Roja esfera ardiente

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[1] T. Moore, «The Last Rose of Summer», The Poetical Works of Thomas Moore, Boston, 1856.

[2] Ibid., «Oh! Breathe Not His Name».

[3] El discurso, con una descripción completa de sus orígenes publicados, está reimpreso en S. Deane, A. Carpenter y J. Williams (eds.), The Field Day Anthology of Irish Writing, Derry, 1991, vol. I, pp. 933-939.

[4] E. Thompson, «The Moral Economy of the English Crowd», en Customs in Common, Londres, 1991.

[5] R. Delany, The Grand Canal of Ireland, Dublín, 1995, p. 77.

[6] R. O’Donnell, Robert Emmet, Dublín, 2003, vol. 2, p. 151.

[7] R. O’Donnell (ed.), Insurgent Wicklow 1798: The Story as Written by Luke Cullen, Wicklow, 1998.

[8] R. J. Scally, The End of Hidden Ireland: Rebellion, Famine, and Emigration, Londres, 1995, pp. 13-16; E. E. Evans, The Personality of Ireland, Oxford, 1995.

[9] E. Burke, A Philosophical Enquiry into the Origin of Our Ideas of the Sublime and Beautiful, Londres, 1756.

[10] K. Whelan, «Events and Personalities in the History of Newcastle, 1600-1850», en P. O’Sullivan (ed.), Newcastle Lyons. A Parish of the Pale, Dublín, 1986.

[11] M. J. Kelly, «History of Lyons Estate», en ibid

[12] Esta es la declaración jurada de Carter Connolly, maestro en Maynooth. Rebellion Papers, 620/1/129/5, Archivos Nacionales de Irlanda.

[13] J. Brady, «Lawrence O’Connor: A Meath Schoolmaster», Irish Ecclesiastical Record, vol. 49, 1937, pp. 281-287.

[14] R. O’Donnell, cit., p. 169.

B

TANATOCRACIA

3. Despard en la horca

El lunes, 21 de febrero de 1803, con la soga del verdugo alrededor del cuello, Edward Marcus Despard subió al borde del patíbulo, en el tejado de la cárcel de Horsemonger, al sur del río Támesis, en Surrey. Se dirigió a la multitud, estimada en unos veinte mil asistentes, que habían ido llegando de todo Londres desde primera hora de la mañana. A las cuatro en punto, los tambores llamaron a reunirse a la guardia montada; vigilaban los puentes y las carreteras principales. A las cinco en punto, la campana de St. George empezó a sonar y a dar la hora. Sir Richard Ford, magistrado jefe de Londres, tuvo un sueño incómodo junto a la cárcel. Habían circulado panfletos llamando al levantamiento para impedir las ejecuciones. Había sido difícil encontrar carpinteros dispuestos a erigir el cadalso. Los agentes policiales recibieron orden de vigilar «todas las tabernas y otros lugares a los que acuden los desafectos»[1]. Al carcelero se le había entregado un cohete que debía lanzar para advertir al ejército en caso de que se presentaran problemas. Fue un momento tenso cuando Despard se adelantó para hablar:

Conciudadanos, me encuentro aquí, como veis, después de haber prestado a mi país un servicio fiel, honorable y útil, durante más de treinta años, para sufrir la muerte en el patíbulo por un delito del que niego ser culpable. Declaro solemnemente que no soy más culpable de él que cualquiera de quienes ahora me estáis escuchando. Mas aunque los ministros de Su Majestad saben tan bien como yo que no soy culpable, se valen de un pretexto judicial para destruir a un hombre por haber sido amigo de la verdad, la libertad y la justicia;

[murmullos aprobatorios de la multitud]

por haber sido amigo de los pobres y los oprimidos. Pero, ciudadanos, espero y confío, a pesar de mi destino, y el destino de quienes sin duda me seguirán, que los principios de la libertad, la humanidad y la justicia triunfarán finalmente sobre la falsedad, la tiranía y el engaño, y sobre cualquier principio enemigo de los intereses de la raza humana.

[advertencia del sheriff]

Poco más tengo que añadir, excepto desearos a todos salud, felicidad y libertad, todas las cuales me he esforzado, en la medida de mis posibilidades, en procuraros a vosotros y a la humanidad en general[2].

El discurso lo redactó en colaboración con Catherine, que llevaba días entrando y saliendo de su celda, llevando documentos y ayudándole a redactar la petición de clemencia. Despard pasaba su tiempo escribiendo, y en un momento pidió un amanuense. El fiscal general, Percival (futuro primer ministro), le escribió a lord Pelham, secretario de Interior, que «una correspondencia tan intensa y voluminosa no puede tratar de sus propios asuntos privados». Despard debería haber sabido, escribió Percival, que «no puede estar seguro de que no vayan a cachear a su esposa cualquier día y que no vayan a incautarle los papeles». Y concluyó: «Los pasados hábitos del preso han sido tales como para justificar plenamente cualquier sospecha de intención maliciosa o conjura por su parte, y por lo tanto… no se le permitirá enviar más papeles fuera de la prisión a través de su esposa o de cualquier otro a no ser que los someta a la inspección de alguna persona de confianza». Sir Richard Ford, la tarde anterior a las ejecuciones, escribió a Pelham que «la multitud está ahora dispersa, pero he ordenado a todos mis hombres, que ascienden a cien, mantenerse alerta toda la noche. La señora Despard ha sido muy fastidiosa, pero al final se ha ido»[3].

El Gobierno temía la «igualación». Para impedir oratoria a favor de esta, el sheriff interrumpió el discurso, exigiendo que no se usaran palabras inflamadas. ¿Qué más podría haber dicho? Este es el vínculo con el aspecto revolucionario de lo común. Es la combinación de la famosa tríada de dos de sus elementos, igualdad y fraternidad, que componen un significado de lo común.

Al fin, el discurso fue rápidamente reproducido: en The Times al día siguiente, que es una cosa, pero también en forma de panfleto en Wolverhampton, que es otra muy distinta. Su impresor, un irlandés llamado John English, fue detenido. El de Despard es un discurso cuidadosamente trabajado, en una tradición desarrollada por los Irlandeses Unidos, que siempre que les era posible les daban la réplica a sus fiscales.

The Gentleman’s Magazine publicó una versión distinta, incluida una declaración que rayaba en una afirmación de inocencia: «Sé que, por haber sido enemigo de las medidas sangrientas, crueles, coercitivas e inconstitucionales de los ministros, estos han determinado sacrificarme bajo lo que se complacen en denominar un pretexto judicial». La conclusión es también distinta: «Aunque no viviré para experimentar las bendiciones de este cambio divino, estad seguros, ciudadanos, de que llegará el momento, y eso rápidamente, en el que la causa gloriosa de la libertad triunfará de hecho».

Podemos hacer cuatro observaciones sobre el discurso. En primer lugar, es una continuación de la lucha, con participación activa de las multitudes, que atestaron sendas avenidas para dar fe. Segundo, se dirige dos veces a la multitud como «ciudadanos», el modo de apelación igualitario y revolucionario que nivela las distinciones de «señor», «milady», «vuestra majestad», «señora», «vuestra excelencia», etcétera. A esas alturas, la palabra, surgida entre los jacobinos franceses, se había internacionalizado. Es igualitaria y democrática en el aspecto de que también se atribuye el autogobierno. La ciudadanía no significaba lealtad al Estado en sí mismo; tenía otros dos significados: lealtad a la humanidad y al proyecto revolucionario. En tercer lugar, es una producción retórica que descansa profundamente en tríadas: una tríada de logros («haber prestado a mi país un servicio fiel, honorable y útil»), una de vicios («triunfo sobre la falsedad, la tiranía y el engaño»), y tres tríadas de virtudes («los principios de la libertad, la humanidad y la justicia», «amigo de la verdad, la libertad y la justicia» y «salud, felicidad y libertad»). Estas últimas nos recuerdan a la tríada que sonaba la era que comenzó en 1789, a saber, fraternité, égalité y liberté. Constantin Volney explicó en su manifiesto revolucionario, Las ruinas de Palmira (1790) que égalité debería preceder a liberté, ya que la primera es la base de la segunda, y de «las más diminutas y más remotas ramas del Gobierno [la égalité] deberían avanzar en una serie ininterrumpida de inferen­cias»[4]. Estas tríadas de conocimiento oral eran sugerencias para el debate y la discusión. Años después, cuando Friedrich Engels determinó que ese era el año en el que, desde su punto de vista, se había producido la división entre socialismo utópico y científico, cayó en una tríada similar. Para él, amor, libertad y lealtad eran una tríada que implicaba ausencia de clases y bienes comunales mutuos.

Durante la mayor parte de su trayectoria militar, Despard había disfrutado de una vida sana al aire libre. Había conocido momentos de felicidad y libertad: durante una niñez en Irlanda, en las colinas del Slieve Bloom con su próspera familia, durante una expedición al río San Juan, Nicaragua, y sin duda con Catherine en Jamaica o Belize. En 1803, sin embargo, a los cincuenta y dos años, la salud de Despard se había quebrantado debido a las frecuentes estancias en muchas cárceles inglesas, incluida la Cold Bath Fields de Clerkenwell, donde mantenían a los presos en condiciones deliberadamente terribles y que era conocida como la «Steel», o «Bastille», en la jerga política de la gente del común.

 

Había prestado a la Corona un servicio útil en Irlanda, Jamaica, Roatán y Honduras; fiel, al no caer en el motín o la desobediencia y mantenerse leal a los grandes plantadores, en lugar de inclinarse ante dinero de los armadores de barcos o amedrentarse ante los «bahianos»; y honorable, en el sentido de sobriedad y cordura mental. Francis Place, su compañero entre los demócratas revolucionarios de Londres durante la década de 1790, recordaba que «el coronel Despard era una persona singularmente amable y caballerosa, un hombre con un corazón singularmente bueno, como yo bien sé»[5]. Es importante resaltar esto, porque poco después de su muerte se hizo circular la idea de que estaba loco, una opinión que se mantuvo durante cien años[6]. Solo dos años antes, el padre de la psiquiatría, Philippe Pinel, el hombre que, como es bien sabido, les quitó los grilletes a los internos de los asilos psiquiátricos, publicó un tratado sobre la enajenación mental que adoptaba el método novedoso de escuchar, consolar y tranquilizar para explorar la confusión que surge, en tiempos de revolución, entre perder la cabeza por decapitación y perder la mente por enfermedad[7]. En Inglaterra, mientras tanto, el intento de asesinato, en 1800, del rey Jorge III por parte de James Hadfield, un veterano herido en la campaña de Flandes, de la que guardaba terribles cicatrices, y admirador de Derechos del hombre de Tom Paine, llevó a la aprobación de la Ley de Lunáticos Criminales, que permitía confinar indefinidamente a una persona sin necesidad de someterla juicio. En 1802, Hadfield huyó, pero lo volvieron a capturar y pasó los siguientes veinticinco años en una celda de piedra en Newgate, pintando acuarelas, escribiendo poesía y profetizando[8]. De ese modo, la calumnia que tachaba a Despard de loco era una consecuencia estructural de la contrarrevolución, que dictaba cadenas perpetuas sin derecho a juicio.

El último de los cuatro puntos del discurso marca un momento de solidaridad con los demás condenados que estaban con él en el patíbulo, afirmando que eran también inocentes. Eran seis. John Francis, zapatero y soldado; John Wood, jornalero y soldado; James Sedgwick Wratten, zapatero flamenco; Thomas Broughton, carpintero de Lincolnshire; Arthur Graham, pizarrero de cincuenta y tres años nacido en Westminster; y John Macnamara, carpintero de mediana edad y miembro de los Irlandeses Unidos. Eran todos hombres de familia, que al morir dejaron viudas y huérfanos[9].

El fiscal, lord Ellenborough, intervino ante el secretario de Interior para rechazar la recomendación hecha por el jurado de concederle el indulto a Despard. El 20 de febrero, un día antes de la ejecución, le comunicaron que le había sido denegada la petición de clemencia. Como se refleja en la interrupción que el sheriff hizo del discurso de Despard, el Gobierno temía la igualación. Lord Ellenborough cargó en el discurso pronunciado tras el veredicto de culpabilidad, «Y en lugar de la antigua monarquía limitada de este reino, sus leyes establecidas, libres e íntegras, sus usos aprobados, sus útiles gradaciones de rango, sus desigualdades naturales e inevitables, y además deseables, en la propiedad, poner un plan salvaje de desigualdad impracticable [la cursiva es mía], guardando el propósito de llevar a cabo esta estrategia, una promesa ilusoria y vana de asistir a las familias de los héroes…». Esta era la esperanza expresada en un papel pasado de mano en mano por toda Inglaterra: «La Constitución - La independencia de Gran Bretaña e Irlanda - Una igualación de los derechos civiles, políticos y religiosos - Una amplia provisión para las familias de los héroes que caigan en la lucha - Una recompensa magnánima al mérito distinguido - Estos son los objetos por los que combatimos, y para obtener estos objetos juramos seguir unidos». El fiscal infirió que «me parece claro que una aniquilación de todas las distinciones y desigualdades de rango, propiedad, o cualquier derecho político, es la justa, razonable y necesaria interpretación de ellos; y, de hecho, que parece obvio y demostrable que de ninguna otra manera puede interpretarse el significado de este papel»[10].

Lord Ellenborough manifestó en su resumen al jurado: «Igualación… parece claramente significar la reducción forzosa a un nivel común de todas las ventajas de la propiedad, de cualesquiera derechos civiles y políticos y, en resumen, introducir entre nosotros esa dañina igualdad que, en la medida en la que fuese alcanzable, se ha considerado, y quizá con mucha razón, la desgracia y la destrucción de aquellos que se han esforzado por establecerla en otro país». Ellenborough combina dos de las palabras más significativamente igualitarias en el vocabulario político inglés: common y level. La primera se retrotrae a las Cartas de Libertad inglesas y la otra se refiere a los niveladores de la Revolución inglesa del siglo XVII.

El reverendo Winkworth atendió a los condenados, siguiendo instrucciones de obtener confesiones de ellos. He aquí el relato que hizo de sus conversaciones con Despard:

Le pregunté si, siendo irlandés, no había sido educado en la religión católica romana, en cuyo caso podría solicitar un sacerdote que lo atendiera, o de lo contrario yo vendría a prestarle mis servicios. Respondió que en ocasiones había estado en ocho lugares diferentes de culto en el mismo día, que creía en una Deidad, y que las formas de devoción externas eran útiles a efectos políticos; por lo demás, pensaba que las opiniones de anglicanos, disidentes, cuáqueros, metodistas, católicos, salvajes o incluso ateos eran igualmente indiferentes. Después le presenté Evidences of Christianity del Dr. Dodderidge, y le rogué por favor que lo leyera. Me pidió entonces que no «intentara ponerle grilletes en la mente», como en el cuerpo (señalando el hierro que tenía atado a la pierna) […] y dijo que él tenía el mismo derecho a pedirme a mí que leyera el libro que tenía en la mano (un tratado sobre lógica) que yo a pedirle que leyese el mío.

Despard rechazó amablemente los servicios religiosos. Además de militar era un investigador: un amigo, como él decía, de la verdad. En cuanto a confesarse con Winkworth, rebatió: «Yo, no nunca, no divulgaré nada. No, ni por toda la hacienda del rey»[11].

Winkworth sugirió que Despard conocía La edad de la razón de Thomas Paine, publicado en 1794-1795 pero concebido mientras Paine estuvo encarcelado durante el terror revolucionario francés. Lo dedicó a sus «Conciudadanos de los Estados Unidos de América». Al principio fue bien recibido, por tratarse de un cuestionamiento revolucionario y deísta del cristianismo ortodoxo, pero con la contrarrevolución fue objeto de un oprobio creciente. Tanto que, de hecho, en septiembre de 1802, cuando Paine volvió a Estados Unidos (¡al que él había dado nombre!) tras muchos años en Inglaterra y Francia, fue rechazado por todas las pensiones y posadas en el puerto de entrada, Baltimore, hasta que conoció a un «hiberniano honrado» que lo admitió.

Paine no fue el único en cuestionar la religión establecida. Lo precedió Constantin Volney, cuya antropología materialista e histórica de la religión, Las ruinas de Palmira, se había publicado en 1792, y diez años después estaba siendo traducida de nuevo por Joel Barlow y Thomas Jefferson. Este diálogo en el corredor de la muerte, por así decirlo, entre lógica y religión fue un intento de ponerle grilletes en la mente, además de en las piernas, a Despard. Con el «London» de William Blake oímos hablar también de «las esposas forjadas por la mente». Solo que en 1803, las esposas de la mente no estaban en el «Hombre» –un sujeto universal y revolucionario– sino que las imponía el reverendo Winkworth, un eclesiástico anglicano a las órdenes del Gobierno, a Edward Despard, un militar revolucionario irlandés, cuya viva solidaridad moral, espiritual y política con un movimiento de liberación estaba a punto de extinguirse.

Napoleón firmó en 1801 un concordato con el papa, y en abril de 1802, de acuerdo con una de sus disposiciones, se abolió el calendario revolucionario y se restauró el descanso dominical. Las esperanzas revolucionarias del primer año concluyeron con esta vuelta al calendario cristiano y sus nombres cesáreos de los meses. La batalla de las ideas se correspondía con batallas entre países y batallas entre clases.

Despard fue ahorcado, y después decapitado. Podría haber sido peor. La sentencia real era un ejemplo sanguinario de la carnicería tradicional. Él y los otros fueron conducidos en carreta a la horca, «donde seréis colgados por el cuello, pero no hasta la muerte; porque mientras estéis vivos, se bajarán vuestros cuerpos, se os arrancarán los intestinos y se quemarán delante de vosotros; vuestras cabezas y extremidades quedarán entonces a disposición del rey; y que Dios Todopoderoso se apiade de vuestras almas».

El destripamiento y el descuartizamiento se evitaron gracias a Catherine Despard y sus incansables protestas. La ejecución formó parte de esa transición del castigo público sobre el cuerpo al castigo de encarcelamiento del alma, descrita por Michel Foucault[12]. Aludiendo a un antiguo tipo de teatro callejero representado en Inglaterra e Irlanda en la festividad de Plough Monday (6 de enero), en la que el malo de la obra recibía el nombre de Slasher [navajero], Despard calificó la repugnante elaboración de la pena de muerte de «pantomima». El Dublin Evening Post informó el 1 de marzo de 1803 que mientras las cabezas decapitadas «se exponían, los observadores del pueblo llano se quitaron el sombrero».

Nelson cenó con lord Minto, o Gilbert Elliot, diplomático y administrador colonial escocés, que había sido virrey de Córcega en los años en los que se cercaron los bienes comunales de ese territorio (1793-1796) y más tarde se convirtió en gobernador general de India (1807-1813). He aquí lo que escribió este: «Mi cena en casa de Nelson fue bastante entretenida. Se habló mucho de Despard. Nelson nos leyó una carta que le mandó Despard… extremadamente bien redactada y habría sido muy emotiva de provenir de cualquier otra pluma… Adjuntaba una petición de perdón, pero no decía prácticamente nada sobre ese tema». Nelson le pasó la carta y el escrito de súplica al primer ministro, Henry Addington, que le dijo «que él y su familia la habían leído después de comer y les había hecho llorar». Nelson también le dijo a Minto que «la señora Despard estaba profundamente enamorada de su marido». Es una frase formidable. Nos hacemos una idea de su significado cuando lord Minto continuó, «lord Nelson solicitó una pensión o alguna otra ayuda para ella, y el Gobierno estaba bien dispuesto a concedérsela; pero el último acto en el patíbulo tal vez haya acabado con cualquier oportunidad de indulgencia con cualquier miembro de su familia»[13]. Estas palabras costaron algo más que las vidas perdidas en el patíbulo.

Despard fue uno de los siete que sufrió la muerte en la horca reservada al traidor. Los otros representan a los obreros en aprietos de diferentes partes de Inglaterra e Irlanda: los trabajadores textiles de los condados occidentales; los artesanos degradados de Londres; los estibadores, cargadores y soldados de Londres; los obreros no especializados de Irlanda, los huérfanos de las fábricas. En el primer censo de 1800, se habían convertido en números, cuyos alojamientos aparecían identificados y enumerados en el gran plano de Londres, confeccionado por Horwood en 1799. Echando la vista atrás, en 1827, William Blake escribió: «Desde la Revolución francesa los ingleses son todos intercambiables: ciertamente un feliz estado de concordancia, del que yo por mi parte disiento».

Unos días después de la ejecución múltiple, en las calles y capillas de Londres se difundió un panfleto de una sola hoja que costaba dos peniques. Es confuso, ambiguo y pretencioso, al estilo que pueden parecer ser los esfuerzos literarios no convencionales; no obstante, en medio de su aparente incoherencia se trata de un subtexto revelador. En los Archivos Nacionales se conserva una copia rota y sucia, recogida en su momento por las autoridades para su estudio. Presentado en un revoltijo de tamaños de fuente y plagado de errores tipográficos, se titulaba «Un esfuerzo cristiano para exaltar la bondad de la Divina Majestad, incluso en un recuerdo, con Edward Marcus Despard, Esquire, y otros seis ciudadanos que sin duda están ahora con Dios en la gloria». Con su declaración de «ciudadanos» que descansan en la «gloria», el título mezcla fraseología revolucionaria y cristiana. Comienza citando el Juramento de la Oakley para formar una nueva Constitución; alude a Irlanda y a George Washington; resalta la carnicería de la decapitación; compara a Despard con Job y con san Esteban (lapidado por Pablo), y con Urías (asesinado por el rey David); califica las guerras de Inglaterra de guerras contra las repúblicas. Subtitulado «Poema heroico: en seis partes», es formalmente heroico en su uso del pareado y en su contenido. La segunda mitad presenta un grito asombroso y casi incoherente contra los cercamientos y los ganaderos, para concluir con insinuaciones de que las pruebas del juicio fueron compradas con dinero del Gobierno. Una nota a pie de página en prosa cita al agrónomo político y partidario de los cercamientos Arthur Young y da a entender que la alta burguesía terrateniente niega a los campesinos hasta una vaca o un cerdo. La quinta parte del poema es un comentario sobre «Deserted Village» [La aldea desierta] de Oliver Goldsmith, el más conocido de los poemas contra los cercamientos de los bienes comunales publicados en el siglo XVIII. Escrito por un irlandés, enseña que la política colonial prefigura la política interior. Y así, con un aire sagrado, el panfleto conecta la insurgencia de Despard con la lucha por lo común. Entendemos por qué le interesaba al Gobierno.

 

Cuando describí la influencia de Catherine al ablandar piadosamente la sentencia de muerte de Despard en el seminario de historia laboral organizado por la Universidad de Pittsburgh, Dennis Brutus, el poeta sudafricano, se conmovió y le dedicó un poema.

«Para Catherine Despard “la esposa misteriosa”, ante la aprobación de la Ley sobre Delincuencia en septiembre de 1994»

Ahorcado sí, pero no descuartizado,

eso no, ese horror no,

evitadle esa agonía,

que lo condenen por traidor,

sí, sí, que eso permanezca

porque él tuvo su elección

y querría que el mundo supiera,

querría que se dijera de él

que era amigo de la justicia,

que estaba de parte de la verdad

que era un hombre del común.

Morirá, no ansioso por acabar su vida

pero tampoco reacio a afirmar creencias

y pensando que su muerte

y las noticias de la causa por la que murió

encenderán una llama en el corazón de los hombres

y las mujeres protegerán las llamas con sus manos unidas:

muchos mirarán el patíbulo y su cadáver oscilante

y se irán con la cabeza erguida.

[1] NA, HO 42/70, 20 de febrero de 1803. Al ser prisionero de Estado y traidor convicto, los archivos estatales contienen mucho material respecto a la causa contra Despard. Un análisis completo de estas fuentes puede encontrarse en las biografías sobre Despard escritas en el siglo XX por Clifford D. Conner y Jay Mike.

[2] NA, HO 42/70, 20 de febrero de 1803.

[3] Ibid

[4] C. F. Volney, The Ruins: or, Meditation on the Revolutions of Empires, Baltimore, 1991, p. 70.

[5] Francis Place Papers, BL, Add MSS 27808/224, British Library.

[6] M. Jay, The Unfortunate Colonel Despard: Hero and Traitor in Britain’s First War on Terror, Londres, 2004; C. D. Conner, Colonel Despard: The Life and Times of an Anglo-Irish Rebel, Conshohocken, PA, 2000; y P. Linebaugh y M. Rediker, The Many-Headed Hydra: Sailors, Slaves, Commoners, and the Hidden History of the Revolutionary Atlantic, Boston, 2000, recalcan la dimension atlántica, o la dimensión irlandesa, de Despard. En esto se apartan del estudio clásico de E. P. Thompson, The Making of the English Working Class, Nueva York, 1963.

[7] P. Pinel, Medico-philosophical Treatise on Mental Alienation, Londres, 1800.

[8] R. Moran, «The Origin of Insanity as a Special Verdict: The Trial for Treason of James Hadfield (1800)», Law and Society Review 19, 3, 1985, pp. 487-519.

[9] En 1802, Amelia Alderson Opie escribió un formidable poema titulado «Address of a Felon to His Child on the Morning of His Excution» [Charla de un reo a su hijo la mañana de su ejecución»]. ¿Es la vergüenza el único legado de los crímenes cometidos por necesidad?, preguntaba Alderson.

[10] The Trial of Edward Marcus Despard, Esquire, for High Treason at the Session House, Newington, Surrey, on Monday the Seventh of February 1803, Londres, 1803, pp. 36-37, 220, 265.

[11] «Chaplains Letters and Notes», MS, Mr. and Mrs. M. H. Despard Collection.

[12] M. Foucault, Discipline and Punish: The Birth of the Prison, Nueva York, 1990 [ed. cast.: Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión, México, 1978].

[13] J. Farington, The Farington Diary, Londres, 1923, p. 83.