Pináculo Rojo

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El niño del lago.


1

En algún punto de mi profesión se me dijo que las luces emergentes solían tener azul y rojo por diversos motivos. Uno de esos motivos era por visibilidad: la luz roja se veía mejor durante el día y la azul durante la noche. El otro motivo era, supuestamente, por la representación de los colores, siendo la roja la que notifica el peligro y la azul para calmar y brindar protección.

Motivos o no, comencé a odiar esas luces luego de lo sucedido con Iliana. Esas luces no hacían sino revivir el día en el que Castellanos la destrozó. Y ahora que las veía allí, frente a mí, me sentí tenso y malhumorado.

—Fabuloso, ¿ahora qué quieren ese par de pueblerinos idiotas? —Iliana me propinó un fuerte manotazo en la pierna.

—¡Te van a escuchar! —reprendió entre susurros.

El primero de los dos oficiales en acercarse fue un hombre de protuberante barriga, bigote castaño y frondoso. La mitad de su cara estaba cubierta por unas gruesas gafas de sol, similares a la que usaban los protagonistas de películas ochentonas. Detrás de él se aproximaba un hombre alto, rubio, como si hubiese salido de una revista de modelaje, y a quien sin duda le sentaba mucho mejor el uniforme.

—Buenas tardes, señor, señora. Lamentamos las molestias, pero necesitamos hacerles unas preguntas. —El obeso oficial procuraba mantener una actitud cordial, cosa que desentonaba por completo con su lenguaje corporal: tenso y hostil. En su pecho había una placa de identificación que decía: «Roy Coppel. Alguacil».

—Buenas tardes —replicamos los dos al unísono—. ¿Algún problema oficial? —inquirí.

—¿Turistas? —preguntó el alguacil.

—Sí, estamos hospedándonos en la casa del lago —repliqué, y luego insistí—: ¿Hay algún problema?

Iliana, que aún tenía su mano en mi pierna, clavó sus uñas en mi muslo como reprimenda.

—Pues sí. —Se acarició el bigote—. Hace tres noches desapareció el hijo de los Clayton. Tiene diez años. Mide alrededor de metro cuarenta y siete, cabello naranja, rostro poblado de pecas.

—Es muy pálido —afirmó el modelo de revista, quien yacía asomado por la otra ventanilla, junto a Iliana.

—Y sí… —Asintió el alguacil—. Es caucásico. ¿Le ha visto? —Sus gafas me impedían verle directo a los ojos, pero era obvio que estaba escudriñando el interior del Pontiac.

—No, oficial, no hemos visto a ningún niño desde que llegamos —replicó Iliana.

—No, aguarde. —Alterne la mirada entre ellos—. Yo sí he visto a un niño. Estaba muy oscuro para afirmar que se trataba del mismo, pero sí que he visto un niño correteando por los bosques. Tú no lo viste porque dormías —expliqué a Iliana—. Merodeaba la otra noche alrededor del lago, cerca de la cabaña. Quise llamar su atención, pero desapareció casi de inmediato.

—¿Por qué no llamó a las autoridades? —inquirió el alguacil. Me costó prestarle atención porque el otro policía no paraba de mirarle las piernas a Iliana y yo comenzaba a mosquearme. Tuve que resistirme al fuerte deseo de extraerle los dientes a puñetazos.

—Mi jardinero, Joe Tunner —precisé—. Dijo que seguramente era el hijo de los Clayton. Me hizo entender que era un joven inquieto. Dijo que no debía de preocuparme, y que, si lo volvía a ver, avisara a la familia.

—¿Y lo ha vuelto a ver? —El alguacil continuó escrutando el interior de mi coche.

—No, oficial. Fue la única vez —Hubo algunos segundos de incómodo silencio. La mirada incesante del policía sobre Iliana comenzaba a inquietarme y también a ella, cuya inquietud sin duda era superior a la mía—. ¿Puedo ayudarle en algo más?

El alguacil torció el gesto, hizo una seña a su subordinado y luego retrocedieron algunos pasos.

—¿Podrían bajar del vehículo? —preguntó Coppel.

Aquella pregunta era la manera educada de decirte: baje del vehículo o le arrastraré a patadas fuera de él. Claro que yo lo sabía, muchas veces la había utilizado, y muchas veces algún imbécil se le había ocurrido la idea de negarse. Y, cuando eso sucedía, conductor y pasajeros terminaban esposados sobre el suelo. Yo no quería ensuciarme la ropa, así que bajé del coche con ambas manos en alto. Iliana me lanzó una mirada nerviosa.

—Todo estará bien, cariño, no te preocupes —le dije.

Una vez fuera, comenzaron a requisarnos. Fue una suerte que me olvidara el arma en la cabaña.

Mientras el alguacil hurgaba en mis bolsillos en busca de un arma, mis ojos estaban atentos en Iliana y el lascivo compañero del alguacil, quien sonreía divertido con la idea de ponerle las manos encima. Su mano se dirigió las nalgas de Iliana, pero ella, pese a sus miedos, sabía defenderse sola. Enfadada, le propino un fuerte manotazo para apartarle la mano, y con ceño fruncido le espetó:

—¡Cuide esas manos!

No pude evitar sonreír.

—Tranquila, señorita, es solo parte del protocolo. —Soltó una animada risa—. Bonito atuendo.

Era cierto. Iliana lucía preciosa ese día. Lo malo era que sus piernas desnudas atraían la mirada de ese infeliz.

—Dudo mucho que el protocolo inmiscuya propasarse, oficial. —Iliana, cuando se enfadaba, perdía por completo su nerviosismo y se transformaba en una amazona. Eso me encantaba, salvo cuando yo era el objetivo del enfado—. A menos que usted quiera un rodillazo en sus partes nobles. —Sonrió de medio lado.

—Luke, ya está bien. —intervino el alguacil.

—Sí, señor. —Luke retrocedió con las manos en alto, sin dejar de sonreír.

—Dígame, ¿señor…? —El alguacil me lanzó una mirada suspicaz.

—Lantz, mi nombre es Samuel Lantz.

—Señor Lantz. —Asintió, mirándome detenidamente, como si buscara memorizar mi rostro—. ¿Es común de donde vienen dar un trato irrespetuoso a los cuerpos policiales?

—No, realmente no —repliqué—. Pero tampoco es protocolo agarrar el culo de las personas. Posiblemente allí radique la diferencia.

—¿Es usted policía?

—Detective.

—Ah, eso explica. —Torció el gesto y suspiró pesadamente—. Pues bien, señor Lantz. Mi nombre es Roy Coppel. Soy el alguacil de Pináculo Rojo, lo cual me convierte en la máxima autoridad que encontrará por aquí. Y este indecente es Luke, mi subordinado. —Ante tal reproche, Luke frunció los labios y agachó la cabeza—. Permítame sugerirle el mantenerse lejos de los problemas. Este es un pueblo muy tranquilo y nos gusta así, sin que se perturbe su paz y privacidad. ¿Entendido?

—Como el agua. —Forcé una sonrisa.

—Muy bien —asintió—. Entonces sean los dos bienvenidos. No les molestaremos más. Y si vuelve a ver al niño, no olvide notificarnos.

—Así lo haré —prometí. Tras cerrar la puerta del coche, murmuré—: Rechoncho hijo de puta.

—¡Sam! —Iliana abrió sus ojos como platos, preocupada de que pudiesen escucharnos.

Encendí el motor y me alejé de allí.

Cuando la patrulla y ambos policías eran apenas diminutas figuras en el retrovisor, desvié la mirada hacia Iliana y acaricié su mejilla.

—¿Te encuentras bien?

—Sí, cariño. Está todo bien. —Ella sonrió y besó la palma de mi mano.

—Tratemos de ser ciudadanos modelos y evitemos a esos dos cabrones por lo que nos queda de vida, ¿te parece bien? —sugerí, y ella se dejó reír—. Eh, que lo digo en serio. La próxima vez quizá le arrancaré el bigote de una patada a ese alguacil y al otro infeliz le dispararé en los huevos para detener el flujo de sangre indebido.

Iliana se mordió el labio inferior, se inclinó hacia mí y apoyó ambas manos en mi hombro. Con la boca cerca de mi oreja, susurró:

—¿Se ha puesto celoso, detective Lantz?

—¿Debería? —Sonreí de medio lado y la miré de soslayo.

—Qué tonto eres… —Besó mi mejilla y luego echó a reír—. Desde luego que no, cielo. ¿Puedes acelerar ya? Aún tengo antojo de ese café.

—Como ordene la dama.

2

Poco antes de llegar al poblado pude ver a un niño parado junto a la carretera. Tenía el cabello naranja y revuelto, con el rostro lleno de pecas. Vestía unos pantalones cortos, negros, franela de rallas, y estaba descalzo. Su cara estaba llena de mugre, así como sus piernas y brazos. Tras él se podía divisar un camino de tierra con huellas hechas de piedras.

—¿Por qué estacionas? —inquirió Iliana.

—Espera. —Entorné la mirada en busca del niño—. Creo haber visto al niño Clayton.

Bajé del coche y caminé hasta el camino de tierra. Me adentré al bosque de pinos y miré a la distancia. El niño se había esfumado nuevamente.

—¡Niño! ¡Si estás por aquí, regresa, no te haremos daño! —grité—. ¡Tu familia está preocupada buscándote, vuelve a casa!

Apenas y podía escuchar el suave murmullo de la brisa cuando hacía mecer las ramas de los pinos. A la distancia creí escuchar alguna especie de ave, y luego otra vez silencio. Había algo en el ambiente que me generó un extraño escalofrío que recorrió toda mi espalda. Me froté las manos para agarrar calor y regresé al coche junto a Iliana.

—¿Estás seguro de haberlo visto? –Iliana tenía la mitad del cuerpo fuera de la ventana, buscando al niño con la mirada—. Yo no vi nada.

—Ha vuelto a desaparecer. Llamaré a la policía e informaré.

Llamé al departamento (el número lo tenía guardado en casos de emergencias) y contestó una amable recepcionista. Informé de lo sucedido y la mujer me aseguró que en breve notificaría al alguacil. El rechoncho hijo de puta y el modelo de revista llegaron casi al instante. Temía a que nos volviesen a interrogar, pero, para sorpresa de ambos, Coppel nos echó del lugar. Y yo obedecí, encantado.

 

3

Aparcamos frente a Dulce Amanecer. El aparcamiento era un sitio espacioso, demasiado, considerando que el café no era tan grande. Era un sitio fresco, al aire libre, situado frente a la plaza.

—¿Sabes qué encuentro terrorífico de este poblado? —dijo Iliana tras bajarse del coche.

—La estatua —respondí, y señalé hacia el centro de la plaza, donde la horripilante estatua amenazaba a la nada con su fiera alabarda.

Ella me miró con aire divertido.

—¡Bingo! —Sonrió.

—Es fea de verdad. Si eso es un ángel, no estoy muy seguro de querer ir al cielo.

—¡No seas blasfemo! —me reprochó.

Aunque me dejé reír ante su reacción, en el fondo no mentía.

La figura de esa estatua me ponía los pelos de punta. Incluso a esa hora del día, cuando el sol todavía se posaba sobre nuestras cabezas, su imagen conseguía manifestar un aura diabólica, como creada por un obsesivo lunático cuya percepción del cielo y los ángeles era aberrante. Aquella cabeza de cuervo con su filoso pico abierto como si gritase al cielo, las alas demacradas y el extraño cuerpo con forma de minotauro. Lo que más intimidaba era la enorme alabarda, dado que el escultor se había asegurado de dar filo a la piedra.

—Mejor vamos dentro —sugirió Iliana.

Frente a las puertas de Dulce Amanecer pudimos ver una pareja colocar un poster sobre uno de los enormes ventanales del local. Junto a ellos se encontraba James Manson, el dueño del café, un hombre afroamericano, calvo y de gran musculatura. No había envejecido ni un poco en esos diez largos años. Al reconocernos, sonrió ampliamente.

—¡Qué alegría verlos! —exclamó Manson a la par que daba un efusivo abrazo a Iliana. Pensé que la asustaría, pero para mi sorpresa ella estaba encantada—. ¡Amigos míos! ¡Pensé que nunca más los volvería a ver!

—La alegría es mutua, amigo. —Estreché su gruesa mano con fuerza.

—Lamentamos no haber venido antes —se disculpó Iliana.

—Pues me contenta tener nuevas caras con las cuales platicar. —Su risa, como siempre, era gruesa y fuerte—. Ya comenzaba a aburrirme de las mismas caras y mismas anécdotas de siempre. Seguro que me traen nuevas historias de policías y ladrones, ¿verdad, detective?

Me propinó un fuerte manotazo en la espalda, uno que pretendía ser amistoso pero que igual me sacó el aire.

—Sí, James, tengo varias.

«Una en especial de la cual no querría hablar» pensé.

—Pues ya me pondrás al día. —Empujó la puerta del local haciendo sonar la campanilla y con un ademán nos invitaba a pasar—. ¿Por qué no pasan y les invito unas cervezas?

—Estaríamos agradecidos, pero primero nos gustaría almorzar —dijo Iliana.

—Pues no se diga más. Pasen, les traeré la carta enseguida.

Cuando estaba por poner un pie dentro, miré el poster que la pareja acababa de colocar. Ponía en él la cara del niño pelirrojo que acababa de ver minutos atrás, un número telefónico, y en letras grandes:

«SE BUSCA NIÑO DESAPARECIDO».

Rápidamente miré en dirección al aparcamiento y pude atisbar a la pareja caminar abrazados, en medio de sollozos, rumbo a un viejo coche Cadillac color dorado.

Tanto Iliana como Manson me miraron expectantes.

—¿Todo bien, Sam? —inquirió Iliana.

—Sí —repliqué—. Vuelvo enseguida. Pídeme una hamburguesa.

Ella me miró con extrañeza.

—Está bien, pero no tardes.

Me acerqué a la pareja cuando estos ya estaban a punto de subir al coche.

Ambos debieron escucharme acercar, pues se giraron tan pronto estuve a escasos metros de distancia. Y ahora que les podía ver de cerca, pude reparar en que se trataba de una familia humilde. Sus ropas eran viejas y llenas de remiendos. Sus rostros estaban llenos de pesar, con enormes ojeras y ojos vidriosos a causa del llanto. No me extrañaba. Iliana y yo nunca habíamos podido tener un hijo (hasta la fecha seguíamos intentándolo), pero de seguro nosotros también habríamos estado en el mismo estado de haber extraviado a nuestro hijo.

—Lamento la molestia —dije—. Pero creo que he visto a su hijo un par de veces. Ya lo he notificado a las autoridades.

—¡¿Dónde?! —La señora Clayton me agarró con fuerza del brazo. Su esposo la sujetó de los hombros y la forzó a soltarme.

—Perdónela, señor —dijo el hombre—. Entienda que la situación es demasiado difícil para nosotros. ¿Podría decirnos dónde le ha visto?

—Descuide, lo entiendo. El niño estaba cerca del camino de tierra que queda rumbo al lago. —Señalé en dirección al bosque—. He llamado a las autoridades y deben estar buscándolo ahora mismo.

—¡Esta cerca de casa! —exclamó la mujer, incapaz de esconder su alegría.

—Sí, pero me temo que ha huido. No pude alcanzarle. —Me rasqué la nuca, avergonzado—. Es un niño veloz.

—¿Pero se encontraba bien? —quiso saber el señor Clayton.

—Sí, estaba algo sucio y descalzo, pero no se veía lastimado.

—¡Gracias al cielo! —El hombre me dio un fuerte apretón y sonrió—. Muchas gracias, ¿señor…?

—Lantz… Pero puede llamarme Samuel.

—¿Samuel? —Ellos intercambiaron una mirada cómplice—. Nuestro hijo también se llama así. Es un gusto conocerlo, Samuel. Yo soy Peter, y ella es mi esposa Mary.

—Un placer conocerlos. —Estreché la mano de ambos—. Pero ya tendremos tiempo de charlar. Sería bueno que se apresurasen a buscar al niño.

—¡Sin duda! —exclamó Mary.

Después de agradecerme reiteradas veces, subieron al Cadillac y se encaminaron de vuelta a casa.

Solté un amargo suspiro, pero no tardé en sonreír de nuevo cuando, al darme vuelta, vi el rostro sonriente de Iliana a través de los ventanales de Dulce Amanecer. Charlaba con Manson, reían a carcajadas y tres cervezas aguardaban sobre la mesa.

Me disponía relajarme y disfrutar de lo que quedaba de día, pero entonces escuché el graznido de un cuervo a mi espalda. Y casi al instante vi una enorme sombra oscurecer mi entorno como si acabase de pararme bajo un techo. Por algún extraño motivo tuve la absurda creencia de que la estatua acababa de cobrar vida.

Mis músculos se tensaron, el mundo se había congelado a mí alrededor y un peso invisible entorpecía mis piernas. Pero no fue sino hasta escuchar el aleteo de un ave que tuve el valor de darme la vuelta, dispuesto a encarar al diabólico ángel que se erguía a mi espalda…

Serie de coincidencias.


1

Jamás me había sentido tan ridiculizado en mi vida.

Temeroso de un ataque, me agaché cubriéndome la cabeza del peligroso vuelo de un hijo de puta cuervo que graznaba a los cielos. Parecía mofarse de mi rostro, pálido y aterrorizado. Dio tres círculos en el aire y luego se posó sobre la rígida e inmóvil estatua del ángel. Había algo ominoso en todo aquello.

Algunos transeúntes me miraban de lejos, perplejos, no muy seguros de si reírse o preocuparse. Por mi cuenta no pude hacer más que ocultar el rubor de mis mejillas, limpiarme el pantalón y encaminarme al café, mientras maldecía al maldito cuervo para mis adentros.

Tras entrar a Dulce Amanecer y escuchar la campanilla de la puerta anunciar mi llegada, me olvidé por completo de aquel cuervo. El local, tal y como lo recordaba, estaba impregnado por ese agradable olor a vainilla. La cerámica seguía intacta, de color marrón, y las paredes color beige no tenían ni un rasguño. Las mesas cuadradas y de madera barnizada seguían relucientes, cada una de ellas en medio de dos largos sillones acolchados que iban a juego con la cerámica y las paredes. Era un ambiente sumamente acogedor.

El local disponía de tres mesoneras que se desplazaban a toda prisa de un lugar a otro. Una de ellas me ofreció una amigable sonrisa y me dio la bienvenida.

Me acerqué a la mesa donde residían Iliana y Manson, pero mi atención se centró en el viejo Joe, quien se mantenía ocupado con un café y un periódico, sentado en una mesa adjunta a uno de los ventanales.

Alce la mano en saludo y él me dedicó un escueto cabeceo. Luego tomé asiento junto a Iliana, y ella deslizó una jarra de cerveza hacia mis manos.

—Lamento la tardanza.

—¿Ha salido todo bien con los Clayton? —inquirió Iliana.

—Sí, les he dicho dónde vi al niño y han ido a buscarlo. —Alcancé la cerveza y di un sorbo.

—Espero que lo encuentren —dijo Manson, su expresión manifestaba un profundo pesar—. Esa pobre familia ya ha sufrido demasiado.

Iliana no aguantó su curiosidad.

—¿A qué te refieres, James? ¿Ha pasado algo más?

Manson suspiró pesadamente, torció los labios en una mueca de disgusto, y se reclinó sobre la mesa para hablar en voz baja.

—Hace tres años perdieron a su hija, Kathy. Era la hija mayor —aclaró. Se rascó la barba antes de agregar—: Su muerte fue muy trágica.

—Santo Dios. —Iliana se llevó una mano al pecho—. Pobre familia. Ojalá al niño no le haya pasado nada malo.

—No es de extrañar que esa pareja esté tan angustiada. —Se encogió de hombros—. Kathy era muy extrovertida. Comenzó con temas de novios a muy temprana edad. Yo tuve que prohibirle a mi hija que volviese a juntarse con ella; Kathy desde pequeña ya olía a problemas y yo soy muy sobreprotector con mi niña. La verdad, pienso que fui un poco duro, pero no me arrepiento, no después de lo que sucedió.

»Fue durante las fiestas navideñas, hace tres años. La habían invitado a una fiesta a la cual sus padres no quisieron darle permiso de asistir, pero ella, rebelde como siempre, se fugó a través del bosque para reunirse con su novio. Fue la última vez que se le vio con vida. Esos pinos están llenos de peligros.

—¿Peligros? —Enarqué una ceja—. Parece un bosque tranquilo.

—No lo subestimes, Samuel —advirtió—. Es un bosque hermoso como ningún otro, pero es peligroso como el mismísimo infierno; animales salvajes moran entre las sombras, y durante la noche cazan cualquier cosa que vean con vida.

—¿Las bestias atacaron a Kathy? —Iliana abrió los ojos.

Manson asintió.

—La hallaron descuartizada a dos kilómetros dentro del bosque. Se cree que fueron lobos… O bueno, eso dijeron las autoridades.

Iliana y yo compartimos una breve mirada. Ella cogió mi mano y la apretó con fuerza.

—Pero tú no te crees esa historia del todo. ¿No es así? —La miré con recelo.

Manson esbozó una sonrisa culposa.

—Ya me decía tu mujer que eras un buen detective. —Soltó una silenciosa risa—. Y estas en lo cierto: no, no me creo esa historia.

—¿Por qué no?

—Pues… —Aclaró la garganta y bajó aún más la voz. Intuí que se trataba de un tema delicado, de esos que nadie quiere escuchar en voz alta—. Verán, la noticia oficial es que la niña había sido devorada por animales salvajes, pero los padres de Kathy no quedaron conformes con esa versión, en especial porque no les permitieron ver el cadáver.

—Eso no tiene sentido. Se supone que deben permitir a la familia identificar al cadáver.

—Ya lo sé. —Torció el gesto y se encogió de hombros—. Pero las autoridades dijeron que la chica había quedado en muy mal estado, completamente irreconocible, y que para evitar traumas psicológicos no les permitirían ver el cadáver. ¿Puedes creerlo? —Dio un trago a su cerveza y continuó—: De cualquiera manera, los Clayton insistieron en que su hija no fue devorada por lobos, sino que había sido asesinada por Tomas Pinel.

—¿Quién es Tomas Pinel? —ahora preguntaba Iliana.

—Es el hijo de una familia poderosa aquí. —James arrugó el entrecejo—. No solo por toda su riqueza, sino porque además resultan ser una de las familias fundadoras de Pináculo Rojo. Entre ellas están los Reynolds, Coppel, Suarez, Clayton y, desde luego, los Pinel. Según la versión de los Clayton, la familia Pinel se encargó de sobornar a las autoridades para ocultar el hecho, pero los rumores afirman que su hija en realidad fue violada, torturada y asesinada.

—¿De dónde sacan tal idea? —Iliana tragó saliva.

—Simple. —Carraspeó, incómodo, y casi se encarama en la mesa para estar lo bastante cerca y poder susurrar. Reparé en que Joe le lanzaba una hosca mirada desde su mesa. Me pregunte si solo era su cara habitual o habría estado escuchando—. Esto es un pueblo pequeño, los rumores van y vienen. Aquí es muy difícil ocultar secretos porque solo basta con hablar con las personas indicadas. En este caso sería la cotilla del pueblo, Vanessa. Ella solía trabajar en el hospital para aquel entonces. Según ella, la pobre muchacha había sido violada, la habían quemado viva y por último la abrieron en canal, para después descuartizarla.

 

El rostro de Iliana se había empalidecido, casi tanto como la noche en la que se había ahogado. No podía culparla, porque yo sentí un incómodo escalofrío al asociar los hechos con los rituales que realizaba Castellanos con sus víctimas. Y sin duda alguna ella también lo había hecho.

—Según su extraña historia, parecía ser una especie de rito satánico. ¿Me explico? —Aguardó a nuestra reacción, pero al vernos petrificados, chasqueó la lengua en medio de su propia frustración—. Vamos, que el crío hijo de puta la había utilizado para practicar alguna especie de ritual enfermizo. Abusaron de ella, la lastimaron y la descuartizaron como a un puerco. Y sí, lo digo en plural, porque de acuerdo a la versión de Vanessa, los estudios indicaron que el trabajo había sido realizado por varias personas.

Finalizada su historia, Manson se recostó sobre el espaldar de su asiento, apresuró la cerveza, y soltó un gruñido en medio de una exhalación.

—Gracias a Dios no dejé salir a mi hija esa noche… —murmuró con notorio alivio, y al alzar la mirada, notó nuestra incomodidad—. ¿Se encuentran bien?

—Sí, todo está bien —replicó Iliana con una fingida sonrisa—. ¿Por qué no me hablas de ti? ¿Qué has hecho en todos estos años?

A Iliana se le hacía fácil cambiar de un tema a otro, lo cual utilizó a su beneficio para no tener que seguir pensando en esos rituales. No puede estar más agradecido. Conversamos con perfecta naturalidad mientras aguardábamos por el almuerzo y cuando habíamos acabado de comer, me acerqué a la barra para pagar la cuenta. Pensé que Manson no había notado la reacción de Iliana, pero me equivocaba. Al tenerme cerca, me cogió del brazo y susurró:

—Lamento si dije algo inapropiado. —Sonrió avergonzado—. No pensé que Iliana se lo fuese a tomar tan mal. A veces se me va un poco la lengua.

Realmente no era su culpa. ¿Cómo podría haber sabido que Iliana reaccionaría así?

—Descuida, no es tu culpa.

Estreché su mano, dejé una buena propina, y después aguardé a que Iliana saliese del tocador.

Antes de salir, ella se dio vuelta y miró a los ojos de Manson.

—James, ¿por qué las autoridades desestimaron la versión de los Clayton? —preguntó Iliana.

—Pues… —Se frotó la calva—. Hace muchos años los Pinel consiguieron ganarle una demanda que dejó a la familia Clayton en ruinas. Es una guerra que ha pasado de generación en generación. La gente piensa que los Clayton quisieron usar a su hija como excusa para vengarse de los Pinel.

—Pero eso es una estupidez. —Tal parecía que Iliana se lo tomaba personal. Pero yo coincidía con ella. ¿Qué clase de padre sería tan despiadado como para hacer eso?

—Ya, lo sé —admitió Manson y se encogió de hombros—. Pero no hay nada que podamos hacer…

Por segunda vez, Manson conseguiría meter la pata, dado que esas últimas palabras desencadenarían una fuerte pelea entre Iliana y yo.

2

De camino a la cabaña estuvimos completamente silenciosos; yo porque no sabía cómo romper el hielo e Iliana porque deseaba sacar al elefante de la habitación. Al cabo de unos minutos no aguantó más.

—¿Qué pasa si vuelve, Sam? ¿Qué pasa si ese horrible hombre no está muerto? —Sus ojos se bañaron en lágrimas—. Sam, tengo miedo, mucho miedo…

Preocupado por hacerla calmar, di un breve paseo hacia las afueras del poblado. Aparqué junto a una colina desde la cual se podía ver la totalidad del bosque y al bajar del coche llevé a Iliana conmigo hasta una roca plana donde tomamos asiento. Allí le abracé de la cintura y besé su cuello. Ella dejó su cabeza reposar sobre mi hombro.

—¿Qué vamos a hacer? —musitó.

—Esta vez no vas a estar sola en ningún momento; estaré contigo. ¿De acuerdo? No tienes nada de qué preocuparte. Quizás sea solo coincidencia. Además, sucedió hace tres años, y Castellanos murió hace menos de un año. Incluso si se tratase de la misma persona…

Ella volvió a sucumbir al llanto.

—Sam, nos persigue… No nos dejará en paz nunca…

—No, no nos está persiguiendo, preciosa. —Besé su mejilla—. Yo lo vi morir, Iliana. Yo mismo lo maté. Nelson se aseguró de que esta vez estuviese verdaderamente muerto. Ya todo terminó.

No se mostraba muy convencida, tenía miedo, y yo podía entenderlo. ¡Cielos! Incluso yo estaba preocupado. Las coincidencias nunca eran por casualidad, siempre significaban algo. Mi esperanza era que, al menos por esa vez, me equivocara.

Pero no tuve tanta suerte…

Al cabo de una hora el hermoso paisaje había conseguido calmarla. Sonrió, me besó la barbilla, y se dio vuelta para mirarme a los ojos.

—¿Estás seguro de que todo va a estar bien?

—Completamente, preciosa. No permitiré que nada malo suceda.

—¿Lo prometes?

Yo sonreí.

—Lo prometo.

Al hacer esa promesa, me sentí como un vil mentiroso. Una parte de mí sentía que no solo estaba engañándola a ella, sino también a mí mismo. «Las coincidencias siempre tienen un motivo, Samuel. ¿Pero cuál es el motivo?».

Mis preocupaciones se vieron difuminadas cuando sentí los labios de Iliana acariciar los míos. Y fue tanto su efecto tranquilizador que no volví a pensar en el problema por el resto del día. Esa noche dormí con facilidad, pero mis sueños se transformaron en pesadillas…

Miguel Ángel Castellanos…


1

Castellanos era un hombre vil e ingenioso. Cubría su rastro con minucioso cuidado; jamás cometía un error y nunca dejaba testigos. Por lo general un criminal deja algo de sí mismo en la escena del crimen, una especie de huella en el espacio que delata su presencia. Pueden ser partículas insignificantes, difíciles o imposibles de ver para el ojo humano, pero que, de ser vistas, sirven para atrapar al culpable: filamentos de cabello, pequeños residuos de algún tipo de tela o sustancia, huellas dactilares, residuos en las suelas de sus zapatos, ADN, olores, sustancias… En resumidas palabras, la ciencia moderna y los mecanismos de investigación nos dan suficientes herramientas para dar con el paradero de un criminal, o adivinar sus próximos ataques. Sin embargo, Castellanos era la excepción; podía haber una laguna de sangre en el suelo, y él merodearía por todo el recinto sin dejar ni una huella de zapato; las cámaras no capturaban su imagen y nadie nunca escuchaba el grito de las víctimas. Era como perseguir a un fantasma.

Su modalidad solía cambiar; nunca realizaba dos rituales iguales. Para cuando le dimos fin a sus andanzas —tras un exhaustivo año—, Castellanos había conseguido realizar trece rituales, contando así un total de treinta víctimas.

En todos los rituales sus víctimas fueron humilladas, torturadas, algunas incluso las violaban antes de permitirles morir en condiciones dolorosas que, por lo general, culminaban en un grotesco espectáculo de sangre. Y no siempre eran realizados a puertas cerradas. Tres de sus rituales habían sido realizados a la intemperie:

La primera vez nos encontramos con ocho víctimas en una azotea, las cuales se habían matado entre sí tras ser partícipes de una orgía, para luego proceder al canibalismo; solo uno de ellos sobrevivió. Cuando las autoridades llegaron, el hombre dijo:

—No fue nuestra intención —gritó entre llantos—. ¡Él nos obligó! Si no lo hacíamos, nos enviaría a ese lugar; a ese infierno. ¡Teníamos que hacerlo!

Y acto seguido brincó de la azotea. Su cráneo se reventó contra el pavimento.

El segundo ritual en la intemperie solo contaba una única víctima: una mujer de veintidós años que trabajaba para una agencia de modelaje. Había sido quemada con vida, pero no murió a causa del fuego. Después de ser rociada con un extintor, fue devorada por un grupo de perros, los cuales también aparecieron muertos en la escena del crimen, todos envenenados.

Pero el último de sus rituales resultó ser el más espeluznante de todos. Castellanos había creado un mecanismo de tortura sin igual. Se trataba de un contenedor repleto de brea, a la cual había echado fuego. Sobre el contenedor había un brazo de madera del cual había colgado una soga que apresaba a una niña de nueve años. Dicha soga era sujetada por su madre, quien permaneció encadenada a un estafermo mientras era abusada y recibía azote tras azote. Huelga decir que la pobre mujer no consiguió salvar a su hija. Después de varios minutos de agonía, la niña se sumergió en la brea, donde el fuego le robó la vida. En cuanto a la madre, pues Castellanos se aseguró de decapitarla, culminando así su martirio.

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