Pináculo Rojo

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—Arriba no hay verjas, ni muros.

—¿Entonces para qué le han dado llaves a San Pedro?

—Sam, las llaves son un símbolo de autoridad, no quiere decir que a San Pedro le hayan... —Enmudeció, presa de la frustración. Luego decidió no darme explicación alguna—. ¿Sabes qué? Piensa lo que quieras —bufó, y luego se echó a reír al verme soltar una carcajada—. A veces no sé por qué me casé conmigo.

—Yo tampoco —admití entre risas—. Tienes problemas, ¿sabes? —Y besé su mano.

Iliana revoleó los ojos, sonriente, y luego echó a reír.

Cuando llegamos a la iglesia, Iliana quedó decepcionada. Los jardines que la rodeaban, así como el antiguo cementerio, estaban completamente abandonados. El pasto había crecido tanto que sobrepasaba mi estatura. Gruesas telarañas se formaban entre las ramas secas de los árboles. Y lo que antes había sido un camino de piedras, ahora estaba forrado por una capa de musgo y hojas secas, así como de gruesas y deformes raíces que habían roto el cemento y dividido las piedras.

Del otro lado del carrascal pudimos apreciar con más detalle la antigua iglesia de aspecto gótico, cuya fachada era enorme. Los chapiteles subían como agujas al cielo y estaban ennegrecidos debido al abandono y la lluvia. Sus vitrales, que antes habían representado figuras religiosas, alguien los había roto a pedradas. Y los muros, también ennegrecidos, estaban repletos de enredaderas, moho y hollín, con numerosos grafitis que se distribuían por todas sus paredes.

Seguramente había sido una edificación sumamente hermosa en sus años dorados, pero ahora se elevaba intimidante y oscura, resultando incluso diabólica pese a su naturaleza divina.

Su estado malogrado me hizo pensar en aquella teoría criminológica de Las ventanas rotas. La teoría sostiene que, para reducir el crimen, y en especial el vandalismo, debemos cuidar de nuestro entorno. Se suponía que, en zonas de abandono, el crimen y el vandalismo se acentuaban. Supuse que esa iglesia era el perfecto ejemplo de ello, pues no resultaba difícil imaginar a un grupo de jóvenes quienes, sintiéndose inmunes a la ley, decidieron desahogar su aburrimiento y frustraciones en las paredes del lugar.

Iliana empujó la enorme puerta doble en un inútil intento por abrirlas. A pesar de estar carbonizadas, la madera seguía siendo dura e inamovible.

—¿Qué crees que haya sucedido aquí? —pregunté a Iliana.

—Pues parece que fue víctima de un incendio. Imagino que algún tipo de accidente —replicó. Su mirada curiosa saltaba de un lugar a otro—. Lo que no entiendo es por qué la abandonaron.

—Es porque no fue accidente alguno —dijo una voz a nuestra espalda. Iliana dio un respingo y yo me giré avivadamente, llevando mi mano al bolsillo de mi chaqueta donde solía guardar mi pistola. No hubo necesidad de usarla. Solo se trataba de Joe Tunner. El Viejo Joe—. Los pueblerinos suelen creer que la iglesia es diabólica, que el cementerio está maldito y que los sacerdotes, monjas, y el párroco eran agentes del infierno. La solución fue quemar la iglesia con todos ellos dentro.

Iliana abrió los ojos como platos.

—Eso es horrible… —musitó.

Joe vestía de la misma manera que lo había visto esa mañana, aunque ahora, en lugar de una podadora, llevaba en su hombro una caña de pesca. En su otra mano sujetaba una caja donde seguramente guardaba los utensilios de pesca, junto a una bolsa traslúcida que dejaba entrever un par de peces que había capturado.

—Varios niños corrieron el rumor de que el párroco Pinel solía abusar de ellos. Obviamente a los pueblerinos no les gustó escuchar eso, y tomaron medidas al respecto.

—¿Por abusar se refiere a…?

—Se los follaba, los golpeaba, los humillaba —aclaró sin ningún pudor—. Según cuentan, era un sádico que se divertía abusando de ellos de distintas maneras. —Joe se encogió de hombros—. Sucedió hace más de treinta años.

—¿Y nadie más quiso volver a utilizar la iglesia? —Iliana estaba intrigada.

—Ya se lo dije, señorita. —Joe arrugó aún más el entrecejo, una proeza que yo no creía posible—. Se cree que todo este territorio está maldito. De hecho, procuren no ser vistos por aquí o se ganarán las malas miradas de esos idiotas supersticiosos.

—Supongo que usted no se cree ni media palabra de esas historias, ¿verdad, señor Tunner? —Sonreí. En ese instante sentí la mano de Iliana entrelazarse con la mía. Estaba helada.

—¡Bah! —rezongó—. Se sorprendería con la cantidad de basura que suelen contar estos estúpidos ignorantes. No son solo simples cuentos, es que realmente se creen toda la basura que repiten. Han pasado más de treinta años y los muy idiotas siguen creyendo que la iglesia está maldita y que el cementerio está lleno de fantasmas. ¡Pamplinas! Son solo historias que nada más un estúpido se podría creer. Si esos fracasados gastaran la misma cantidad de tiempo trabajando que la que gastan cotilleando, le aseguro que este pueblo sería una metrópolis hoy día.

—¿Eso le molesta?

—En lo absoluto. —Negó con la cabeza—. Odio las grandes ciudades. Demasiado ruido, demasiadas personas, mucho ajetreo. Además, gracias a esa tonta historia puedo venir a pescar detrás de la iglesia sin que ningún idiota venga a molestarme. —Señaló con el mentón un camino de tierra que daba al lago—. Tengo todo ese lado del lago para mí solo.

—Veo que al menos usted saca algo de provecho de ello. —Iliana sonrió ligeramente.

Pensé que las mejillas de Joe se romperían cuando esbozó una leve sonrisa. Era como si hubiese tenido mucho tiempo sin hacerlo.

—Así es, señorita —asintió—. El genio siempre saca provecho de las estupideces del prójimo. Es por eso que existen las clases sociales. O algo así solía decir mi padre… —Se rascó la oreja—. Si me disculpan, he de retirarme. Esta noche cenaré el mejor pescado del pueblo y no me habré gastado ni un duro.

—Me alegro por usted, señor Tunner —dijo Iliana.

—Llámeme Joe —dijo, con una simpatía que no mostró conmigo en la mañana—. Les sugiero ir a casa. Hoy va a caer una tormenta que fácilmente hundiría el arca de Noé.

—Se ve soleado —refutó Iliana, mirando el cielo con extrañeza.

Joe se encogió de hombros. No iba a repetirse.

—Buenas tardes. —Se cogió la visera en un gesto de despedida, y se marchó.

Iliana se aferró a mi brazo, lanzó una última mirada a la iglesia y luego jaló de mí.

—Vámonos. Este lugar me pone de los nervios.

—Que no te escuche Joe o te ganarás una reprimenda —dije, con aire divertido.

Ella comenzó a reír, aunque el chiste no le hizo caminar más lento.

2

De camino a la cabaña no pude sino sentir un poco de pena por Iliana. Le gustaba ir a misa los domingos, rezar dentro del templo y tratar de cumplir tanto como le era posible la palabra del Señor. Ver la iglesia en ese estado no le había sentado bien. Y esta vez yo no disponía del tiempo ni los recursos para realizar semejantes reparaciones.

Iliana solía colaborar con una pequeña iglesia que se hallaba cerca de nuestro hogar. Le gustaba interactuar con otros creyentes, en especial porque conmigo no podía entablar una conversación espiritual del todo seria.

Durante nuestros diez años de matrimonio —e incluso en nuestros años de noviazgo— había intentado convencerme de la existencia de Dios, y luego, cuando al fin lo había logrado, estaba intentando convertirme en un fiel devoto. Eso último no lo conseguiría; mi cansancio un domingo por la mañana era superior a mi fe y había un par de mandamientos con los cuales un detective difícilmente podía cumplir. El de no matar ya lo había violado en tres ocasiones. Tres criminales que ya no molestarían a nadie más. Y no me arrepiento. Mucho menos con aquel que había lastimado tanto a Iliana…

De vueltas a la cabaña Iliana volvía a estar silenciosa. Se sentó en la sala y comenzó a leer un libro de romance que acababa de comprar pocos días atrás.

Mientras ella estaba ocupada con su lectura, yo tomé el tiempo para pasar una segunda capa de pintura al muelle y borrar las huellas del calzado de Iliana. Y gracias a mi arduo trabajo, y la asistencia de Joel, la cabaña y sus alrededores habían cobrado un mejor aspecto.

Me bebí una lata de cerveza y exhalé un suspiro al ver que mi trabajo había culminado. Me di vuelta, aplasté la lata y la arrojé en un canasto de basura que yacía en la terraza. Al acercarme, escuché voces dentro de la cabaña, seguido de una risa. Una risa muy familiar… Y desagradable.

Dentro hallé a Iliana en compañía de Fabiana. Charlaban en compañía de un oloroso café. No quise interrumpirlas (sobre todo porque detestaba la compañía de Fabiana), de modo que di un breve saludo y luego me fui a tomar una larga y bien merecida ducha. Y prolongué esa ducha hasta que escuché a Fabiana marcharse en su enorme camioneta.

—Fabiana me ha comentado algo preocupante —dijo Iliana, que se hallaba calentando una pizza en el horno microondas. La campana del horno sonó en ese instante—. Ha dicho que está preocupada porque hay un ratero metiéndose en las casas, hurtando joyas y cosas valiosas. Deberíamos tener cuidado, Sam. ¿Has traído las cámaras de seguridad?

Lo de llevar cámaras de seguridad había sido idea suya. Era radical, pero, tras lo sucedido, Iliana se había vuelto excesivamente paranoica. No había un día en el que no sintiese terror a que otro desquiciado se colase a nuestra vivienda y volviese a lastimarla. Fue por ello que, para tranquilizarla, tuvimos que instalar cámaras de seguridad en todos los rincones de nuestro hogar. Aquello había ayudado a devolverle un poco de paz a su ya ansiosa cabeza, pero tal parecía que ahora no se sentía a gusto sin ellas, motivo por el cual solo accedió a tomar unas vacaciones si yo aceptaba traer algunas cámaras con nosotros.

 

Obviamente, accedí a sus condiciones.

—Sí, pero necesitaré algunos cables antes de instalarlas.

—En ese caso. —Dio un mordisco a la pizza y continuó hablando con la boca medio llena, cubriéndose los labios con una servilleta. Era un mal hábito que se permitía cuando estábamos a solas, y que por algún motivo a mí me fascinaba—. Mañana debemos ir a comprar esos cables. ¿Te parece bien?

—Fabuloso —coincidí.

—Y podríamos ir a montar caballo —sugirió, mostrando una radiante sonrisa—. Fabiana dice que hay un establo que alquila caballos cerca del restaurante al que fuimos hoy, y que se puede dar un buen paseo por las colinas. ¿Tú qué opinas?

—Es una excelente idea —dije, y acepté la nueva cerveza que ella me alcanzaba.

Ella asintió y me regaló una dulce sonrisa llena de salsa de tomate, la cual limpié con mi dedo pulgar. Esta vez no rehuyó a mi tacto. En su lugar, besó los dedos de mi mano y apretó mi mano contra su mejilla. Pero esa no fue la única sorpresa de la noche. Antes de dormir, ella se acercó a darme un beso de buenas noches. Su gesto me tomó por sorpresa, y ella lo sabía, porque se dejó sonreír y, tras apagar la luz de lámpara, se arropó hasta el cuello y durmió, casi al instante.

Verla así, tan feliz, tan receptiva y llena de paz, me hizo creer que la cabaña estaba consiguiendo un efecto positivo en ella. Y, con esa idea, me sentí sumamente emocionado. Desde luego que debió de haberme extrañado lo rápido que se estaba recuperando, pero ¿qué acaso hay alguien que note anomalías cuando su corazón reboza de felicidad? Bueno, yo no soy de esas personas. Así que dormí. Dormí como un bebé. Ajeno al peligro que se cernía…

3

Desperté ante los timbrazos del teléfono. Me tomó algunos segundos reconocer que me encontraba en mi despacho, frente al escritorio, reviviendo viejos recuerdos.

Recordaba todo casi con perfecta claridad, no solo por la noticia que estaba por recibir, sino porque ese sería el inicio de mi más grande pesadilla. O casi…

Había algo distinto en esa memoria. En mis recuerdos había despertado de un brinco y contestaba el teléfono sin titubear, pero ahora me encontraba allí, sudando frío, asustado, deseoso de no responder una llamada que daría inicio a mis tormentos.

Pasaron varios segundos antes de conseguir armarme de valor para levantar la bocina. Me froté los ojos y aguardé a escuchar la voz de Nelson:

—¿Sam?

Dudé en responder. Otro cambio. Nelson insistió:

—¿Hola? ¿Estás allí?

—S…sí… —repliqué con voz trémula.

«¿Es esto de verdad un recuerdo…?» me cuestioné. Miré a los lados para cerciorarme y, en efecto, todo era como lo recordaba, a excepción del nudo que tenía en la garganta y mi mano temblorosa.

—Gracias al cielo no te has ido a casa todavía. Te dije que te tomaras el día libre, pero me temo que esto es peor de lo que esperaba. —Hizo una pausa en la cual pude escucharle un suspiro cargado de frustración, y luego continuó—: El asesino que buscábamos… —Chasqueó la lengua y gruñó—. Tienes que venir. Tienes que verlo por ti mismo. Esto se nos está saliendo de las manos. ¿Cuánto tardarás en llegar?

Otra vez me vi dudando en mi respuesta.

Víctima de una repentina debilidad, me apoyé al escritorio con los codos y me quedé largos segundos en silencio mientras reconsideraba mis opciones. ¿Qué caso tenía huir? ¿Cambiaría algo si no visitaba la escena del crimen?

—¿Estás allí? —insistió.

Asentí en respuesta, aun cuando nadie podía verme.

—Estaré allí en diez minutos.

—¿Te encuentras bien? —preguntó. Otro cambio. En aquel entonces esa pregunta nunca había salido de su boca.

No respondí y colgué.

Me levanté de mi cómodo sillón, tomé las llaves de mi coche y salí de mi despacho a toda prisa.

Nancy, una novata que estaba bajo la tutela de Nelson, y que mayormente le hacía trabajo de secretaria, caminaba distraídamente con el móvil en mano y una taza de café en la otra.

Mis recuerdos me salvaron de un torpe accidente.

Debido a mis prisas y a que ella no prestaba atención, recordaba que chocaríamos y yo terminaría bañado en café caliente. La piel me ardería horas más tarde, en la noche, una vez la adrenalina hubiese abandonado mi cuerpo. Pero una vez más me vi cambiando el curso de los eventos. Me hice a un lado y ella siguió de largo. Ni siquiera se dio cuenta de mi presencia. Nancy continuó mirando la pantalla de su móvil hasta chocar contra otro desafortunado, Harry Thompson, un agente regordete que pasaba demasiado tiempo tras el escritorio. El café saltó en todas direcciones y le manchó toda su protuberante barriga.

Mientras me alejaba, pude escuchar la reprimenda que la pobre muchacha recibía, una muy similar a la que le di yo en el pasado… O lo que antes había sido el pasado.

La confusión comenzó a generarme una molesta migraña.

¿Acababa de viajar en el tiempo…? Pese a esa extraña sensación, no podía controlar del todo mis movimientos. Apenas y podía realizar diminutas alteraciones. Tuve la certeza cuando quise correr en busca de Iliana y así evitar lo que estaba por suceder unas semanas más tarde, pero mi cuerpo no respondió a esa orden. Se negaba a coger el móvil. Y no tuve más remedio que dejarme llevar.

Una vez dentro de mi amado Pontiac, me dejé relajar en el asiento del conductor. Adoraba mi coche, era una especie de santuario donde los problemas no podían entrar. Me sentía cómodo en él, sobre todo cuando lo conducía por una larga autopista y el motor rugía como una bestia. Ese día mi santuario no surgiría efecto y, a medida que transcurrían los segundos, mis preocupaciones se iban incrementando.

—Venga, Sam… Relájate —me dije en voz alta. Introduje la llave en el arranque y rugió el motor.

Encendí mi sirena y conduje a toda velocidad por la autopista hasta llegar al deprimente edificio donde el homicidio se había llevado a cabo.

Subí las escaleras cuestionando mi cordura. Deseaba retroceder, irme de allí, pero mi cuerpo volvía a desobedecerme. Mi cabeza era un sinfín de pensamientos entre los cuales imploraba incluso a Dios porque me diese la fuerza para resistirme. Fuerza para huir y buscar a mi esposa. Pero nadie escucharía mis plegarias.

Vi la cinta amarilla levantarse para darme paso. De mi boca salió un saludo torpe y monótono. Saqué mi placa del bolsillo y la mostré a los dos agentes que custodiaban la puerta.

—Buenas tardes, detective Lantz —dijo el más carismático de ellos, cuya sonrisa me resultó repulsiva—. El capitán lo espera dentro.

—Gracias. —Le agradecí con un leve cabeceo y me adentré al apartamento.

La vivienda era justo como la recordaba: sillas rotas, un sofá lleno de sangre y rasguños, con su relleno de algodón sobresaliendo como vísceras. Cuadros caídos, un televisor estrellado en el suelo y una puerta derribada que llevaba al lugar de donde provenía toda la sangre.

Había un total de tres cadáveres en la habitación principal. Un niño de siete años de edad, una mujer que rondaba los cuarenta y su marido, algunos años más joven, que permanecía en la cama atado por cada una de sus extremidades.

Al hombre le habían cortado de raíz todo su órgano reproductor, para luego abrirlo en canal desde la pelvis hasta el cuello. Presentaba fracturas de cráneo, piernas y brazos, así como varios golpes contundentes en distintas áreas de su cuerpo.

Su esposa e hijo habían sido desollados y colocados abrazados al hombre, como si fuesen muñecos interpretando la escena de una familia amorosa que dormían sobre la misma cama.

Lo que nos sorprendió de ese homicidio, como los anteriores, fue el hecho de que no había testigos; ni oculares, ni auditivos. Tampoco hubo huellas, indicios o pistas que nos permitieran dar con algún sospechoso. Por si fuera poco, al día siguiente el informe forense revelaría que las víctimas sufrieron durante casi veinticuatro horas antes de que el torturador decidiese asesinarlos. ¿Cómo se las apañaba para mantener vivas a sus víctimas sin ningún tipo de atención médica? ¿Cómo podía pasar días enteros torturando en medio de la ciudad sin que nadie se enterase? ¿Y cómo era posible que no dejara rastro? Ninguno de nosotros consiguió obtener respuesta a esas preguntas. E incluso entonces yo desconocía cómo se lo había apañado.

Nelson estaba agachado junto al niño. Llevaba puestos unos guantes de látex azules y mantenía la sábana a medio levantar para observar el cadáver. Me saludó con un cabeceo.

—¿Puedes creer esto? —Nelson señaló con el dedo índice. Yo me limité a negar con la cabeza, mirando la escena con el mismo repudio que lo había hecho la primera vez—. Observa las paredes. —Apuntó, y luego ordenó—: Colócate los guantes antes de tocar nada. Ya se ha realizado la recolección de indicios y evidencias, pero es mejor prevenir, solo por si se les ha escapado algo.

Obedecí, pese a que ya sabía que no encontraríamos nada. El homicida era un experto en ocultar su rastro como por arte de magia. No había huellas dactilares, ni de calzado, ni residuos de piel o cabello; nada que pudiese ofrecernos su ADN o estimar su paradero. Sus crímenes eran perfectos. Y siempre me pregunté cómo hacía para no dejar residuos de semen en las víctimas violadas.

Las paredes y el techo estaban llenos de extraños dibujos hechos con sangre. Eran, en realidad, como aberrantes escrituras de un lenguaje vil y desconocido, cuyas líneas rectas y oblicuas se entrelazaban entre sí, formando letras propias o quizás símbolos rúnicos de un aspecto macabro. Algunas de ellas estaban encerradas en círculos, triángulos inversos, o bien estaban expuestas sin llegar a tocarse entre sí, como si cada letra o runa tuviese un significado en específico.

Nuestra única conclusión fue que se trataba de algún ritualista desquiciado que veneraba alguna entidad malévola a la cual ofrendaba vidas humanas. El problema era que ninguno de esos símbolos coincidía con el de otras religiones o sectas.

—Ya es el quinto ritual —informó Nelson—. Y siete víctimas que mueren a manos de este infeliz.

Yo continué en silencio. Y no por gusto. Deseaba advertir a Nelson de la identidad del homicida, pero mi cuerpo había dejado de obedecer por completo. Yo no era sino un actor siguiendo un libreto.

—Pero esta es la primera vez que veo tanto desastre… Es como si cada homicidio que realiza lo empeora. ¿O es que me estoy volviendo loco? —Al ver que yo no respondía, se mostró exasperado—. ¡¿Vas a decir algo?!

—¡¿Y qué quieres que diga?! —protesté—. ¡Apenas y puedo asimilar todo esto!

Nelson se mostró avergonzado.

—Sí… sí… —Nelson negó para sí y volvió a cubrir al niño con la sábana—. Perdona, supongo que a todos nos afecta esto.

—¿Qué canción nos dedica esta vez? —pregunté.

Nelson señaló con un cabeceo un pequeño equipo de sonido que reposaba a una esquina de la habitación.

—No lo sé. Quizá tú lo sepas.

Me coloqué los guantes de látex, encendí el equipo de sonido y entonces escuché la canción. Otra vez la misma canción.

El homicida siempre se encargaba de dejar cadáveres mutilados, un escenario lleno de sangre, y lo ambientaba con óperas, música clásica o instrumentales. Ese día había elegido la primera obra de Gnossiennes, de Erik Satie, dando así un perfecto ambiente lóbrego que se me antojó oportuno para la ocasión.

Nelson me observaba fijamente desde su posición.

—Te necesito en este caso. Necesito tu ayuda, Samuel. ¿Puedo contar contigo?

—Desde luego que sí, Nelson. Lo que necesites.

Sin aviso alguno, el tiempo se congeló de la misma manera que lo había hecho dentro de la galería de pinturas. La iluminación se tornó lúgubre, y todos a mí alrededor quedaron petrificados.

—Saaaaam… —Pese a la lejanía, logré reconocer la voz de Iliana—. ¡Ven aquí, Sam!

La voz no parecía tener procedencia alguna, era como un eco espectral que abarcaba hasta el último rincón de la vivienda.

Busqué su procedencia por todas partes y entonces la hallé en la sala, tras una ventana cuyos cristales brillaban blancos, como lámparas. Separé las cortinas manchadas de sangre y un nuevo destello me forzó a cerrar los ojos. En ese instante escuché un chirrido ensordecedor que me causó un ataque de vértigo. Mis piernas flaquearon. Caí al suelo. Y solo pude abrir los ojos cuando sentí un fuerte golpe en la cabeza…

 

La ira del lago


1

Estiré los brazos para separarme del suelo, notando cómo un par de gotas de sangre caían sobre la madera. Estaba preguntándome qué había pasado, cuando un estruendoso rayo hizo vibrar las ventanas.

Lluvia…

Joe Tunner había estado en lo cierto. Llovía, y lo hacía con tal fuerza que pensé que la cabaña se vendría abajo. Los truenos venían uno detrás de otro y una fuerte brisa azotaba árboles y ventanas.

Me levanté del frío suelo para sentarme en la cama. La cabeza me palpitaba del dolor y un hilo de sangre recorría mi frente y culminaba sobre mi ceja.

Entré al baño, encendí la luz y examiné la herida. Intuí que me había golpeado la cabeza con la mesita de noche. La herida no era profunda, pero sangraba con abundancia. Había planeado hacerme cargo del problema por mi propia cuenta, pero ante un repentino mareo decidí llamar a Iliana.

—¿Iliana? —No hubo respuesta de su parte—. ¿Cariño?

Volví a la habitación para despertarla y el corazón me dio un vuelco al ver que había desaparecido. La estela de su característico olor me hizo saber que acababa de salir de la habitación. Me disponía a buscarla, cuando un relámpago iluminó todo el exterior. Fuera de la ventana, y junto al muelle, logré divisar una figura.

—¿Otra vez tú, niño…? —musité.

Observé con asombro el rayo que descendió zigzagueante desde el cielo hasta las aguas del lago. Las ventanas trepidaron con violencia y el deslumbrante relámpago me permitió ver cómo la silueta avanzaba con parsimonia hacia las orillas del muelle, donde el agua de la laguna se agitaba de manera peligrosa.

Mi corazón se aceleró como el galope de un caballo de carreras, no solo cuando le vi avanzar sobre los resbalosos tablones del muelle, sino cuando reconocí la silueta.

—¡Iliana! —grité con tantas fuerzas que mi garganta raspó.

Corrí fuera de la casa a toda prisa. Varias piedras se clavaron en mis pies. El agua caía con tanta vehemencia que las gotas de agua se sentían como diminutas agujas que se enterraban en mi cabeza. Cada gota no hacía sino empeorar el dolor de mi frente. Y no importó lo rápido que corriese, sentía que el muelle estaba lejos… Inalcanzable.

El aliento comenzó a fallarme, mis piernas se tornaron pesadas y estuve a punto de caerme varias veces. Agité los brazos en el aire para llamar su atención entre gritos, pero Iliana no parecía escucharme.

Las aguas del lago se agitaban enfurecidas como si tuviesen vida propia. Era un espectáculo tan impresionante como aterrador, así como inexplicable. Ni siquiera en las playas había presenciado semejante oleaje tan furioso y caótico.

Parada a orillas del muelle, Iliana extendía sus brazos como si pretendiese entregarse en sacrificio al Dios acuático que causaba semejante espectáculo. El muelle se estremecía y ella luchaba por mantener el equilibrio.

—¡Sal de allí, Iliana, te harás daño! —grité, haciendo un gran esfuerzo por correr más deprisa.

Solo entonces pareció escucharme.

Como si acabase de salir de un sueño, se dio vuelta con cara sorprendida y alzó su mano en mi dirección en un gesto que pedía detenerme.

—¡No te acerques, Sam, déjame ir! —Su voz fue como una puñalada a mi corazón. ¿Estaba consciente del peligro? ¿Estaba planificando hacerse daño? Yo la ignoré. Seguí mi marcha desesperado por rescatarla, en especial cuando una repentina y brusca ola la hizo caer de rodillas. Y fue en ese momento cuando sucedió un fenómeno inusual. O tal vez debería decir sobrenatural…

Desafiando toda ley de gravedad, el agua se levantó a casi tres metros de altura. El agua, que brillaba ante el constante relampagueo de la tormenta, lentamente fue adquiriendo la forma de una mano gigantesca. Y entonces, como si buscase matar una cucaracha, la mano se sacudió sobre la totalidad del muelle. Podía escuchar los estruendos distantes, el granizo y la fuerte ventisca azotar los árboles, pero a mis oídos ningún sonido fue tan fuerte como el explotar de la ola sobre la espalda de Iliana.

El primer golpe fue suficiente para dejarla aturdida en el suelo. Tosía sin control e intentó gatear inútilmente para alejarse del peligro, un esfuerzo inútil, pues la mano volvería a lanzarse sobre ella, esta vez arrastrando sus dedos desfigurados sobre las tablas, llevándose a Iliana consigo hacia las profundidades del lago.

—¡Sam! —gritó antes de que su boca se llenase de agua.

Sin meditarlo dos veces, salté de clavado detrás de ella. No fue un acto inteligente, pero no podía permitirme perderla de esa manera.

Dentro del agua todo era una absoluta penumbra. El oleaje sobrenatural me lanzaba dando tumbos de un lugar a otro. A pesar de mis esfuerzos por mantener el control, pronto me vi desorientado sin saber de qué lado estaba la superficie. A los pocos segundos la falta de oxígeno me incitó al pánico y me vi envuelto en una serie de pensamientos pesimistas, tratando de adivinar cuánto tiempo tomaría en ahogarme.

Estaba perdido.

Un fuerte destello —producto de una sucesión de relámpagos— me devolvió las esperanzas. La repentina luz duró menos de cinco segundos. Tiempo suficiente para divisar a Iliana en medio de las olas.

Fue una imagen breve, aterradora. Pero, a su vez, hermosa. Ella lucía apacible, pálida, como si su cara fuera de porcelana. Vestía un ligero camisón de encaje negro que ondeaba en medio del agua, al igual que su larga y negra cabellera. Por un momento me sentí hipnotizado ante la imagen, aturdido por su belleza. Un nuevo relámpago me hizo recapacitar.

Guiado por una serie de oportunos y constantes relámpagos, conseguí nadar hacia ella. Le cogí de la cintura y empecé a impulsarme hacia arriba.

Fue un doloroso alivio cuando mis pulmones volvieron a llenarse de aire. Sufrí una breve tos antes de recuperarme y arrastré el cuerpo de Iliana lejos del agua, a una distancia prudente donde creí que el enfurecido lago no podría atacarnos nuevamente.

Ella permanecía inconsciente, con la tez pálida y los labios morados. De no ser porque acababa de verla con vida, habría pensado que llevaba muerta más de un par de horas.

Sus labios estaban tan helados que sentí escalofríos al darle respiración boca a boca. Lo repetí al menos cinco veces, hasta que finalmente decidió toser el agua que había tragado. Giré su cuerpo colocándolo en posición de recuperación y la abracé.

—Todo estará bien, princesa… Tranquila… —Ella continuó tosiendo hasta el vómito. Sollozaba como una niña indefensa y se aferraba a mi mano con tal fuerza que me lastimó con sus uñas—. Pronto estarás bien.

La cargué en brazos y me encaminé hacia la cabaña. Mi corazón no paraba de latir con premura y mis brazos y piernas ardían del cansancio.

Estaba por cruzar la puerta de la terraza cuando sentí un par de ojos clavarse en mi espalda. Envuelto en escalofríos miré por encima de mi hombro y allí estaba el lago, agitándose iracundo, mostrando sus infinitas manos y estrellándolas violentamente sobre la arena. Quizá era mi imaginación jugándome una mala jugarreta, pero me atrevería a decir que el lago estaba advirtiéndome que la próxima vez no tendría tanta suerte…

2

Después de conseguirle ropa seca, mantas, y una taza de chocolate caliente, Iliana comenzó a recuperar su color de piel habitual. Se encontrada refugiada en la cama, entre mis brazos.

—Lo lamento, Sam. —Acarició mi frente al notar mi herida, la cual había dejado de sangrar por sí sola—. No quise causarte daño.

Yo solté una risa.

—Esto no fue tu culpa —confesé—. Me caí de la cama y me golpeé la cabeza con la mesa de noche.

—Eres un torpe. —Su mirada expresaba una honesta preocupación—. Tráeme el botiquín. Te ayudaré a enmendar eso.

Examinó mi frente y decidió que no era necesario suturar la herida. Sencillamente aplicó un poco de povidona y colocó un vendaje para cubrir el daño. Me sonrió, aun con cierto pesar en su mirada, y luego se volvió a recostar en la cama.