Read the book: «Obras Completas de Platón»
Índice de contenido
Obras completas
Facsimil Portada Libro 1º
Prefacio
Extracto de «Acerca de no saber griego», de Virginia Woolf
Introducción de Patricio de Azcárate
Sobre el «divino» Platón
Noticias biográficas acerca de Platón
Observaciones sobre el orden de los Diálogos
DIÁLOGOS SOCRÁTICOS EUTIFRÓN
Argumento del Eutifrón por Patricio de Azcárate
Eutifrón o de la santidad (piedad)
APOLOGÍA DE SÓCRATES
Argumento de la Apología de Sócrates por Patricio de Azcárate
Apología de Sócrates
CRITÓN
Argumento del Critón por Patricio de Azcárate
Critón o del deber
PRIMER ALCIBÍADES
Argumento del Primer Alcibíades por Patricio de Azcárate
Primer Alcibíades o de la naturaleza humana
CÁRMIDES
Argumento del Cármides por Patricio de Azcárate
Cármides o de la sabiduría
LAQUES
Argumento del Laques por Patricio de Azcárate
Laques o del valor
PROTÁGORAS
Argumento del Protágoras por Patricio de Azcárate
Protágoras, o los sofistas
HIPIAS MAYOR
Argumento del Hipias Mayor por Patricio de Azcárate
Hipias Mayor o de lo bello
HIPIAS MENOR
Argumento del Hipias Menor por Patricio de Azcárate
Hipias Menor o de la mentira
MENÉXENO
Argumento del Menéxeno por Patricio de Azcárate
Menéxeno o la oración fúnebre
ION
Argumento del Ion por Patricio de Azcárate
Ion o de la poesía
LISIS
Argumento del Lisis por Patricio de Azcárate
Lisis o de la amistad
FEDRO
Argumento del Fedro por Patricio de Azcárate
Fedro o de la belleza
DIÁLOGOS POLÉMICOS FILEBO
Argumento del Filebo por Patricio de Azcárate
Filebo o del placer, la inteligencia y el bien
CLITOFÓN
Argumento del Clitofón por Patricio de Azcárate
Clitofón
TEETETO
Argumento del Teeteto por Patricio de Azcárate
Teeteto o de la naturaleza del saber o del conocimiento
EUTIDEMO
Argumento del Eutidemo por Patricio de Azcárate
Eutidemo o del disputador, o de la mentira sofística frente a la verdad dialéctica
EL SOFISTA
Argumento de El sofista por Patricio de Azcárate
El sofista o del ser
PARMÉNIDES
Argumento del Parménides por Patricio de Azcárate
Parménides o de las ideas
MENÓN
Argumento del Menón por Patricio de Azcárate
Menón o de la virtud
CRÁTILO
Argumento del Crátilo por Patricio de Azcárate
Crátilo o de la propiedad de los nombres
DIÁLOGOS DOGMÁTICOS FEDÓN
Argumento del Fedón por Patricio de Azcárate
Fedón o del alma
GORGIAS
Argumento del Gorgias por Patricio de Azcárate
Gorgias o de la retórica
EL BANQUETE
Argumento de El banquete por Patricio de Azcárate
El banquete o del amor
EL POLÍTICO
Argumento de El político por Patricio de Azcárate
El político o de la soberanía
TIMEO
Argumento del Timeo por Patricio de Azcárate
Timeo o de la naturaleza
CRITIAS
Argumento del Critias por Patricio de Azcárate
Critias o de la Atlántida
LA REPÚBLICA
Argumento de La república por Patricio de Azcárate
Libro I de La República
Libro II de La República
Libro III de La República
Libro IV de La República
Libro V de La República
Libro VI de La República
Libro VII de La República
Libro VIII de La República
Libro IX de La República
Libro X de La República
LAS LEYES
Argumento de Las leyes por Patricio de Azcárate
Libro I de Las leyes
Libro II de Las leyes
Libro III de Las leyes
Libro IV de Las leyes
Libro V de Las leyes
Libro VI de Las leyes
Libro VII de Las leyes
Libro VIII de Las leyes
Libro IX de Las leyes
Libro X de Las leyes
Libro XI de Las leyes
Libro XII de Las leyes
OBRAS VARIAS, DUDOSAS Y APÓCRIFAS SEGUNDO ALCIBÍADES
Argumento del Segundo Alcibíades por Patricio de Azcárate
Segundo Alcibíades o de la oración
TEAGES
Argumento del Teages por Patricio de Azcárate
Teages o de la ciencia
HIPARCO
Argumento del Hiparco[1] por Patricio de Azcárate
Hiparco o del amor a la ganancia
MINOS
Argumento del Minos[1] por Patricio de Azcárate
Minos[1]
LOS RIVALES
Argumento de Los rivales[1] por Patricio de Azcárate
Los rivales o de la filosofía
TIMEO DE LOCRES
Argumento del Timeo de Locres[1] por Patricio de Azcárate
Timeo de Locres o del alma del mundo y de la naturaleza
EPÍNOMIS
Argumento del Epínomis por Patricio de Azcárate
Epínomis o el filósofo
AXÍOCO
Argumento del Axíoco[1] por Patricio de Azcárate
Axíoco
ERIXIAS
Argumento del Erixias[1] por Patricio de Azcárate
Erixias
DE LA VIRTUD
Argumento de De la virtud[1] por Patricio de Azcárate
De la virtud
DE LO JUSTO
Argumento de De lo justo[1] por Patricio de Azcárate
De lo justo
DEFINICIONES
Argumento de las Definiciones por Patricio de Azcárate
Definiciones
POESÍAS
Argumento de las Poesías por Patricio de Azcárate
Poesías
CARTAS
Argumento de las Cartas por Patricio de Azcárate
Cartas
Carta I. Platón a Dionisio, Sabiduría.
Carta II. Platón a Dionisio, Sabiduría.
Carta III. Platón a Dionisio ¡Felicidad!
Carta IV. Platón a Dión de Siracusa, Sabiduría.
Carta V. Platón a Pérdicas, Sabiduría.
Carta VI. Platón a Hermias, Erasto y Coriseo, Sabiduría.
Carta VII. Platón a los parientes y amigos de Dión, Sabiduría.
Carta VIII. Platón a los parientes y amigos de Dión, Sabiduría.
Carta IX. Platón a Arquitas de Tarento, Sabiduría.
Carta X. Platón a Atistodoro, Sabiduría.
Carta XI. Platón a Laodamas, Sabiduría.
Carta XII. Platón a Arquitas de Tarento, Sabiduría.
Carta XIII. Platón a Dionisio de Siracusa, Sabiduría.
TESTAMENTO
Argumento del Testamento[1] por Patricio de Azcárate
Testamento
Criterios de la presente edición
Autor
Notas
Notas
Notas
Notas
Para Alfred North Whitehead, «toda la tradición filosófica occidental consiste en una serie de notas al pie a Platón». Asimismo, en palabras de Virginia Woolf, «es Platón, sin duda, quien revela la vida en los interiores y describe cómo, cuando una partida de amigos se reunía y había comido sin el menor lujo y habían bebido un poco de vino, un muchacho hermoso se aventuraba a hacer una pregunta o refería una opinión, y Sócrates la recogía, la palpaba, le daba vueltas, la miraba por aquí y por allá, la desnudaba rápidamente de sus incongruencias y falsedades, y llevaba a toda la compañía, gradualmente, a contemplar con él la verdad… ¿Son lo mismo el placer y lo bueno? ¿Puede enseñarse la virtud? ¿Es la virtud un conocimiento?».
En esta edición de las Obras Completas de PLATÓN, se ha respetado en todo lo posible la valiosa traducción original de Patricio de Azcárate, apegada al griego, pese a la influencia de la traducción latina de Cristóforo Landino y la francesa de Victor Cousin, corrigiendo solo las imprecisiones y arcaísmos del original. Se ha modernizado también la transcripción de nombres propios, y se han añadido nuevas notas aclaratorias.
Platón
Obras completas
Facsimil Portada Libro 1º
Prefacio
¿Qué podríamos decir, con la sola ayuda de nuestra mente, de nuestra meditación, de nuestro espíritu, de nuestra inspiración, del soliloquio interior, del diálogo con nuestros amigos, acerca de la bondad en sí, de la belleza en sí (espiritual), acerca de lo sublime, de los dioses, de los hombres, de la honradez, del honor, del valor, de la justicia en sí, de la virtud, de la amistad, del amor en sí, del arte, del conocimiento, de la sabiduría en sí, de la vida, del alma, de la muerte, de la inmortalidad, de la libertad, de la verdad en sí; acerca de esos grandes temas y esas grandes palabras que ha intentado definir la humanidad y por cuya búsqueda, a su vez ella misma ha quedado definida, dignificada, perfeccionada, ennoblecida?
Si nos hemos quedado casi mudos, vayamos luego, por curiosidad, al Diccionario. Allí encontraremos que todos los grandes temas y las grandes palabras de la humanidad, tienen su base en la sabiduría de Sócrates y Platón, a veces levemente matizados (para mejor o para peor) por la huella que dejaron en ellos las filosofías o las religiones posteriores.
No conozco una definición más exacta, al mismo tiempo que breve, de la obra de Platón que la de Virginia Woolf. Así pues, ella tiene ahora la palabra.
ANA PÉREZ VEGA 2012
* * *
Extracto de «Acerca de no saber griego», de Virginia Woolf[1]
Es Platón, sin duda, quien revela la vida en los interiores y describe cómo, cuando una partida de amigos se reunía y había comido sin el menor lujo y habían bebido un poco de vino, un muchacho hermoso se aventuraba a hacer una pregunta o refería una opinión, y Sócrates la recogía, la palpaba, le daba vueltas, la miraba por aquí y por allá, la desnudaba rápidamente de sus incongruencias y falsedades, y llevaba a toda la compañía, gradualmente, a contemplar con él la verdad. Es un proceso agotador; concentrarse arduamente en el significado exacto de las palabras; juzgar lo que implica cada admisión; seguir concentrada pero críticamente la mengua y el cambio de la opinión a medida que se endurece y se intensifica hacia la verdad. ¿Son lo mismo el placer y lo bueno? ¿Puede enseñarse la virtud? ¿Es la virtud un conocimiento? Una mente cansada o débil puede equivocarse fácilmente mientras avanza, despiadadamente, el interrogatorio; pero nadie, aun débil, puede dejar, incluso si no aprende más de Platón, de amar más el conocimiento. Pues a medida que el argumento asciende peldaño a peldaño, Protágoras cediendo, Sócrates avanzando, lo que importa no es tanto el fin que alcanzamos como la manera de alcanzarlo. Eso todos pueden percibirlo: la indomable honestidad, el valor, el amor de la verdad que atrae a Sócrates, y a nosotros a su huella, a la cumbre donde, si también nosotros podemos apostarnos un momento, está, para disfrutarla, la mayor felicidad que somos capaces de alcanzar.
Con todo, tal expresión parece inadecuada para describir el estado de la mente de un estudiante a quien, después de una ardua argumentación, le ha sido revelada la verdad. Pero la verdad es variada; la verdad viene a nosotros en diferentes disfraces; no es sólo con el intelecto con lo que la percibimos. Es una noche de invierno; las mesas están puestas en casa de Agatón; una muchacha está tocando la flauta; Sócrates se ha lavado y se ha puesto unas sandalias; se ha parado en la entrada; rehúsa moverse cuando mandan a buscarlo. Ahora Sócrates ha acabado; se está burlando de Alcibíades; Alcibíades coge una cinta y la ata alrededor de «la cabeza de este admirable camarada…[2] Pues él no se preocupa por la mera hermosura, sino que desprecia más de lo que nadie se puede imaginar todas las posesiones externas, ya sea la hermosura o la riqueza o la gloria, o cualquier otra cosa por la que la multitud felicita a su poseedor. Considera que estas cosas, y nosotros que las honramos, no somos nada, y vive entre hombres, haciendo de todos los objetos de su admiración, los juguetes de su ironía. Pero yo ignoro si alguno de ustedes ha visto alguna vez las divinas imágenes que hay dentro, cuando se le ha abierto y va en serio. Yo las he visto, y son tan sumamente bellas, tan áureas, divinas y maravillosas que cada cosa que Sócrates manda sin duda se debería obedecer, incluso como a la voz de un Dios».[3]
Todo esto fluye sobre los argumentos de Platón: risa y movimiento; gente levantándose y yéndose; la hora pasando; la calma perdiéndose; burlas sobreviniendo; la aurora despuntando. La verdad, parece, es variada; la Verdad debe ser perseguida con todas nuestras facultades. ¿Vamos a descartar las diversiones, las ternuras, las frivolidades de la amistad porque amamos la verdad? ¿Se encontrará más pronto la verdad por el hecho de que cerremos los oídos a la música y no bebamos vino, y durmamos, en vez de conversar durante la larga noche del invierno? No es al disciplinario enclaustrado, que se mortifica en soledad, hacia donde hemos de volvernos, sino a la naturaleza soleada, al hombre que practica el arte de vivir de forma inmejorable, de manera que nada quede atrofiado, sino que algunas cosas tengan, de un modo permanente, más valor que otras.
Así en estos diálogos se nos lleva a buscar la verdad con cada una de las partes de nosotros mismos. Pues Platón sin duda poseía el genio dramático. Es por medio de eso, por un arte que transmite en una frase o dos el escenario y la atmósfera, y después con perfecta destreza se insinúa en las espiras del argumento sin perder su viveza y gracia, y después se contrae hasta la afirmación desnuda, y después, subiendo, se expande y remonta hacia ese aire más elevado que solo es alcanzado generalmente por las más extremas cotas de la poesía: es este arte lo que nos influye de tantos modos al mismo tiempo y nos trae a una exultación de la mente que sólo puede alcanzarse cuando se llama a todos los poderes a contribuir al conjunto con su energía.
Pero hemos de ser cautos. A Sócrates no le interesaba la «mera hermosura», con lo que quería decir, tal vez, la belleza como ornamento. Un pueblo que juzgaba tanto, como los atenienses lo hacían, por el oído, sentados puertas afuera en la representación o escuchando un pleito en el mercado, era mucho menos hábil de lo que lo somos nosotros para cortar las frases y apreciarlas fuera de su contexto. Para ellos no existían los Pasajes hermosos de Hardy, los Pasajes hermosos de Meredith, las Sentencias de George Eliot. El escritor tenía que pensar más en el conjunto y menos en el detalle. Naturalmente, viviendo en el campo, no era el labio o el ojo lo que les impresionaba, sino el porte del cuerpo y la hermosura de sus miembros. Así, cuando citamos y tomamos pasajes, hacemos más daño a los griegos del que hacemos a los ingleses. Hay una desnudez y una aspereza en su literatura que crispa a un paladar acostumbrado a la complejidad y al acabado de los libros impresos. Tenemos que distender la mente para captar un conjunto completamente falto de preciosismo en el detalle o del énfasis de la elocuencia. Acostumbrados a mirar de modo directo y a grandes rasgos, más que de modo minucioso y sesgado, no era peligroso para ellos intervenir en el centro de las mismas emociones que han cegado y confundido a una era como la nuestra. En la vasta catástrofe de la guerra europea,[4] tuvimos que desmantelar nuestras emociones por nosotros mismos y apoyarlas contra la pared de enfrente antes de que pudiéramos permitirnos sentirlas en poesía o en ficción. Los únicos poetas que hablaron a este propósito lo hicieron de la forma soslayada y satírica de Wilfred Owen y Siegfried Sassoon. A ellos no les era posible ser directos sin ser torpes; o hablar sencillamente de la emoción sin ser sentimentales. Pero los griegos podían decir, como si fuera la primera vez, «Aun siendo muertos no han muerto».[5] Ellos podían decir, «Si morir noblemente es la parte principal de la excelencia, a nosotros sobre todos los hombres nos ha dado la Fortuna este lote; pues apresurándonos a ponerle una corona de libertad a Grecia yacemos en poder de una alabanza que no envejece».[6] Podían marchar de inmediato, con los ojos abiertos; y así, intrépidamente afrontadas, las emociones se quedan quietas y permiten que se las contemple.
Pero de nuevo (la pregunta vuelve una y otra vez), ¿estamos leyendo el griego como éste se escribió cuando decimos esto? Cuando leemos esas pocas palabras talladas en una lápida, una estrofa de un coro, el final o el comienzo de un diálogo de Platón, un fragmento de Safo, cuando nos magullamos la cabeza con alguna metáfora tremenda del Agamenón en vez de desnudar las flores de su rama instantáneamente como hacemos al leer Lear, ¿no estamos leyendo incorrectamente, perdiendo nuestra aguda visión en una neblina de asociaciones, interpretando erróneamente en la poesía griega no lo que ellos ponen sino lo que a nosotros nos falta? ¿No se acumula toda Grecia detrás de cada línea de su literatura? Éstas nos abren las puertas a una visión de la tierra aún no devastada, el mar impoluto, la madurez, ejercitada pero ilesa, de la humanidad. Cada palabra se ve reforzada por un vigor que brota del olivo y del templo y de los cuerpos de los jóvenes. Sófocles sólo tiene que nombrar al ruiseñor, y canta; sólo tiene que llamar a la floresta ἄβατον, «no hollada», e imaginamos las ramas torcidas y las violetas color púrpura.[7] Más y más atrás, se nos mueve a imbuirnos en lo que, tal vez, es solo una imagen de la realidad, no la realidad misma, un día de verano imaginado en el corazón de un invierno nórdico. Capital entre estas fuentes de glamour, y tal vez de malentendidos, es el lenguaje. No debemos esperar que podamos llegar a captar todo el alcance de una frase en griego como lo hacemos en inglés. No podemos oírla, ahora disonante, ahora armoniosa, lanzando su sonido línea a línea a lo largo de la página. No podemos captar infaliblemente una por una todas estas diminutas señales que hacen que una expresión sugiera, cambie, viva. No obstante, es el lenguaje lo que nos tiene más esclavizados; el deseo de aquello que nos atrae perpetuamente. Primero está lo compacto de la expresión. Shelley necesita veintiuna palabras en inglés para traducir trece palabras de griego: πᾶς γοῦν ποιητὴς γίγνεται, κἂν ἄμουσος ᾖ τὸ πρίν, οὗ ἂν Ἔρως ἅψηται («… pues toda persona, incluso si antes había sido ajeno a las disciplinas, se vuelve poeta tan pronto como es tocado por el amor»).[8]
Se ha eliminado cada onza de grasa, dejando la carne firme. Después, enjuta y desnuda como está, ningún idioma se puede mover más rápidamente, bailando, agitándose, plenamente vivo, pero controlado. Después están las palabras mismas a las que, en tantos casos, hemos hecho expresar nuestras propias emociones, θάλασσα, ἄνθος, ἄστηρ, σελήνη («mar, flor, estrella, luna»)… por coger las primeras que vienen a mano; tan claras, tan duras, tan intensas, que para hablar de un modo sencillo pero apto, sin difuminar el contorno o nublar las profundidades, el griego es la única expresión. Es inútil, entonces, leer el griego en traducciones. Los traductores solo pueden ofrecer un vago equivalente; su lengua está llena necesariamente de ecos y asociaciones (…). Tampoco puede mantener, ni incluso el erudito más diestro, el acento más sutil, el vuelo y la caída de las palabras:
… a ti que por siempre lloras en tu tumba de piedra.[9]