España

Text
From the series: Ensayo
Read preview
Mark as finished
How to read the book after purchase
Font:Smaller АаLarger Aa

2. Don Ignacio y san Quijote

Un pueblo sin razón, adoctrinado desde antiguo

En creer que la razón de soberbia adolece

Y ante el cual se grita impune:

Muera la inteligencia, predestinado estaba

A acabar adorando las cadenas

Y que ese culto obsceno le trajese

Adonde hoy le vemos: en cadenas,

Sin alegría, libertad ni pensamiento.

Luis Cernuda, Díptico español

En octubre de 1983 pasé con mi novia un fin de semana en Cuenca, una ciudad encogida, oscura y fría. España era también, en general, un país encogido, oscuro y frío en el que la victoria del PSOE, un año antes, y los primeros cimbreos, radicalmente frívolos, de la «movida» encendían aquí y allá algunas luciérnagas de esperanza o, al menos, de alegría. En 1981 un golpe de Estado fallido nos había recordado la fragilidad de la democracia en ciernes; y la televisión, el vestuario y el aceite de colza nos mantenían en la estela siniestra del subdesarrollo y la dictadura.

Pero Ana y yo nos amábamos, como ocurre siempre a esa edad, fuera de la historia. Y fuera de la historia entramos, ateridos de frío y muertos de hambre, en un mesón pesadamente sombrío que parecía excavado en la roca de nuestras tradiciones más castizas. Pedimos unas cañas sin mirar a nuestro alrededor y también un surtido de tapas castellanas que devoramos con la boca mientras nos devorábamos el uno al otro con los ojos. Estábamos, se comprenderá, contentos. Fuera de la historia suele ocurrir; y más si se tiene un cuerpo y se comparte con otro. El caso es que, entre dos sorbos y dos cucharadas, sin la menor intención lúbrica, como dos gorrioncitos en un bebedero, llevados del contento más espontáneo y liviano, mis labios y los de Ana se unieron brevemente. Enseguida, debajo de nuestras cabezas, uncidas por este beso inocente, sonaron tres golpes —pum pum pum— amenazadores e imperativos. Como los tres mazazos del último juez. Era el dueño del mesón, cuyo puño golpeaba furioso la barra de madera y que, sin decirnos una sola palabra, indicó un letrero en la pared, encima de la cafetera: «prohibidas las manifestaciones amorosas». Ana y yo, desenganchados los labios, descabalgada nuestra alegría aérea, volvimos avergonzados al seno de la historia.

De vuelta a la historia, todo cobró forma a nuestro alrededor. Miramos. Nos fijamos. El dueño del mesón conquense era un hombre de unos setenta años, bajo, redondo, el pecho abombado, la mano granítica y peluda, el rostro pétreo y sin boca —o, al menos, sin sonrisa—. Llevaba un cigarrillo en la oreja y un trapo en el hombro. El local, todo en madera cetrina y vieja, exhibía en las paredes un par de cabezas de toro. A la derecha del infamante letrero antiamoroso había una bandera española franquista y una foto del propio Franco, ya anciano, en uniforme de generalísimo. A la izquierda se veían dos estampas, una religiosa, que representaba a Santiago Apóstol, y otra profana en la que figuraba el inmortal don Quijote de La Mancha en trance de arremeter contra los molinos de viento. Mentiría si dijera que, al leer de nuevo, humillado y casi asustado, la inhumana admonición (¡prohibidas las manifestaciones amorosas!), pensé en el famoso tratado Sobre el amor de Dios, escrito por fray Antonio de Fonseca en 1592, porque entonces no lo había leído ni tenía noticia de él. En ese tratado, al buen padre zamorano le parece que las expresiones amorosas son, de alguna manera, un robo a Dios, exclusivo destinatario natural de nuestros afectos; y hasta tal punto el amor se le antoja ya herético y desviado que arremete incluso contra el amor de las madres hacia sus hijos: «De dichos disparatados ninguno mejor que el de una mujer que está brincando a su hijo; qué de regalos, qué de amores, qué de ternuras le dice: mi rey, mi príncipe, mi señor. Callo lo que dicen los Calistos del mundo a sus Melibeas, pues de locos dan en herejes: y no se tiene por buena la copia que no lleva un resabio de herejía». En 1983, como en 1592, mucho me temo, para algunos españoles dueños de mesón (o no) el amor, no menos que la juventud, era todavía impronta de judíos, moriscos y luteranos. O de ateos, comunistas y masones.

También mentiría si dijese que las imágenes de Santiago y don Quijote flanqueando la apremiante prohibición del amor me hicieron concebir la idea de una futura reflexión sobre España. Ha sido exactamente lo contrario. Pensando sobre los santos y su relación con nuestro país me acordé de esa anécdota conquense que incluyo ahora en el dintel de este capítulo como indicio de una aparente continuidad secular sin sobresaltos.

En 1983 el número de católicos practicantes en España ascendía —según leo— al 72% de la población. En 2020 esa cifra ha caído en picado hasta el 22%. Lo curioso es que este último dato coincide más o menos con el de 1931, cuando Manuel Azaña hizo su famosa y polémica declaración: «los españoles han dejado de ser católicos». Entonces, como ahora, solo una minoría acudía a misa, confesaba y observaba otros preceptos religiosos. Entonces, como ahora y como en 1983, la mayoría, practicante o no, se declaraba, en todo caso, «católica», lo que ha implicado en todas las épocas, aunque por motivos diferentes, la «devoción» a los santos: todas nuestras fiestas populares, de los Sanfermines a las Fallas, sin olvidar las procesiones, están asociadas a cultos semiidolátricos a cristos, marías y santos milagreros. ¿Hay muchas formas quizás de ser católico? ¿La historia va dando vueltas a partir de un zócalo limitado, pero bastante ancho, sobre el que pueden ejecutarse distintos pasos de baile? El catolicismo en España es sin duda una «larga duración» que, mientras no salgamos de ella, seguirá suministrando no solo formas más o menos rigoristas de creencia sino formas específicas de no-creencia. El mesonero de Cuenca, que no había leído a fray Antonio de Fonseca, pensaba como un hombre de 1592. ¿Qué hombre de 1592 podría haber inspirado al Azaña republicano y católico de 1931?

En los años treinta del siglo pasado —en los que fue joven nuestro mesonero y Azaña líder republicano— el sacerdote y filósofo García Morente sintetizaba, junto a otros, la versión más estrecha y oligosémica de este zócalo identitario: «El vínculo que une el catolicismo con España es algo esencial y consustancial con la persona misma de la nación. No es posible quebrantarlo sin quebrantar en igual medida la sustancia hispánica de España. Si fuera posible que España alguna vez dejase de ser católica, España habría dejado de ser España y sobre el viejo solar de la península ibérica vivirían otros hombres que ya no podrían, sin abuso, ser llamados españoles». Si España es catolicismo, si los españoles llegaron a ser españoles —como dice Américo Castro— fraguados en el catolicismo de Morente, la única manera de devenir españoles razonables será desandar el camino y desespañolizarse; es decir, acabar con el catolicismo como la única manera de acabar también, por cierto, con el anticlericalismo «religioso» de los españoles que durante siglos, con incendios y blasfemias, confirmaban en bucle el mismo mal. ¿Se ha producido ya esa ruptura? ¿Hemos dejado de ser españoles? En parte sí. Pero eso mismo pensaba Azaña en 1931. Cuidado. Ese zócalo «español» está siempre ahí, entre las costuras y al acecho, y puede «reconquistar» España apenas el calidoscopio europeo, de una sacudida, modifique su configuración. Por eso, si se trata de apañar una España razonable, sin España dentro, no conviene fundarla a partir del anticlericalismo, grave error de la II República, pues el anticlericalismo ha fungido siempre a modo de motor de búsqueda y recuperación del catolicismo étnico. Tampoco podremos recurrir, obviamente, al protestantismo o al islam. Habrá que lidiar, me temo, con el catolicismo cultural pluriespañol y aprovecharlo contra el mesonero de Cuenca, contra fray Antonio Fonseca y contra García Morente (y sus nietos ideológicos) y en favor de la siempre balbuciente democracia, de nuevo amenazada.

Si hablamos de ese «zócalo español» hay que hablar, queramos o no, de los santos. El historiador aragonés Durán Gudiol, especialista en la marca pirenaica bajo el dominio peninsular de Al-Ándalus, decía que «cuanto sabemos de los territorios cristianos sometidos proviene de la hagiografía del país». Esta frase se puede generalizar al conjunto de la península y extender a grandes períodos de la historia. Los santos en España han dado siempre mucho juego.

Veamos. De acuerdo con la última edición del martirologio romano de 2005, la Iglesia católica cuenta con siete mil santos. De todos los países, como se puede intuir, España ocupa la cima con 747 santos reconocidos, muy por delante de Italia, en segunda posición, con 331 canonizados, y de Francia, en tercer lugar, con solo 163. Los santorales del Reino Unido, Polonia y Alemania (100, 75 y 50 respectivamente) son ya mucho más escuetos. Es verdad que buena parte de estos santos «españoles» son en realidad romanos y que su abundancia tiene menos que ver con las virtudes cristianas que con el poder secular del Imperio español en los siglos xvi y xvii. Pero más interesante que este dato de elemental geopolítica del Barroco, es prestar atención al tipo de santos que nutren, en el período más católico de nuestra historia, el santoral hispano. Escuchemos a un gran filólogo e historiador del siglo pasado: «no ha habido en España ningún santo que a la vez fuera sabio, docto, como san Anselmo, san Buenaventura o santo Tomás. Los españoles no canonizaron al padre Francisco Suárez, el mayor metafísico que hubo entre ellos; ni siquiera a Raimundo Lulio, que no pasó de la modesta categoría de «beato». Y añade en el mismo tono algo vencido y apesadumbrado: «En el ámbito de tal religiosidad quedaba escaso lugar para un san Bernardo, un san Francisco, un santo Tomás o un Roger Bacon. Los santos de España con dimensión internacional serán: santo Domingo de Guzmán, en el siglo xiii, y san Vicente Ferrer, en el xv: martillos de herejes y de infieles que anuncian el san Ignacio del siglo xvi». Según el índice del humanista Nicolás Antonio, entre 1500 y 1670 se publicaron en España 5835 libros de materia religiosa frente a 5450 de contenido profano; cita además 507 autores que escribieron sobre la Virgen María y otros 576 que compusieron vidas de santos o de hombres y mujeres piadosos.

 

¿Son muchos? Sí, desde luego, sobre todo si se compara ese número con el de los raleantes 166 estudiosos que mostraron interés por reyes, príncipes o naciones y de los 142 que escribieron biografías de hombres y mujeres célebres de todo el mundo. Más aún si, frente a estas cifras demostrativas de una riquísima producción sectorial, anotamos tan solo doce libros de anatomía, cuatro de química, once de agricultura y once de economía. Nicolás Antonio no incluye en su elenco las únicas obras que podían rivalizar en número y lectores con las hagiografías y las obras devotas: los libros de caballería.

Los españoles castizos —mientras se purificaba la península de judíos y moriscos— solo supieron ser o guerreros o santos, las dos maldiciones más o menos gloriosas de nuestra historia. Cervantes acertó a ver muy bien esta trágica anfibiedad y forjó la figura de un centauro loco, llamado don Quijote, en el que se combinaban ambas carreras o «almas» españolas. Caro Baroja recuerda a los muchos autores —entre ellos Voltaire— que comparan a san Ignacio de Loyola con el personaje inmortal de Cervantes, pero nadie, hasta donde yo sé, ha invertido esta transacción en la dirección que parece natural, si se tienen en cuenta las fechas de nacimiento respectivas de los dos gigantes del Siglo de Oro. Parece difícil, en efecto, no reconocer que Cervantes se inspira para su caballero manchego en el santo español por excelencia, el fundador de la Compañía de Jesús, cuyo impulso combina sus frustradas ambiciones guerreras con una ambición religiosa que las subroga y sublima trasladándolas del ámbito de la milicia al de la obediencia a Dios. Ahora bien, lo cierto es que se revelan transparentes los paralelismos entre la «conversión» de Ignacio y la de don Quijote. En el episodio del que arranca su obra inmortal, Cervantes integra literariamente la convalecencia de san Ignacio, su propia convalecencia lectora en Nápoles tras las heridas de Lepanto y la vejez ociosa de Alonso Quijano en su retiro manchego. Veamos cómo cuenta su lenta y letrada conversión san Ignacio tras las terribles operaciones sufridas en su pierna destrozada por una bala de cañón:

Y porque era muy dado a leer libros mundanos y falsos, que suelen llamar de Caballerías, sintiéndose bueno, pidió que le diesen algunos dellos para pasar el tiempo; mas en aquella casa no se halló ninguno de los que él solía leer, y así le dieron un Vita Christi y un libro de la vida de los Santos en romance. Por los cuales leyendo muchas veces, algún tanto se aficionaba a lo que allí hallaba escrito. Mas dejándolos de leer, algunas veces se paraba a pensar en las cosas que había leído; otras veces en las cosas del mundo que antes solía pensar. (…) Porque, leyendo la vida de nuestro Señor y de los santos, se paraba a pensar, razonando consigo: ¿qué sería, si yo hiciese esto que hizo San Francisco, y esto que hizo Santo Domingo? y así discurría por muchas cosas que hallaba buenas, proponiéndose siempre a sí mismo cosas dificultosas y graves, las cuales cuando proponía, le parecía hallar en sí facilidad de ponerlas en obra. Mas todo su discurso era decir consigo: Santo Domingo hizo esto; pues yo lo tengo de hacer. San Francisco hizo esto; pues yo lo tengo de hacer.

Ignacio quiere leer libros de caballería y, si acaba leyendo hagiografías, es porque no tiene a su disposición otros libros. Pero traslada a las vidas de los santos sus acucias guerreras de emulación y superación: si no puede imitar y sobrepujar a Amadís, pondrá a prueba su temple rivalizando en virtud con san Francisco y santo Domingo. Ignacio —es decir— está pensando menos en la virtud religiosa que en esos héroes que, por su mediación, alcanzaron la gloria que él, por una vía u otra, ambiciona. Le atrae menos —es decir— la santidad religiosa que esa disputa caballeresca, en torneo personalísimo o duelo singular, con los que le precedieron en el camino de Dios.

Esto es lo que cuenta Cervantes, por su parte, acerca de la decisión de don Quijote de «imitar» a los caballeros de los libros que lee en su ocio de hidalgo ya provecto:

Es, pues, de saber que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso —que eran los más del año—, se daba a leer libros de caballerías, con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la caza y aun la administración de su hacienda. (…) Decía él que el Cid Ruy Díaz había sido muy buen caballero, pero que no tenía que ver con el Caballero de la Ardiente Espada, que de solo un revés había partido por medio dos fieros y descomunales gigantes. Mejor estaba con Bernardo del Carpio, porque en Roncesvalles había muerto a Roldán, el encantado, valiéndose de la industria de Hércules, cuando ahogó a Anteo, el hijo de la Tierra, entre los brazos. Decía mucho bien del gigante Morgante, porque, con ser de aquella generación gigantea, que todos son soberbios y descomedidos, él solo era afable y bien criado. Pero, sobre todos, estaba bien con Reinaldos de Montalbán, y más cuando le veía salir de su castillo y robar cuantos topaba, y cuando en allende robó aquel ídolo de Mahoma que era todo de oro, según dice su historia.(...) En efeto, rematado ya su juicio, vino a dar en el más estraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo, y fue que le pareció convenible y necesario, así para el aumento de su honra como para el servicio de su república, hacerse caballero andante y irse por todo el mundo con sus armas y caballo a buscar las aventuras y a ejercitarse en todo aquello que él había leído que los caballeros andantes se ejercitaban, deshaciendo todo género de agravio y poniéndose en ocasiones y peligros donde, acabándolos, cobrase eterno nombre y fama.

Ignacio, aficionado a los libros de caballería, acaba leyendo por casualidad vidas de santos y decide imitarlos. Como quiera que es un guerrero y no ha abandonado sus ambiciones bélicas, las desplaza a su vocación religiosa y funda una orden militar sin espadas (desarmada o armada solo de agudos intelectos y sibilina astucia). Don Quijote, cristiano viejo (o todo lo contrario) aficionado a los libros de caballerías, decide imitar a sus héroes y se vuelve medio peregrino y medio santo. Tan trasnochados están los santos medievales como los caballeros artúricos, pero su fusión no, al menos en España, cuyo «trasnochamiento» histórico es la realidad misma de una decadencia que nadie percibe aún porque tiene la forma de un Imperio. Uno y otro, san Ignacio y don Quijote, salen al mundo con su locura en la cabeza, que se traduce en una itinerancia similar, marcada por disciplinas semejantes: ayunos, pobreza, visiones y combates contra enemigos imaginarios (gigantes o demonios). Ignacio recorrerá a pie o en asno toda España, irá a Barcelona, «hará guardia» en una cueva de Manresa, donde concebirá sus Ejercicios Espirituales, y luego peregrinará a Jerusalén y Roma antes de fundar la orden más decisiva y polémica de la historia de la Iglesia. ¿No es muy quijotesco, por lo demás, su encuentro en el camino con el morisco que cuestiona la virginidad de María y al que Ignacio está a punto de matar en defensa de su Dama? Don Quijote, por su parte, recorrerá La Mancha en un caballo viejo, se entregará a ensoñaciones en la cueva de Montesinos y en la segunda parte llegará también a Barcelona, donde sufrirá la derrota que anticipará su regreso a la lucidez, antesala de la muerte. El santo acaballerado y el caballero asantiguado se parecen tanto, como antónimos que son, que da toda la impresión de que lo que quiere caricaturizar Cervantes es la figura de san Ignacio o, si se prefiere, de esa españolísima combinación de guerrero y santo que, en ausencia de moriscos que trabajen la tierra y de judíos que se ocupen de los negocios y la ciencia, dominará la vida de España de los siglos xvi y xvii —y también el Nuevo Mundo cuya conquista está en pleno auge—. Los que se ríen de don Quijote, personajes o lectores, se ríen de él porque no hace daño, pero se olvidan de que los españolísimos santos guerreros, tan cuerdos ellos como loco el caballero manchego, su caricatura traslúcida, no son ni tan ingenuos ni tan indoloros. A través de don Quijote, inocente y malogrado, se señalan los peligros de la locura religiosa y de la vesania bélica —unidas en la figura del propio Felipe II— que España acepta como «realidades» y que Castilla trata además de imponer como «realidad» en la península, en Europa y en América. La «grandeza» de España revela toda su pequeñez delirante mediante este cambio de escala: de Santiago Apóstol, santo Domingo y san Ignacio a don Quijote, la realidad descubre su delirio, la «españolidad» sus peligros.

Por lo demás, en un episodio del capítulo LVIII de la segunda parte del Quijote, Cervantes deja caer una sutilísima sombra sobre el apóstol Santiago, al que parece menoscabar en favor de san Pablo, «santo a pie quedo». El caballero encuentra a unos labradores que trasladan unas figuras cubiertas con unas sábanas para la representación de un retablo: son las efigies de san Jorge, san Martín y «san Diego Apóstol», los tres a caballo, como el propio hidalgo manchego, a las que sigue la de san Pablo peatón, mucho más elogiado que los otros tres. Don Quijote recuerda que, si san Pablo va a pie, es porque fue derribado del caballo y es sin duda esta imagen la que tiene presente Cervantes cuando cita al fundador de la Iglesia: la de la caída de Damasco, que es la que hace santo al fanático zelote de Tarso: «el mayor enemigo que tuvo la Iglesia de Dios nuestro Señor en su tiempo, y el mayor defensor suyo que tendrá jamás». Así que san Pablo iba a caballo mientras perseguía a los cristianos y, ahora que los defiende y «trabaja la viña del Señor», marcha a pie. Porque se bajó del caballo —porque lo bajaron del caballo— es un buen cristiano; porque va a pie es mejor cristiano aún.

¿Y don Quijote? Su ridícula estampa a lomos de Rocinante, con Sancho al lado en la grupa de un asno, evoca una caída paródica y anticipa muchas caídas reales a lo largo de la novela. Don Quijote es un hombre que intenta ir a caballo, que intenta sostenerse sobre un caballo, y que nunca lo consigue del todo; es un guerrero incompleto y fallido y en este fracaso se insinúa algo de la santidad que Cervantes aprueba contra Santiago, el cual forma parte de «las escuadras de Cristo» y no de su ameno y pacífico viñedo. ¿E Ignacio de Loyola? Recordemos que, como san Pablo, es derribado de su caballo por una herida en la defensa de Pamplona, después de lo cual, incapacitado para la guerra, vuelve a montar de manera simbólica, como fundador ahora de una «compañía» religiosa de inspiración militar. Es este «volver a montar» lo que lo diferencia de Pablo y también, de alguna manera, de don Quijote, pues don Quijote intenta montar a caballo y es desmontado una y otra vez de su rocín, cabalgadura inestable, corcel frustrado, sobre el que el caballero repite, también una y otra vez, su propio camino de Damasco. Que los jesuitas cuestionaran, por razones políticas, la leyenda de la presencia de Santiago en España casi de manera contemporánea a la redacción de la segunda parte del Quijote —y que san Pablo hablase de «soldados de Cristo» antes que nadie— no impide que, en la oposición cervantina Pablo/Santiago, de la que nos ocuparemos enseguida, Ignacio figure con máxima pujanza del lado del Apóstol «hispano», como representante de nuestros belicosos santos ecuestres, mientras que el de la triste figura, siempre a punto de caer de su rocín, se alinea del lado del Pablo inventado que le sirve de contraste. La oposición que le interesa a Cervantes, pues, es la que contrapone el «pie quedo» al «jinete a caballo»; y el hecho de que su personaje, que intenta en vano cabalgar, tropezando casi siempre, se incline por el de «a pie quedo» o, mejor dicho, por el santo que ha sido apeado del caballo, como san Pablo y como él mismo, da buena cuenta de esta mirada irónica y reflexiva que el caballero de La Mancha tiene sobre su propia misión y, de soslayo, sobre el estado del mundo circundante: un mundo donde los que van a caballo —material o religiosamente— son más destructivos que los que van a pie. O incluso más que aquellos que, como él, no logran sostenerse, o solo a duras penas, en la montura. Esta ironía de doble filo —hacia dentro y hacia el mundo— vibra suavemente en las palabras de despedida que don Quijote dirige a los labradores, tras agradecerles ese felicísimo encuentro: «estos santos y caballeros profesaron lo que yo profeso, que es el ejercicio de las armas; sino que la diferencia que hay entre mí y ellos es que ellos fueron santos y pelearon a lo divino, y yo soy pecador y peleo a lo humano. Ellos conquistaron el cielo a fuerza de brazos, porque el cielo padece fuerza, y yo hasta agora no sé lo que conquisto a fuerza de mis trabajos». Don Quijote pelea «a lo humano», es decir, inútilmente, sin saber de qué sirven sus «trabajos», en una defensa paradójica de sí mismo frente a los santos guerreros que fueron útiles al cielo matando enemigos de la religión.

 

En el mismo capítulo, por cierto, hay otro pasaje en el que es Sancho quien cuestiona ingenuamente la figura de Santiago. Unas veces es don Quijote, que está loco, el que dice verdades; otras veces es Sancho, que es tonto, el que las dice y entonces su señor responde con pomposa seguridad tautológica, como cualquier hidalgo rancio de su época. «Querría que vuesa merced me dijese», interroga el escudero, «qué es la causa porque dicen los españoles cuando quieren dar alguna batalla, invocando a aquel Santiago Matamoros: 'Santiago y cierra España'. ¿Está por ventura España abierta, y de modo que es menester cerrarla, o qué ceremonia es ésta?». Repárese de entrada en que esta es una de esas pocas veces en que Cervantes utiliza el gentilicio «español» y lo hace para identificar esa condición con la creencia en el Apóstol; y repárese enseguida en que Sancho pregunta como si fuese un extranjero: los españoles son los otros —«dicen los españoles»—, pues si él lo fuera sabría lo mismo que saben todos desde su nacimiento. Así que es muy evidente que Sancho «se hace el tonto» para hacer una pregunta cuya respuesta conocen todos los habitantes de la península. ¿Por qué esta ficción? Se podría pensar que Cervantes obliga a su personaje a hacer una pregunta retórica porque quiere dar paso a una larga parrafada explicativa, pedagógica si se quiere, o apologética, en torno a la figura de Santiago. Pero no es el caso: don Quijote se muestra áspero y parco. Solo cabe la alternativa, entonces, de que Cervantes, a través del escudero, pretenda poner en dificultades a don Quijote, cuya irritación revela que ha acusado la malicia de la pregunta: «Simplísimo eres, Sancho». Y añade enseguida su perogrullada, en el tono pontificio, un poco desdeñoso, del padre que quiere cerrar sin retorno el tema para no quedar en evidencia ante la curiosidad de su hijo: «mira que este gran caballero de la cruz bermeja háselo dado Dios a España por patrón y amparo suyo». Sancho se finge extranjero y don Quijote se finge español: el apóstol Santiago parece sostenerse mal en su montura.

Esos matadores a caballo no eran fruto de la fantasía eutrapélica de los novelistas. Cuando se dice, según el uso escolar convencional, que Cervantes en su obra inmortal «critica las novelas de caballerías» (como si hoy alguien criticase los culebrones o los programas del corazón) se olvidan las consecuencias de esas lecturas, no sobre el pueblo menudo sino sobre las políticas «nacionales» e imperiales. Carlos V era un gran lector de novelas de caballerías y Américo Castro dice que «a Hernán Cortés su entrada triunfal en México le pareció un episodio de Amadís»; santa Teresa estaba deseando acabar las tareas del día para compartir con su madre la lectura; la nobleza y la milicia las leían sin parar. El género caballeresco era la correa de transmisión, y la koiné interclasista, que unía a los nobles y a los plebeyos, a los ricos y a los pobres, a los curas y a los seglares. Criticar las novelas de caballerías a través de un «caballero decadente» e imposible significaba cuestionar la política entera de la Monarquía y el imaginario de conquista que, a través de las lecturas colectivas en las largas travesías americanas, se trasladaba también, junto a Santiago Apóstol, al Nuevo Mundo.

La oposición Pablo/Santiago, insinuada discretamente, no es justa con ninguno de los dos santos, es verdad, pero es que Cervantes está subrogando, a través de ella, esa otra oposición ya mencionada entre caballeros y peatones. Pablo, como hemos dicho, fue el primero en utilizar la imagen de «las milicias de Cristo» y fue descabalgado, como Ignacio, para fundar después, como él, un cristianismo universal y militante, en clara ruptura ya con el mensaje evangélico primitivo o —cuando menos— con el del puñado de seguidores judíos, derrotados y acurrucados, que pronunciaban el nombre de Cristo en Jerusalén. ¿Y Santiago? Santiago, el pobre, fue encabalgado tardíamente en un largo proceso histórico que transmuta su original condición de pacífico peregrino —«ese gran invento gallego»— en ecuestre matador de moros y de indios. En el año 1000 las cruzadas militarizan a los santos europeos, como en el caso de san Denis, san Severo o san Martín (e incluso en el de la Virgen María, vencedora de 5.000 sarracenos en el año 1041). Pero ocurre que en España, por extraño que parezca, no hay ninguna cruzada; reinos musulmanes y cristianos se disputan el territorio de la península mediante alianzas volátiles y enlaces matrimoniales enrevesados; y Santiago se mantiene a pie, con cayado y concha de peregrino, hasta el siglo xiii, y aún entonces —como en el pórtico de la Gloria— nunca se le representa matando moros o enemigos de la religión. Es un hecho revelador y en apariencia paradójico —cuenta el historiador Márquez Villanueva— que la iconografía belicosa del Apóstol, la que todos los peninsulares tenemos en nuestras cabezas, solo aparezca después de la caída de Granada, con los moros ya vencidos, y se haga más presente en eso que entonces empezaba a llamarse España o «las Españas» a medida que el prestigio del santo iba mermando o cediendo terreno frente al culto mariano y los nuevos santos urbanos. Santiago, en el siglo ix, vinculó la derrotada minoría cristiana del norte de la península con la Europa carolingia a través del pacífico camino jacobeo; en el siglo xv, bajo los Reyes Católicos, se convierte en el «fundador» mismo de un proyecto político basado en la exclusión de las «herejías» musulmana y judía, tal y como sentencia la piedra del sepulcro real de Granada. En una exacta inversión cinematográfica de la «caída de Damasco», Santiago se sacude el polvo del camino y se monta en un blanco alazán, armado de una espada, para pisar las cabezas de los enemigos de la cristiandad o, más correctamente, de la «catolicidad» imperial hispana. ¡Pobriño apóstol, odiado a causa de los «pechos» que, en nombre de la falsa batalla de Clavijo y el falso Voto de Ramiro I, debían pagar todos los «españoles» (y ello hasta las Cortes de Cádiz) a modo de mordida mafiosa a cambio de su protección! ¡Pobriño Santiago, venerado por sus virtudes guerreras y su capacidad de destrucción! Todavía en 1604, al hilo de la conquista de Coimbra, un peregrino jacobeo se preguntaba con amargo dolor cómo podía haber ocurrido que un apóstol de Cristo, pescador de oficio y «hombre de a pie que nunca cabalgó», se hubiese convertido en un guerrero ecuestre antiquijotesco que hacía saltar cabezas, a diestro y siniestro, con su espadón. Pero la mutación era ya irreversible; bajo Franco e incluso en democracia Santiago Matamoros siguió cobrando su salario de Capitán General en su condición de eterno caudillo de «nuestros» ejércitos liberadores. Sus méritos militares acreditaban, sin duda, su valor e imbatibilidad como superhéroe del cómic de las glorias patrias. El padre Pascasio de Seguín, en su libro Galicia, reino de Cristo (1750), hace un recuento batalla a batalla de los moros muertos a manos del apóstol: en Covadonga 197.000, en Santa Cristina (Galicia) 50.000, en Clavijo (La Rioja) 70.000, en Simancas 80.000, en Ourique (Portugal) 300.000, en las Navas de Tolosa 200.000, en el Salado 200.000, en el Santiago de Bermudo III 90.000. Total: 1.187.000. Es una cifra baja. Un siglo antes, en 1626, el genial, atrabiliario, misógino y castizo Quevedo intervino en la famosa querella que se desató después de que el conde-duque de Olivares propusiera a santa Teresa, recién canonizada, para compartir el patronato de las Españas; y en uno de sus Memoriales, frente a la femenil carmelita de la rueca y la pluma, recordó con fervor los servicios prestados por el viril Apóstol: habría participado, según su recuento, en 4.700 batallas, matando a ¡11.050.000 moros! Esta hipérbole rabelesiana hoy hace reír, sin duda; no posee el magnetismo negro de los 6.000.000 de judíos asesinados por Hitler porque es una cifra imposible, hilarante como un fuego de artificio o una ventisca de nieve, y porque proviene de una época con la que hemos roto todo vínculo emocional, pero fija con mucha precisión la imagen de una cultura —incluso de una alta cultura— cuyos sueños, valores y ambiciones están asociados a un impulso imperial en el que se funden de manera natural y casi lúbrica la Corona, la Religión y la exclusión homicida. Perdonémosle todo a Quevedo y leámoslo, por favor, con provecho y fruición, pues lo merece, pero no olvidemos que representa —como hombre de su época y no como genio astronómico— la idea de que «España» solo podía nacer posada sobre un matadero apretado y populoso.