunca estuvo entre mis sueños de niñez viajar a España, pero que una serie de acontecimientos provocaron que no me quedase más remedio. Y es así cómo, cinco años después de emprender mi salida desde Sané, mi pueblo natal, puedo estar contándoos esto. No sé bien por qué lo estoy haciendo. Quizá se lo deba a mucha gente que no puede, no sabe o no quiere expresarse, pero sobre todo lo hago por los que ya no podrán hacerlo. Por los que engordan las estadísticas de uno de los grandes genocidios olvidados. Por todos ellos y por mí os voy a contar todo lo sucedido hasta hoy. «¿Ya os dije que mi nombre es Amadou Koulibaly?».

Impotencia

Era una tarde algo fría —para estar en Malí, me refiero—, lo recuerdo porque llevaba una vieja chaqueta puesta sobre los hombros. En Sané, mi pueblo de la etnia bámbara, el frío no era una de las cosas que se pudieran considerar típicas, sino más bien todo lo contrario. Aun así, en esa tarde de principios de diciembre del año 2012 estaba refrescando. Estábamos en el umbral de nuestra pequeña choza: mi madre, mis tres hermanas pequeñas y yo. De repente, escuchamos un motor a lo lejos y enseguida pensamos que podría tratarse de nuestro padre, y su viejo y destartalado camión. Se dedicaba al comercio de toda clase de productos, tanto en nuestra aldea como en los pueblos y ciudades que se situaban a un radio de unos doscientos kilómetros. Presté atención y me di cuenta de que el sonido no era el de su convoy —tal y como acostumbraba a referirse a su Volvo. Un trasto que había comprado por un precio relativamente bajo a un amigo hacía ya tiempo, y al que él mismo había hecho mil reparaciones para que funcionara correctamente—. De hecho, no se trataba de un solo vehículo, sino de tres camionetas repletas de hombres.

Nos pareció muy raro, ya que no era frecuente ver ese tipo de vehículos por nuestra aldea. Mis hermanas y yo nos quedamos mirando maravillados algo que nos sacara de nuestro profundo aburrimiento, pero en el rostro de mi madre se reflejaba preocupación. Una preocupación de la que me percaté de inmediato. A medida que los vehículos se acercaban a nuestra casa, mi madre empezó a ponerse nerviosa y nos hizo entrar en la choza. La tensión en su cara y los gestos de una mujer de carácter amable y bondadoso, como ella lo era, nos hizo percibir que algo no andaba bien. Sus bellas facciones, finas y estilizadas, se fruncieron al mirar los vehículos que se acercaban, y fue por eso por lo que obedecimos sin rechistar. Nos amontonamos en una silla que había en la casa mientras ella permanecía de pie, en la puerta de la entrada, mirando a los recién llegados que empezaban a bajarse de las camionetas. Vestían túnicas blancas con tonos azulados y llevaban un turbante en el pelo. La mayoría portaba ametralladoras colgadas de los hombros, que les proporcionaba un aspecto feroz y hostil. Yo nunca había visto un arma de fuego hasta ese día, aunque por desgracia las vería con demasiada frecuencia en los años siguientes.

—Hola, buena mujer, venimos buscando a Moussa —dijo un hombre armado, que parecía ser el cabecilla de aquella gente.

Mis hermanas y yo nos apretamos más si cabe y empezamos a sentir una especie de miedo que se hacía plausible en nuestras ingenuas miradas.

—No está —contestó mi madre, tratando de aparentar tranquilidad. Una tranquilidad que hacía tiempo había desaparecido de su rostro.

—Ya lo veo, su camión no está aquí —apuntó un segundo hombre, que también sostenía una ametralladora—. ¿Cuándo volverá?

—No lo sé, posiblemente mañana. Está comerciando. En esta ocasión ha ido a Bamako, y cuando trabaja en la capital pasa más tiempo que cuando está por los pueblos cercanos. —La voz de mi madre parecía sólida, al menos a los ojos de aquellos hombres.

Los observé con detenimiento para intentar saber qué venían buscando. Carecían de uniforme, por lo que no podían ser militares. Su forma de actuar no me daba más datos para entender qué hacían en la puerta de casa. Mucho menos las armas que llevaban. Me recordaban a los hombres del desierto —así les llamábamos en la aldea—, sujetos que se dedicaban a asaltar a comerciantes que iban a los pueblos del Norte, forajidos de la justicia y que, según parecía, llevaban un tiempo armándose y preparando un ejército. Esto era lo que escuchaba en las conversaciones de mi padre cuando, en ocasiones, le ayudaba en el reparto de sus mercancías por los pueblos cercanos.

—¿Sabe que el cerdo de su marido nos debe mucho dinero? —Empezó a entrarme calor por todo el cuerpo. Ese hombre que acababa de llegar se atrevía a insultar a mi padre, un hombre honrado, trabajador y que lo hacía todo por poder alimentar a su familia. ¿Cómo podía atreverse a hablar así sobre el gran Moussa?

El hombre que había insultado vilmente a mi padre empezó a acercarse mucho a mi madre, más de lo que en nuestra cultura podría considerarse políticamente correcto entre un hombre y una mujer que no están unidos por el sagrado matrimonio. Se paró delante de ella, le cogió bruscamente la cara, se volvió a los demás y les dijo:

—Eh, este viejo de Moussa no tiene mal gusto, ¿verdad? —No sé si me molestó más ese comentario o las risas de sus compañeros de fechorías. El caso es que se empezó a apoderar de mí una cólera que no había sentido nunca en mi vida.

Mi madre le apartó la mano bruscamente y le dijo con una voz fuerte y decidida:

 

—¡Déjame en paz! ¡No me toques! Eres un mentiroso, mi marido no os debe nada. ¡Es un buen hombre!

—Vaya, vaya, ¿qué tenemos aquí? ¿El viejo Moussa no te ha enseñado modales, zorra?

Sentía cómo la rabia se apoderaba de mi cuerpo. Primero insultaba a mi padre y ahora se atrevía con mi madre. Estaba furioso con aquel hombre que se estaba propasando con mi familia e instintivamente agarré un palo con el que solía jugar por las calles y que estaba al alcance de mi mano. Mi hermana Faiatu intentó agarrarme para que no lo hiciera, pero yo era más fuerte que ella y conseguí eludir sin problemas su mano temblorosa. El hombre seguía con su retahíla de insultos y empezó a manosear a mi madre descaradamente. Eso ya era demasiado para mí. No pude contenerme y salí con el palo, gritando que la dejase en paz. Mi madre trató de retenerme, pero yo me zafé y conseguí darle en las costillas con toda la fuerza que podía un chiquillo delgado de diecisiete años. El hombre emitió un pequeño grito y, como acto reflejo, me dio con la culata de la ametralladora en la cara. Todo lo que sucedió después lo recuerdo como si fuesen fotografías: mi madre llorando, los hombres riendo, mis hermanas chillando dentro de la casa, y yo sintiendo un extraño sabor a sangre en la boca. Antes de desmayarme, logré escuchar cómo decía uno de aquellos hombres:

—Dile al viejo que volveremos, y esperamos que para entonces tenga listo todo el dinero que nos debe.

Luego escuché, entre los sollozos de mi madre y de mis hermanas que acudieron a ver cómo me encontraba, el sonido de los motores de los vehículos que se alejaban.

Libertad

—¡Bienvenido, Amadou! Esta es tu nueva casa. Aquí tienes el salón, la cocina, el cuarto de baño y tu habitación. Dormirás con tres chicos más: Mohamed, de Marruecos; Baillou, de Senegal; y Souleymane, de Guinea Conakry. Ahora están en la escuela, pero luego por la tarde podrás conocerlos. Estoy segura de que os llevaréis muy bien. Toma tus sábanas y prepárate la cama. En cuanto lo hagas, ven al despacho y te explicaremos las normas de funcionamiento del piso.

Esto me lo acababa de decir Verónica, la chica que había ido a recogerme al Centro de Internamiento de Extranjeros (cie), en Aluche. Allí, una trabajadora social me explicó que me trasladarían a una residencia en la que podría empezar una nueva vida. Me comentó que mi calvario había llegado a su fin. No me dio mucha información al respecto, apenas que se llamaba Asociación Parterre, situada en el centro de Madrid, y que conviviría con más chicos que habían pasado por lo mismo que yo. Habían pasado casi tres años desde el incidente en Mali, en el que me habían partido un diente de un culatazo, y ahora me encontraba en Madrid. Verónica y yo nos habíamos metido en su coche pequeño y de color blanco, desde el que había podido observar su cara linda. Sus ojos claros y mirada firme, pero tierna, se escondían detrás de unas gafas finas, acorde a la harmonía de su rostro. Se podría decir que era una chica bien parecida, me gustó desde el primer momento en que la vi. En el transcurso del camino hasta nuestro destino apenas hablamos. Me dijo que al llegar al piso ya me contaría más detalles sobre mi nueva vida y mi nueva residencia, en la que había más chicos africanos.

Lo primero que llamó mi atención fue que una mujer fuera la jefa del piso, aunque según me habían comentado eran tres los jefes de mi nueva residencia. Imaginaba que los demás serían hombres. En ese momento, el nombre de ella me parecía imposible de retener en mi aturullada cabeza, pero, con el tiempo, Verónica se convertiría para mí en un gran apoyo; además de ser una de mis educadoras, como así me enteré más tarde que se llamaba, y no jefa.

Hice lo que me pidió, coloqué las sábanas lo mejor que pude sobre el colchón, pero no fui al despacho porque me daba vergüenza, así que Verónica vino a la media hora para ver si estaba todo bien. Noté cómo se reía entre dientes y entre los dos rehicimos la cama. Por lo visto no había colocado las sábanas bien, ya que, a decir verdad, era la primera vez que afrontaba esa difícil misión en mi vida. Tras este momento embarazoso que me hizo ruborizar le acompañé al despacho, donde empezó a explicarme las normas del centro. Pasados unos minutos, se dio cuenta de que no me estaba enterando de nada; yo asentía todo el rato porque no quería ser descortés. Ella me tocó en el hombro, recuerdo que un calor me recorrió todo el cuerpo. Era la primera vez que una mujer que no fuese de mi familia me había tocado, y la verdad es que, aunque apenas fue un instante, yo me sentí extraño, pero me gustó.

—Espera un momento, voy a buscar a Yakub para que te traduzca.

Yakub era un chico guineano que también vivía en el piso. «¿Cuántos chicos seremos en total?», pensé.

—¡Hola! —me estrechó la mano. Era un chico muy alto y delgado, yo diría que tan delgado como yo. Me dio la bienvenida en francés y me explicó las normas del piso. He de decir que mi francés no era muy bueno, pero bastante mejor que el español.

La conversación fluyó de manera que primero Verónica le decía algo a Yakub y este me lo traducía. Me llamó la atención el hecho de que Verónica, aunque hablase con Yakub, me miraba a mí. Esto me hacía sentir raro, pero con el tiempo me acabé acostumbrando. A juzgar por cómo se trataban, parecía que Yakub y mi nueva educadora se llevaban muy bien. Se notaba la confianza que había entre ambos, cosa que me tranquilizó bastante, y me dieron muchísima información, la cual agradecí encarecidamente. De entre todo lo que me dijeron, me quedé con que no era una prisión, tal y como había estado hasta ahora desde mi llegada a España, sino que era libre y podía salir cuando quisiera. De hecho, me dieron unas llaves de la casa, lo cual me hizo mucha ilusión, ya que en mis diecinueve años de vida jamás había tenido llaves de nada.

Me informaron de que era una asociación que se dedicaba a trabajar con inmigrantes y refugiados que se llamaba Parterre, y que podría estar aquí si cumplía las normas y aprovechaba mi estancia durante mucho tiempo. Eso me alivió en gran medida. Me dijeron que me ayudarían a aprender español y a buscar trabajo. Por supuesto, tenía responsabilidades como cocinar y limpiar la casa. Yo nunca había hecho ni lo uno ni lo otro, pero no me importó porque, por primera vez en mucho tiempo, me sentía feliz. En aquel momento, esas dos personas me hicieron recobrar las esperanzas. Esperanzas que había perdido durante mi duro viaje hacia Europa y que, en algún momento, sentí que jamás iba a recuperar ya que en ciertas ocasiones consideré seriamente que nunca podría llegar a España.

Me explicaron un montón de cosas más, como que había una reunión semanal de toda la gente que vivíamos en el piso a la que era obligatorio asistir. Que me proporcionarían una tarjeta de transporte y que me darían una paga semanal de diez euros. No entendía nada, ¿se suponía que eso era un trabajo? Me dieron tanta información que era difícil procesarla. Y mi cara debía de ser un poema porque Verónica me dijo que no me preocupara y que poco a poco me irían comentado más cosas. Yakub, a través de mi educadora, me preguntó si tenía alguna cuestión. La verdad es que tenía más de mil y ninguna al mismo tiempo, ¿cómo podía ser? El caso es que respondí que no y entonces Verónica me acercó el teléfono y me dijo que podía llamar a mi casa para hablar con mi familia, y poder decir que me encontraba bien y a salvo.

Llevaba tiempo sin poder hablar con mi madre, y las veces que había hablado con ella últimamente era para dar malas o muy malas noticias. Pero esta vez era diferente. Tenía unas ganas locas de poder contarle que por fin estaba en Madrid, que lo había logrado después de tantas vicisitudes, que en breve podría empezar a mandarles dinero, o al menos eso esperaba; pero, sobre todo, que mi vida había dejado de correr peligro al fin, que me encontraba en un lugar seguro.

Marqué el número muy nervioso. Tras un rato que me pareció eterno se puso mi vecina, ya que en mi casa no había teléfono, y le expliqué muy excitado que fuese a buscar a mi madre, que tenía muy buenas noticias que darle. Me pidió que esperase un segundo; al cabo de lo que me pareció un siglo retomó el aparato para decirme que mi madre no estaba, pero que su hija había ido corriendo a buscarla y que llamase de nuevo dentro de unos diez minutos. Le comenté que lo intentaría, pero que tendría que pedir permiso y no sabía si eso sería posible.

Cuando colgué, Verónica adivinó por el gesto de mi cara que no había podido hablar con mi madre. Le conté como pude, ya que Yakub había salido del despacho, lo que me había dicho mi vecina, y me respondió que no me preocupara, que en diez minutos podría volver a intentarlo. Se lo agradecí profundamente y me quedé con ella durante ese tiempo. Ella trataba de decirme cosas y algunas las entendí y otras muchas no, la verdad es que mi cabeza solo estaba pensando en qué iba a decirle a mi madre cuando por fin hablase con ella.

Me ofreció de nuevo el teléfono diciéndome que ya habían pasado quince minutos y que volviera a intentarlo. Marqué y esperé:

—¿Amadou? ¿Amadou, eres tú?

—¿Mamá?

—¿Estás bien, hijo? —A continuación se echó a llorar.

Tuve que controlarme para no llorar yo también. Fue difícil, pero lo logré. No quería que Verónica viese aflorar mis sentimientos, ¡qué iba a pensar de mí!

—Mamá, cálmate, estoy bien. Lo conseguí, por fin lo conseguí, estoy en Madrid.

Tuve que repetírselo muchas veces porque mi madre no paraba de llorar desconsolada.

—¡Ay, Amadou! He rezado mucho por ti, para que no te sucediese nada. ¡Ay mi chico! Dime cómo estás, por favor.

Me mostré más enérgico y le imploré que se calmara y me escuchase. Fue así como le hice un breve resumen desde la última vez que pude hablar con ella. Hice énfasis en los acontecimientos de los últimos días y, sobre todo, recalqué que ahora estaba en Madrid, y que estaba libre en una asociación donde viviría con más chicos africanos y donde me ayudarían a aprender español y a buscar trabajo. La conversación se centró luego en cómo estaban mis hermanas y ella, y por las evasivas de mi madre intuí que no demasiado bien, pero su felicidad y la mía en ese momento hizo que nos centráramos de nuevo en hablar sobre mí.

Mi madre me aconsejó muchas cosas, que estudiase y me esforzase, que por favor les mandase dinero, que realmente lo necesitaba, y que no hiciese tonterías; que siguiera rezando siempre, y no me olvidase de quién era y de dónde venía. Tras un rato más de conversación la llamada se cortó. Verónica me hizo saber que la tarjeta telefónica se había agotado, pero que no me preocupase porque en los próximos días me darían una para que la pudiese utilizar cuando yo quisiera. La amabilidad con la que me trataba esta chica sin conocerme de nada me abrumaba y, a pesar de no entendernos bien a través del lenguaje, la comunicación era fluida. La expresividad de su cara me daba confianza y me hacía sentir confortable.

Le di las gracias a la educadora y me fui para la habitación, me tumbé en la cama y lloré y lloré. Toda esa emoción y rabia contenida salió como un torrente fuera de mí, no sabía por qué, no podía comprenderlo, pero lloré y lloré. Eran lágrimas diferentes a todas las que había derramado hasta entonces en mi vida, no podría explicarlo mejor. Lloré y lloré con todas mis fuerzas.

Unos ruidos en el salón hicieron que me recompusiera.