Read the book: «Añorantes de un país que no existía»
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© de los textos: los autores 2020
© de esta edición: Universitat de València, 2020
Coordinación editorial: Maite Simón
Maquetación: Celso Hernández de la Figuera
Diseño de cubierta: Celso Hernández de la Figuera
Corrección: David Lluch
ISBN: 978-84-9134-668-5
Edición digital
Para Ana y Antonio Deltoro Martínez
ÍNDICE
PRÓLOGO, Mariano Peset
PRESENTACIÓN: Entre España y México
FRAGMENTOS DE VIDA
DOS CONVERSACIONES CON ANTONIO DELTORO FABUEL (1978-1979)
1. Una infancia entre Chulilla y Valencia
2. Maristas, jesuitas y escolapios
3. En la universidad, de la Dictadura a la República
4. La guerra, con Renau en la Dirección General de Bellas Artes
5. De Madrid a Valencia, política y cultura
6. En Barcelona, del despacho al frente
7. La derrota, refugiados en Francia
8. Un año en República Dominicana
9. 1941, México, el exilio
Notas
POEMAS A MIS PADRES, Antonio Deltoro
TEXTOS Y DOCUMENTOS
Escritos de Antonio Deltoro Fabuel
Documentos
BIBLIOGRAFÍA
AGRADECIMIENTOS
ÍNDICE ONOMÁSTICO
PRÓLOGO
Conocí a Ana Martínez Iborra y a Antonio Deltoro en agosto de 1986, en la ciudad de México, en su casa de Tejocotes, colonia del Valle. Aquel verano me acompañó mi mujer María Fernanda, que estableció contacto y amistad con varios españoles exiliados: con el ingeniero José Puche Planás que vivía en el mismo edificio –hijo del exrector republicano de Valencia–, con Elena Aub, y otros que mencioné en mi presentación del libro Universidades y exilio: homenaje a María Fernando Mancebo Alonso, recién editado por la fundación Max Aub de Segorbe… María Fernanda estaba realizando su tesis doctoral sobre la universidad de Valencia durante la república y la guerra civil, sobre la FUE que tanto protagonismo logró aquellos años. Ellos habían pertenecido a aquella organización de estudiantes que se enfrentó a la dictadura del general Primo de Rivera con intención de mejorar la universidad, el país… También en Valencia había hablado y trabado amistad con antiguos militantes de la FUE; tuvo el privilegio de conversar con protagonistas de su investigación, no solo escudriñar papeles.
Estuvimos un buen rato conversando sobre sus vidas. Ana recordó su bachiller en el instituto Luis Vives y sus estudios en la facultad de letras; su oposición a cátedra de geografía e historia de segunda enseñanza, con plaza en Irún. Al empezar la guerra volvió a Valencia, enseñó en el instituto-escuela y en el instituto obrero. Luego el exilio, Francia, Santo Domingo, en México fue profesora en el Luis Vives… Antonio Deltoro habló de sus primeros años en Chulilla, de su bachiller en los jesuitas y en los escolapios, de sus estudios en la universidad… Leyó mucho, conversó en tertulias; con José Renau participó en la creación de la Unión de escritores y artistas proletarios, que se reunía para renovar las vanguardias; fundaron la revista Nueva cultura, donde publicó sus primeros ensayos. Explicaba literatura en la escuela Cossío… Al estallar la guerra pasó a secretario de Renau, nombrado director general de bellas artes –ministro de instrucción pública Jesús Hernández–. Trabajaron para proteger el patrimonio, trasladando cuadros del Prado –Renau, Arte en peligro (1980)–, ofrecieron a Picasso la dirección del museo… Con el cambio de ministro se fue al frente, luego el destierro. En Santo Domingo dirige la revista Ozama –noticias, artes y letras–, destinada a los refugiados, donde publica nuevos ensayos. Pasan a México, enseña también en el Vives, pero al fin tuvo que dejarlo para mejorar los ingresos familiares… Desde aquel día surgió entre nosotros una amistad que duró toda la vida, aunque Antonio nos dejó pronto. Siempre que íbamos a México veíamos a Ana, en su casa de parque España, alegrías y tristezas compartidas.
María Fernanda –junto a Elena Aub– se reunió con ellos otras veces, y escribieron unas páginas que pueden leerse en este libro. Todavía en España la bibliografía sobre el exilio republicano era escasa, los volúmenes sobre El exilio español de 1939, que dirigió José Luis Abellán… Algunos diccionarios, luego fueron más, en la tradición del Espasa –Wikipedia o el flamante diccionario de la real academia de la historia–, quizá porque saben que se lee poco, solo se consulta. Aunque creo que breves vidas aisladas son solo datos; sus libros y publicaciones, meras relaciones bibliográficas… Aparte, como los autores son varios, hay diferente estilo o enfoque, ideologías distintas –recuérdese el numerito de la famosa entrada Franco–. Hay que reconstruir grupos y leer sus escritos, como se hizo en este artículo: en la escuela Cossío o en el instituto Vives, en el ministerio, en torno a Nueva cultura y Ozama… Comprender la situación, el espíritu de aquel trágico exilio. Otra cosa es el diccionario de Voltaire –un ejercicio literario, un ensayo sobre sus ideas– o el Dictionnaire historique et critique de Bayle, en el origen de la ilustración, incluso la Encyclopédie revolucionaria, que pertenecen a una época que los juzgaba vía adecuada para difundir ideas y conocimientos. Pero los diccionarios son para aprender idiomas, incluso los de la real academia o de María Moliner –tres veces mejor, según García Márquez–.
En La España de los exilios (2008) María Fernanda culminó una síntesis de sus conocimientos y buen hacer, que había anticipado en tantos trabajos. Llena de entusiasmo y firmes convicciones, quiso ofrecer su versión: «Solo quiero – dice– tras años de estudio, dejar mi interpretación para el futuro». Al ocuparse del instituto Luis Vives de México dejó –entre otras– una última mención: «por la amistad que me unió quiero recordar aquí a Antonio Deltoro y a su esposa Ana Martínez Iborra.» Y sendas fotografías, de su archivo personal.
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Ana y Antonio no volvieron a España. Max Aub aclara esa actitud en La gallina ciega (1971): «Vengo –digo–, no vuelvo… volver sería quedarme…». Ellos también vinieron desde los sesenta para ver a la familia o arreglar algún asunto. El posible retorno de los exiliados republicanos tardó demasiados años en llegar.
Durante la segunda guerra mundial hubo esperanza, los aliados, tras los primeros éxitos del eje, iniciaron el camino hacia la victoria. En la carta del Atlántico de 14 de agosto de 1941, firmada por Roosevelt y Churchill para aunar fuerzas, prometieron respetar «el derecho que tienen todos los pueblos de escoger la forma de gobierno bajo la cual quieren vivir, y desean que sean restablecidos los derechos soberanos y el libre ejercicio del gobierno a aquellos a quienes les han sido arrebatados por la fuerza.» El caso de España era flagrante. En febrero de 1945, la conferencia de Yalta –con Stalin– inicia la estructura de la organización de naciones unidas y diseña cómo quedarían Europa y Japón. Da un plazo a las naciones que quieran integrarse para declarar la guerra al eje –en Potsdam acuerdan romper toda relación con el gobierno de Franco–. El 26 de junio se firma en la conferencia de San Francisco la carta de las naciones unidas. La España oficial no está presente, aunque sí algunos republicanos exiliados. El consejo de seguridad nombró un subcomité para estudiar su postura sobre el régimen de Franco, y el 12 de diciembre de 1946 la asamblea general lo condenó «por su carácter fascista, establecido en gran parte gracias a la ayuda recibida de la Alemania nazi de Hitler y de la Italia fascista de Mussolini», a los que prestó ayuda considerable –la división azul-, la ocupación de Tánger… Retiraron embajadores… En 1948 la asamblea general aprobó la declaración de derechos, muy distante de la situación en España:
Artículo 21
1. Toda persona tiene derecho a participar en el gobierno de su país, directamente o por medio de representantes libremente escogidos.
2. Toda persona tiene el derecho de acceso, en condiciones de igualdad, a las funciones públicas de su país.
3. La voluntad del pueblo es la base de la autoridad del poder público; esta voluntad se expresará mediante elecciones auténticas que habrán de celebrarse periódicamente, por sufragio universal e igual y por voto secreto u otro procedimiento equivalente que garantice la libertad del voto.
Sin embargo, todo cambió con la guerra fría. En 1950 se anula la condena y vuelven los embajadores, Estados Unidos concede un primer crédito. Luego vinieron los americanos con sus excedentes de leche en polvo y mantequilla y nuevos créditos que ayudaron a mitigar la pobreza y remediar la economía; establecieron sus bases con cierta limitación de la soberanía –Ángel Viñas, Los pactos secretos de Franco con los Estados Unidos: bases, ayuda económica, recortes de soberanía, Barcelona, 1981–. En diciembre de 1955 entran catorce naciones en la ONU, entre ellas España.
Los republicanos exiliados ya habían perdido la esperanza, había pasado demasiado tiempo, muchos habían muerto o no quisieron volver, su vida estaba en los países de acogida, México o Argentina, Francia, Rusia… Francisco Ayala lo atestigua: «Nuestra existencia durante este período ha sido pura expectativa, un absurdo vivir entre paréntesis, con el alma en un hilo, haciendo cábalas sobre la conflagración mundial, escrutando el destino que para los españoles prometía su deseado desenlace…», «¿Para quién escribimos nosotros?» (1949).
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El retorno de los exilados fue dispar. El éxodo masivo de refugiados a Francia a inicios de 1939 se organiza mediante campos de internamiento cercanos a la frontera, que después se multiplican, incluso en el norte de África, en Djelfa, donde estuvo Max Aub. Muchos regresaron pronto a España –mujeres, niños, ancianos–; más aún cuando los alemanes entraron en Francia, mientras otros fueron internados en los campos de exterminio nazis o entregados por Pétain a Franco –Companys y Zugazagoitia, fusilados–. Muchos pasaron a la clandestinidad guerrillera y participaron en la liberación… Los más afortunados embarcaron hacia América. Franco continuó la feroz represión, juzgando y condenando, aniquilando la última resistencia del maqui interior… Sus campos de concentración no fueron muy diferentes de los hitlerianos –estudiados por Carlos Hernández de Miguel–.
En 1945 más de 100.000 españoles permanecían en suelo francés, en el sur y en las grandes ciudades; se les reconoció el estatuto de refugiado político, que perdían si volvían a España. Mientras, llegaron otros en sucesivas migraciones desde la España de la autarquía y el hambre. A partir de esta fecha Franco empieza a proclamar indultos y vías para el retorno; pero se ven con desconfianza, ya que no suponen amnistía, como muestra Pablo Aguirre Herráinz en su tesis de doctorado, ¿Un regreso imposible? Expatriación y retorno desde el exilio republicano (1939-1975) (2017). Se establecen filtros en la entrada o pueden ser denunciados y juzgados. Vienen algunos, pero la herida no se cierra. También en Rusia hubo un buen número de refugiados que ayudaron en el ejército soviético y se aclimataron en la paz. A partir de los cincuenta, un acuerdo permitió el retorno de los niños de la guerra…
En todo caso fue México el centro del exilio, gracias a la acogida del presidente Lázaro Cárdenas y la valía intelectual de muchos exiliados. La creación de la casa de España –después colegio de México–, su labor en la universidad nacional autónoma y en otras, facilitó su asentamiento. De otra parte, el SERE con el rector Puche a la cabeza y la JARE de Indalecio Prieto –enfrentados– pudieron financiar iniciativas y ayudas. Se agruparon en la unión de profesores universitarios españoles exiliados, creada en París, que pronto traslada su sede a México. En 1943 se reúnen en La Habana para sentar la restauración de un gobierno provisional republicano, las bases de su economía y del trabajo, una universidad nueva –Yolanda Blasco Gil, 1943: la transición imposible, también Jaume Claret–.
Las cortes republicanas se reunieron en México en 1945. Negrín continuaba de presidente del gobierno, renunció, y las cortes nombraron a José Giral, querían prepararse para el cambio. El presidente mexicano Ávila Camacho apoyó, decretó la extraterritorialidad del palacio de bellas artes para el discurso de Negrín y del salón de cabildos del palacio nacional para las sesiones.
En todo caso, sobre el retorno se puede reconstruir el marco legal –lleno de contradicciones–, intentar con esfuerzo fijar números en cada momento, sugerir razones; pero es casi imposible reconstruir tantas vidas, entrar en la mente y circunstancias de cada persona o familia. Habían transcurrido largos años, volver significaba abandonar logros alcanzados en el destierro, enfrentar, ya mayores, un nuevo comienzo con hijos nacidos o bien enraizados en su nueva patria: supondría un segundo exilio para los transterrados. Enrique Díez-Canedo había fallecido en México en 1944, sus hijos Enrique y Joaquín no volvieron, estaban instalados en su nueva patria –su nieta Aurora guarda la memoria de la familia, también Claudia Llanos y Clara Ramírez–.
Podemos abarcar un sector –el universitario–, algunos casos. Conozco de cerca el retorno de José María Ots Capdequí. Fue inhabilitado para cargos públicos, quince años y multa de 15.000 pesetas –datos de Vicent Sampedro Ramo–. Había pasado a Francia y después a Bogotá, pero regresó a España en 1953 por la muerte de su hijo mayor. Instó la revisión de su condena, y en 1961 logró su absolución, siendo repuesto en su cátedra un año después –datos de Carlos Petit–, poco antes de su jubilación. Agustín Millares Carlo volvió a España desde el exilio mexicano en 1952, algunos lo animaban. Antonio Rumeu de Armas le facilitó una entrevista con el ministro de gobernación Blas Pérez González y firmó la solicitud para incorporarse a su cátedra de paleografía en la central; pero Wenceslao González Oliveros, presidente del tribunal para represión de la masonería se opuso, y volvió a México –su expediente lo estudió Yolanda Blasco–. Fue repuesto en 1963, año de su jubilación, tornó a la UNAM, y después enseñó en Venezuela. No vino hasta la transición: tuvo un homenaje y unas clases en el centro asociado de la UNED en Las Palmas.
¿Era una regla no escrita en los recovecos del gobierno? Pensión sí, pero que no desempeñasen la cátedra. Max Aub pregunta a Américo Castro: «¿No te repusieron en tu cátedra? Quisieron hacerlo, meses antes de que me tocara jubilarme. No acepté. ¿Para qué? No lo hice por vanagloria ni por dármelas de héroe…» El histólogo Francisco Tello Valdivieso recuperó su cátedra en 1950, también en vísperas de su jubilación.
Es sabido que el régimen se ensañó con los discípulos de Cajal y arruinó su laboratorio. Pío del Río-Hortega se exilió en Argentina, Fernando de Castro hubo de esperar hasta 1950 para ser repuesto, todavía explicó unos años –véase José María López Piñero–. En el hospital provincial de Madrid estaba el psiquiatra Gonzalo Rodríguez Lafora, cercano a Cajal a través de Nicolás Achúcarro –muerto prematuramente– y de Río-Hortega. Depurado por ocho años y multa, se exilió a México, de donde volvió en 1947, aunque no logró ser repuesto hasta el año 60. Luis Urtubey, catedrático de histología en Valencia, fue separado, y nunca pidió la reposición, debían devolvérsela de oficio, pensaba.
En cambio, el matemático Julio Rey Pastor y sus discípulos tuvieron menos problemas; hacía años que había emigrado a Argentina donde encontró mejores horizontes –aunque en 1952 Perón le quitó la cátedra–. Roberto Araujo García, catedrático de análisis matemático en Valencia, fue condenado a seis años de prisión, una vez cumplidos fue reintegrado –como en mi facultad, Adolfo Miaja de la Muela–. El físico Nicolás Cabrera Sánchez vino del exilio a la autónoma de Madrid…
Llegada la tardía transición, regresaron otros. El camino estaba por fin abierto, incluso se reconocieron derechos y pensiones. En el archivo del reino vi a numerosas personas de edad buscando papeles para sus solicitudes, antiguos funcionarios –los más sin duda exiliados del interior–. Algunos entraron en el congreso de la mano de los partidos políticos: los comunistas Dolores Ibárruri, Rafael Alberti, Manuel Azcárate, Santiago Carrillo; en el senado Wenceslao Roces y el socialista José Prat, la eurodiputada Ludivina García Arias… Tarradellas volvió al frente de la Generalitat provisional: «Ciutadans de Catalunya, ja sóc aquí!». El último presidente de la república José Maldonado fue a morir a Asturias –Manuel Vicent lo recordó en El País en abril del pasado año–; como Claudio Sánchez-Albornoz, también presidente del gobierno, a su Ávila natal. Jorge Semprún, español y francés –superviviente de Buchenwald– llegó a ministro, pero ésta es otra historia…
Por ley de vida apenas había cátedras que devolver. Max Aub en su viaje menciona a Francisco Ayala, que venía desde mucho antes; le van a reconocer la cátedra y se está comprando un piso en Madrid –en todo caso bordeaba la edad de jubilación–. En 1984 Ayala ingresó en la real academia española, fue premio Cervantes (1991) y recibió el Príncipe de Asturias (1998). En 2005 fue nombrado presidente del patronato de la biblioteca nacional… Nicolás Sánchez Albornoz –fugado de Cuelgamuros–, historiador y amigo, al que conozco hace muchos años, fue el primer director del instituto Cervantes en 1991. También desde Estados Unidos volvió ya jubilado, el historiador Vicente Llorens, investigador de la emigración liberal, donó su biblioteca y archivo a la Generalitat valenciana… Vino Elena Aub, su hija Teresa, la biblioteca y el archivo de Max, en la fundación de Segorbe, crucial para los estudiosos del exilio. Regresaría Manuel Tuñón de Lara, en Francia desde 1946: había pasado años en varios campos de concentración franquistas. Desde la universidad de Pau impulsó una historia más verídica, menos contaminada y nacionalcatólica. Fue catedrático en ésta y luego en el País vasco. Antes, no aceptó una invitación de catedrático extraordinario de la universidad de las Islas Baleares que le ofreció el claustro –nueve votos en contra, siete a favor y dos abstenciones. Más adelante, la universidad le nombró doctor honoris causa.
Los grandes médicos Severo Ochoa y Francisco Grande Covián eran emigrados científicos –ambos habían iniciado su carrera en el laboratorio de Negrín–. El régimen franquista intentó atraerlos, como años antes a Falla –deseaba su prestigio–. El premio Nobel partió pronto, Alemania, Inglaterra, Estados Unidos. Venía cada año; cuando recibió el premio, La codorniz mostró su alegría por su concesión a un señor que veraneaba en Luarca. Jubilado en 1975, regresa y dirige dos grupos de investigación de biología molecular en Madrid y en Nueva Jersey. Grande Covián permaneció en España, en el instituto de Jiménez Díaz, y alcanzó en 1950 la cátedra de fisiología de Zaragoza. Luego se fue a Estados Unidos, quería investigar. Volvió a su cátedra en 1979, fue emérito. También desde México Mercedes Maestre y Libertad Peña, a los médicos quizá les era más fácil…
Hubo homenajes y reconocimientos sin duda. Algunos honores para los más preclaros. Exposiciones y congresos sobre el exilio –en especial de socialistas y comunistas y cenetistas–. Recuerdo a Adolfo Sánchez Vázquez en el avión desde México para asistir a alguno. Cambios en los callejeros de ciudades y pueblos, que son propaganda para los partidos –por eso no las numeran–. Hubo un redoblado interés sobre la historia del exilio. Abundaron las publicaciones; se formaron grupos de historiadores: Aemic o Gexel, la Cátedra del exilio –El retorno (2013)–. La edición de libros volvió a España, suprimida la censura. Quizá no fue bastante, pero fue algo si comparamos con la ley de memoria histórica, los muertos en las cunetas o en fosas colectivas, en el valle de los caídos. Triste España…
Sánchez Vázquez en «Fin del exilio y exilio sin fin» resumió el momento: el dilema ya no es monarquía o república sino dictadura o democracia. El precio de la transición fue un pacto de amnesia sobre el pasado, impuesto por antiguos franquistas, al ganar las elecciones Adolfo Suárez. El exilio no tiene fin.
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Salvador Albiñana es un historiador cercano, hemos colaborado en varias ocasiones –además somos amigos–. Hace años leyó su tesis doctoral sobre La universidad de Valencia y la ilustración en el reinado de Carlos III, donde mostró su buen hacer y minuciosidad; en el segundo volumen, inédito, puntualizó las biografías académicas de los profesores… También ahora en estas páginas ha anotado hasta el último detalle las entrevistas de Antonio Deltoro, para ilustrar a fondo el complicado drama del exilio. Es además persona de buen gusto: en 1987 organizó una exposición en La Nave, cuando nos reunimos en el primer congreso de historia de las universidades hispánicas; años después la magna exposición del quinto centenario de la universidad, Cinc segles i un dia. Por las mismas fechas Letras del exilio. México 1930-1949, una muestra de la biblioteca del ateneo español, en colaboración con María Fernanda Mancebo y Francisco Caudet. Últimamente, Libros en el infierno. Biblioteca de la Universidad de Valencia, 1939; después, ¡Vámonos! Bernard Plossu en México, 1965-1966, 1970, 1974, 1981, con Juan García de Oteyza (2013) y La biblioteca errante. Juan Negrín y los libros (2015) en París y luego en Valencia, y tantas otras… Con este libro sin duda alguna confirma su cuidado y buen hacer.
MARIANO PESET