Intifada

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Como el rostro de Dios en la tradición judía, la violencia divina será en sí misma invisible. Si bien Benjamin encuentra cierto «testimonio» en la tradición religiosa, su manifestación moderna adquiere formas diversas; no obstante, conservará el carácter de «incruenta, contundente, redentora». No lleva consigo «algo» con lo que pudiera identificársela, más bien remitirá a una «(…) ausencia de toda instauración de derecho»72. Su radicalidad será siempre desafiada, criticada, contenida por las fuerzas del orden. Al punto –dice Benjamin– que no dejará de ser acusada de ser una «violencia letal de unos contra otros». Sin embargo, «esto no debe admitirse. Pues a la pregunta “¿me es lícito matar?”, surge la respuesta inamovible, como mandamiento: “no matarás”»73. El carácter «letal» de esta singular violencia no reside en la posibilidad de ejercer el derecho de muerte, sino en su dimensión «incruenta» que no produce ningún derramamiento de sangre.

Sin embargo, clave de este pasaje es la distinción propuesta por Benjamin entre la noción de «mandamiento» y la noción de «derecho». Tal diferencia marca el devenir de la «crítica» benjaminiana y su violencia. En efecto, el «mandamiento» «(…) está antes del acto, como si Dios se “interpusiera” para que no acaezca»74. A diferencia del «derecho» que sanciona un acto ya consumado –presuponiendo por tanto la ejecución del crimen–, el «mandamiento» se sitúa «antes del acto» para prevenirlo. Vivir como si Dios se «interpusiera» para que el poder de muerte jamás pueda tener lugar, muestra la distancia que habría entre el «mandamiento» respecto del «derecho»: si el primero yace «antes del acto», el segundo sanciona la conducta après coup en virtud de la coacción. El «mandamiento» –según Benjamin– funciona como una «pauta de acción» que, como tal, no solo no sanciona actos, sino que tampoco puede ser obedecida «por temor al castigo». No penaliza ni tampoco obliga, pues no trae consigo la fuerza-de-ley ínsita a la dimensión soberana del poder, careciendo así de todo carácter normativo.

El derecho conservaría para sí el elemento mítico de una violencia que promueve la culpabilización de la existencia concebida como «mera vida»; el mandamiento, en cambio, remite a la invisible singularidad de lo que el ensayo de 1921 denomina «violencia divina». Como tal, no puede más que devenir «inaplicable» o constituir «inconmensurable» ante «el hecho consumado»: «No se sigue de él juicio alguno sobre este», remata Benjamin. El «no matarás» del «mandamiento» mosaico no es coactivo como lo puede ser una norma jurídica, sino que es práctico en cuanto constituye una «pauta para actuar». En este sentido, la interrupción de Dios desbarata toda posible forma tribunalicia. ¿Habría que entender, en este registro, su carácter afirmativo, el hecho de que pone en juego una vida ética –aquello que en otro momento se denominó «beatitud» o vida feliz para la que no tiene ningún sentido la coacción–? Al no ser un «criterio del juicio» sino una «pauta para actuar», los mortales deben «(…) ajustar cuentas en su soledad, y que en casos terribles tiene que asumir la responsabilidad de prescindir de él. Así lo entendió también el judaísmo, que rechazó expresamente a la condena del homicidio en el caso de legítima defensa»75. Como si la verdadera responsabilidad se jugara en la esfera donde falta el derecho, ese «ajuste de cuentas en soledad» define el lugar del «mandamiento» aquí en cuestión. El judaísmo habría rechazado la «condena del homicidio» puesto que el ejercicio de matar se habría dado bajo la figura –no jurídica– de la «legítima defensa». Ella no puede traducirse en una figura jurídica, sino en una resistencia ética, no en un derecho, sino en la potencia de la justicia. Solo así, la violencia mítica actualiza el dispositivo sacrificial al «exigir» muertos, mientras la violencia pura simplemente lo revoca al «aceptar» los mártires que han perdido sus vidas en virtud de la resistencia (la «legítima defensa», cuya legitimidad no reposa en el derecho sino en la justicia).

Los enigmáticos pasajes del ensayo están dirigidos a discutir abiertamente contra el pacifismo de Kurt Hiller, quien habría convertido al «no matarás» en un derecho y, por tanto, habría terminado por defender la posibilidad de conservar la existencia incluso como «mera vida» bajo el argumento de que siempre será mejor conservar la vida, antes que luchar y arriesgarse a la muerte. Benjamin rechaza enteramente dicho razonamiento. Porque al interpretar el «no matarás» del «mandamiento» en la forma jurídica del «derecho», hace que la fórmula mosaica se inunde de culpabilización –se «pudra»– y, a pesar de su oposición al derecho soberano a matar, Hiller fortalezca al propio derecho en el instante en que la justicia habría de interrumpirle. Si el «no matarás» había surgido como un resto del derecho (una «pauta de acción») en el argumento de Hiller, este último termina devorado por el propio derecho reduciendo otra vez a la existencia justa a una «mera vida». Para Benjamin, tal existencia resulta «innoble» en cuanto se escombra portadora de «culpabilidad». Contra el pacifismo abstracto que defiende la existencia como «mera vida» antes que su muerte en batalla, Benjamin afirma la «existencia justa» (esa «responsabilidad» sin derecho), irreductible al «destino» que horada internamente la putrefacción inmanente al derecho para desactivar al reino de la violencia mítica.

Si la violencia mítica «exige» el sacrificio es porque promueve un reclutamiento mortal instalado en el militarismo y las diversas formas en las que funciona el capital. Sin embargo, la violencia divina lo «acepta» porque, impregnada con la voz de sus muertos, los ha acogido asumiendo lo «terrible» que las circunstancias pueden plantear a un hombre o a una comunidad. Los muertos «aceptados» son la justicia misma, la condición de toda responsabilidad que no hace más que revocar al derecho y a su maquinaria de muerte: la violencia mítica que le es constitutiva.

A diferencia de la violencia mítica que puede llegar a matar gracias a la capacidad de suspender el derecho y, por tanto, de extender el derecho en la forma de su excepción, la violencia divina rompe definitivamente con el derecho y su lógica culpabilizante. En el primer caso se «exige» el sacrificio, pues los hombres han de morir por la patria, la idea, la familia, etc., son obligados a marchar contra el enemigo; en el segundo se trata de «aceptar» (acoger) a los muertos en combate que ningún derecho puede redimir. Los muertos caídos no instauran ni conservan nada. Tan solo abren el umbral de justicia, la fisura por la que puede irrumpir el mesías y salvar a los muertos del enemigo.

Política menor

En La huelga general como problema filosófico, Carlos Pérez López plantea una decisiva reflexión en torno a la relación de Benjamin y el sacrificio. Después de discutir con el planteamiento de Carlo Salzani que problematiza la conceptualización soreliana y benjaminiana en torno a la «acción moral», Pérez plantea una tesis clave para nuestra indagación: la divergencia entre Benjamin y Sorel puede advertirse a partir de la figura del mártir.

En un fragmento –escribe Pérez– de sus escritos de los años 1920, Benjamin sostiene que el mártir no puede ser pensado como un sujeto político, sino solamente como un sujeto religioso. Este solo principio parece generar una distancia abismal respecto a Sorel, para quien el mártir tiene un valor moral indispensable en la transformación histórica de las condiciones políticas del presente, en su vínculo inseparable con el mito que lo anima76.

Según la lectura de Pérez, la divergencia entre Sorel y Benjamin puede ubicarse a partir de la figura del mártir que para el primero constituye una figura política fundamental, mientras que para el segundo tan solo tendría el estatuto de ser un «sujeto religioso» –según un fragmento de 1920 y no en «Para una crítica de la violencia»–. A diferencia de Sorel, el fragmento de Benjamin citado por Pérez es leído como un «(…) modo de desenganchar, en el terreno mismo del conflicto histórico y político, la moralidad del sacrificio guerrero»77. Pero la lúcida lectura de Pérez nos parece que oblitera algo clave: una cosa es la «violencia mítica» que «exige» sacrificios a la que perfectamente podría responder la figura del mártir en Sorel en cuanto «sujeto político» (dado que este último solo tiene una noción de «huelga general» sin violencia divina) y con la que Benjamin perfectamente podría tener una discrepancia fundamental; pero otra cosa es la situación de la violencia divina que, según Benjamin, «acepta» cargar con los muertos que han caído en batalla. ¿Por qué no podemos pensar ahí la figura del mártir como «débil» sujeto ético y político? Es claro que no se trata de aquel que enarbola el «sacrificio guerrero», pues su órbita no pertenece al campo de la violencia mítica, sino al de la «débil fuerza» mesiánica característica de la violencia divina. Y, al no tratarse ni de sacrificio ni de guerra, sino de martirio y de lucha política, nos parece que la figura del mártir no debería ser descartada del todo al interior del registro benjaminiano. En este sentido, si el martirio no es sacrificio es porque el mártir no constituiría solo una figura «religiosa», sino sobre todo etológica, en el sentido de proveer de un ethos o vida justa, tal como Benjamin piensa al mandamiento como «pauta de acción», cuestión decisiva para pensar una política menor.

Iytihad

Alguna vez fue el filósofo cordobés Averroes quien, enfrentado a los teólogos de su tiempo, trazó los contornos de un «uso público de la razón» en la forma condicionada por la jurisprudencia islámica de su tiempo, la iytihad (o esfuerzo de interpretación personal)78. Para Averroes, los teólogos han de tener estricta prohibición de penetrar en la esfera pública, puesto que su presencia conducía a la comunidad al sectarismo y su consecuente fitna (guerra civil intra musulmana). Sus lecturas del Corán confundían al pueblo y le privaban de la felicidad. Por eso, según Averroes, la fe y la razón, la revelación y la filosofía pueden convivir en paz, exhibiendo su ser «hermanas de leche» de una misma verdad solo en la medida que los teólogos son expulsados de la esfera pública. Necesitamos de la sharia –dirá Averroes– en la medida que configura un conjunto simple de prescripciones orientadas a dar al pueblo la felicidad en la tierra, pero no la necesitamos con la mediación teológica. Los teólogos capturan el Corán y juegan con el nombre de Dios, la filosofía deberá enfrentarse a ellos en actitud crítica (iytihad) para restituir el carácter popular del Corán y de Dios. La filosofía libera a Dios de la captura teológica, dispersa los fantasmas de la fitna y restituye la sharia a su uso enteramente común, entendido en el sentido de un ethos, un lugar-de-potencia. Podríamos decir que la crítica (iytihad) averroísta a la teología es un gesto de violencia divina, en el sentido benjaminiano, en cuanto libera a los medios puros de su captura soberana. Quizás, no estemos del todo alejados al decir que Benjamin sigue la vía abierta por los falasifa en su lectura de la violencia mítica y la crítica a su economía de la culpabilización. Desde Al Farabi a Averroes y desde Spinoza a Marx, el pensamiento se ha obstinado en indagar sobre este problema, intentando restituir, por diversas vías, el otrora problema aristotélico de la «felicidad» gracias a una crítica intempestiva del presente79.

 

El coraje del pensamiento no descansa. Sigue trabajando a pesar de los conjuros que recibe. Su sobrevida no yace en los grandes títulos, sino en las maldiciones de las que es objeto. No es más que intermitencia que, sin embargo, permanece en las huellas recorridas de otras formas, en otros sitios, por otros cuerpos.

Mitología de la revuelta

Revuelta

«Este libro no es una historia del movimiento y de la insurrección espartaquista.», escribe Furio Jesi al iniciar los intensos párrafos de Spartakus. Simbología de la revuelta. No es un libro escrito bajo el registro historiográfico, pero usa la historia como quien afila los cuchillos para asaltar el palacio de invierno. No obstante, el propio título inscribe el nombre del célebre movimiento alemán –cuyas páginas analizará con lujo de detalles–, Jesi no pretende más que la comprensión del fenómeno específico de la revuelta. En efecto, para afrontar la problemática de la revuelta, el joven egiptólogo, que con este libro marcaría su distancia respecto del trabajo de su otrora maestro Karl Kerényi, precisa su cometido en el propio título de su libro: Spartakus es un símbolo que condensa tres tiempos históricos en uno: el primero, la referencia al personaje que se libera de la esclavitud; el segundo, al movimiento político liderado por Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht en el Berlín de 1919, y el tercero, la situación de Mayo de 1968 que de algún modo reverbera en las condiciones de producción del singular escrito (Jesi escribió este texto entre 1968 y 1969). La condensación de los tiempos en un manuscrito, el cruce de fuerzas heterogéneas, son convocadas para penetrar en una dimensión que ni la teoría política ni la mitología habían abordado del todo: la revuelta. Fenómeno que Jesi contemplará a la luz del caso alemán proveído por la Liga Espartaquista como su paradigma.

¿Qué es la revuelta?, ¿qué la revolución?: «Usamos la palabra revuelta para designar un movimiento insurreccional diferente de la revolución –escribe Jesi–. La diferencia entre revuelta y revolución no debe buscarse en los fines de una y otra; una y otra pueden tener el mismo objetivo: tomar el poder. Lo que mayormente distingue a la revuelta de la revolución es en cambio una diferente experiencia del tiempo»80. El criterio por el que Jesi distingue la revuelta de la revolución será el de una diferente «experiencia del tiempo». Como para Benjamin los fines de la violencia no pueden convertirse en criterio para una tal «crítica», para Jesi, una «crítica» de la revuelta necesariamente habrá de desechar cualquier criterio que la circunscriba alrededor de los fines a cumplir, subrayando su singular «experiencia del tiempo»: «Toda revuelta –escribe Jesi– puede describirse sin embargo como una suspensión del tiempo histórico. La mayor parte de aquellos que participan en una revuelta eligen comprometer su propia individualidad en una acción cuyas consecuencias no conocen ni pueden prever»81. Al suspender el tiempo histórico, la revuelta corta con cualquier télos al que pudiera asociársele. Quienes participan en ella arrastran a su propia «individualidad» a una acción «cuyas consecuencias no conocen ni pueden prever». Una acción que desprende a los cuerpos de su individualidad y los conduce hacia un campo insospechado en el que la experiencia de tiempo ha sido radicalmente trastocada.

Si el tiempo histórico se mueve en base a la exactitud de un «causalismo» capaz de prever los medios para un fin, «una diferente experiencia de tiempo» implicará la imposibilidad de tal prevención. No habrá medios ni fines, no habrá «causalismo» posible al que aferrar los pasos de la acción: «La revuelta es, en lo profundo, la más vistosa forma autolesiva de sacrificio humano. Al mismo tiempo –plantea Jesi–, y aquí el sacrificio humano adquiere su forma más alta, la revuelta es un instante de fulgurante conocimiento»82. Una cita como esta demanda nuestra atención: ante todo, porque Jesi vincula directamente sacrificio a conocimiento en el anudamiento provisto por la revuelta. Si la revuelta resulta ser la «más vistosa forma autolesiva de sacrificio humano», entonces constituye un «instante de fulgurante conocimiento».

Habremos de reparar que, para Jesi, la existencia del sacrificio –ahí donde la individualidad se compromete in extremis, sin prevención alguna, a la posibilidad de la muerte– marca precisamente el carácter excesivo de la revuelta, su imposibilidad de calcular los pasos de la acción. Habrá sacrificio en la medida que la experiencia del tiempo resulta diferida respecto de sí, solo en cuanto tal arrojo designa exactamente un sentido inverso al que hemos identificado en Benjamin: para Jesi, el «sacrificio» designa una experiencia de arrojo total que, como veremos, caracterizaremos bajo la figura del martirio.

No se trata, por tanto, de la violencia sacrificial, sino de la resistencia martirológica. En este sentido, diremos que la revuelta sería la experiencia misma del martirio, un lanzarse de la multitud –y sobre todo el deponer de toda individualidad– contra el poder establecido, sin mirar las consecuencias que ello pudiera tener. Así, cuando a propósito de la Liga Espartaquista, Jesi habla de «sacrificio» nos parece que habría que comprender ahí la anomalía del «martirio». Si en la revolución solo habrá sacrificios sobre los cuales se fundará un nuevo orden, en la revuelta habrá mártires que, sin instaurar ni conservar nada, destituirán al poder trayendo telepáticamente las epifanías al presente. Porque para Jesi, la experiencia de la revuelta no será sino una forma singular de conocimiento en la que la multitud desata sus epifanías, donde el rostro de los mártires puede impregnar la vida de los mortales.

Lejos de los saberes universitarios y sus formas catedralicias de conocimiento, Jesi concibe la revuelta como una experiencia del conocimiento que, como un verdadero «instante de cognoscibilidad» (Benjamin), se pondrá en juego la intersección entre mito e historia, entre eternidad y contingencia. En la singularidad de dicha experiencia se desata la presencia de los mártires que enseñan al pueblo su legado, que ofrecen a la multitud su por venir. Mas Jesi denominará a tal experiencia bajo un término técnico que cruza enteramente su trabajo: la «descalificada» noción de «propaganda».

Propaganda

Propaganda es una palabra muy descalificada casi sinónimo de mentira. Y, sin embargo, su suerte se asimila mucho a la de la palabra mito que hoy goza de óptima prensa en el mundo burgués. Cuando se pronunció en el mundo griego, la palabra mito tuvo una resonancia de verdad superior a la de cualquier otra imagen de lo real. «Mito» era historia verdadera, más verdadera que los acontecimientos del presente (…) Esto era posible porque la experiencia de la realidad era, precisamente, en primer lugar, mítica, basada en imágenes y epifanías ancestrales. Pero también la propaganda –en los momentos de mayor fervor político, cuando el compromiso político ha condicionado la autenticidad de la experiencia de la vida– ha sido la definición por excelencia de la verdad83.

El mito no puede confundirse con la ilusión. Antes bien, «mito» designa «historia verdadera» en la medida que la realidad misma era «mítica», pues estaba «basada en imágenes y epifanías ancestrales», plantea Jesi. Mito designa, entonces, una experiencia de la verdad que habrá de ser más real que los fenómenos atribuidos a la propia realidad. En el mito la realidad no encuentra otra materialidad que en las «imágenes y epifanías ancestrales», exactamente como ocurre cuando en ciertos momentos de alto «fervor político» irrumpe la fuerza de la propaganda. Mito y propaganda no serán, pues, para Jesi dos experiencias antagónicas en las que el primero expresaría una experiencia auténtica propia del pasado, y el segundo una propiamente falsa característica del presente; más bien, constituirán la misma realidad imaginal que, de diversas formas, en la actualidad habría sido entrevista por la literatura burguesa.

Sin embargo hay algo decisivo respecto de la propaganda, y es que la referencia jesiana subraya el trabajo de propaganda no en el contexto normal de la «simbología capitalista», sino más bien «en momentos de mayor fervor político» donde el «compromiso político» pudo definir al carácter auténtico de tal experiencia.

Se trata de la puesta en acción de la «autenticidad de la experiencia» y no de lo que podríamos llamar una «experiencia auténtica». Podríamos decir que si la primera signa al movimiento revolucionario, la segunda responde más bien a la violencia reaccionaria. Para Jesi, la «propaganda genuina» sería precisamente aquella capaz de romper con la simbología capitalista, en la que no se busca una «experiencia auténtica» escondida en un pasado remoto al que debiéramos ajustar nuestro presente, sino una «autenticidad de la experiencia de la vida» en la que un pasado irrumpe en el presente y el mito se vuelve indistinguible de la historia. Una «autenticidad» que, en suma, Jesi parece pensar como una vida inseparable de su forma (una vida activa), imposible de escindir respecto de sus imágenes. En la perspectiva de Jesi, si existe alguna escena en la que esta forma de «propaganda» funcionó de manera «genuina», sin las deformaciones características de la simbología capitalista –que es precisamente la referencia que usa Benjamin–, que pretenden anudar al mito a las formas culpables («pseudomitos»), sería la que habría tenido lugar en la revuelta alemana protagonizada por la Liga Espartaquista del año 1919. A diferencia de Benjamin, para Jesi el mito tiene una potencia emancipatoria, no así el «pseudomito» sobre el que se articulará la simbología capitalista. Es preciso detenernos en la diferencia jesiana entre «propaganda genuina» y «simbología capitalista», o entre «mito auténtico» y «falso mito», porque ella nos reenvía al punto de inflexión que el egiptólogo tendrá para con su otrora maestro, Karl Kerényi.

En un ensayo titulado Del mito genuino al mito tecnificado, Kerényi establecía la diferencia entre mito auténtico y mito tecnificado, en la que el primero se remitía a una verdad definitivamente perdida y solo experimentada por los antiguos, y el segundo a una instrumentalización «política» del mito que tendría lugar en la actualidad84. La conclusión de Kerényi es que no se trata de condenar al mito, sino al hombre que no logra escuchar la verdad de antaño y que el mitólogo traduce en un verdadero problema moral: curar al hombre, mejorarlo haciéndole escuchar la verdad mítica85. Para Kerényi, las imágenes y figuras que hoy parecen sugestionar a la multitud, en rigor, no constituyen más que «falsificaciones» del mito propiciadas por las ideologías de turno que, como tales, profundizan la crisis del hombre impidiéndole escuchar la verdad reservada al espíritu del pasado86.

En 1964 Kerényi le envía a Jesi su texto y, según Cavalletti: «Puede considerarse que desde ese momento toda la reflexión de Jesi se convierte en una elaboración crítica y una radicalización, profunda y al mismo tiempo irónica, de la distinción entre el mito genuino y el mito tecnificado»87. Es aquí cuando la relación entre Kerényi y Jesi llega a su fin: el humanista burgués y el izquierdista radical toparán justamente en relación a esta distinción que, según Jesi, explicitará las «divergencias ante todo políticas» que mantiene con quien fuera su maestro88. Y Spartakus –escrito en el fragor de las barricadas de París– constituirá la respuesta propiamente «política» a Kerényi: para Jesi, se trata de unir mito y revuelta, mostrando que en ella el mito acontece con toda la furia de su verdad. Más aún: Kerényi había citado en su ensayo al monje budista que se prendía fuego por la invasión norteamericana a Vietnam leyendo tal escena como la «tecnificación» misma del mito. Precisamente, Jesi citará la misma escena ofreciendo un sentido exactamente inverso: tal inmolación será expresión de la «propaganda genuina», esto es, aquella en que tiene lugar la verdad epifánica del mito que define la verdadera lucha política. Por eso, para Jesi, el «mito genuino» o «propaganda genuina» no estarán presentes en los maestros solitarios impregnados de una espiritualidad que habría que alcanzar, sino precisamente en una comunidad que se libera del orden establecido: «La propaganda genuina –comenta Cavalletti– es un modo de decir la verdad»89. Si mito y revuelta van de la mano es, sobre todo, porque solo en el mito se asentará el momento fulmíneo de la revuelta: el mito genuino –aquello que en este ensayo llamaremos imaginación popular– será aquel que se arraiga en la potencia de una comunidad liberada, el falso será el que nutre a la «simbología capitalista» y sus concatenaciones culpabilizantes (que, como veíamos, en Benjamin aparece bajo la forma del «destino»).

 

En cuanto singular «modo de decir la verdad» –trabajo parresiástico inmanente a toda revuelta–, la propaganda genuina estalla en lo que Jesi denomina epifanías míticas:

Las epifanías míticas –dice Jesi– no son repeticiones al filo de la memoria o según las leyes de una historia cíclica de un precedente antiguo. Son más bien intereferencias de la verdad extratemporal en la existencia de quien se cree involucrado en el tiempo de la historia. Es uno solo el instante de la verdad: su epifanía siempre es la primera y la única, pues contrae el tiempo histórico en la realidad de los primordios90.

La «epifanía» desenvuelta como «propaganda genuina» sería expresión de una comunidad cuya producción imaginal será siempre «la primera y la única» en cuanto su singularidad se fragua como una «interferencia» al ciclo de la historia en la que, al modo de un rayo proveniente de los dioses o una voz que clama desde los antepasados, irrumpirá como una «verdad extratemporal» desde el interior del mismo tiempo histórico para suspenderlo. Como «propaganda genuina», el mito no es para Jesi una verdad alojada en un pasado historiográficamente datable que habría que rastrear en la vacía cronología de los hechos, sino un gesto actualizado en la contingencia que adquiere en ella, una nueva cognoscibilidad. «Propaganda genuina» o «mito» designan una experiencia de interrupción del continuum histórico en la que la infinitud de un tiempo inmemorial al que pertenece el mito se cruza con la finitud propiamente histórica de la contingencia. De esta forma, para Jesi, propaganda genuina y mito no son sino dos términos para designar la historicidad de la acción política cuando, en el «instante de la verdad», carga de epifanías al presente y los cuerpos se arrojan a la revuelta.

Liga Espartaquista

En 1919 una sección extrema de la izquierda alemana se escinde del Partido Socialdemócrata «(…) valiéndose de técnicas propagandísticas provenientes de la revalorización –o más bien de la renovada experiencia– de los mitos: mitos en los que se confiaba como en reservas eternas, latentes en el interior de los hombres, para alcanzar la autoconciencia y para potenciar la lucha contra el sistema capitalista»91. Spartakusbund –dice Jesi– muestra tal confianza en los mitos como «reservas eternas» como cuando el «nombre e imagen del antiguo jefe de la insurrección de esclavos» es transfigurado en el seno de las luchas del presente. Ya el propio nombre «Liga Espartaquista» es la cristalización de una voluntad política –dirá Jesi– que hará uso del tiempo histórico para hacerla coincidir con el tiempo «inmóvil del mito». Para Jesi se trata, por tanto, del uso de ciertas «reservas eternas» con la que cuentan los oprimidos, un conjunto de mitos que yacen inmóviles, eternos, dispuestos en un tiempo pretérito que solo un uso determinado y contingente del tiempo histórico puede actualizar. Es aquí donde aparece un asunto que anunciábamos antes y que atravesará al texto de Jesi de principio a fin: el problema –mítico– del sacrificio.

Como se sabe, las muertes de Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo constituyeron muertes evitables desde todo punto de vista, al punto que la literatura las ha considerado un «error». Sin embargo, Jesi da su propia versión: que Luxemburgo haya permanecido en el lugar a sabiendas que corría peligro durante los acontecimientos de la revuelta espartaquista de 1919 y que, finalmente, el enemigo haya terminado por darle muerte muestra, según el egiptólogo, la imposibilidad en Luxemburgo de separar revuelta de revolución, de distinguir la suspensión del tiempo histórico y su reanudación:

(…) disociarse del comportamiento (si bien considerado erróneo) de sus compañeros de clase en el momento en que estos iban al encuentro de la muerte, en el momento en que separarse de ellos significaba evitar la muerte, y hacerlo después de haber considerado inoportuna de principio a fin la revuelta, significaba reconocer la fractura entre revolución y revuelta. Por más hostil que fuera la revuelta, Rosa Luxemburgo no aceptaba y no aceptó considerarla totalmente distinta de la revolución92.

La interpretación de Jesi acerca de Luxemburgo no es «psicológica», pues no intenta explicar su actitud apelando a ciertos rasgos de su personalidad, ni tampoco apela a la mirada extremadamente «racional» de cierta historiografía que insistirá en que su actitud terminó siendo nada más que un «error».

Antes bien, para Jesi se trata de leer la actitud de Luxemburgo desde un punto de vista político en lo que esta tiene de mítico. Como tal, y a pesar de que Luxemburgo había estado en contra del levantamiento, ella no podía «disociarse» de él, pues, de hacerlo, habría justificado la diferencia entre revuelta y revolución, posición a la que la propia Luxemburgo no adhería. De esta forma aceptará el sacrificio arrojándose a la muerte para mantener vivo el nexo entre ambos momentos de la insurrección: como el monje vietnamita que se inmola, Luxemburgo –ella como fuerza que expresa la revolución y sus compañeros de clases como aquellos que pulsan por la revuelta– se convierte en una epifanía capaz de mantener inescindibles revuelta de revolución. Para ella, la revolución implicaba, a su vez, la revuelta. Dos movimientos que no podían desconectarse, que no debían escindirse si se pretendía el triunfo final del proletariado sobre la tierra.

Sin embargo, en el desarrollo de Spartakus, Luxemburgo funciona como una contraimagen al singular ensayo de Jesi. Porque, a diferencia de Luxemburgo, Jesi sostendrá la tesis exactamente contraria: entre la revuelta y la revolución se juega un irreductible definido por dos diferentes experiencias de tiempo. La revuelta implica una «suspensión del tiempo histórico», la revolución su restitución. Como dirá más adelante: la revuelta se ocupa del «pasado mañana», la revolución se enfrenta al hoy o al mañana, en el entendido que el «pasado mañana» remite a una tiempo extático (característico del mito) y el hoy o el mañana al tiempo cronológico. De ahí la dimensión utópica de la primera y el carácter técnico de la segunda, la aneconomía de la primera y el carácter económico de la segunda.

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