Ojos y capital

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From the series: Paper #4
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Sería otra forma de presentar el poder ejercido desde la primacía del ojo. Aquello a lo que se ha dado luz y visión pública, frente aquello otro restringido a la reproducción de la vida y los saberes sin poder de reacción, lo que ha quedado fuera del marco de la mirada pública. Porque el poder ocularcentrista opera también proyectando oscuridad y puntos ciegos, como ese lugar de sombras llamado hogar. Así, en las historias que nos han contado ha dado igual, por ejemplo, que un prestigioso filósofo que hablara sobre ética y moral demostrara una flagrante falta de ética en su vida privada y que en ella fuera un tirano. Ha dado igual porque esto acontecía en la “sombra”, donde lo hecho no es contemplado por los ojos del poder y del saber archivado. Tantos hombres que han practicado en la intimidad lo opuesto a lo que predicaban afuera, tanta violencia consentida; tantos que propugnaban una vida ejemplar hacia fuera y la rehuían cuando los muros de la casa cegaban la visión. Tantas sexualidades inexistentes porque acontecían en la esfera privada y no verlas quería equivaler a su “no existencia” (social y pública). Por ello, no solo se alejaban los ojos sino también las palabras. Las palabras como la visión han dado existencia a las cosas. Evitar ver, como definir y nombrar, ha ensombrecido todas las prácticas que se diluían, como mucho en la luz que sale por la rendija de debajo de la puerta, en el confesionario y en las penitencias de los cuartos propios.

Con frecuencia en Occidente cruzar esta frontera de lo privado ha sido denostado por las sociedades y especialmente por quienes ejercían el mando (primer interesado en articular espacios de transgresión de sus propias normas, inventando espacios acotados y regulados de invisibilización como tantos lugares sagrados y cerrados).

Curiosamente, traspasar la frontera de lo privado se ha penalizado al vincularlo también con el cotilleo y el chisme. Es más, visibilizar lo privado a través del cotilleo ha tendido a feminizarse en un sentido peyorativo que infravaloraba su veracidad (así como se usaba el término feminizar hasta hace poco). El reconocimiento se sustentaba en que todo lo que se hacía en la esfera privada fuera invisible para el mundo como resorte de libertad y contradicción de aquellos que creaban las normas, deslegitimando la voz de las mujeres como habituales testigos de la vida y las contradicciones entre el afuera y la intimidad.

Ahora, sin embargo, cuantas más fotos de nuestra intimidad, preocupaciones, momentos privados se compartan, mejor funcionarán nuestras redes sociales. Nunca el feedback y la circulación generados será mayor que haciendo partícipes a los demás de lo que se siente y de los detalles más íntimos de nuestras vidas (antes privadas). Ser visto es el propósito, pero solo al principio. Lo fundamental será “seguir siéndolo”, mantener el nivel que marca el último número de visitas, quiero decir, de ojos.

Y siendo el reto de redefinición o suspensión de la privacidad una cuestión pendiente, derivada hoy a lo personal para cada cual, resulta casi palpable nuestra implicación entusiasta en la violación cotidiana de esta privacidad. Al respecto Bauman15 afirma que “vivimos en una sociedad confesional, promoviendo la propia exposición en público del orden de la principal y más fácil disponible, así como discutiblemente la más potente y la única prueba en verdad apta de existencia social”.

Acostumbrados a la plena disponibilidad de los otros y del exceso del mundo en red, exponernos parece hoy una condición que, automática o conscientemente, muchos aceptamos. Los límites que socialmente establecemos para visibilizarnos no son lo que eran. El ojo (tecnológico) es otro. Sin embargo la urgencia que vivimos en esta transformación hace que aún convivan en nuestros discursos la contradictoria reclamación de privacidad (bien como impulso que reclama la herencia pudorosa del pasado, bien como nueva reivindicación de voluntad y conciencia sobre lo expuesto) junto a la cotidiana práctica de búsqueda de visibilidad (como juego de luces y sombras cuya regulación pareciera meramente cosa nuestra). ¡Cosa nuestra!, repito irónicamente en silencio en este espacio público-privado que es mi cuarto propio conectado; entornando los ojos ante el sol cegador de mi pantalla y el mundo de dispositivos y cámaras latentes que uso solo a veces y que enchufadas o autónomas (y nunca claramente apagadas) siento me rodea. Atardece y subo un poco las persianas.

SUBJETIVIDAD Y VER (SER VISTOS)

Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo16.

El mejor pago es que me veas, saber que existo17.

Si fuera algún otro tipo de animal y careciera de ojos y de la tendencia a pensar, podría perderme en las imágenes sin preguntar, como quien se abandona en un líquido templado. O mejor, si pudiera ser un árbol, ese que hay a la subida a la montaña, al que nada le estorba frente al horizonte, mientras agarra y archiva todos los crepúsculos y todas las nubes, sin verlos como nosotros... Me pregunto por esas formas de ver sin conciencia del ver, tan despojadas de sujeto y limitadas a una presencia, carente de exigencia para lo visto y para ser descubierto uno mismo como alguien que ve. Me hacen pensar que en algún momento descubrimos que somos apariencia y que, en función del que nos mira o nos sueña, oscilamos entre formas distintas de ser. De ahí el descanso de mirar (y ser mirada) sin expectativa, el sueño de carecer de ojos o de ser un árbol (para después volver).

A menudo caigo en el error de considerar que es mirar lo que me hace sujeto, olvidando todas esas miradas que con el paso de los años me han construido y me cambian, afectándome en lo que soy. Desde los que me rodean y me son cercanos hasta esas personas que nos miran mientras subimos las escalerillas del autobús y, como sugería Virginia Woolf, nos envejecen y nos matan más que las catástrofes y las guerras.

En ocasiones no es necesario siquiera ver el ojo, basta con identificar el objetivo de una cámara, o ese minúsculo punto oscuro que casi siempre tengo enfrente sobre la pantalla, justo encima del texto que escribo, y que según el día tapo con un trocito de papel y celo, para que no me mire, para que no me cambie.

Inevitablemente recuerdo a Barthes cuando pienso en la incomodidad de ser grabada o fotografiada. Esa incomodidad, tan bellamente contada, cuando en La cámara lúcida narraba cómo frente al objetivo comenzaba la actuación y la presión de querer mostrar en su posible retrato a alguien “mejor”. Para mí, el objetivo es interruptor de un temblor de mandíbula, de mirada inquieta, de inspección de la máquina con sospecha. La incomodidad es grande entre el tiempo que mira y el clic. Siempre palpita el riesgo de quedar petrificado como alguien vacío de intensidad.

Pero últimamente me interesan otro tipo de instantáneas. Quizá porque tienen algo de relato, o porque no se limitan a un rostro, tan idealizado y tan cabeza, de alguien que parece que nos mira cuando realmente está concentrado en no tensar demasiado la mandíbula. A mí me interesan (aunque no necesariamente me gustan) las instantáneas que hoy proporciona, por ejemplo, el listado de las búsquedas diarias en Google. En este sorprendente artefacto contemporáneo, capaz de reunir panoramas improbables a partir de pulsadores de palabras capaces de arrastrar y desglosar: expresiones, personas, citas, lugares, mapas, vídeos, imágenes…, conviven preguntas que solo haríamos a una máquina o cuando nadie nos ve. Preguntas que en conjunto cuentan hoy más cosas sobre nuestros miedos y deseos que la memoria, o que los clásicos contadores de historias, incluso que los más recientes y también tecnológicos. Me refiero por ejemplo a las tarjetas de crédito, capaces de rehacer un itinerario de vida hilvanando los lugares por los que hemos pasado, en los que hemos pagado.

A estas imágenes añadiría otras que (por habituales y homogéneas) se me hacen extrañas y significativas. Se trata de las infinitas fotos de sí mismos que sobre todo los adolescentes publican posando como la misma persona, o como si no fueran persona (más dividuos que individuos). Es frecuente verlos congelados “queriendo mandar un beso” o posando intentando parecerse a otro (con seguridad más famoso, más “visto”) cuya imagen posiblemente les martillea y rasga hasta convertir sus fotos en escalofriantes por parecidas. Como si hubieran renunciado a ser sujeto cobijándose en la copia, como quien no se resiste.


3

Y en la pose, lo homogéneo, el código que los demás entenderán, el imaginario de referencia. Así, cuando posan en grupo parece que se mueven y actúan al unísono atendiendo a una batuta invisible que los desplaza acompasados. Ahora a la derecha, ahora quietos, a la izquierda, así. Repitiendo escenas para ellos familiares entre sus ídolos y referencias, haciendo “oes” con sus labios, entornando ojos, girando a su perfil bueno, queriendo rebosar sensualidad para que los ojos ajenos les amen siendo “otros”, que terminan siendo “lo mismo”.

Tal vez ellos, como ustedes, como yo, quisieran que su deriva congelada y expuesta a la oscilación de lo que la máquina oferta, mostrara lo mejor de cada uno. Que esas imágenes que se ofrecen coincidan con ustedes, con nosotros, pero finalmente en las fotos parece que somos nosotros los que terminamos coincidiendo con ellas, obstinadas como patrones de un lugar y un tiempo. Y creo que, aun aludiendo a esa tendencia por la que exigimos a la foto que extraiga lo mejor de nosotros, aquello que el espejo no ha sido capaz, las fotos de hoy no duelen como las del pasado, o no de la misma manera.

 

Recuerdo que entre las pocas fotos que mi hermana y yo guardamos de nuestra adolescencia casi todas estaban ralladas en nuestro rostro o cortadas parcialmente. Prácticamente ninguna de las pocas fotografías que teníamos nos convencía y terminábamos ocultándonos u ocultándolas. La imposibilidad de elegir el “yo” que quieres congelar y jugártela a un solo flash daba como resultado la incorformidad como habitual estado anímico ante un carrete de 12 o 24, cuyas fotos nunca respondían a la expectativa. Ahora, sin embargo, entre las infinitas y sutiles variantes de una misma pose del cuerpo y del rostro algunas se salvan. Y si generan dudas solo han de pasar por el pequeño laboratorio de edición de imágenes de nuestros dispositivos: difuminar, contrastar, recortar… y a ser posible despersonalizar al fotografiado para que se parezca a un canon que satisfaga. Las fotos ya no sentencian al yo, porque el yo se esconde en ellas como en un estereotipo-máscara que en tanto uniformiza dentro de una comunidad, invisibiliza. De manera que solo lo que difiere de la homogeneización de poses y rostros de ahora, aspira a una singularidad.

No olvidemos, en todo caso, que la foto hoy no es ya algo privado o para observar uno mismo. Las fotos que se aprietan en las redes sociales son ante todo escaparate para el otro. De hecho, todavía hoy una imagen es lo primero que se solicita del otro para verificar su identidad y su existencia. Una imagen y un nombre. Aunque todos estos rastros sean cadáveres, y el yo sea algo fluido, otra cosa, imposible asirlo, nunca definido del todo, con su cuerpo y flujo dinámico de deseos y relaciones.

Tener parte de nuestras vidas digitalizadas caracteriza a muchos de quienes habitamos el siglo XXI. Y en gran medida esto es distintivo pues anuncia el advenimiento de nosotros como otros, de nosotros al lado de nuestras fotos y registros. Señala Barthes que en la representación acontece “una disociación ladina de la conciencia de identidad”18. Y pasa, desde hace un tiempo, que hemos olvidado la locura de vernos fuera de nosotros si no es en una pantalla y sin ser esta un espejo.

En Internet distintas identidades se nos solapan en la mediación de la pantalla y los espacios de relación. En ellas se funden: lo que creo ser, lo que quiero ser, lo que quiero que crean, lo que los otros ven, lo que la máquina enmarca, lo que la aplicación quiere mostrar... Y, sobre todo, un tiempo sin límite en la re-presentación del marco-pantalla, cuyo telón nunca baja.

Podría decirse que en la red no dejo de copiar y de copiarme y cuando lo hago, en cada gesto, cuando subo mis fotos y las veo, siento de manera infalible como una impostura, como una inautenticidad. De manera que preciso de esa zona en la que “no” soy una imagen, en la que no soy un objeto para mí y para los otros. Esa zona del espacio y del tiempo que describía Barthes, al reivindicar, “es mi derecho político a ser un sujeto lo que he de defender”19.

Y claro que la historia se hace política cuando un ser humano es confirmado por otro, es percibido por otro. Recuerdo al respecto una sugerente descripción del ser humano de Judith Butler que afirma que somos “entregados al otro de entrada”20, de forma incluso anterior a la individuación somos predefinidos por el otro y, como efecto, la “vulnerabilidad social de nuestros cuerpos”. Predefinidos como manera de constatar simbólicamente lo que la sociedad espera de nosotros atendiendo a un cuerpo: un organismo, un sexo, una edad, un rostro21, un género, un discurso, una imagen... Algo que sin embargo implica tanto una castración del ser como un “sostén físico social”22. Para Lévinas23 no es ya la antelación del otro sino el encuentro con el otro lo que instala simultáneamente una responsabilidad del otro en uno mismo (una construcción en el otro), tal que el sujeto es responsable del otro incluso antes de ser consciente de su propia existencia.

Pero no crean que todo es más fácil al suponer que nuestro cuerpo y nuestra imagen no son del todo nuestras, que significan “lo que significan” por su relación con los otros en un contexto sociocultural dado. Ni crean que todo compromiso personal se anula. Valorar esta justificación no implica una claudicación, un abandono de la voluntad a la deriva comunitaria, una cesión de nuestra responsabilidad en la constitución subjetiva, en su valor colectivo. Tomar conciencia del valor del “otro” en los procesos identitarios y subjetivos, sería el primer paso para problematizar el cuerpo y autoproclamarnos agentes de su transformación, creadores de sus imágenes. Supondría cuestionar lo que somos no como algo dado sino como algo modificado individual y socioculturalmente y, como tal, susceptible de ser alterado, no solo material y biotecnológicamente, sino en términos de significado y valor social. Esta tesis construccionista implica que los procesos de producción de los cuerpos pueden ser hasta cierto punto desvelados, comprendidos y apropiados para una acción política. Lo que no está claro es la eficacia en la manera de visibilizar, resignificar o, incluso, “designificar” colectivamente el cuerpo. En qué medida es posible para los otros, para el cuerpo propio desde el cuerpo propio constituido también por los otros. En qué medida podemos convertir esa problematización tan habitual en las prácticas feministas y queer, en política social que trasciende a la vida de las personas.

Por eso siempre que nos mostramos (off/online) comenzamos en nuestro cuerpo conformado como una o muchas imágenes, como construcción simbólica24, con sus maneras de ver, sus filtros identitarios y sociales y sus pretensiones subjetivas.

Haré un paréntesis y observaré mi cuerpo. Quiero identificar mil pátinas y filtros de visión y situar así mi discurso (…) No es fácil y casi tiro la toalla. Tantos lastres ya normalizados. Aunque me consuela pensar que no más que ustedes. Por ello, con ustedes me interrogaré sobre ellos (…) Observen los suyos –sus cuerpos–: sus rostros, pelo, barriga, genitales, piernas, perforaciones, adornos corporales, vestidos y, ¿por qué no?, sus tecnologías y pantallas (¿acaso ellas no se ensamblan a nuestros cuerpos en la vida online?). Observen su cultura material en los cuerpos. Los vestidos que también son cuerpo y que permiten al ser humano constituirse en eso que ha elegido ser, “incluso (recordaba Barthes parafraseando a Sartre) cuando lo que ha elegido ser representa lo que los demás han elegido en su lugar”25(…) Y las pantallas como nodo material del ciberespacio, vinculado biopolíticamente al cuerpo. Pantallas que no solo nos visten, sino que aportan una nueva complejidad al propiciar la producción de identidades escindidas del cuerpo, aplazado, y habitualmente escondido en nuestras relaciones interpersonales online. Estas posibilidades de invisibilizar el cuerpo y aligerar nuestra presencia con el valor añadido que da el anonimato virtual, nos susurran sobre un territorio necesario para la reflexión del “ser” en Internet, en consecuencia, para entender nuestra cultura en un nuevo paradigma postcuerpo, que no esconda el papel en las relaciones humanas del no-cuerpo.

No se trataría solo de una posible resignificación de las imágenes del cuerpo a través de las pantallas de ordenador y en Internet. Se trataría también de recordar que de la visibilización se desprenden demandas políticas derivadas del cuerpo. Demandas que reclaman preguntar sobre las circunstancias en que opera el tándem persona-pantalla en las formas de presentación y representación que conlleva hoy la práctica subjetiva e identitaria a través de la mirada. Hacerlo en tanto la fragmentación de nuestras cosas e imágenes online alude a nuevas maneras de crear valor social y posicionamiento, pero ante todo “subjetividad” en el mundo conectado. Sin que ello aminore la impresión de que cuando nos socializamos en una cultura-red, nosotros acompañamos a la imagen que de nosotros tienen los demás; como si, disociados, viviéramos al lado de nuestras representaciones y proyecciones de los otros, es decir, que nosotros siempre vamos adjuntos.

POÉTICAS DE LA IMAGEN COMO EXCEDENTE (PRESCINDIBLE Y NECESARIO)

-Miguel, leo en el teléfono móvil que “mi aldea ha sido destruida”.

-Tita, es que no acumulas cosas. Mira yo.Tengo 2.000 monedas, 3 ejércitos y 4 pociones.

-¿Y para qué te sirven si no estás jugando?

-Para que los de los otros poblados “los vean”26.

Cuando llego a casa me gusta quitarme la parafernalia social del cuerpo. No solo los zapatos y la ropa del afuera, soltar la mochila con las cosas para el frío o el calor, los pañuelos, el agua, las pastillas, la cartera, las llaves y el teléfono, sino también la capa superficial del ojo que me permite vivir en el mundo y mirar para sobrevivir al cruzar la calle, trabajar, comprar lo que necesito, convivir materialmente con otros, mirándoles sin ira, incluso con afecto.

Encuentro en el gesto con que el dedo corazón de mi mano, primero izquierda y luego derecha, rozan mis ojos para arrastrar y extraer las lentillas una analogía de esta capa de la que les hablo. Especialmente en casa y frente al ordenador y los libros, siento que mis ojos aflojan la presión entre sus capas, lo hacen protegiéndose tras unos gruesos y pesados cristales que sobresalen llamativamente de la armadura de pasta oscura, como de padre de padre, o de antes de antes. Seguramente desde afuera o desde el espejo los ojos tras estos pesados cristales parezcan averiados, ojos miniatura, meros puntos negros, pero con sus infinitas dioptrías esos cristales pesados o esas finas láminas como de plástico los hacen operativos. En la sustitución de lentes de contacto por gafas recuerdo cada día que son cosa imprescindible. Que para mí es imposible que el ojo esté ya aireado como está la piel cuando me libero de la ropa. Sin lentes, el mundo aumenta su pixelado y de pronto me encuentro viviendo en una zona de nebulosa incompatible con la vida humana (despiertos). La tecnología de las lentes me permite regular la resolución entre mi cuerpo humano y las cosas materiales que me rodean, ese mueble, ese objeto, esa ventana… Las lentes son para mí el mejor ejemplo de artilugio necesario.

Muchas cosas en nuestros días se nos hacen hoy imprescindibles. Algunas porque desde siempre las necesitamos, otras porque comenzaron siendo accesorias y ahora nos angustiamos al pensar vivir sin ellas. Es a estas últimas a las que quiero referirme, pues considero que una sociedad digital y de consumo como la nuestra opera como una sociedad de excedente, donde abundan por definición cosas prescindibles, como esos tesoros digitales que acumula Miguel en su videojuego y que él siente necesarios.

Es el sobrante lo que se convierte en producto o servicio cuyo reto comercial aspira a configurarlo como necesidad. Y si algo define la cultura-red como cultura visual contemporánea sería su carácter excedentario. El inconmensurable mundo de imágenes que marca esta época forma parte del excedente que se ha ido conformando como nuevo ecosistema de ojos frente a pantallas; un sobrante que sentimos que nos arropa y acompaña de manera incondicional. De él salimos y entramos, siempre que tengamos un dispositivo electrónico cerca, demandándonos (suavemente) sucumbir a la comunicación, juego o interacción sostenida con los otros. Algo que podríamos no aceptar, pero que finalmente buscamos, incluso con cierta obsesión (esa otra forma de necesitar). Es entonces cuando nos convertimos en esos zombies que hoy transitan por las calles y transportes públicos hipnotizados por un dispositivo móvil conectado.

La imagen como excedente circula como presencia en apariencia inútil, pero en tanto normalizada forma parte de los rituales cotidianos. De ellos se valen además los imaginarios para construir aparato identitario. Una cuestión clave atendiendo a cómo la cultura-red se conforma de imágenes, información y contextos, sería advertir que si estos excedentes son útiles es por ser elegibles, pero que esto es solo una apreciación primera, una suerte de ensueño, un delirio de libertad dificultada. Todo lo que se vuelve opcional y juego genera la sensación de que es voluntario primero, provocando después la ansiedad del deseo. El hábito de lo prescindible en la cultura visual y digital culmina a menudo como algo que muchas personas necesitan (por ejemplo, conectarse a cada rato, actualizar su perfil varias veces al día, dedicar los tiempos de tránsito a jugar o a conversar… buscar, buscar, abrir y cerrar, revisar compulsivamente por si algo se hubiera perdido, demandándonos la incondicionalidad online de un 24 horas). Mi impresión es que justamente su carácter a priori prescindible y excedentario es lo que más fascina, es lo que seduce. Quiero decir que ninguna de las aplicaciones y usos a los que me refiero son para mí unas lentes imprescindibles, como mis gafas, pero a menudo me hablan de otra necesidad, la que libera y regula la “ansiedad” contemporánea de (necesitar) vivir permanentemente conectados.

 

En algún momento de nuestra historia reciente pasamos por alto que la elección era ya vivida como exigencia, que difícilmente una vida comprometida con la época podía mantenerse al margen y obviar la inmersión inclusiva y socializadora en el universo de imagen construida tecnológicamente como parte de la cultura-red contemporánea. La tecnología ha acelerado primero la estetización derivada de la extrema visualidad facticia y luego la inmersión normalizadora.

Antes, hubo historias de los ojos y el poder, historias cuyas imágenes sagradas y veneradas representaban un poder y un sistema; más tarde, hubo historias de las imágenes y el capital, ese otro poder que aún perdura reforzado. Pero la conversión de gran parte de nuestros mundos de vida en mundos estetizados, conformados por imágenes creadas y/o mediadas por pantallas es algo nuevo, algo que sin duda habla de una necesaria transformación del ser humano. Si hubo épocas en las que debió acostumbrarse a otros climas y a cambios materiales en sus hábitats, hoy la época demanda a los humanos vivir en un mundo excesivo en las representaciones y, como en una mutación hiperbolizada del espejo, en las representaciones de nosotros mismos.

Desde su infiltración en imágenes cotidianas que reiteraban un poder espiritual, político y económico, a través de (pongamos como ejemplo): religión idólatra, retratos, templos, fotos de reyes, crucifijos o monedas,… el poder se ha valido de su omnipresencia en la imagen facticia fragmentando su presencia en objetos y rituales cotidianos que en sus apariciones reiteradas han asentado el significado convenido de “¿quién manda aquí?”. Estas formas, aun cambiando iglesias por museos en muchos casos, perviven hoy como parte de una estratificada manifestación de las imágenes en las culturas. Inflexión importante la acontecida en la era de la reproductibilidad técnica y cuando llegaron las audiencias; con ellas las ciencias y tecnologías que permiten su medición y manejo. Y se quedaron. Y ahora, nosotros, los conectados produciendo parcialmente las imágenes que consumimos, dedicados a este excedente. Un giro de ojos acompañado de un golpe seco de ratón, a veces una tecla, y voilà: una o mil imágenes nuevas o modificadas que aumentan la interacción simbólica del humano-máquina.

Entonces, la lógica que repite la gestión de lo prescindible parece ser aumentar dicho excedente, conseguir “más” de algo, como en los más famosos videojuegos. Aunque en la red pareciera que aquello que se busca aumentar no es solo archivo, sino más bien valor en lo que “ha sido mirado”, como cuando el pequeño Miguel dice que en su videojuego lo importante es que los del poblado de al lado “vean” todas las armas y ejércitos que él ha acumulado. Que las vean sobre todo cuando él no está conectado, porque esta realidad virtual sigue aconteciendo y siempre hay ojos que te pueden estar observando. No deja de ser una lógica excedentaria y exponencial la que sostiene esta práctica donde el valor depende de lo acumulado y visibilizado. Así, lo que busca valor se posiciona para ser visto y para crecer, pero también lo busca como forma para seguir existiendo, dado su carácter prescindible. Solo los ojos animan la circulación y el juego y solo ellos salvan del vertedero o del olvido.

No obstante, y retomando la cuestión inicial, observen cómo el valor añadido derivado de establecer un grado de equivalencia entre ojos y capital logra en el posicionamiento el canal que le permite asentar dicha equivalencia. Es decir que la gestión de la visibilidad (no reducida a un producto o servicio sino disuelta en cada interacción en la cultura-red) sería objeto de negociación y valor de cambio en constante alza, bajo el poder (siempre simbólico, pero potencialmente también material y especulativo) que otorga “ser” visto. Ocurre entonces que los intereses puestos en lo que hacemos circular en las redes convierten el excedente en algo singularmente rentable. De esta manera, la gestión de la visibilidad y del posicionamiento no pueden ser solamente cosa del Marketing o de la Publicidad, ni siquiera de la Estadística o la Sociología, pues los sujetos y las vidas se entrelazan en lo que está en juego. Y como respuesta surge la reclamación de una necesaria lectura política y crítica de la cultura-red desde las nuevas lógicas de valor que estamos construyendo.

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