Tanatopolítica en Venezuela

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Buscar los cuerpos

“Nos pasamos toda la madrugada buscándolo” recuerda la madre. La familia vivía en un barrio ubicado al este del valle de Caracas y la comisión había llegado la noche anterior a su casa, golpeando puertas y ventanas.

“Sí, yo soy William” les había respondido el joven cuando abrió la puerta. Dijeron que le querían hacer unas preguntas y lo separaron del resto de la familia, a quienes encerraron en un cuarto. No podían ver, pero sí podían escuchar sonidos, pasos y voces en el silencio de horror y miedo que se apoderó del lugar. “Estaba como vomitando” recuerda la madre en la entrevista. Luego, se escuchó un disparo y un trajín de pasos en la platabanda, en ese techo y terraza que hacen en las casas autoconstruidas de las familias humildes de Caracas para algún día poder colocarles paredes y tener un nuevo piso que pueda servir de vivienda para alguno de los hijos, como William, cuando crezcan y hagan familia, o poder alquilarlo y tener unos ingresos extras. Junto a los pasos, escucharon ráfagas de disparos y gritos encubridores, que si “se escapó, que se está escapando, que nos está atacando” gritaban los funcionarios… y ella sabía que era mentira, pero estaba encerrada en el cuarto de abajo. Después de recorrer muchos lugares en su búsqueda, al amanecer lo encontraron muerto en el Hospital Vargas, en el otro extremo de la ciudad.

Una vez que los funcionarios se han retirado de la casa y le han devuelto la posesión del espacio ocupado a sus habitantes, la familia se queda con dos preguntas lacerantes: ¿dónde se lo habrán llevado? Y la segunda, más difícil de procesar: ¿estará vivo o lo hallaremos muerto? Los familiares se empeñan en fantasear que lo encontrarán detenido en un local de la policía, o herido en una cama hospitalaria; ese sería el mal menor. Rehúyen a la idea de buscarlos primero en una morgue; los desconsuela, les duele, les parte el corazón imaginarlo.

Así que inician el peregrinaje de búsqueda por los recintos donde el dolor puede ser menor. Se niegan a conjeturar lo peor y, esperanzados, preguntan por su paradero en las sedes policiales, en los centros de detención donde creen que pudieran haberlos trasladado. Luego, en las oficinas administrativas de las diversas policías y comandos militares, donde esperan, al menos, conseguir algunas respuestas, alguna información que pudiera orientarlos. El silencio y la no respuesta crean desconcierto y ansiedad; la duda los corroe y las preguntas se tornan cada vez más punzantes, más dolorosas.

Al pescador Carlos lo buscaron sin éxito en la sede de la policía municipal de Araya. Luego de una larga espera antes de ser atendidos, preguntaron en el comando de la GNB de la zona; allí les informaron escuetamente que habían aparecido dos cadáveres. Se movieron para ubicarlos en la península, pero no pudieron encontrarlos allí. Al final, supieron que los cuerpos habían sido trasladados a la morgue del Hospital Universitario Antonio Patricio de Alcalá, que está ubicado en la ciudad de Cumaná, al otro lado del mar. Para buscarlos debían atravesar en lancha los tres kilómetros de olas que tiene la boca del golfo de Cariaco, o recorrer por tierra los doscientos kilómetros de asfalto que se requieren para bordear la península. Una vez llegados, debieron hacer una carta a las autoridades competentes, alegando y demostrando sus menguados recursos, para que al final les devolvieran el cadáver.

Las historias se repiten: el desconcierto de los deudos, la confusión en la cual se movieron en las horas siguientes, la espera interminable de alguna noticia y el hallazgo que renueva el llanto y el dolor. Algunos sienten la tranquilidad resignada de la superación de la incertidumbre; la resignación que provoca la certeza de lo que más temían, así fuese lo más terrible. La familia quiere cerrar ese proceso, no prolongar más esa duda y decir: “¡Ya, se acabó!”. Quieren enterrar a su muerto, están agotadas luego de horas o días de búsqueda. Pero para muchas el horror no termina allí.

En los grupos focales del estado Aragua reportaron que, cuando la muerte es producto de un operativo policial, retrasan la entrega del cadáver hasta que se encuentra en estado de descomposición, con lo cual no es posible cumplir con los ritos funerarios, pues el cuerpo corrupto debe ser sepultado de inmediato. En un grupo focal de Caracas, los familiares relataron que, después del allanamiento y la supuesta resistencia a la autoridad, el cuerpo fue llevado hasta la morgue de Los Teques, una ciudad cercana, en cuyas instalaciones las cavas no tenían refrigeración, pues los equipos y hasta el aire acondicionado estaban dañados por las irregularidades en el servicio eléctrico. Cuando, en Los Teques, los familiares pudieron encontrar el cuerpo en medio de ese depósito de cadáveres, estaba junto a otros cuerpos en avanzado grado de putrefacción y no les fue posible realizar el velatorio. “Me quitaron mi hijo y me quitaron mi derecho a enterrarlo” dice la madre frunciendo el ceño, como buscando controlar el dolor.

Los ritos funerarios: el velorio, la procesión del entierro, el novenario facilitan el proceso de aceptación de la muerte y la recomposición de la relación con la vida que ha quedado maltrecha entre los deudos y la comunidad. Les permite a los vivos recomponer su vida, aceptar lo que han perdido de sí mismos en aquella pérdida del otro y seguir adelante al desligarse del ser querido, al dejarlo ir.

El velorio cumple en ese proceso una función muy importante, pues permite trabajar esa transición entre la vida y la muerte. Y la presencia del cuerpo del occiso es esencial para poder realizar la despedida. En el velorio, el cuerpo ya no forma parte de los vivos presentes, pero tampoco se encuentra entre los muertos ausentes; es un momento de transición que permite aceptar la realidad. Es un proceso normal de la vida que, como dice Freud (1993), no puede ser considerado una patología, pues el sentido de la realidad se impone y se empieza a retirar la libido del ser perdido. Como proceso social, Turner (1977) sostiene que es un ritual cuyo valor simbólico refiere al paso de un estado a otro, del mundo de los vivos al mundo de los muertos. La ausencia de velorio es, al contrario, vivida como la negación de la pérdida, como su no existencia, pues no se llevó a cabo la transición y esa ausencia se convierte en una falta que acrecienta el dolor de los deudos y que puede ser un obstáculo para lo que el psicoanálisis llama el trabajo del duelo. El trabajo del duelo es individual siempre, pero tiene una dimensión comunitaria, la cual apoya a los deudos en la transición y en la despedida, un trabajo que lo facilita la solidaridad de los vivos.

La confrontación con la muerte nos recuerda siempre nuestra fragilidad e indefensión. La muerte como una realidad omnipresente y esquiva entre los vivos. La muerte es la única seguridad de la vida. Pero, en este caso, la muerte no ha sido un hecho natural, ni siquiera casual o accidental: ha sido provocada y es sentida como injusta, pues es una muerte temprana, ya que mayoritariamente ocurre entre personas jóvenes y sanas en un momento de la vida donde prácticamente no hay razones para morir. Es una muerte prematura que ocurre cuando no ha transcurrido aún el ciclo completo de la vida, que hace que, pasados los años, se vuelva tolerable la incomprensión de la muerte.

El desvanecimiento de los ritos funerarios retrasa la solidaridad e impide el acompañamiento de los otros en la aceptación de la muerte y, como consecuencia, incrementa el miedo y la inseguridad de los vivos. La amenaza de la muerte no es de la muerte natural, sino de la provocada, de la presencia de unos otros, poderosos y malignos, que pueden ocasionar la muerte. Y la incertidumbre que provoca es tanta que ni siquiera el velorio y el despido de los muertos es seguro.

La acción policial arbitraria provoca vulnerabilidad. El allanamiento del hogar, la tortura y la muerte conducen a los parientes y vecinos a una situación de indefensión ante el Estado todopoderoso. Es un proceso de infantilización de las personas, de regresarlas al estadio infantil, el momento en que eran incapaces de garantizarse la vida por sí mismos, cuando la vida y la muerte dependían de los padres, a quienes el niño fantasea como todopoderosos y por lo tanto en cuyas manos está la posibilidad de su sobrevivencia (Nussbaum, 2019).

Las ejecuciones extrajudiciales convierten al Estado en el padre poderoso que puede matar o conceder la vida, en el lenguaje de Foucault (Foucault, 1997). El Estado con sus símbolos, sus uniformes, ejerce su capacidad, no solo de dar la muerte, sino, además, de controlar el cuerpo después de la muerte. No es solo la muerte, es más que la muerte. Así como la tortura es el horror antes de la muerte, el no velorio es el horror después de la muerte. ¿Qué derechos puede tener quien no tiene derechos ni sobre sus muertos?

“Me quitaron mi hijo y me quitaron mi derecho a enterrarlo —repite la madre de nuevo—, pero no me pudieron robar el dolor ni la rabia…”.

Testigos mudos

“Mejor dejáis las cosas así —le dijo secándose el sudor de la frente—, porque si no, te ganáis un enemigo y perdéis el dinero”. El abogado era un amigo de la familia, un penalista conocido en el estado Zulia, a quien había llegado por recomendación de una sobrina.

Antes, ya se había movido con conocidos, había buscado referencias y tenía ya palabreado un préstamo del dinero que se suponía podía costarles iniciar el proceso legal. La madre lo sintió sincero; la había escuchado con paciencia y hasta con comprensión, pensó ella. Luego, le había dado la razón humana y apoyado con la fuerza legal que tenía su reclamo, pero le había argumentado sobre la inutilidad de esas causas judiciales. Los jueces no se atreven a decidir en esos casos, le había comentado. Ellos deben pedir permiso a los que están más arriba. Nadie se atreve a decidir de acuerdo con la ley. Es arriba donde deciden, y a veces, decía, hasta le mandaban las sentencias redactadas para que el juez solamente las firmara y se ahorrara ese trabajito.

 

El horror cosecha resultados. No en todos los casos, ni tampoco de manera permanente, pero sí calla a los testigos. Primero calla a los vecinos, después a los amigos cercanos y, finalmente, hasta a los propios familiares.

“Nuestra familia quedó devastada; no quisimos saber nada de denuncias ni de nada de eso”, afirma la sobrina en San Cristóbal. Ella fue la única que se atrevió a participar en el grupo focal. “Mi tía —nos contó— se mudó a otro municipio; mis tíos se negaron a poner la denuncia o iniciar otra acción legal…”.

En Venezuela, poco más del 60% de los delitos nunca son denunciados. Con pequeñas variaciones, es lo que hemos encontrado en las encuestas de victimización realizadas durante casi dos décadas (Briceño-León, 2012; 2017). Los mismos porcentajes son reportados en las encuestas de victimización que ha ejecutado el gobierno nacional, en su caso con una muestra mucho más grande y cuyos resultados ha querido, sin éxito, ocultar repetidas veces (INE, 2009), (INE-Conarepol, 2006). Pero los datos de los estudios de Lacso o los del gobierno nacional no son específicos para los homicidios, sino que se refieren a todos los delitos violentos. Como premisa teórica, las encuestas de victimización no tendrían por qué ocuparse de la denuncia de los homicidios, pues este es un delito que no amerita ser denunciado, ya que la policía debe actuar siempre de oficio. La denuncia es el cadáver mismo que, en su inerte silencio, hace las preguntas: ¿cuál fue la causa de la muerte? ¿Quién fue el autor?

Aunque son distintos los delitos involucrados en un robo, un homicidio o una ejecución extrajudicial, el comportamiento social de callar y no denunciar resulta muy similar. Salvo que en los casos de la violencia policial se agrava por la presencia activa y amenazante de los funcionarios del Estado.

“Yo nunca he querido dar declaraciones ni nada de eso… quiero cuidar a mi esposa e hijos… El Sebin molesta, hemos visto movimientos raros de camionetas y gente…”, afirmó otro participante del grupo focal.

El temor no es gratuito. Los rostros encapuchados, la muerte simbolizada en las calaveras que cargan en sus insignias, la muerte real de las víctimas… todo ello ha infundido el temor en la población. Y el miedo es libre.

En un grupo focal realizado en Barquisimeto, estado Lara, luego de escuchar los horrores sufridos que contó uno de los participantes y que otro más refrendó con experiencia familiar, uno de los participantes, visiblemente emocionado, le lanzó una propuesta al resto del grupo. Levantó la voz y preguntó: “¿Y por qué no vamos mañana todos juntos a denunciar en la Fiscalía?”. La respuesta fue un clamor casi unánime: “¡Estás loco! —le soltaron—. Ve tú solito, si quieres —agregó otro participante—. Después vienen y nos matan a todos”.

El miedo rompe la acción colectiva, eso lo sabe el poder. Ciertamente hay audaces y arriesgados, y también hay temerosos y cautos. Al final, la posibilidad de respuesta colectiva se retrasa y se pierde. La dictadura del miedo se impone de manera silenciosa.

En nuestros estudios hemos buscado comprender las razones de la no denuncia y nos hemos topado con dos argumentos que se repiten con el paso del tiempo y en distintos lugares. El primero es la desesperanza: las personas piensan que la denuncia no conduce a nada, que tiene altos costos económicos y de tiempo y que al final no se obtiene respuesta ni satisfacción a sus demandas, a veces ni siquiera respuestas a las preguntas que formulan, mucho menos el castigo a los culpables que desean. Y el poder se encarga de reforzar ese sentimiento: la dilación judicial, la política de oídos sordos e insensibilidad no solo tienen un efecto práctico de impunidad; también lo tienen en las expectativas de las personas, en su pasividad y resignación.

El segundo argumento que dan las personas para no denunciar es el temor de una retaliación por los propios funcionarios. ¿Cómo denunciar ante la policía si son los propios policías los indiciados? Las intimidaciones a los vecinos o familiares suceden de manera velada o abierta. En algunos casos los funcionarios visitaron la casa de otro hijo o de un familiar para preguntar cualquier banalidad. En otros casos han estacionado la patrulla o un carro misterioso frente a la casa de un vecino que puede ser testigo, o se pasean por las noches con ostentación. No hacen nada, no dicen nada, simplemente se dejan ver. Recuerdan su presencia. En otros casos son más directos: en la entrada de la Fiscalía, un desconocido le largó a la hermana de la víctima una sentencia: “Calladita te ves más bonita”. Y en otro caso, le recordaron al familiar lo que dicen en los programas de televisión: “Todo lo que digas puede ser usado en tu contra”.

Pensando en Weber, podemos afirmar que la no denuncia es un comportamiento racional desde el punto de vista individual (Weber, 1965), aunque muy negativo para la sociedad y la justicia. La racionalidad es simple: ¿para qué denunciar si no se puede obtener nada de lo buscado? O, peor aún, sufrir consecuencias. Esa es la fuerza paralizante que tienen las dictaduras. Por eso también es que hay más denuncias sobre abuso policial en las democracias pues, cuando impera el Estado de derecho, las personas se sienten protegidas en la denuncia y tienen expectativas de que sí podrán conseguir resultados acordes con los propósitos de su acción.

Mientras tanto, los vecinos repiten la desoladora conseja de que, si viste algo, tienes que hacer como que no viste nada. “Los monitos no ven, ni oyen, ni mucho menos hablan” dijo uno de los entrevistados. Son testigos mudos.

Justificación y repudio

“Es preferible que se pierdan dos a que se siga perdiendo tanta gente inocente”. Así cerraba su justificación de las acciones letales de la policía uno de los participantes en los grupos focales del estado Zulia. Antes, había reconocido que “no era legal lo que habían hecho”. Decía que era verdad que habían matado gente, que les hicieron daño a unas familias y todo eso, pero también —sostenía—: “le habían ahorrado una amenaza al resto de la sociedad”.

Ese era el hilo del razonamiento que había logrado comunicar al resto de los participantes. Algunos no estuvieron de acuerdo, pero el mismo argumento se repitió otras veces y era similar al que escuchamos en los otros encuentros llevados a cabo en diversas zonas del país.

La opinión de la población venezolana está dividida frente a la acción violenta y letal de la policía, aunque no en proporciones iguales ni por idénticas razones: unos justifican la letalidad policial, mientras que otros la rechazan. En una encuesta que hicimos a una muestra aleatoria de población nacional a inicios del año 2020, pudimos constatar esa separación: un tercio de los entrevistados dijo que estaba de acuerdo o muy de acuerdo con que la policía tenía derecho a matar a los delincuentes. Los otros dos tercios expresaron su rechazo y desacuerdo.

La encuesta se realizó con una entrevista cara a cara en la muestra de 1200 hogares seleccionados al azar en todo el país, y los resultados de la escala de Likert utilizada en la pregunta mostraron que un 13% de los entrevistados estaba totalmente de acuerdo con que los policías mataran a los delincuentes. En el extremo opuesto, un 43% dijo estar totalmente en desacuerdo. Con una opinión más moderada, un 19% dijo estar de acuerdo y un 25% en desacuerdo. La suma consolidada indica que la mitad de la población ni aprobaba con vehemencia ni rechazaba con energía, pero sí expresaba un clivaje, con lo cual es posible concluir que un 32% de los venezolanos lo justifica y un 68% lo rechaza.

“Sólo Dios tiene derecho a quitar la vida… yo siempre lo digo. Por muy mala que sea una persona, también tiene perdón de Dios… Si esa persona fue mala, haz tu trabajo, métela presa, pero no le quites la vida, porque uno nunca sabe, por muy mala que sea esa persona, puede tener familia, hijos” ripostaba otro participante en Caracas.

Los argumentos para justificar la letalidad policial los conocen las autoridades y de alguna manera han actuado como sustento de este tipo de acciones criminales, pues saben que cuentan con alguna simpatía, y por eso las han utilizado como una estrategia política en momentos de elecciones o de crisis.

El argumento central que se repite en las personas que lo justifican es que así consiguen protección. Son personas que se sienten amenazadas, desamparadas ante el delito y, en su fragilidad y vulnerabilidad, recurren a la búsqueda de protección. Infantilizados, buscan el respaldo del padre protector; desamparados, buscan la acción del gobierno fuerte y son capaces de sacrificar derechos por conseguir alguna seguridad, aunque ese desamparo pueda haber estado alentado o permitido por el mismo que luego les ofrece protegerlos.

La justificación de la acción letal se convierte entonces en una justificación de la muerte preventiva del potencial agresor. La persona que justifica la ejecución del delincuente no ha sido víctima de ese criminal; sin embargo, tiene pavor de ese “subgénero humano” que representan los delincuentes. Los que aprueban estas acciones consideran que aquel desconocido, que puede habitar en un lugar lejano, se convertirá en el futuro en un potencial agresor para su persona. Entonces, la acción asesina se justifica como una defensa propia, como un acto de protección que se adelanta, que se anticipa a un peligro difuso y al cual se le da una respuesta concreta. Se los ejecuta por un crimen que pudieran cometer en el futuro, no por lo que estén haciendo o hayan hecho. Al anticiparse con aquellas muertes, los policías o quienes los apoyan creen que se libera “al pueblo”, a la sociedad, de unas potenciales amenazas.

Estos argumentos adquieren mayor fuerza cuando las víctimas o los amenazados son las personas a quienes se considera más vulnerables: los niños, los ancianos, las personas con problemas mentales o los que presentan síndrome de Down. En esos casos la justificación es mayor, porque se considera que hay abuso de la fuerza, que hay un aprovechamiento del otro, frágil; que hay una mayor desigualdad y, por lo tanto, son más despreciables.

Algo similar ocurre con los delincuentes que son considerados crueles o que han cometido crímenes atroces. En esos casos, muchas personas tienden a justificar la acción letal de la policía, como también la acción criminal anónima de la población en los casos de linchamiento. En nuestros estudios hemos encontrado que ante la pregunta de cuándo pudieran estar justificados los linchamientos, la mayor respuesta se ha encontrado cuando el linchamiento estuvo dirigido a quienes habían cometido crímenes atroces: violaciones de niñas o niños, asesinatos de ancianos con alevosía. Se justifica castigar con severidad extrema al bandido deshumanizado.

Otro argumento que se repite es la sensación de impunidad, la ineficiencia del sistema judicial, la corrupción de los policías o de los tribunales… en fin, la imposibilidad de aplicar un castigo de acuerdo con la ley, lo cual justifica la aplicación de una pena fuera de la ley. “Si los van a soltar, no van a ir presos; entonces, es mejor que se encarguen de ellos”.

Hay otra explicación que justifica la actuación letal de los policías y que retoma el mismo argumento anterior. Se razona que, si los policías detienen a unos delincuentes y los dejan vivos —pues los entregan a los tribunales—, se crean un enemigo personal, y es muy probable que a ese delincuente no lo vayan a mantener preso, que los jueces los vayan a liberar y que regrese a la calle. Entonces esos delincuentes van a buscar cómo vengarse del policía que los aprehendió. Así que lo mejor es que los funcionarios se quiten ese problema de antemano. Es una variante del argumento de la autodefensa adelantada.

En resumen, es posible sintetizar que el argumento de la defensa propia es uno de los nodos centrales de la justificación de la violencia letal de la policía. Y el otro reside en la necesidad de evitar la impunidad y aplicar un castigo, que se estima no podrá ser aplicado por las ineficiencias del sistema de justicia penal.

En la acera opuesta se encuentran quienes repudian las ejecuciones extrajudiciales. Sus argumentos se pueden sistematizar en cuatro vertientes.

 

El primer argumento gira alrededor de la ilegalidad de la acción policial. Es interesante, pues fue repetido una y otra vez entre los familiares, incluso entre los de menor nivel educativo. Esta tesis se mueve en varios niveles: en el primero de ellos, se señala que en Venezuela no hay pena de muerte; por lo tanto, los policías no tienen derecho alguno para aplicarla. En el segundo, se afirma que, suponiendo que fuese cierto que son unos delincuentes, se los debe llevar presos —que es lo que contempla la ley—, no matarlos. Y en un tercer nivel se afirma que debe cumplirse con el debido proceso y juzgarlos antes de tener certeza de que son unos delincuentes; no se los puede condenar de antemano. “Llévenlos a los tribunales, cumplan con su deber” decían.

El segundo razonamiento es de tipo religioso o humanista. En esencia, sostiene una defensa moral del derecho a la vida. La validación moral de ese derecho se puede hacer desde una perspectiva exclusivamente empática: “Pueden ser delincuentes, pero son seres humanos”. Es decir, su humanidad y sus derechos humanos no se pierden por delinquir.

El segundo tipo de validación del derecho a la vida es de tenor religioso y tiene dos componentes; por un lado, es la santidad del cuerpo: la víctima es una humanidad que se vuelve intocable por ser “hijo de Dios”, hecho a su imagen y semejanza. La otra es una ética religiosa de la muerte: nadie tiene el derecho de quitarle la vida a otra persona; esa es una potestad exclusiva de Dios, solo él puede dar o quitar la vida. “Los policías no son Dios” decían.

El tercer argumento no apunta hacia el pasado, sino hacia el futuro. Es la noción de esperanza infinita en las personas, cualesquiera que ellas sean. Es la misma noción que está en la base de nuestra cultura jurídica, que no acepta la cadena perpetua, pues considera que el ser humano tiene capacidad de redención y de cambio; se afirma que “toda persona merece otra oportunidad”. Por lo tanto, la labor del Estado no es matar a los delincuentes, sino buscar regenerarlos, educarlos, ofrecerles oportunidades para que cambien de vida.

Y, finalmente, hay un cuarto argumento de tipo pragmático, de las consecuencias que tiene en la sociedad la acción letal de las policías. Se considera que estas acciones provocan un cisma entre la población y los cuerpos policiales. “Crea rencores en la gente” sostienen, y eso no contribuye a la pacificación de la sociedad. Bien al contrario, sostuvieron algunos, puede generar un ciclo de violencia nuevo, pues si se va a justificar que se mate a los delincuentes, “habría que matar a los policías delincuentes también”.

Los argumentos ofrecidos durante los grupos focales por quienes justifican o repudian la letalidad policial nos permiten rescatar algunos aspectos de la sociedad venezolana.

En un primer lugar, hay una sorprendente cultura jurídica en la población de menores ingresos del país. La apelación continua a la legalidad y a la legitimidad de las acciones del Estado muestra que no hay ignorancia de la ley ni ausencia de un sentido de los derechos. Lo interesante es que, ante el Estado infractor, la población apela a la ley, a la institucionalidad. Hay que recordar que ese ha sido el mismo recorrido que han tenido las luchas sociales por los derechos en la historia reciente de la humanidad: la defensa ante el poder absoluto del rey o del dictador con la imposición de normas constitucionales y leyes; la búsqueda del establecimiento de un ejercicio del poder normado, regulado y embridado; el traslado del poder a una ley abstracta que esté por encima de todos y que obligue por igual al rey y al súbdito, al ciudadano y al policía.

Muestran, por otro lado, un poderoso sentido de la realidad en las personas. En ese caso, la opinión de estas no alude a las bondades de la ley, sino a la factibilidad de que esa ley sea aplicada. Hay una conciencia de la impunidad, de que no va a existir castigo. Y eso lleva a algunos a apoyar la criminalidad del Estado, a justificar el abuso, a aceptar perder derechos. Ese es el intercambio perverso que muchos hacen con la entrega de los derechos y la libertad a cambio de la seguridad.

En una investigación realizada en Brasil, se hizo una encuesta en la cual se les preguntaba a las personas si estaban de acuerdo con la expresión de que “el buen delincuente es un delincuente muerto” (Bandido bom é bandido morto). Aunque la expresión tuvo su origen en los tiempos de la dictadura, continuó siendo usada por políticos y luego se extendió entre la población como una manera de justificar las ejecuciones extrajudiciales. Los resultados arrojaron que un 45% de los entrevistados estaba de acuerdo y un 49% en desacuerdo (Cano & Duarte, 2011, p. 60). Las divergencias de opiniones y la división entre quienes justifican y quienes repudian no es solo una circunstancia de Venezuela, ocurre en otros países con igual precariedad institucional y similar desamparo de la población.

Una diferencia importante que encontramos en el país estuvo en las respuestas de justificación o repudio entre los dos tipos de grupos focales que formamos: unos con vecinos de las zonas en las cuales habían ocurrido las ejecuciones extrajudiciales y otros que tenían la misma caracterización social, pero no habían sido testigos de las operaciones policiales. En los grupos focales donde las personas habían estado cerca de los hechos y presenciado las acciones letales de la policía, se mostraba empatía con las víctimas y se repudiaba la acción letal. En cambio, los participantes que no las habían presenciado ni estado cerca, para quienes la acción letal de la policía era algo lejano y abstracto, tendieron a justificarla. En unos, la letalidad era algo concreto y cercano; en los otros, algo abstracto y lejano. Tan lejano como lo puede ser para los lectores de este texto.