Vientos desnudos

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Vientos desnudos
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Vientos desnudos

Colección Punto y Coma


Pérez Ruiz, Maya Lorena

Vientos desnudos / Maya Lorena Pérez Ruiz, autora. - - México : Juan Pablos Editor, 2021

1a. edición

175 p. : ilustraciones ; 18 x 26.5 cm

ISBN: 978-607-711-624-0

T. 1. Cuento T. 2. Literatura mexicana

PQ7297.P47 V54

VIENTOS DESNUDOS

Maya Lorena Pérez Ruiz

Primera edición, 2021

D.R. © 2021, Maya Lorena Pérez Ruiz

D.R. © 2021, Juan Pablos Editor, S.A.

2a. Cerrada de Belisario Domínguez 19

Col. del Carmen, Alcaldía de Coyoacán

México, 04100, Ciudad de México

<juanpabloseditor@gmail.com>

Imagen de portada: Ensamble de vidas, Carlos Zolla

óleo sobre tela, 80 cm x 1 m

Ilustraciones: Manuel Pérez Coronado (MAPECO)

ISBN: 978-607-711-624-0

Impreso en México

Juan Pablos Editor es miembro de la Alianza

de Editoriales Mexicanas Independientes (AEMI)

Distribución: TintaRoja <www.tintaroja.com.mx>

ÍNDICE

Los cuentos y la poética en prosa de Maya Lorena Julio Moguel

A manera de introducción

PARTE I

Volar la noche

Terror en los vagones

Exorcizar el encierro

Un patio de cantera rosa

Labios de mandarina

Abismos escarpados

Amor en rebeldía

PARTE II

Una botella, un mundo

De patriarcados ilustres

Conjurar la locura

A los cuarenta

Retorcidos árboles de ensueño

Un tipazo es un tipazo

Generación estridente

PARTE III

Oscuridad insondable

Los fantasmas del alma

De recuerdos olvidados

Las misiones de Dios

El viejo que se robó las letras

Raíces del desierto

LOS CUENTOS Y LA POÉTICA EN PROSA
DE MAYA LORENA

Julio Moguel

I

Maya Lorena “se expone”, como diría Cioran, para presentar un hermoso y bien tejido libro de cuentos, que, si se hubiera “expuesto” en otros tiempos, algún alto Tribunal o mando inquisitorial lo hubiera enviado directamente a la hoguera, por “faltar a la moral” e incitar a las personas “decentes” a rebeliones diversas.

Adivina el lector: estoy pensando, por ejemplo, en juicios y penalizaciones como las que en 1857 se establecieron contra Charles Baudelaire, justo por haber publicado ese mismo año Las Flores del mal, obra que atentaba contra los cánones sagrados de “la moral” y de “las buenas costumbres” de la época.

Decía La Gazzette des Tribunaux del 21 de agosto de 1857:

Teniendo en cuenta el error del poeta, en el objetivo que quería alcanzar y en el camino que siguió, cualquiera que fuera el esfuerzo de estilo que pudiera haber hecho, cualquiera que fuera la censura que precediera o que siguiera a sus descripciones, no puede destruir el funesto efecto de los cuadros que presenta al lector, y el que las piezas incriminadas conducen necesariamente a la exitación de los sentidos mediante un realismo grosero y ofensivo para el pudor […] Teniendo en cuenta que Baudelaire, Poulet-Malassis y De Proise cometieron delitos de ultraje a la moral pública y a las buenas costumbres, a saber: Baudelaire, por publicar; Poulet-Malassis y De Broise, por publicar, vender y poner a la venta, en París y en Alençon, la obra titulada: Las Flores del mal, la cual contiene pasajes o expresiones obscenas e inmorales […] Se condena a Baudelaire a 300 francos de multa, a Poulet-Malassis y a De Broise a 100 francos de multa cada uno […] Se ordena la supresión de las piezas que llevan los números 20, 30, 39, 80, 81 y 87 de la recopilación […].

Pero, ¿qué hubiera pasado en ese tiempo si la pluma castigada por los tribunales por los “delitos de ultraje a la moral pública” hubiera sido la de una mujer? No puedo ni quiero imaginarlo, pues con seguridad la mano femenina con el atrevimiento de escribir un libro parecido a Las Flores del mal no hubiera encontrado ni siquiera una casa editorial que la adoptara. Sabemos a ciencia cierta que en los tiempos de Jules Michelet la atrevida escritora hubiera sido simple y llanamente acusada de bruja, y, en consecuencia, enviada ella misma a la hoguera.

No seré en este caso un presentador-spoiler que, en mi opinión, indique al lector cuáles de los cuentos de Maya Lorena hubieran sido “castigados”. Pero valga el señalamiento para establecer un cierto parámetro que ayude a ubicar “la audacia” y los alcances de algunos de los textos de la autora. Mismos que, también estoy seguro, en la modernidad convulsa en la que vivimos aparecerán lectores o lectoras que consideren que, en efecto, algunos de los textos de este libro tendrían que ser enviados a una mejor vida.

II

Pero esta mirada de historias que pueden calificarse sin la menor duda dentro del género del “cuento erótico” no es aquí lo que domina. Porque los trazos literarios con los que se teje esta veintena de “cuadros” —ya veremos en qué sentido se trata estrictamente de “cuadros”— son rizomáticos y abren la vía narrativa y de reflexión a muy distintos ámbitos o “temas” de la vida. Disruptivos y rebeldes —deconstructivos de muy diversas formas, si nos atenemos al concepto planteado por Derrida—, descubren realidades fuertes de las relaciones de pareja, de las asimétricas condiciones que estructuralmente viven o han vivido en los tiempos modernos las mujeres frente a patriarcas mayores o menores; de la soledad y de lo que puede significar en muy distintos casos el hecho simple y crudo de morir o de enfrentarse a la muerte, de inequidades sociales e injusticias del antes o de ahora, todo ello escrito en varios de los cuentos con un exquisito sentido del humor que emerge repentinamente de las letras.

Cubriendo en algunos trazos escenarios que se plantan en la “era del Covid”, los cuentos de Maya Lorena no tienen una temporalidad arbórea sino —ya lo habíamos dicho— rizomática. En este caleidoscopio de historias el lector tiene que poner algo o mucho de su parte para encontrar los hilos o las correspondencias que unen a unos cuentos con otros; y tienen que ser descubiertos por quien se envuelva gozosamente en ellos. Virtud de la referida confección que pudiera ser aplaudida por Jauss, desde su conocida “estética de la recepción”.

III

Quisiera en esta tercera parte atreverme a señalar que varios de los cuentos de Maya Lorena deberán ubicarse en el “subgénero” —desarrollado inicialmente por Poe, y luego magistralmente por Baudelaire— de la poética en prosa. Y, en dicha condición, tienen que ubicarse o considerarse como “textos con marco”. Me explico apoyándome en Roberto Calasso, cuando señaló que los pequeños poemas en prosa de Baudelaire eran una especie “de caos dentro de un marco”. Donde el “cuadro” tiene la función de aprisionar “en el cuadro mismo una energía de la que, de otro modo, no se reconocería el origen. Todo lo que sucede dentro del marco exalta los elementos que quedan circunscritos, los obliga a hibridarse en combinaciones experimentales”.

Pero en este punto algún lector preguntará: ¿cuál es la diferencia entre “un cuento” y un poema en prosa. Que todos los poemas en prosa de Maya Lorena entran estrictamente en el género “cuento”, pero no todos sus cuentos entran en el subgénero de “poemas en prosa”.

Un poema en prosa incluye sin duda la regla del “relato”, pero con entretejidos poéticos que se fincan en cierta luminosidad plástica enmarcada en “la imagen”. Un cuento puede ser simple y llanamente “un relato”, bueno o malo, pero un poema en prosa es a la vez escritura y “pintura”, con pinceladas o trazos coloridos, cuidadosos en mostrar luces y sombras. El lector disfruta entonces “la imagen”, las tres o cuatro dimensiones que la forjan, el sabor que sugiere y reverberaciones o tonalidades sólo perceptibles por “el tacto” de la vista.

 

Y ello se logra por la calidad y la forma del entretejido literario que se implica.

Quepa mencionar en este punto que algunos de los cuentos-poemas en prosa de Maya Lorena logran proyectar una mirada “infantil”, en el sentido en el que ello fue entendido o definido por Gilles Deleuze, cuando dijo que, “[con el tiempo], las personas mayores son atrapadas por el fondo, caen y ya no comprenden, porque son demasiado profundas”.

O, más explícitamente, como lo concibió Baudelaire en El pintor de la vida moderna, cuando dijo que “El niño ve una novedad en todas las cosas; nada se parece tanto a lo que se conoce como inspiración que la dicha con la que el niño absorbe la forma y el color. El hombre de genio tiene nervios templados; el niño los tiene débiles. En uno, la razón ocupa un lugar decisivo; en el otro, la sensibilidad abarca casi todo su ser. Pero el genio no es sino la infancia recuperada a voluntad”.

En fin. Digamos que el libro que el lector tiene en sus manos es una significativa aportación a la literatura moderna. A buena hora y en el mejor momento, justo cuando se viven transformaciones profundas en el vida y en el lenguaje, en México y en el mundo.

A MANERA DE INTRODUCCIÓN

Considero que escribir literatura puede ser pensado como un hecho social total. ¿Por qué digo esto? Porque en “el escribir literatura” —y “el exponerse” al publicarla— se imbrica lo individual con lo colectivo, el pensar con el sentir, en una dimensión que liga al todo con la parte y la parte con el todo, la totalidad social y humana con la imaginación, el mito o la fantasía. Y ese “imaginar” abre muchas veces curso a la utopía.

¿Confronta esa cualidad de ser un “hecho social total” la perspectiva individual? De ninguna manera. Quien escribe y “se expone” teje su propia subjetividad con las multiplicadas ramificaciones del mundo, en un acto que se vuelve en ese trance un hecho de plena y gozosa libertad.

¿Qué queda en el registro? El grito desgarrado de la protesta, la airada necesidad de subvertir el orden, la lúdica expresión de la alegría, y el movimiento, en catarata, de los amores rebeldes o de la simple y liberadora rebeldía.

El tiempo, en esa forja, deja a un lado a “cronos” para volverse al mismo tiempo pasado, presente o algún posible futuro.

La colección de cuentos que aquí presento es un testimonio de más de veinte años de ese ejercicio de libertad, ni arbitrario ni sumiso, situado firmemente en lo que soy y aspiro.

Cuatro de los 20 cuentos de este libro tuvieron una versión pública en la colección Mujeres que Cuentan de la editorial Narratio Aspectabilis. Éstos son “El tren” (2017), “Amor con clase” (2018), “Destellos” (2019) y “Lucía” (2020); mismos que fueron retrabajados y aparecen aquí bajo los nombres “Terror en los vagones”, “Amor en rebeldía”, “Oscuridad insondable” y “Los fantasmas del alma”.

PARTE I


VOLAR LA NOCHE

Cuando la llamaron bruja le pareció un insulto. Ahora, mientras se sujeta el pelo para que el viento no le impida ver, el apelativo se vuelve un halago compartido. Son varias las que navegan la noche.

La primera vez los destinatarios de su acoso las ignoraron, tan leve era el murmullo de su presencia, uno más de los que acompañan la nieve al caer.

Ahora aquellos que las escuchan huyen en busca de refugio.

Al día siguiente ninguno menciona a las mujeres que enlutan su virilidad y los hacen perdedores de su imperio. Al oscurecer un ahogo insondable se apodera de ellos.

No reconocen su terror.

Si no se habla de él no existe.

Juegan cartas, se embriagan, cantan, escriben, hasta que deben irse a dormir.

No logran conciliar el sueño. Han de permanecer alertas para escudriñar el silencio y detectar cuándo se acercan las mujeres en vuelo. Apenas un susurro. Un sollozo de ira oculto entre los sonidos de la noche.

Si fuesen previsibles se facilitaría la espera.

Nunca ocurre así.

Ellas juegan con la veleidad de su acecho. Disfrutan la sorpresa. Los vuelos ralentí con que los engañan y soplan detrás de sus orejas como sollozos muertos.

“¡Las brujas están aquí!” grita algún horrorizado.

Lo secundan los demás. Nadie enciende la luz para no delatar el lugar donde pernoctan.

Se levantan de sus camastros. Los pantalones a medio poner. El pelo revuelto. Los ojos ciegos incapaces de guiarlos en el pavor con que corren.

Los muebles dificultan la huida. Se tropiezan. Caen. Se arrastran.

Intentan ponerse de pie. Unos jalan a otros sin solidaridad, con la ambición de ser ellos quienes han de salvarse. Atropellan a quienes suplican auxilio. Los que logran levantarse, liberándose de aquellos que los sujetan por las piernas, corren a esconderse.

Los que no pueden, con los pies rotos, las cabezas sangrantes, se rinden ante el terror, y por la mañana los delatarán sus cuerpos destrozados.


Katia se viste con la ropa burda y holgada con que ha de volar. Mira de nuevo su imagen en el espejo. Un mechón rubio, rebelde, se asoma por su frente. Lo regresa a su sitio y con garbo sacude la cabeza.

Una vez conforme con su atuendo sale a la noche y con pasos largos y confiados se monta en su frágil, leve, casi invisible artefacto.

Lleva la cabeza cubierta por un gorro de piel. Una bufanda de seda blanca la protege del frío.

El viento fustiga su cara mientras vuela.

Ella lo ignora.

Se concentra en la tenue iluminación de las estrellas que la guían.

La curvatura del cielo se dibuja azul, casi negro, en ligero contraste con el horizonte blanquecino del paisaje nevado. En algunos sitios observa manchones umbrosos que delatan a los árboles del bosque.

Faltan dos horas para el amanecer.

Vislumbra la urbe.

La descubre por una lucecilla frágil, un parpadeo sutil, perceptible sólo para la mirada diestra. Nunca falta una luz que traiciona a la ciudad precavida en su pretensión de confundirse con otros borrones densos desperdigados en la noche.

Sonríe.

Aspira el viento frío.

Contempla el vaporcillo leve de su aliento cálido y confiado.


Ya tiene abajo la ciudad.

La observa.

Se orienta.

Astuta su mano busca en el piso de su biplano de madera y lona. Por allí está el rústico mecanismo que le permitirá soltar las bombas.

Van sujetas con orlas de algodón. Un proyectil por debajo de cada ala.

Se inclina levemente.

Tantea con la mano derecha.

Con la izquierda controla el equilibrio.

Encuentra el sujetador.

Con agilidad suelta los amarres.

Satisfecha escucha los silbidos.

Sin el lastre se aligera el vuelo.

Siente subir ligeramente su biplano.

Abajo, el resplandor del primer estallido.

De inmediato prorrumpe el segundo.

Ha dado en el blanco.

Quiebra su vuelo para retornar.

Voltea para confirmar el horror del infierno provocado.

Sonríe otra vez.

Katia está orgullosa de pertenecer al Regimiento 588º de bombardeo nocturno, el de las Brujas de la Noche que combate a los nazis en el sitio de Stalingrado.

TERROR EN LOS VAGONES

En la estación, decenas de familias con niños, canastos y pesados bultos forman una convulsa marea de túnicas, velos y turbantes de colores sobrios. Carmen y María violentan la monotonía del bullicio con su pelo rubio y su atuendo de turistas. Una ajusta el lente de su cámara sin atreverse a enfocar abiertamente los rostros huraños del entorno, que la atraen por su hermosa y solemne ajenidad; la otra revisa, aburrida, un cuaderno de notas. Todos aguardan el viejo tren que los trasladará a la ciudad próxima y cosmopolita, que de antaño entreteje el destino de cristianos, coptos, judíos y musulmanes. Los empleados del ferrocarril tratan inútilmente de poner orden al tráfico humano que, oloroso, incontenible, desborda sus posibilidades de control.

El tiempo transcurre abotagado ante la inminencia de la guerra. Los militares atiborran los andenes que esperan el largo y oxidado vehículo que los llevará a su destino, a la debacle de su juventud.

El de pasajeros tiene cuatro horas de retraso. Un par de viejas e indolentes máquinas maniobran por las vías, con un crujir obsoleto de metales y silbidos que, como ansiedad, repercute en los vientres de los pasajeros.

La noche se cuela entre los cristales de la alta estructura de hierro cuando se escucha, por un desafinado altavoz, inentendibles palabras que anuncian la partida. Las familias, con su vida a cuestas, pretenden con el peso de enseres y sus bultos subir al vagón correspondiente para ganar un sitio. Carmen y María, ajenas a la angustia de un futuro incierto, recogen sus mochilas, dispuestas a esperar a que el trayecto quede despejado. Etiquetada con sus nombres extranjeros, las espera una cabina en un carro-dormitorio.

Un malencarado empleado del ferrocarril revisa sus billetes; otro, igualmente huraño, las conduce a través de un pasillo de alfombra deslavada hasta la última cabina del último furgón. Adentro, una estrecha litera soporta, inverosímil, el peso de una cama sobre otra. Reposa junto a la minúscula ventanilla de vidrio opaco, labrado por manos anónimas que alguna vez pretendieron plasmar sus nombres. Un conjuro para evadir el tiempo. Enfrente, la puertecilla de madera comunica con el cuarto de baño.

Un brusco movimiento empuja a las amigas hacia atrás. Ellas se abandonan al torpe movimiento del tren, que aburrido y titubeante maniobra para cambiar de riel, hasta que entre risas se dejan caer sobre la cama baja, que cruje, también huraña, como si protestase por su invasión. El empleado ferroviario mueve ostentoso la cabeza para reprobar su mal comportamiento. Ellas, ignorantes del gesto, bromean sin preocuparse por el hombre de uniforme azul que permanece imperturbable frente a ellas. María supone que espera su propina; se levanta y pone en su mano un desgastado y humillante billete verde.

Una vez que avanzan sin tumbos ni retrocesos, Carmen y María caminan hacia el carro-comedor que enlaza el suyo con los vagones de menor clase. El tránsito movedizo y bamboleante las hace reír de nuevo, ajenas a que su estridente presencia, con pantaloncillos cortos y sus piernas largas, causa malestar entre los hombres que visten túnicas y turbantes y ocupan casi todas las mesas del vagón-restaurante. Dejan sus bolsos en el portamaletas superior y se acomodan en torno a una de las mesas. La carta del menú dibuja su contenido en enigmáticos e ilegibles signos y con el dedo índice escogen al azar la cena: un platón de acero con costillas de cordero, otro con arroz amarillo y una jarra de té negro.

Es casi media noche cuando las amigas regresan a su cabina-dormitorio. María decide lavarse los dientes y, adormilada, empuja la puerta que conduce al baño. Segundos después sale agitada para informar sobre su hallazgo: el minúsculo baño se conecta con otra cabina-dormitorio, ¡y los rústicos cerrojos no sirven! Lo que en otras palabras, explica ansiosa, significa que por allí hay paso libre entre las dos habitaciones. Incrédula, Carmen se empeña en darle vueltas a las manijas para comprobar que, en efecto, se encuentran averiadas. Un ruido de pasos en la cabina ajena las asusta y, entre risas contenidas, ambas se recluyen en la suya, tras cerrar como pueden la pequeña puerta del baño. Embriagadas por la pasión de la aventura se acuestan en la litera baja y, susurrantes, intercambian ideas sobre lo acontecido.

 

Concluyen que es casi seguro que en la cabina aledaña viajen sólo hombres, tal vez uno o dos, dedicados al comercio o a cualquier otro negocio. Descartan que se trate de mujeres porque en esa región ellas siempre van acompañadas por varones. En cuanto a los campesinos, pobres y gregarios, suponen que viajarán con sus familias en los vagones de menor clase. Otra posibilidad es que se trate de un matrimonio de buena posición económica, lo que les daría mayor tranquilidad.

No pueden saber cuál de las posibilidades es la verdadera, y la risilla inicial de las amigas adquiere, más en una que en la otra, las reverberaciones de un creciente nerviosismo.

María recuerda el suceso que padecieron escasos días antes, cuando un hombre elegante, de caftán y turbante negros, las persiguió furioso a causa de la imprudencia de Carmen cuando pretendió tomarle una fotografía. El hombre, con ojos de desierto y labios de cimitarra, corrió tras ellas con amenazas que entendieron por la rabia de sus gestos y la fuerza de sus gritos. Las persiguió hasta que pudieron refugiarse en un hotel norteamericano de cinco estrellas. Para ellas el evento cobraba ahora nuevos significados. Se sentían vulnerables al estar recluidas en la última cabina-dormitorio del último vagón de la serpiente en rieles.

Carmen, menos temerosa, se levanta para tratar de arreglar los cerrojos del baño. Para disminuir la ansiedad por lo que pudiera sucederles si no encuentran manera de bloquear la puerta, en voz alta hace el recuento de lo que visitarán próximamente. Su amiga la escucha distraída, atenta a las manos que tratan inútilmente de arreglar los picaportes con un broche de pelo.

El tren continúa sin respiro. Deja atrás el ondulante paisaje de las dunas para adentrarse en un horizonte de pantanos, juncos y esteros, que en su extravagancia anuncia la presencia del gran río que desembocará en el mar. Ellas, indiferentes al paisaje iluminado por la luna, no encuentran cómo resolver el problema y la angustia aumenta conforme la noche avanza. Deciden bajar al piso el colchón de la primera cama, para, con el peso de sus cuerpos, bloquear el acceso. Otro murmullo de risas contenidas acompaña a las amigas en su trajín de mover mochilas, quitar cobertores, doblar sábanas y colocar el colchón.

Están por acostarse cuando en el baño contiguo escuchan correr el agua del lavabo. Agitadas por el miedo, alertan el oído.

—Sí. Sí. ¡Hay alguien en el baño! —exclama María, atrapada por el pánico.

Carmen, de un salto, se clava en el colchón y mete la cabeza dentro de los cobertores para ocultar la risa que la hace temblar, por el cerco de sus manos en su boca.

Ambas respiran con tranquilidad cuando escuchan cerrarse la puertecilla de la otra cabina; una endeble pero a la vez, quieren creerlo, una impenetrable muralla.

Apagan la luz para mitigar la zozobra. Tratan de restarle importancia al hecho de que no sirvan las manijas.

El tren indiferente avanza trémulo.

La modorra, por fin, se apodera de ellas.

Después de un tiempo Carmen se revuelve inquieta sobre el incómodo colchón. Sin poder dormir, toca el hombro de su amiga y le dice, con una voz que se arrastra para no despertar a los extraños:

—María. María. Adivina qué…

—¿Y ahora qué? —responde ésta, malhumorada ante la que supone será una mala noticia.

—Tengo ganas de ir al baño y me da terror ir sola...

—¡Mmm! Está bien, te acompaño —susurra María solidaria, ante el miedo poco usual de su compañera de viaje.

—Sí, por favor —dice Carmen, con una sonrisa ciega, que su amiga adivina en la oscuridad de la cabina, tan lóbrega como el ennegrecido tren que transita insomne por la noche.

Tratando de no hacer el menor ruido encienden la luz y proceden a quitar el colchón del piso. Lo colocan de manera vertical en la pared donde está la pequeña ventana para facilitar el paso. María vigila de pie, con su cuerpo como barrera ante el peligro de la otra puerta.

Carmen se siente tranquila ante el gesto cotidiano y, sentada en el retrete, se complace escuchando el ruido del líquido entrañable que desaloja su cuerpo, con un fluir cálido y susurrante. Procede después a lavarse las manos en la minúscula palangana que se bambolea al mismo ritmo de la máquina. Está por terminar cuando las amigas escuchan un ruido sutil que proviene de la cabina contigua. Se estremecen. El miedo retorna y con premura salen del minúsculo baño, cierran la puerta y tiran el colchón al piso para ponerlo como trinchera, reforzada por ellas, con risas ahogadas y nerviosas.

María jala las frazadas para cubrirse. Se siente cada vez más irritada y, con la frialdad de sus gestos, trata de frenar a su amiga que resbala sin control por su banal y risueña estupidez. Siempre sucede así. Les gusta viajar juntas, sólo que cuando sucede algo crítico se enfadan y reaccionan de forma muy distinta; y es cuando juran que no repetirán la historia. Y mantienen la promesa hasta que las vacaciones las vuelven a convencer de que sus desencuentros son nimiedades y que pesan más las posibles y soñadas aventuras.

Carmen también piensa en su amiga. La quiere bien pero la abruma su manía de vivir con tanta seriedad. Sabe que es un riesgo viajar solas por un lugar extraño, tan cercano a la guerra, pero los empleados de la agencia de viajes la convencieron de que no habría ningún peligro. Le resultó contundente el argumento de que el salvoconducto protege siempre a los turistas. María, en cambio, se reprocha haberse dejado presionar por su amiga y por la cantaleta insistente de los promotores turísticos.

Ninguna ha decidido apagar la luz. No hablan. Acostadas, esperan. Un nuevo ruido las pone alertas. Alguien respira muy cerca de la puerta que las comunica con el baño. Adivinan una presencia que pretende borrarse para fundirse con el sonido trepidante del tren.

Afinan el oído.

La madera, con su débil resquicio, delata la cercanía del extraño con el palpitar de un corazón que no puede detenerse. Cada una siente cómo la otra tensa el cuerpo. Sigilosas se levantan del colchón, listas para lo que pueda pasar. No se mueven; respiran a pesar de todo. La manija, entonces, se mueve con un chirrido que se prolonga clandestino por la lentitud con que giran los engranes. Incrédulas, miran aturdidas los brillos opacos del metal, fríos como el terror que las embiste. Se abalanzan sobre la frágil división para hacer una barricada con sus cuerpos. Carmen ya no ríe; la boca torva, el cuerpo hundido, con deseos de desaparecer. Consternada, mira a su amiga que tiene el pelo hirsuto, coronado por antenas dispuestas a detectar cualquier ruido que delate los movimientos del agresor. Desea decirle que esta vez tiene razón, que algo grave está sucediendo, pero no puede pronunciar palabra alguna.

Una quietud pegajosa se instala en el reducido espacio y se extiende lúgubre hasta el baño y la cabina contigua, donde también enmudecen los que allí esperan. María parece estar en otro lugar, sin energía, sostenida sólo por inercia. Carmen mueve los labios para intentar hablar, pero sólo un leve bufido sale de su boca.

El tren mantiene su rítmico ajetreo.

Ninguna osa quitarse de la puerta.

Nada más sucede; el tiempo avanza.

En la inmovilidad de la pausa cada una se reprocha y le reprocha a la otra estar allí, imprudentes, indefensas. Ninguna encuentra respuestas aceptables sin acusar a la otra. Un leve estremecimiento de sus cuerpos parece responder al enojo que las distancia. Un instante después reconsideran, se miran y se perdonan. Son jóvenes, son amigas y se quieren. Las dos aceptaron el viaje; una insistió más que la otra, pero ambas se equivocaron. Ahora juntas han de afrontar las consecuencias. Se toman de la mano. Se pegan más a la madera de la puerta. Carmen ladea la cabeza para alcanzar la de María.

Los segundos transcurren precarios.

Las amigas se preguntan si de milagro ya no sucederá algo más.

Están a punto de volver a acostarse cuando una voz masculina grita, ininteligible, detrás de la puerta que bloquean con sus cuerpos, y que apiñan para fortalecer la muralla que tejen con su miedo. Continúa el torrente de puñetazos que castigan la madera. Gritos y más gritos incomprensibles torturan el silencio. Las corroe la incertidumbre.

María solloza.

Carmen gime.

Las dos cierran los ojos como si la oscuridad de sus miradas pudiera protegerlas.

Se recrudecen los empellones sobre la puerta. Ellas se tambalean. Sienten su incapacidad para soportar por más tiempo la fuerza del hombre que empuja y aúlla lo que suponen palabras soeces que injurian su dignidad como mujeres.

Llega luego otro silencio incomprensible que se interpone entre ellas, la puerta, y quien instantes antes trataba de abatirla.

Abren los ojos. Una leve iridiscencia se asoma por la ventanilla. Una sensación de alivio se instala en la cabina como si el anuncio de la luz pudiera llegar para salvarlas. Aflojan levemente sus cuerpos. Se miran intrigadas.

Se preguntan si ya todo acabó.

Desean suponer que el agresor ha desistido de su intento.

De pronto, un súbito y violento empujón abre la puerta. Ellas, ofuscadas por la sorpresa, paralizadas de terror, pierden el equilibrio, se tambalean y caen de bruces sobre el soporte de la cama baja.

Los crujidos de la urdimbre de metal oxidado ahogan sus gritos.

Un silencio fúnebre sigue a su derrumbe.

Carmen y María yacen inmóviles.

Incapaces de abrir los ojos.

Ninguna se atreve a voltear para ver el rostro de su atacante. Viejos consejos resuenan en la memoria: nunca le veas la cara a tu agresor. Eso te costará la vida. Se niegan a pensar qué sigue, aunque la certeza revolotea como una verdad incuestionable pues ha sido forjada durante miles de años por mujeres cuyos cuerpos han servido de botín para la guerra, para escribir con ellos cualquier victoria.

Permanecen humilladas, quietas, minimizadas por tantos siglos de servidumbre.

Lastimadas, además, por los alambres de la litera baja que se les incrustan en el cuerpo.

María reacciona e impulsa a Carmen a levantarse. De un codazo en el costado la empuja a revelarse ante el suplicio, a volverse en contra de aquel que pretende castigarlas, que quiere que paguen por su atrevimiento de viajar sin la protección de un hombre, por ser mujeres independientes.