Ojos y capital

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From the series: Paper #4
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Lo que antes requería por nuestra parte el esfuerzo de la búsqueda necesaria para conocer, contextualizar y comprender, viene ahora a nuestros ojos a golpe de dedo, y viene además interpretado y deducido por una secuencia de números que facilitan un posicionamiento más rápido. La tranquilidad de lo que ya viene interpretado (como pensamiento o estética que delegara siempre en la estadística), sin atender a si leímos lo que recolectamos o las palabras se quedaron en la imagen del “vistazo”, si somos conscientes, si tenemos miedo, si hemos podido elegir, si sabemos que no tenemos por qué pronunciarnos sobre absolutamente todo. Y los trenes pasan y no paran.

Pensar en los lastres que suponen estos órdenes en los que delegamos la pregunta al mundo es hoy razón crucial del análisis de las redes como forma de articular un modelo, o meramente unos apuntes teórico-críticos sobre la cultura contemporánea. En esta apología que reivindica el valor de la visualidad contabilizada (los ojos como nueva moneda) como criterio fundamental del orden del mundo en red, nos interpela la necesidad de detenernos a habitar con extrañamiento contextos y condiciones, estructuras y sesgos. Hacerlo retomando conceptos que matizan cómo la mayoría hoy puede ser fabricada tecnológica y socialmente pasando por alto al sujeto.

Las masas online son multitud de personas solas, de individuos conectados en sus cuartos propios, o distantes pero siempre frente a sus pantallas. La mayoría cansados de antemano por las exigencias de la época como para hacer la revolución. A no ser que haya conciencia o que todo esté perdido. Cuando todo está perdido (el trabajo, la dignidad, la posibilidad de futuro) o cuando hay conciencia, el sistema ya no domestica, la red puede ser instrumentalizada para la transformación social. El mundo se tambalea. Porque la red tendría la capacidad de favorecer la rebeldía y la alianza entre los que no tienen (no tenían) poder. Los individuos que han vivido y mirado por la ventana y de pronto lo pierden todo, pueden cohesionarse como multitud. E incluso entendiendo la multitud como un modo de ser abierto a desarrollos contradictorios, esa multitud pudiera ser política, potencial agente de transformación colectiva, pudiera convertirse en una suerte de pueblo, de ciudadanía no exenta de sujeto.

Porque, ¿cuándo pasó que el poder político delegó la creación de espacio público en el capital de manera tan normalizada? ¿Cuándo pasó que los códigos de comportamiento (“me importas, te importo”) los marca el poder económico y no la ciudadanía que delega en los gestores de espacio público? ¿Cuándo las calles de dígitos definitivamente nacieron privatizadas?

¿Puede que algún día Google (en deriva monopolizadora y de nuevo agente colonizador) gestione biopolíticamente todos nuestros datos, también vitales? No solo, por ejemplo, el h-index, ya importante para medir la productividad y el posicionamiento (ordenamiento) de los investigadores en el mundo académico a través de Google Scholar, sino también nuestros índices, pongamos, de sangre y niveles de colesterol. Superando ya esa sutil frontera de ahora donde puedo abolir los ojos de los otros y de la máquina. Quiero decir que, ¡oh dios, oráculo que todo lo sabe, tótem camuflado como casilla vacía y botón!, que él tuviera un control no solo biopolítico, sino también biotecnológico sobre mí, que fuera capaz de deducir mi productividad y relacionarla con mi salud haciendo conversar bases de datos online y, en consecuencia, pudiera intervenir en un posicionamiento distinto en mi trabajo, pudiera cambiar mi sueldo, valorar mi índice de satisfacción vital o mi descontento…

Y sucede. Que la lógica de inclusión que se deduce de las políticas de las redes, “ser en el mundo equivale a ser visto en Internet” es hoy paralela a una lógica de exclusión social, de expulsión de la mayoría (clases medias y masas movilizadas por conflictos y pobreza), a una vida precaria de trabajos cada vez menos remunerados o no remunerados. Vida que habla de una cotidianidad de tiempos de desempleo caracterizados errónamente como “ociosos”, donde la deriva en las redes propone toda una diversidad de tareas de entretenimiento, hipervisibilización del yo e interacción con los otros y con Internet, no siempre liberadoras. No al menos si agotan de antemano nuestra mayor potencia transformadora. Me refiero a la disponibilidad emancipadora de tiempo propio y de un renovado vínculo social si logramos articular nuevas alianzas políticas y éticas (en su renovada versión poshumana), y si fuera necesario, nuevas palabras y matices que nos valgan para nombrar lo que, conectados, sería un “nosotros”.

Así, lo que intentaré desarrollar en las páginas que siguen es que el exceso y las infinitas distancias que permite el ver a través de la tecnología es un nuevo hábitat que urge entender al sujeto. Sujeto que vive con el riesgo de que dicho exceso opere como forma de apagamiento de un intento de profundización. El que entendemos necesario para tomar conciencia de la opresión simbólica que repite mundos, y que favorece un tránsito epidérmico por las cosas por imposibilidad de detenernos en ellas, favoreciendo a quien tiene el control de los dispositivos. La sensación es que la máquina se vale de una estrategia fatal que agota lo que importa, saturando y haciéndonos sentir inútil la intervención.

Como cuestión añadida se trataría de preguntarnos qué implicaciones se deducen de las jerarquías de ordenamiento y visibilidad predominantes en las redes (¿qué supone un orden?, ¿qué moviliza?). Para ello se me hace preciso favorecer sombras que permitan identificar la luz del poder que circula en esta dinámica, las formas de valor que de ella se desprenden. Conscientes de que el acto de la mirada en tanto selección, se orienta a los puntos de tensión de las cosas; la sospecha de que lo muy visto posee un índice de impacto previo que retroalimentará su mantenimiento.

Sobre las deducciones que desde la ética y la política se extraen de estas dinámicas de poder y valor en las actuales materializaciones capitalistas, quisiera transitar en el segundo capítulo. En él, me gustaría hacer conversar estas ideas con lecturas derivadas de la Antropología Económica, desde formas relacionadas con el don (a partir de la obra de Marcel Mauss), incorporando conceptos como reciprocidad, derroche, gasto improductivo o lazo moral, hasta lecturas sobre feminización, patriarcado y capitalismo cognitivo.

Quisiera, a lo largo de este ejercicio del escribir pensando, especular sobre cómo el capital está unido no ya a lo más necesario, sino a lo excedentario y más visto, una revitalizada equivalencia entre valor y visibilidad. Sobre cómo este escenario se activa creando “nuevas necesidades” de vida que se valen de un mundo tecnológico excedentario en imágenes, datos y fragmentos del “yo” en las nuevas plazas/habitaciones conectadas de la cultura-red.

Fascinan estas plazas/habitaciones públicas capaces de generar sensación de compartir la cama, la mesa camilla, la luz baja, de confesar y hablar de otra manera para de pronto volvernos tan generosos en el “dar”. Pero la máquina-red nos ha convertido no solo en productores de mundo, sino en voluntarios y prosumidores6, en producto de sus empresas y trabajadores sin sueldo, mantenedores de un valor al que unos pocos sacan partido económico (¿importa además que esos pocos se parezcan tanto?), mientras nos llaman usuarios. Porque pareciera que el valor rentable lo pone el uso del dispositivo y no el contenido, porque el contenido, incluso cuando adquiere ese otro valor de ser muy visto, se desintegrará en unos días desde una lógica de caducidad extrema. Nada existe que sea capaz de permanecer en la obsolescencia de época que se apoya y renueva en la vanidad movilizada y en la demanda de ahora.

Y late la idea, es solo una sensación, de que para el equilibro de este sistema han de darse unos mínimos. En primer lugar, que la precariedad pacífica sea vivible para convertirse en algo normalizado y en aspiración resignada de la mayoría (relativamente igualados en dicha precariedad). El mundo entonces nos envolverá, nos envuelve, en la posibilidad percibida como necesidad de estar conectados y alimentar el excedente de cosas prescindibles que nos entretienen y obligan. Incitándonos a formar parte de un juego que siempre quiere más y donde nosotros somos los protagonistas (inocentemente solo para nosotros). Puede que detectar cómo para muchos, esos límites de “mínimos” se convierten en “todo está perdido” y conocer diariamente flagrantes formas de desigualdad (también visibilizadas), nos anime a apropiarnos de la tecnología como fuerza social para crear mundos mejorados. Puede que esta fuerza sea junto con la recuperación de la “atención pausada” ante las cosas que nos importan, mecanismos verdaderamente disruptivos para crear otras formas de “valor” y de alianza entre las personas. Y si bien cabe la posibilidad de que esa “atención” que a menudo añoramos sea ya cosa de un pasado sin pantallas, sí podría inspirar nuevas formas de concentración, de ser necesario con sus “nuevas palabras”, que ayuden a crear condiciones de conciencia para un sujeto abrumado por el ver.

1. OJOS Y CULTURA-RED (EXCEDENTARIA)


2

Lo parece. Parece que habitamos una época grande en la potencia de sus nuevas formas de compartir y construir, y no menos poderosa en la amenaza de fragilidad y en las formas de desigualdad y crisis que la acompañan. Habitamos, entonces, un comienzo, donde hay zonas de contraste que atraen y asustan porque son desconocidas o porque están gestándose y, justamente por ello, nos implican como agentes activos; zonas que no quieren convertirse en copias de los grandes caminos ya transitados.

 

Este escenario, al que llamaré cultura-red, viene definido por la convivencia y construcción de mundo y subjetividad a través de las pantallas en un contexto excedentario en lo visual (imagen, información, datos…). Contexto caracterizado en un marco donde conviven formas de capitalismo cognitivo o informacional con otras formas de economía social que surgen desde la ciudadanía. Allí donde podemos gestionar trabajos, conocimiento y vida ayudados (o condicionados) por las lógicas algorítmicas y de bases de datos que alimentamos y que nos alimentan online, organizando visibilidad y existencia. Pero esta cultura-red no solo proporciona mecanismos para lo que hoy consideramos imprescindible en una sociedad global y conectada, sino que gestiona lo excedentario, lo acumulado que se manifiesta en lo social y en lo individual, el sobrante de cosas digitales que crecen exponencialmente y que diariamente producimos, consumimos y desechamos de los otros, permitiéndonos nuevos hábitats de relación de los que se deducen condicionantes biopolíticos para ser y para poder ser, nuevas manifestaciones de la realidad social y del poder en la red.

Un asunto prioritario aquí sería el que relaciona ser visto en la pantalla con existir y formar parte de las nuevas lógicas de “valor” en el mundo. Con independencia incluso de una existencia material, lo expuesto y enmarcado en la pantalla, sea representado, presentado o creado, es lo que parece determinar hoy la nueva ontología de la cultura-red, la nueva articulación de lo real.

Claro que interesará de manera más intensa aquello que existiendo en la red alude a la materialidad de un sujeto, aquello que recorre la complejidad del habitar hoy de las personas un mundo irreversiblemente conectado. Porque lo que se deduce de esta configuración de colectividades de individuos frente a sus diversos dispositivos móviles, habla de un territorio peculiar para entender las formas de economía y política que vienen. En ellas se alza una práctica cotidiana, habituarnos a la autogestión del excedente de cosas que compartimos y que nos comprometen a través de lo que vemos.

Entender la obligatoriedad de dicha práctica, o por qué muchos la perciben como tal, implica facilitar la toma de conciencia del ver y sus repercusiones en las redes. Me refiero a la conciencia no solo como “saber y conocimiento” de afuera, sino también como gozo, descubrimiento, epifanía del uno mismo, mirada interior, liberación de la dependencia frente a lo que vemos.

Si el capitalismo se ha basado de manera indispensable en el doble dispositivo “disciplina y gestión”6 como órdenes de funcionamiento y control, cabría identificar de qué manera, en qué contextos, este doble código sigue operando en la cultura-red. De la misma forma, habríamos de conocer dónde y cómo está siendo difuminado. Es decir, dónde la red adquiere un potencial más transformador frente a la disciplina y la gestión capitalistas. Considero que esas ubicaciones tienen que ver con las zonas en las que viejas parejas que marcaban relaciones dicotómicas como público-privado, afición-trabajo o producción-consumo, están siendo transgredidas hacia un nuevo modelo, dando forma a un escenario que difiere muy claramente del ayer.

UN SOL CEGADOR (PODER Y OCULARCENTRISMO)

Era tanta la luz y tan excesivo el paisaje que tuvimos que guiarnos por el olor y el tacto de las cosas8.

Cada día me levanto al amanecer y enseguida, si hay suerte, mis ojos se estimulan con el sol anaranjado que parcialmente se eleva detrás de una torre, creando reflejos en la multitud de edificios acristalados que conforman la zona financiera de la ciudad. Después el sol continúa elevándose, se apagan los reflejos cálidos y deja de ser visto desde mi ventana. Rápidamente mis ojos derivan en la pantalla y allí se quedan, como hipnotizados, gran parte del día. Como esos monjes que evitan la tentación del afuera, advierto que bajar la persiana me tranquiliza y concentra. La habitación solo tolera estar iluminada unos instantes y enseguida se oscurece.

Si ustedes me vieran en este lugar mientras escribo seguramente pasarían rápido por la escena y reclamarían a sus dedos una pantalla táctil, o un ratón, tal vez un mando, como posibles apéndices útiles y mejorados de sus manos, algo que les permitiera manejar la imagen y “pasar a otra”. La escritura cuando se genera complace solamente a quien escribe, pero la imagen para el que mira no es especialmente atractiva. Difícilmente esta escena sería estímulo para un reality de televisión, como esos que cuentan los días de algunos famosos desde el desayuno a la cama, sus compras, charlas y cosas cotidianas, variadas en anécdotas y humor. Les aseguro que con mi imagen de ahora se aburrirían hasta bostezar. Pero no me achacaría yo toda la responsabilidad, pues ni siquiera las personas más expresivas lograrían atraer la atención de quien mira, limitándose a escribir, traduciendo sus conversaciones en carcajadas o histrionismos del cuerpo, más vistosos que lo que da de sí el goteo de letras Times sobre la página. Las pocas variantes de la escena hablarían en este caso de ver cómo se lee y se escribe mientras se mueven las facciones de la cara según interese y avance en la escritura. Un sorbo de alguna bebida fría que saboreo y moja mis comisuras; el olor a la calefacción de aceite y al café del vecino; la mano que rasca o masajea zonas dormidas sobre la tela fina y agujereada de algún pijama y que recuerda que hay cuerpo; y la mirada perdida entre alguna tecla desgastada o más sucia que las demás durante dos o tres segundos.

Como alteridad en esta imagen monótona, al cabo de un rato subo mis gafas que resbalan. Y al elevar la cara mis ojos derivan en la minicámara inserta en la pantalla de mi ordenador que parece apagada. En el mero hecho de encontrarla late siempre la duda de si, pareciéndolo, alguien podría haberla hackeado para mirar. Pero enseguida reitero lo que les adelantaba, que nadie tendría interés en ver que una mujer escribe y pone caras ante su editor de texto. Decididamente no es una escena que despierte curiosidad suficiente como para querer verla más de unos segundos. Y les comparto esto porque dudo si podría contar lo que sigue en este libro sin acudir a mi propia experiencia material y localizada frente a las imágenes y como imagen posible.

Dudo también si hubiera podido desgranar las dificultades y preguntas que advierto en la cultura-red y en la creación de valor contemporáneas, oscureciendo lo que viene de los ojos y confinándome al tacto de las teclas. Quiero decir, limitarme a un discurso hecho sin los ojos, cegando la visión, reduciendo y traduciendo la percepción al tacto y al olor de las experiencias propias de la cultura-red. No crean que dicha alternativa no me ha tentado en este tiempo, pero habría supuesto una apuesta decidida por otro tipo de obra, con seguridad más radical, pero amputada en la dialéctica que esta sí pretende. El resultado de optar por un discurso no ocularcentrista habría derivado a algún tipo de performance u obra artística, recordando en algo las propuestas feministas que han criticado este dominio (ocularcentrista y también logocéntrico) como mecanismos que han caracterizado al patriarcado y la hegemonía de la relación “visión y conciencia” en Occidente y visualidad como construcción hecha a medida del deseo masculino (pienso, por ejemplo, en obras de las artistas9 Laura Cottingham, Elke Krystufek, Mónica Meyer, en la crítica feminista a la representación en los trabajos de Barbara Kruger, Judy Chicago, Cindy Sherman, Sherrie Levine, Jenny Holzer o Louise Lawler, o en otros acercamientos teóricos feministas a la representación y la visualidad como el de Laura Mulvey10).

Frente al poder de la mirada, reivindicaría así otros acercamientos al sujeto y del sujeto. Y para ello podría inspirarme en producciones artísticas que han defendido la potencia estética y política de aproximarnos al mundo desmontando la mirada o desde otros sentidos que no la primaran. Igualmente podría apoyarme en posicionamientos críticos de la Antropología y los Estudios Poscoloniales que han resaltado el valor de la experiencia íntima frente a la experiencia cercana, sustentada esta última en la ortodoxia de un ocularcentrismo académico sobre los cuerpos que bebía de presunciones racistas, clasistas y patriarcales. Recuerdo concretamente la reveladora experiencia sobre “conocimiento sexual” y “práctica sexual” narrada y experimentada por Karla Poewe alias Manda Cesara11.

Bien que me gustaría proyectar algo de sombra en este asunto del que se derivan tantos intentos de “iluminar” formas de saber y de vida que han causado rechazo y exclusión en el pasado. Sin embargo, claudico ante la duda de si compartir con ustedes mi visión sobre el tema con una breve aproximación genealógica a la crítica ocularcentrista, sin pretensión alguna de exhaustividad y sin que esta esconda ser parcial e incompleta. Así pues, les diré que lo que aquí entiendo por ocularcentrismo es la forma en que Occidente ha primado la mirada como manera hegemónica de acceso al poder y al conocimiento. Desde la tradición griega, pasando por todas las tradiciones de pensamiento anteriores a la posmodernidad, la vinculación de la imagen con la religión idólatra, pero especialmente las equivalencias entre “ojos y mente”, y la visión con la verdad y objetividad reclamadas por la ciencia, han prevalecido como principales valedoras para la construcción de mundo e interpretación de la realidad; así como para establecer jerarquías respecto a lo que no podía o no debía ser visto, a lo ensombrecido y lo políticamente subordinado. Es sobre todo desde la teoría y crítica francesa de finales del siglo XX, que la mirada ha sido cuestionada y que el ocularcentrismo en su relación con el poder ha sido interpelado y deconstruido. Autores como Martin Jay en su obra Ojos Abatidos. La denigración de la visión en el pensamiento francés del siglo XX, pero también Merleau Ponty en El ojo y la mente, serían referencias a tener en consideración para una posible aproximación teórica a esta crítica al ocularcentrismo. A ella sumaría las reflexiones sobre la mirada y el poder de Michel Foucault, Georges Bataille, Jacques Derrida, Emmanuel Lévinas, Luce Irigaray, Julia Kristeva, Régis Debray y más recientemente las aportaciones de teóricos como Mieke Bal, Jonathan Crary, Susan Buck-Morss, Keith Moxey, o en lengua castellana, José Luis Brea y sus ensayos sobre epistemología de la visualidad.

Tanto las aproximaciones artísticas como las teóricas sugeridas serían acercamientos que han querido desgranar los mecanismos implícitos en el poder de la mirada; aproximaciones que hablarían también de lugares de resistencia y de diferencia frente a la primacía de la visión que ha dominado la forma de asir la realidad y construir la cultura occidental. La literatura y obra creativa generadas al respecto es extensa, y sobre todo en las últimas décadas particularmente interesante por el ejercicio crítico que dicha teoría ha suscitado en el marco de los estudios sobre cultura visual. Desde la reflexión sobre la tradición del ocularcentrismo a los retos que para nuestra cultura está suponiendo, en los últimos años encontramos diversas lentes que sugieren puntos de luz y de oscuridad que recuperaremos en parte para transitar en este ensayo por la cultura-red.

Buscando una visión que me ayude a compartir una panorámica algo generalista pero integradora de esta diversidad, propongo una parada necesaria en el ensayo “Devolver la mirada” de Jay12. En él destaca figuras clave en el recorrido teórico y creativo reciente que cuestionan la relación poder y mirada, y que en parte resultarán inspiradoras a quienes deseen retomar sus líneas de fuga: desde “la evocación del sol cegador y el cuerpo acéfalo de Bataille” y la “descripción sadomasoquista que Sartre realiza de la mirada”, a la denigración del ego producida a través del estadio del espejo concebido por Lacan; pasando por la “crítica a la vigilancia del panóptico efectuada por Foucault”, el “ataque de Debord a la sociedad del espectáculo”, la relación sugerida por Barthes entre “la fotografía y la muerte” que sí acompañará de cerca a este ensayo, “la afirmación de Lévinas de que toda ética es frustrada por una ontología visualmente fundamentada”; y, por supuesto, la indignación de Luce Irigaray ante el privilegio de lo visual en la sociedad patriarcal.

Me detengo porque de Irigaray me punza singularmente su argumentada reivindicación del espéculo frente al espejo como tecnología que desbarata el montaje de la representación en torno al cuerpo de las mujeres y cuestiona la sumisión a imperativos lógicos masculinos; cuya hegemonía respecto a determinadas formas del ver ha sido empleada para excluir del discurso a las mujeres. Hay otras cosas que ver sin necesidad de considerarnos castradas o vedadas en el habla (y en la historia). Sugiere Irigaray que “la/una mujer nunca se encierra/oculta en un volumen”13. En esta línea, otras pensadoras como Laura Mulvey14 sostienen que “la paradoja del falocentrismo en todas sus manifestaciones consiste en su dependencia de la imagen de la mujer castrada para dar orden y sentido a su mundo” de forma que sería “la carencia inscrita en ella la que produce el falo en tanto presencia simbólica, es su deseo de hacer buena esa carencia lo que el falo significa”. Cierto que las reflexiones de Mulvey a las que nos referimos se centran en el cine narrativo, en cómo este participa en la socialmente establecida “interpretación de la diferencia sexual que controla las imágenes, las formas de mirar y el espectáculo”; cierto que el cine difiere en gran medida de la complejidad de un medio (casi mundo) como Internet. Pero sus reflexiones sobre representación y género apuntan a una idea básica y potente sobre la conformación de los imaginarios: cómo tradicionalmente “la mujer ha sido considerada materia prima (pasiva) para la mirada (activa) del hombre. El hermanamiento de estos centros (ocularcentristas y falocentristas) del patriarcado serían en todo caso nodos de pausa necesaria en toda reflexión crítica sobre el poder ejercido por la mirada y el poder de reacción y empoderamiento posibles.

 

Esbozado un panorama reciente de cuestionamiento y crítica a la mirada y su poder en Occidente (y remitiendo a la extensa y profunda teoría que surge a finales del siglo XX de los llamados Estudios Visuales con profundas ramificaciones en los Estudios Culturales, Poscoloniales y de Género) quisiera situar una suerte de mapa de recortes. Y requiero para ello desplazarme a otro lado de una hipotética habitación desde la que miremos las historias y representaciones recientes del mundo.

Desde este lado observo que la hegemonía ocularcentrista además ha primado y se ha fortalecido en el desarrollo científico y tecnológico de los dos últimos siglos. Y que para ello se ha apoyado de manera singular en las máquinas que gestionan la visualidad y en los cuerpos que miran y que son mirados. Máquinas y dispositivos que permiten ver lo que no es visible para el ojo; desde lo microscópico a lo telescópico; ver adentro y afuera; lo profundo y lo exterior; desde muy arriba de las cosas y desde su periferia, incluso lo que está fuera del marco.

Indudablemente advertir las zonas de sombra, exclusión e invisibilidad que suscitan las imágenes tiene una profunda lectura política del lado de la desigualdad que provoca (no) ser visto y significado por el ojo del poder. Un ojo que capta y selecciona la imagen de lo que existe y se archiva. Un ojo cada vez más tecnológico que no solo enfoca sino que crea imagen y control sobre ella.

Resulta tan fascinante como inquietante apreciar que las máquinas de ver crean un nuevo mundo, mejor dicho, un nuevo poder sobre los sujetos y cuerpos “en el mundo”. No solo por facilitarnos ver lo que antes no podíamos, sino porque visualizando operan como una suerte de performatividad visual que permite dar forma a lo que antes no existía para nosotros. De ello se derivan no solo lecturas para la biopolítica y la biotecnología sino para la cultura-red; descubriendo un mundo de datos, archivos, directorios, listas, visualizaciones y bibliotecas que habría conmovido a conocidos amantes del conocimiento archivado y de sus formas convenidas de organización, como Walter Benjamin o Borges. Un mundo que aquí nos interesará por las formas de valor y poder que de ellos se deducen.

Porque me parece que ha sido, o mejor, que está siendo, la democratización y disponibilidad horizontal y global de muchas de estas tecnologías la que ha acelerado una forma distinta de ver el mundo y, especialmente, la forma en la que construimos nuestra manera de estar en el mundo conectado. Ciertamente “vemos” en tanto que disponemos de las lentes/pantallas que lo permiten, pero también porque somos incluidos por estas bases de datos (y vemos desde dentro), formando parte, como registro preferente, de ellas. Una integración que nos enlaza a ellas y a “desear ver”. Entre otras cosas y siguiendo a Gadamer, porque en tanto nos integran “tienen que ver con nosotros”. Deseamos verlas porque allí estamos, es decir porque “queremos vernos”.

No sería trivial por tanto posicionar estos dispositivos en un lugar preferente en la vida de ahora. Un lugar más importante si cabe que el espejo, que solo nos permite ver la capa superficial de cada uno de nosotros. Como un papel de regalo, ni siquiera nuestras venas y arterias, ni siquiera nuestros pensamientos… A lo más el color de máscara de ojos o la nueva camiseta. Increíble artilugio (el espejo) pero superado hoy por cualquier cámara o pantalla. Frente a él los dispositivos de la visualidad online nos facilitan tanto vernos a nosotros como al resto del mundo conectado. Ver cómo nos ven desde flancos, fragmentos y profundidades que difieren. Hacerlo de maneras que van cambiando y que en tanto inclusivas con nosotros, nos obligan a gestionarlos, como forma de construir nuestra imagen hacia el otro.

Y aunque la potencia de estas máquinas y aplicaciones del ver hable de diversidad en formas y enfoques, no deja de llamar la atención la asombrosa homogeneidad de las imágenes que hoy generamos, que nos parezcamos tanto (que nos asemejen tanto, como sombras ante un sol cegador). Porque a nadie escapa que en la cultura-red interesa movilizar la autorrepresentación como tema. A nadie escapa que dicha movilización sea paralela al crecimiento de redes sociales apoyadas fuertemente en vídeos (como YouTube) o en fotografías (como Instagram), o en pronunciamientos sintéticos del “yo” (como Twitter).

Ser vistos no es ya una posibilidad en el mundo conectado; ser vistos es una exigencia, una característica a la que los humanos deberán habituarse en el futuro cercano. De hecho, el cambio ya está operando y tanto una primera mirada de cerca a los amigos conectados, como una mirada de lejos a los números que nos incluyen en “los muchos”, nos devolvería como respuesta que no buscamos escondernos, que ya no importa de la misma manera la privacidad. Muy al contrario, lo perseguido cada vez más apunta a la “hipervisibilidad”.

Cierto además que, para nadie que habite la red, la privacidad es lo que era hace años y que hoy todo (lo bueno y malo que decimos/hacemos) se olvida a un ritmo trepidante, eclipsado por el ahora. Aquel concepto occidental de privacidad mantenido no solo desde un prisma moral, sino desde un prisma ante todo material ha cambiado. No sin motivo la regulación política de los espacios y de su visibilidad ha permitido por mucho tiempo delimitar una frontera de ceguera para los ojos ajenos. Curiosamente, ahora es sobre todo esa privacidad lo que retransmitimos desde nuestras habitaciones conectadas, a las que demandamos “más de nosotros mismos”.

Viejos códigos demarcaban en el pasado espacios privados e impenetrables, espacios donde se legitimaban e invisibilizaban cosas que hablan tanto de la libertad del “a solas” como de desigualdad y poder de unos sobre otros, legitimados en tanto “no vistos”. Y me parece que la época nos obliga a redefinir este concepto desde un irreversible uso de las redes y de autogestión de nuestras imágenes en ellas. Fíjense por ejemplo en las clásicas formas de “reconocimiento social” que siempre han ido acompañadas de altos niveles de visibilidad. Pero veamos que hasta hace poco era una visibilidad restringida a la esfera pública (profesional, social y masculina), bien delimitada de la frontera de las casas y la vida familiar y privada.