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Neoliberalismo. Aproximaciones a un debate

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Una vez más, el segundo gobierno de Michelle Bachelet terminó en la decepción, a pesar de haber contado con mayoría en ambas cámaras del Congreso. Fueron muchas reformas económicas, sociales e institucionales, con un equipo de gobierno que no destacó por su eficacia, cometiendo numerosos errores y desprolijidades. El ritmo de crecimiento económico decayó fuertemente, coincidiendo con el fin del ciclo dorado del cobre que había permitido altos precios de ese metal.

La ausencia de líderes que pudieran asumir el relevo de la coalición fue dramática, a lo que se unió el fortalecimiento de una tercera fuerza alternativa constituida por una nueva generación política radicalizada y escéptica de la que consideraron una “clase política envejecida”. Muchos de estos nuevos y jóvenes dirigentes habían sido líderes del movimiento estudiantil de años anteriores. Ahora constituyeron varios partidos políticos, agrupados en el Frente Amplio. Las discrepancias al interior de la Nueva Mayoría (la alianza de apoyo al segundo gobierno de Bachelet) llegaron a un punto sin retorno, con una Democracia Cristiana en fuerte pugna con el partido Comunista y descontenta por sentir que había sido el vagón de cola de la alianza. A su juicio, la clase media emergente había sido la gran perjudicada por las políticas de la Nueva Mayoría. Este desencanto de un partido de centro-izquierda como la Democracia Cristiana se reflejó en el trasvasije de gran parte de su electorado al candidato de la centro-derecha en la elección de 2017.

Y, para repetir una historia ya conocida, en esa elección presidencial el triunfo recayó una vez más en Sebastián Piñera. Fue un triunfo contundente, holgado, con el apoyo del centro político que se desplazó hacia la centro-derecha, derrotando a un candidato débil de la Nueva Mayoría, que tampoco respondía ni a las tradiciones ni a la cultura del socialismo chileno, el partido que supuestamente debía ejercer el liderazgo político. A estas alturas, ya estaba quedando claro que el problema no era sólo un neoliberalismo nunca bien definido, sino la política como tal, en un sostenido proceso de degradación, los actores políticos deslegitimados y sin aprobación ciudadana, todo agudizado por la pérdida de liderazgos y la falta de propuestas eficaces de gobierno creíbles.

En resumen, desde el inicio de la transición democrática de los años 90 se ha venido intentando superar en forma gradual un neoliberalismo hayekiano que se entronizó en Chile durante la dictadura. Los primeros gobiernos de la Concertación implementaron cambios importantes, aunque sobre una base económica de continuidad en algunas líneas estratégicas, que les mantuvieron espacios a los mercados. En el siglo XXI y bajo una presión social creciente, se intentó avanzar hacia una mayor profundidad de cambios e incluso hacia un denominado Estado de Derechos Sociales, pero con pocos resultados satisfactorios, con costos no menores en términos de crecimiento económico y mayor inestabilidad política. Estos costos hicieron más difícil la continuidad de las reformas intentadas. Así se llegó hacia el final de la segunda década del siglo con una explosión social que pilló de sorpresa a la ciudadanía y a la clase política. Este desenlace agudizó aún más las denuncias a un “modelo neoliberal”, nunca bien definido. ¿Cómo se puede leer ese fracaso del reformismo del siglo XXI? Muchas son las hipótesis que compiten para explicar un fenómeno que ha sorprendido a la opinión pública nacional e internacional. ¿Inestabilidad social debido a una pobreza acuciante? ¿Altas expectativas no cumplidas? ¿Decadencia de una elite política que perdió la credibilidad y la confianza de la población? Con todo, la izquierda de esa elite persiste en apuntar a una causa central, que sería el “neoliberalismo” imperante que, a estas alturas del partido, es todo y nada a la vez. ¿Una señal adicional de la pobreza de ideas que se ensoñereó en la exConcertación y en la exNueva Mayoría, que apostataron de sus realizaciones y logros, ganándose así la desconfianza del electorado? ¿En el emergente Frente Amplio y en la vieja izquierda dura liderada por el partido Comunista que ha encontrado nuevos aires para posicionarse en este escenario?

Es pertinente, entonces, un intento de esbozo de lo que serían las definiciones empíricas más precisas de un “modelo neoliberal” a ser abordado en los nuevos tiempos. Es el objetivo de la sección que sigue. Más adelante se abordará la dimensión política.

En definitiva ¿es Chile más o menos neoliberal? Caracterizaciones concretas de las formas de ser del neoliberalismo

Con el background histórico anterior se puede intentar una caracterización más concreta del neoliberalismo y los sucesivos intentos de reformas. Se entiende que no se trata de un concepto unívoco. La cuestión se puede abordar a distintos niveles de abstracción, que definen diferentes grados de “intensidad neoliberal”, si se nos permite la expresión.

En un nivel más general, la cuestión se sitúa en el marco de la primacía de la economía por sobre la política, como procedimiento para la toma de decisiones públicas. A esto alude Karl Polanyi en su libro La Gran Transformación, en el cual define la sociedad de mercado en contraposición a la economía de mercado. En un régimen democrático, la política y las instituciones definen los límites de las decisiones públicas. La economía informa las consecuencias de las decisiones en el uso de los recursos, pero la política tiene la última palabra. Lo cual implica que las políticas públicas son las responsables de los resultados y no los mercados per se, que son sólo los instrumentos36.

La sociedad de mercado, en cambio, supone la posibilidad de que la política abdique de sus responsabilidades y entregue las decisiones públicas a la economía y los mercados. Que las reglas del funcionamiento de la política se fijen con criterios puramente económicos. Esta es, a nuestro juicio, una definición esencial de lo que podríamos definir como una alta “intensidad neoliberal” de un sistema. William Davies lo ha expresado claramente cuando define la premisa básica del neoliberalismo como la supresión de los límites entre la política y la economía, de tal modo que las decisiones de aquélla y de los ámbitos valóricos y culturales se evalúen y se sometan a los criterios económicos. Esto ocurre mediante la creación de “seudo-mercados” y del diseño de nuevos instrumentos de valoración económica que permiten calificar las conductas en términos de eficiencia económica, rentabilidades, productividades, competitividad37. Ello implica también un papel activo del Estado en la construcción institucional de los mercados, pero sin intervenir en el funcionamiento de éstos. En otras palabras, la política y la economía no son órdenes separados e independientes, pero el orden político se construye con preeminencia del orden económico y, más específicamente, del orden que resulta del mercado.

Pero ¿cómo puede ocurrir que la economía, o los criterios puramente económicos de decisión se impongan sobre las preferencias establecidas democráticamente? Puede ocurrir de varias maneras pero, desde luego, a partir del poder político. En Chile bajo la dictadura, el proceso se dio desde el gobierno, a medida que una elite tecnócrata de economistas formados en la tradición del libre mercado, los Chicago Boys, persuadieron al poder militar, especialmente al líder de la Junta Militar, que de a poco se convirtió en el dictador, incluso por encima de sus compañeros de aventura. La dictadura elaboró un discurso anti-política. Pinochet, en particular, despreció a los “señores políticos”. De hecho, los partidos políticos fueron proscritos aunque, por cierto, la política siguió existiendo, localizada en la élite cívico-militar en el poder38.

Para precisar más los contenidos neoliberales de las políticas públicas, se hará referencias a cuatro direcciones hacia las cuales se orientó ese proceso. En primer lugar, al nivel macroeconómico, está lo que se denomina “los ajustes automáticos” de los mercados. Se refiere a que la economía por sí sola tendría la capacidad de ajustarse frente a los desequilibrios que inevitablemente ocurren. Se supone que un sistema de precios libres, flexibles e informados tiene la capacidad de ajustar desequilibrios entre oferta y demanda en los mercados individuales de bienes y servicios, y a nivel macroeconómico entre oferta y demanda agregadas (o entre producto nacional y gasto), lo que significaría ausencia de desocupación masiva o de inflación. Los desequilibrios macroeconómicos son los que tienen una mayor capacidad de afectar negativamente el bienestar de la población. La desocupación masiva produce efectos bien conocidos, como la pobreza y la desorganización familiar. La inflación, sobre todo la hiperinflación, deteriora los ingresos reales de las personas, estimula la especulación y destruye el valor de la moneda. Por esto, uno de los principales objetivos de las políticas económicas a partir del keynesianismo es evitar esos desequilibrios y restablecerlos a la brevedad cuando se ven afectados, mediante la intervención del Estado o de las políticas de estabilización.

Generalmente los desequilibrios macroeconómicos están asociados a los déficit fiscales. Cuando los gobiernos gastan más que las recaudaciones tributarias, recurren al endeudamiento con el Banco Central, el cual expande la masa monetaria que provoca la inflación. Una alternativa, es el financiamiento externo, que evita ese efecto, pero a costa de futuros pagos de intereses y amortizaciones al extranjero39.

Bajo el régimen del patrón de oro, que existió hasta la Gran Depresión de 1930, la moneda del país se anclaba al valor del oro, en forma estable. Los desequilibrios macroeconómicos se acotaban al sistema financiero, el cual permitía la libre entrada y salida de capitales al exterior. Por cierto, un abuso de este mecanismo llevaría a una salida permanente de capitales y eventual agotamiento de las reservas de oro del país. El desenlace terminaba siendo el ajuste del valor de la moneda o una devaluación, con los consiguientes efectos inflacionarios internos.

 

Este tipo de ajuste automático, con libre movimiento de capitales hacia y desde el exterior, con una moneda anclada a un valor internacional, como el dólar, es lo que trató de aplicar la dictadura en el período 1979-82. Al final el experimento fracasó, por un exceso de endeudamiento externo, esta vez, del sector privado, con iguales consecuencias que si hubiera sido endeudamiento público. La inflación y la desocupación retornaron con alta virulencia.

A juicio del ministro de Hacienda de la época el error fue haber devaluado el peso chileno en 1982, una medida intervencionista. A su juicio, la política correcta era permitir mantener el sistema y esperar el ajuste automático por la vía del desempleo masivo. Esto tendría que haber hecho disminuir los salarios nominales, los costos de producción y la capacidad competitiva de la economía, lo que habría aumentado las exportaciones y restablecido el equilibrio externo. En su opinión, el haber devaluado la moneda en 1982 y haber mantenido estables los salarios, habría contribuido a impedir el ajuste automático, a reimpulsar la inflación y a prolongar la crisis. Esta es una definición precisa del enfoque neoliberal, que confía en los ajustes automáticos de mercado para lograr la estabilidad, independientemente de los costos y conflictos sociales.

En los gobiernos democráticos posteriores, se siguió una política macroeconómica de responsabilidad fiscal y monetaria, estrictas regulaciones bancarias para evitar el endeudamiento indiscriminado, y flexibilidad de tasas de interés y tipo de cambio para evitar la acumulación de desajustes en esos mercados.

Una segunda expresión neoliberal surge a través de la influencia de las propuestas de liberalizaciones de mercados a nivel microeconómico durante la dictadura. Éstas tuvieron en general el respaldo y apoyo de la elite empresarial. Aun cuando algunas de las políticas económicas de liberalización económica perjudicaban los intereses de determinados sectores empresariales, especialmente del sector industrial, por la disminución del proteccionismo y por el encarecimiento del crédito, en definitiva las nuevas políticas iban a beneficiar al mundo privado a largo plazo, por el aseguramiento del derecho de propiedad, la apertura de nuevos nichos de negocios y la represión social y sindical.

Por otra parte, la desregulación financiera y privatización de empresas estatales abrió un frente de negocios muy lucrativos, especialmente para la banca, que comenzó a acumular un gran poder económico y a facilitar la concentración. Se produjo, así, finalmente, una asociación de intereses entre la elite tecnocrática en el poder político-militar y la nueva elite empresarial y financiera que emergió. Esta última estuvo compuesta por la banca, el comercio nacional e internacional, la agricultura, la minería, la construcción, los servicios, los medios de comunicación. Al acumular un poder económico de alta magnitud, les permitió a esos sectores ejercer una influencia valórica e ideológica a través de los medios, a la vez que inducir políticas públicas diseñadas para maximizar sus beneficios y generar rentas.

No hay que olvidar que aun en una democracia plena, existen intereses empresariales que pueden asociarse para ejercer presiones indebidas sobre las políticas públicas. En un sistema económico plenamente competitivo, se supone que las empresas no tienen la capacidad de influir en los mercados como, por ejemplo, manipular los precios en perjuicio de los consumidores o imponer comisiones y tasas de interés discriminatorias. En tal situación, las utilidades que obtienen son las normales que corresponden al precio de la inversión o del capital. Pero tienen un fuerte incentivo para ejercer prácticas monopólicas, ya sea por colusión o prácticas depredatorias contra empresas competidoras (guerras comerciales, imposición de barreras a la entrada), para así aumentar los precios de los bienes y servicios que producen y obtener rentas monopólicas. El gigantismo empresarial facilita esas prácticas.

Es lo que el Premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz denomina el “poder de mercado”40. El mayor incentivo de las empresas es adquirir poder de mercado y las nuevas tecnologías lo facilitan. Una vez alcanzado un alto poder de mercado, a sus ejecutivos les resulta más fácil amañar las reglas de la competencia e implantar múltiples formas de abuso a los consumidores. A través del dinero, la corrupción y las malas (o poco éticas) prácticas empresariales, los grandes conglomerados pueden sesgar en su beneficio las políticas de regulación de los mercados (o impedir el cumplimiento de las normativas corrompiendo autoridades). Esta es la inconveniencia de la concentración económica que lleva al círculo vicioso de la corrupción de la política.

Frente a ese riesgo los países democráticos han desarrollado instituciones para proteger la libre competencia y castigar los abusos, la corrupción y las prácticas monopólicas. También han regulado las relaciones entre política y dinero para impedir las influencias indebidas del poder económico sobre las preferencias ciudadanas. Esta institucionalidad no impide la persistencia de los abusos, así como el derecho penal tampoco impide la delincuencia, por lo cual siempre debe estar perfeccionándose. El delito siempre busca maneras de descubrir vacíos y aprovechar las oportunidades.

En Chile, después de 1990 y con la transición democrática, emergió una elite política con mayor independencia de los intereses de la elite empresarial, que buscó introducir un nuevo enfoque estratégico, de mayor equilibrio entre los amplios intereses sociales y los intereses empresariales. Fueron gobiernos (los de Aylwin y Frei Ruiz-Tagle) que abrieron diálogos sociales entre las organizaciones sindicales y empresariales, para acordar agendas compartidas. Por cierto, esto no significó ni la ausencia de relaciones espúreas y corruptas entre intereses privados y públicos ni una primacía total de las preferencias democráticamente establecidas por sobre los intereses empresariales (mal que mal se trata del capitalismo), pero al menos se puede sostener que bajó la intensidad “neoliberal” y los intereses sociales comenzaron a ganar una creciente prioridad en la agenda de políticas públicas. Se fortalecieron las políticas de protección y defensa de la libre competencia a través del desarrollo de la institucionalidad de fiscalización y sanción de las prácticas depredatorias41. Fue un avance hacia un ordoliberalismo o economía social de mercado.

Los cambios tecnológicos también tienen gran incidencia en la conformación de algunos mercados y sus correspondientes condiciones de competencia, como los monopolios naturales que deben funcionar en redes. Es el caso de las telecomunicaciones, la energía, los servicios sanitarios. Por razones tecnológicas, de economía de redes y de economías de escala, son sectores de alta concentración económica. Los roles del Estado y de las políticas públicas son fundamentales en la creación y desarrollo eficiente de estos mercados. Por ejemplo, la telefonía móvil tuvo un gran desarrollo en los años 90 gracias a la introducción del multiportador, que facilitó la conexión entre distintas redes. Se pasó de una disponibilidad muy limitada de teléfonos y casi ausencia total en los sectores rurales, a un estado en que prácticamente hubo un aparato teléfono por habitante, gracias a una cooperación público-privada y al diseño de un sistema regulatorio. La privatización de las empresas sanitarias también se hizo después de haber establecidos las regulaciones pertinentes. En el siglo XXI fue posible un importante desarrollo de las energías renovables para sustituir energías no renovables, gracias a las regulaciones que establecieron los sistemas de competencia, se interconectó la red del norte grande con el sistema interconectado central y se rechazó la construcción de la central termoeléctrica Hidroaysén, para impedir barreras de entrada al sector de generación eléctrica42.

Aparte de los ajustes automáticos macroeconómicos y la influencia de poderes económicos espúreos sobre las políticas públicas, una tercera forma de entender la configuración del neoliberalismo es observar cómo se proveen los bienes y servicios públicos, sobre todo de carácter social, como la educación, la salud, la seguridad social. Para muchos, el hecho de que se trate de provisiones que contribuyen a satisfacer derechos sociales esenciales debería impedir que sean ofrecidos por el sector privado a través del mercado. Ello implicaría lucro, que sería la antítesis de un derecho social. Aquí el problema es más empírico que teórico. Se podría argüir que el neoliberalismo ha contaminado las políticas públicas en estas áreas, permitiendo una mayor participación del mercado en áreas que deberían ser exclusivamente públicas. Pero lo que importa es que la población reciba esos bienes y servicios, en cantidad, precio, calidad y equidad. Más que la propiedad de la provisión, lo que interesa son los resultados, que dependen de las políticas públicas correspondientes43. Una provisión por el Estado no garantiza la satisfacción de las necesidades en cantidad y calidad. Podemos recordar los tiempos en que la telefonía era monopolio estatal, y se caracterizaba por su incapacidad en cantidad, calidad y equidad. O la educación universitaria que, al abrirse a la provisión privada, amplió la cobertura en forma masiva, aunque no resolvió satisfactoriamente la cuestión del financiamiento. O la educación media pública que, si se mira la expresión de las preferencias ciudadanas, está a menudo por debajo de las que recibe la educación privada. Por cierto, siempre será necesario y deseable que haya una oferta pública de esos servicios, en cantidad, calidad y equidad. Pero es necesario abordar también la cuestión del financiamiento, de modo de no sesgar la oferta en función del poder adquisitivo de los usuarios.

En el segundo gobierno de la presidenta Bachelet se intentó una reforma a la educación, para beneficiar a la educación pública, privilegiando especialmente a la educación universitaria, donde acceden los estudiantes de más altos ingresos, en desmedro de la educación pre-escolar y primaria. Esto respondió a la capacidad de movilización y protesta de aquéllos. Se impusieron nuevas regulaciones y restricciones a la educación media privada y subvencionada, pero tuvieron la consecuencia de afectar negativamente esa oferta, sin que hubiera habido mejoras en los contenidos de la educación pública. De nuevo, los resultados son los que importan.

También tenemos otro ejemplo, muy actual: el caso del retiro parcial de los fondos de pensiones44. Contra las advertencias razonables de toda la tecnocracia económica, de derecha e izquierda, y aun contra las demandas ciudadanas por el mejoramiento de las pensiones, la clase política optó por permitir el retiro parcial de esos fondos, pensando no sólo en las necesidades de las familias más vulnerables en tiempos de crisis sino también (¿y sobre todo?), en los votos de las siguientes elecciones (en Argentina lo hicieron más crudamente, simplemente por un acto de expropiación para financiar gastos del Estado). Ya el Estado tendrá que encargarse en el futuro45. Aquí ganó la política (más bien, la mala política) contra un criterio de sanidad económica, entrando de lleno al ámbito del populismo. Estas contradicciones no son resultado del neoliberalismo, sino al contrario: reflejan el predominio de una opción populista por encima de una racionalidad económica elemental, demostrando que en democracia el sistema económico no es tan hermético y cerrado como a menudo se lo presenta. Ellas revelan la permanente confrontación entre la política y la economía, dejando numerosas áreas grises y grietas.

Una cuarta expresión neoliberal tiene que ver con los factores idiosincráticos y culturales, en particular, con la concepción de la persona como ser individual o ser social, gregario e inserto en un sistema de redes sociales. En la visión neoliberal de la dictadura, se criticó el período de los gobiernos mesocráticos chilenos (desde los años 30 hasta principios de los 70s) por el paternalismo estatal, el clientelismo y el exceso de intervencionismo, que habrían inhibido el esfuerzo propio, el espíritu emprendedor e innovador. Se criticó al Estado rentista al amparo del cual los grupos de presión se organizaron para acceder a esas rentas en detrimento del desarrollo productivo y competitivo (el ejemplo más flagrante de ese Estado rentista fue el viejo modelo previsional de reparto, el cual permitió que fuertes grupos de presión obtuvieran sistemas privilegiados de seguridad social, a costa de toda la ciudadanía).

 

Pero aquí el neoliberalismo de la dictadura sí inclinó el péndulo al otro extremo, con buenas razones para algunos cambios, pero ignorando la necesidad de Estado para las acciones colectivas, la producción de bienes y servicios públicos, la corrección de las fallas de mercado y la transformación productiva. Se confió en que el mercado libre bastaría para inducir el cambio cultural del empresario rentista al empresario innovador y competitivo. Se desarrolló una amplia apología del individualismo y la meritocracia, como caminos insustituibles para el progreso. El concepto de la igualdad de oportunidades expresó en forma sintética la ideología del individualismo, ocultando que las oportunidades difícilmente se distribuyen en forma equitativa. Existen sesgos desde el nacimiento de las personas, que se manifiestan en los niveles de ingreso y educación de los padres, en las escuelas a las cuales los niños van a asistir, en los barrios donde van a vivir, en los ambientes sociales donde se van a desenvolver, incluso en las parejas que van a tener46.

La otra cara de la medalla es que a pesar de esos sesgos, surgió un nuevo tipo de empresario, más innovador y dispuesto a correr riesgos en la búsqueda de nuevos mercados, nuevos productos, nuevos consumidores, nuevas tecnologías, al estilo schumpeteriano. También un nuevo tipo de consumidor, dispuesto a innovar en sus formas de consumo, dispuesto a endeudarse y sobre todo, asumiendo el consumo como una forma de insertarse en la modernidad, al decir de Peña47.

Por cierto, todos estos aspectos y puntos de vista, con sus múltiples aristas, son debatibles. Para eso hay que analizar, contrastar, mirar experiencias, tener información. Las conclusiones deben venir al final del debate, del diálogo, no al comienzo, porque entonces el diálogo es de sordos. Partir por las conclusiones lleva fácilmente a un ideologismo vacío, inútil. La “conversación” entre la política y la economía se hace cada vez más difícil. Como en la historia de la torre de Babel, han proliferado los lenguajes ambiguos, simplistas e ingenuos y los actores no se entienden. La construcción de la torre está amenazada de paralización. La disciplina de la economía ha aportado mucho al bienestar social por lo cual es imprescindible distinguir una correcta comprensión sobre su funcionamiento, de lo que es una visión extrema, simplificada y teóricamente débil como es la que sustenta el neoliberalismo más extremo. El fundamentalismo de mercado no es lo mismo que la economía de mercado. Pero tampoco ayuda el fundamentalismo opuesto, de las retroexcavadoras, el populismo y el voluntarismo político.

En resumen, el esfuerzo por penetrar el significado del neoliberalismo contemporáneo nos ha llevado a identificar los ámbitos específicos en los cuales puede manifestarse. Debe entenderse que no toda economía de mercado es necesariamente un neoliberalismo. Se trata más bien de una zona gris, con muchos matices, que se mueven entre los extremos de un fundamentalismo de mercado, con los criterios mercantiles invadiendo todo el ámbito de lo público, y un populismo en el cual prevalecen intereses supuestamente populares pero que en realidad corresponden sólo a ciertos segmentos de la ciudadanía con capacidad de enquistarse en el poder político, ignorando toda consideración respecto del uso más racional (orientado al bien general) de los recursos económicos.

¿Ir más allá del neoliberalismo?

Para no dejar en suspenso el deseo expresado a voz en cuello y gritado por la elite de izquierda, de acabar con el neoliberalismo, valen algunas reflexiones finales acerca de qué podría significar ese deseo, cómo podría interpretarse un estado de situación “no neoliberal” (¿liberal a secas, entonces? ¿popular? ¿social-demócrata?).

A riesgo de reiteración, sugerimos partir por la pregunta inicial de este ensayo ¿ha sido neoliberal la experiencia económico-política que hubo en Chile desde 1990? A la luz de nuestra argumentación, la respuesta es que la pregunta está mal planteada. No se trata de situaciones unívocas. El concepto de neoliberalismo cumple una función de movilización política, a la manera de un slogan, pero no es útil en la discusión de ideas, donde se requiere precisar, diferenciar y matizar. Partiendo en un sistema de alta intensidad neoliberal heredado de la dictadura (aunque modificado progresivamente después de 1982), la estrategia concertacionista post 1990 intensificó gradualmente los cambios a esa herencia, para avanzar hacia lo que llamamos una “síntesis concertacionista” o una economía social de mercado: un abandono de la pretensión de un sistema de mercado todopoderoso y autorregulado, el desarrollo de un Estado regulador y social más potente, con aumento de sus recursos y capacidades regulatorias que, sin embargo, buscó una cooperación público-privada para reforzar la capacidad de crecimiento competitivo en un mundo globalizado. En este sentido podría afirmarse que algunos rasgos neoliberales han permanecido en cuanto el Estado ha construido institucionalidades para la permanencia del mercado en ámbitos que tradicionalmente fueron estatales, como la construcción de obras públicas o la provisión de energía y telecomunicaciones, pero en la medida que ello ha contribuido a ampliar la oferta de esos bienes y las oportunidades de empleos, ha redundado también en el aumento del bienestar de la población en general.

La derrota electoral en 2009 de la centro-izquierda que había gobernado por veinte años, expresó un sentimiento de frustración. Había dos caminos para enfrentarla: un análisis racional de sus causas, de las insuficiencias, de los cambios inacabados, de las nuevas circunstancias mundiales, para definir una agenda de futuro; o entregarse a un sentimiento de culpabilidad, de haber cometido errores estratégicos profundos. Las posturas díscolas ganaron terreno y en particular aquéllas que se habían negado a participar en el proceso de enfrentar a la dictadura por la vía electoral, sosteniendo la necesidad de usar todas las formas de lucha. Para éstas fue más fácil plantear que la transición democrática no fue sino la continuidad del neoliberalismo de la dictadura. La centro-izquierda arrepentida se sumó a esta postura y abdicó de su historia reciente, abriendo un nuevo escenario que se desplegó a lo largo de la segunda década del siglo XXI. Fue una decisión política trascendental (y fatal para sus pretensiones futuras). Paradojalmente, esa derrota de 2010 no dio paso a una radicalización hacia la izquierda sino a un gobierno de centro-derecha que reafirmó el modelo concertacionista, aunque cortándole algunas de sus alas, especialmente aquéllas que apuntaban a una reforma del sistema de transformación de la estructura productiva y a una reforma del sistema previsional. Lo que vendría después fue el reflujo de la izquierda, con un segundo gobierno de Bachelet mucho más cargado al reformismo, mal aplicado, que no pudo proyectarse en el tiempo y dio pábulo para una nueva presencia de centro-derecha, ahora con consecuencias fatales para la gobernabilidad, como lo demostraron los hechos posteriores a 2019 y que comentaremos en ensayos posteriores. Estos hechos, que culminan con el terremoto político de la elección de la Convención Constituyente de mayo de 2021, marcan el rechazo contundente a la elite política en el poder, al sistema de partidos, a la institucionalidad política y supuestamente, al modelo neoliberal.