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Cuando la tierra era niña

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–Todo se arreglará; no te apures, mujer—repuso el forastero de más edad, bondadosamente—. Un recibimiento honrado y cordial hace maravillas y es capaz de convertir los manjares más humildes en néctar y ambrosía.

–Recibimiento cordial sí le tendréis—exclamó Baucis—, y además un poco de miel, que por casualidad me queda, y un racimo de uvas color de púrpura.

–Pero, ¡madre Baucis, eso es un festín!—exclamó Azogue, riéndose—. ¡Un festín completo! Y ya verás qué bien represento yo mi papel de invitado. ¡Creo que en mi vida he tenido más hambre!

–¡Los dioses nos ayuden!—dijo por lo bajo Baucis a su marido—. ¡Si este joven trae el hambre que dice, temo que va a quedarse a medio cenar!

Todos entraron en la cabaña.

Y ahora, oyentes míos, ¿queréis que os cuente algo que os hará abrir los ojos de par en par? Verdaderamente es una de las cosas más extrañas de toda esta historia. Recordaréis que el bastón de Mercurio se había apoyado en la pared de la casa. Bueno; pues cuando su dueño entró en ella, dejándole olvidado, ¿qué hizo el bastón? Abrir inmediatamente las alas y subir, dando saltos, los escalones de la puerta. Tap, tap, tap iba haciendo por el suelo de la cocina, y no se quedó quieto hasta que llegó a colocarse, con gran seriedad y decoro, junto a la silla de Azogue. El anciano Filemón y su mujer estaban tan atareados atendiendo a sus huéspedes, que no repararon en lo que estaba haciendo el bastón.

Como Baucis había dicho, la comida era escasa para dos caminantes hambrientos. En medio de la mesa había un trozo de pan negro con un pedacito de queso, y en un plato un panal con miel. Había un gran racimo de uvas para cada uno de los huéspedes. Y un cantarillo de barro, casi lleno de leche, estaba en un extremo de la mesa; pero cuando Baucis hubo llenado dos tazones y los hubo colocado delante de los forasteros, sólo quedaba un poco de leche en el fondo del cantarillo. ¡Ay, es triste cosa cuando un corazón generoso se encuentra apretado por la escasez! La pobre Baucis hubiera deseado pasar hambre toda una semana, con tal de que pudiera hacerse el milagro de dar a los hambrientos viajeros cena más abundante.

Y ya que la cena era tan escasa, no podía menos de desear que hubiesen tenido un poco menos de apetito. En cuanto se sentaron, los viajeros se bebieron del primer sorbo casi toda la leche de los tazones.

–Un poco más de leche, madre—dijo Azogue—. El día ha sido caluroso y estoy sediento.

–¡Ay de mí!—respondió Baucis, confusa—. ¡Me da tanta pena y tanta vergüenza! Pero la verdad es que apenas queda en el cántaro una sola gota. ¡Ay, marido, marido!, ¿por qué no nos habremos pasado sin cenar?

–Me parece—dijo Azogue, levantándose y cogiendo el cantarillo por el asa—, me parece que no andan las cosas tan mal como dices. De seguro hay más leche en el cántaro.

Diciendo esto, ¡cuál fué el asombro de Baucis, al ver que el viajero llenó no sólo su tazón, sino el de su compañero, con leche del cántaro que ella se figuraba estar casi vacío! La buena mujer apenas podía creer lo que estaba viendo. Seguramente había echado en los tazones casi toda la leche, y había visto la poca que en el fondo del cántaro quedaba, antes de volverle a dejar encima de la mesa.

–Como soy vieja—pensó Baucis—, ya no veo tan bien como antes. Me habré equivocado. De todos modos, ahora sí que no puede menos de estar vacío, después de haber llenado dos veces los tazones.

–¡Qué leche tan rica!—observó Azogue, después de sorberse el segundo tazón—. Perdón, excelente huéspeda, si te pido un poquito más.

Baucis había visto claro, como la luz, que Azogue, al servirse, había vuelto el cántaro completamente boca abajo, echando hasta la última gota de leche al llenar el segundo tazón. Por lo tanto, no era posible que quedase más. Y para hacérselo comprender así, levantó el cántaro e hizo el movimiento de echar leche en el tazón de Azogue, sin la más remota esperanza de que cayese nada. ¡Cuál fué, por lo tanto, su sorpresa, cuando cayó en la taza tan abundante cascada, que el tazón se llenó inmediatamente y la leche empezó a correr por la mesa! Las dos serpientes, que estaban enroscadas en el bastón de Azogue, alargaron la cabeza y empezaron a lamer la leche que se había vertido. Pero ni Filemón ni Baucis repararon en esta circunstancia.

¡Y qué deliciosa fragancia tenía! Parecía como si las vacas de Filemón hubiesen pastado aquel día la hierba más rica del mundo. ¡Cómo me alegraría si cada uno de vosotros pudiese tomar un tazón de leche como aquélla, a la hora de cenar!

–Y ahora, un poco de pan moreno, madre Baucis—dijo Azogue—, y un poco de miel.

Baucis cortó una rebanada, y aunque el pan, cuando ella y su marido le comieron, estaba ya duro y seco, ahora estaba tierno como si acabase de salir del horno. Probando una miga que se había caído en la mesa, le pareció el pan más delicioso que había comido en su vida, y apenas podía creer que ella misma lo hubiese amasado y cocido. Y sin embargo, ¿de qué otra hogaza podía ser?

¡Y la miel! Más vale que no intente describiros el color y el olor exquisito que tenía: su color era el del oro más puro y transparente, y olía a mil flores, pero flores como nunca han crecido en ningún jardín de la tierra; para buscarlas, las abejas debieron haber volado muy por encima de las nubes. Y lo maravilloso era que, después de revolotear sobre jardines de tan deliciosa fragancia e inmortal florecimiento, se hubiesen resignado a bajar otra vez a la humilde colmena del huerto de Filemón. Nunca miel de este mundo ha tenido el color, el sabor y el perfume de aquélla. El aroma flotaba en la cocina, y era tan delicioso que, cerrando los ojos, instantáneamente hubieseis olvidado el techo bajo y las paredes ahumadas, y hubieseis creído estar bajo una glorieta de madreselvas. Aunque la pobre Baucis era mujer sencilla, no pudo menos de pensar que allí estaba pasando algo extraordinario. Así es que, después de servir a sus huéspedes el pan y la miel, se sentó al lado de Filemón, y le dijo en voz baja lo que había visto.

–¿Has oído nunca cosa semejante?—le preguntó.

–No, nunca—respondió Filemón sonriendo—. Y creo más bien, vieja de mi alma, que has estado soñando despierta. Si hubiese yo servido la leche, hubiese visto lo que en realidad pasaba. Puede que hubiese en el cántaro un poco más de la que tú creías; eso es todo.

–¡Ay, marido!—dijo Baucis—, di lo que quieras; pero éstas son gentes muy extrañas.

–Bien, bien—respondió Filemón sin dejar de sonreir—, puede que lo sean. Ciertamente, parece que en otros tiempos han debido estar en mejor posición que ahora, y me alegro en el alma de ver que cenan con tanto gusto.

Cada uno de los huéspedes había cogido su racimo de uvas. Baucis, que se estaba restregando los ojos para ver más claro, se figuró que los racimos habían crecido, y que cada uno de los granos estaba a punto de estallar, maduros y jugosos. Y era completamente incomprensible para ella cómo tales uvas hubieran podido producirse nunca en la parra vieja que trepaba por las paredes de su casa.

–¡Admirables uvas!—observó Azogue, que las iba tragando una tras otra, sin que, al parecer, el racimo disminuyese—. ¿De dónde las coges, amable huésped?

–De mi parra—respondió Filemón—. Desde aquí se pueden ver las ramas retorciéndose detrás de la ventana; pero mi mujer y yo nunca creímos que fuesen muy buenas.

–Nunca las he comido mejores—respondió el huésped—. Otra tacita de esa leche deliciosa, y bien puedo decir que he cenado mejor que un príncipe.

Esta vez fué Filemón el que se levantó y cogió el cántaro, porque tenía curiosidad por saber si eran ciertas las maravillas que Baucis le había contado. Bien sabía que su buena mujer era incapaz de mentir, y que pocas veces se equivocaba en lo que suponía ser verdad. Pero era tan peregrino el caso, que quería verlo con sus propios ojos. Al coger el cántaro, miró hacia dentro y se convenció de que apenas contenía unas cuantas gotas. De pronto, sin embargo, del fondo brotó como una fuentecita blanca, que lo llenó hasta la boca de leche espumosa y fragante. Suerte fué, y grande, que Filemón, en su sorpresa, no dejase caer el cántaro milagroso.

–¿Quiénes sois, maravillosos viajeros?—exclamó mucho más asombrado que lo había estado su mujer.

–Tus huéspedes, buen Filemón, y tus amigos—repuso el viajero de más edad, con su voz grave y profunda, que al mismo tiempo parecía suave y melodiosa—. Dame a mí también otra taza de leche, y así tu cántaro no se vacíe nunca para la buena Baucis, para ti y para los caminantes necesitados.

Habiendo terminado la comida, los forasteros pidieron que les indicaran sitio donde poder descansar. Los viejecillos hubiesen querido estar un rato más hablando con ellos, para expresar la admiración que sentían y su alegría al ver que la cena, pobre y escasa, había resultado mucho mejor y más abundante de lo que creían. Pero el forastero de más edad les había inspirado tal respeto, que no se atrevieron a preguntarle nada, y cuando Filemón llevó a Azogue a un lado y le preguntó cómo era posible que hubiese brotado una fuente de leche dentro de un cántaro, el viajero señaló su bastón.

–Ahí está todo el misterio—dijo Azogue—. Y si le puedes descifrar tú, me alegraré muchísimo de que me comuniques lo que descubras. No puedo contarte todo lo que hace ese bastón; siempre me está dando bromas de éstas. Unas veces me trae la cena, otras me la roba. Si creyese yo en semejantes tonterías, diría que está embrujado.

No dijo más; pero les miró de un modo tan extraño, que los viejos pensaron que estaba burlándose de ellos. El bastón mágico fué tras de su amo dando saltos, cuando Azogue salió de la habitación. Cuando se quedaron solos los dos viejos, hablaron un rato de los acontecimientos de la noche, y luego se echaron a dormir en el suelo, porque habían dado su cama a los huéspedes y no tenían otra más que aquellas tablas, que ojalá hubieran sido tan blandas como sus corazones.

 

El anciano y su mujer se levantaron temprano por la mañana, y los viajeros también se levantaron con el sol y se prepararon a seguir su camino.

Filemón, hospitalariamente, les pidió que se quedaran un poco más, hasta que Baucis ordeñase la vaca y cociese un panecillo en el horno, y acaso hasta les encontrase algunos huevos para el desayuno. Pero los viajeros querían andar buena parte del camino antes de que apretase demasiado el sol. Por lo tanto, insistieron en marcharse inmediatamente, pero pidieron a Filemón y a Baucis que les acompañasen un rato, para enseñarles el camino que debían tomar.

Así salieron los cuatro juntos de la casa, charlando como amigos antiguos. Era, en verdad, notable lo de prisa que los dos ancianos tomaron confianza con el viajero de más edad, y cómo sus almas honradas y sencillas se perdían en la suya como dos gotas de agua se perderían en el Océano sin límites. Y Azogue, con su ingenio agudo y regocijado, parecía descubrir hasta el más pequeño pensamiento que apuntaba en sus mentes, antes de que ellos mismos le hubiesen sospechado. A veces deseaban, es verdad, que no fuese tan listo, y casi casi que tirase a cien leguas su bastón, que tenía un aire tan endemoniadamente malicioso con las serpientes, que no dejaban de retorcerse. Pero, pensándolo bien, Azogue mostraba tan buen humor, que al fin y al cabo se hubiesen alegrado de tenerle en casa a él, a su bastón y a sus serpientes, mientras les durase la vida.

–¡Ay de mí!—exclamó Filemón cuando ya se hubieron alejado un poco de la puerta—. Si nuestros vecinos supiesen lo bueno que es dar hospitalidad a los forasteros, atarían sus perros y no volverían a consentir a sus hijos que tirasen una sola piedra.

–Es un pecado y una vergüenza para ellos el portarse así—exclamó con vehemencia Baucis—, y hoy mismo he de bajar al pueblo y he de decir cuatro verdades a esos desalmados.

–Temo—observó Azogue, sonriendo maliciosamente—que no vas a encontrar en casa a ninguno de ellos.

El entrecejo de su compañero adquirió precisamente entonces tan grave, austera y terrible grandiosidad, sin perder su serenidad por ello, que ni Filemón ni Baucis se atrevieron a pronunciar palabra. Le miraron a la cara con reverencia, como si hubiesen mirado al cielo.

–Cuando los hombres no quieren portarse con el más humilde de los extraños como si fuese hermano suyo—dijo el viajero en tono tan profundo que su voz sonaba como la música de un órgano—, no son dignos de existir sobre la Tierra, que fué creada para morada de la gran hermandad humana.

–Y ahora que hablamos de eso, viejos de mi alma—dijo Azogue con la mirada más regocijada del mundo—, ¿dónde está el pueblo de que vamos hablando? ¿A la derecha o a la izquierda? Me parece que no le veo por ninguna parte.

Filemón y su mujer se volvieron hacia el valle, donde, al ponerse el sol el día antes, habían visto las praderas, las casas, los huertos, los macizos de árboles, la calle ancha, los niños jugando y todas las señales de trabajo, regocijo y prosperidad. Pero, ¡cuál fué su asombro! ¡No había allí ni asomo de aldea! Hasta el fértil valle, en cuyo hueco yacía, había dejado de existir. En su lugar se veía la superficie amplia y azul de un lago que llenaba la inmensa cuenca del valle de orilla a orilla, y reflejaba las colinas circundantes con imagen tan tranquila como si hubiese estado allí desde el principio del mundo. Un instante, el lago permaneció completamente quieto. Luego una brisa pasó sobre él e hizo bailar el agua y centellear y brillar a los tempranos rayos del sol, y chocar con agradable murmullo contra la orilla.

El lago parecía tan familiar en aquel sitio, que los dos viejos se quedaron asombrados, como si pensaran que habían estado soñando con un pueblo que nunca hubiera existido. Pero en seguida recordaron las casas desaparecidas, y las caras y los caracteres de los habitantes, y comprendieron que no soñaban. ¡El pueblo había estado allí ayer, pero ya no estaba!

–¡Ay!—exclamaron los dos ancianos bondadosos—. ¿Qué ha sido de nuestros pobres vecinos?

–Ya no existen como hombres y mujeres—dijo el viajero de más edad con su voz profunda, y un trueno pareció hacerle eco en la lejanía—. No había en sus vidas ni utilidad ni belleza, porque nunca suavizaron ni dulcificaron el duro destino de la Humanidad con el ejercicio de afectos bondadosos entre hombres y hombres. No conservaron en su pecho la imagen de una vida mejor, y por eso el lago que estaba aquí hace siglos, se ha tendido de nuevo para reflejar el cielo.

–Y en cuanto a aquellas gentes necias—dijo Azogue con su maliciosa sonrisa—, todas se han convertido en peces. Poco han tenido que cambiar, porque ya eran un puñado de pillos con escamas en el corazón y sangre completamente fría. De modo, madre Baucis, que si tú o tu marido tenéis capricho de comer una trucha a la parrilla, podéis echar un anzuelo y pescar media docena de vuestros antiguos vecinos.

–¡Ah!—exclamó Baucis estremeciéndose—. ¡Por todo el oro del mundo no pondría una sola en la sartén!

–No—añadió Filemón haciendo un gesto de desagrado—; ¡no las podríamos atravesar!

–En cuanto a ti, buen Filemón—continuó el viajero de más edad—, y tú, amable Baucis, con vuestros escasos medios habéis puesto tanta cordialidad para recibir a unos pobres caminantes, que la leche se ha convertido en inextinguible fuente de néctar, y el pan y la miel en ambrosía. Así las divinidades han tenido en vuestra casa los mismos manjares que forman sus banquetes en el Olimpo. Habéis hecho bien, queridos amigos. Por lo tanto, pedid lo que más deseéis conseguir, y está concedido.

Filemón y Baucis se miraron, y luego no sé cuál de los dos habló; pero lo que uno dijo era el deseo de sus dos corazones.

–Queremos vivir juntos hasta nuestro último día, y salir de este mundo en el mismo instante, cuando muramos. ¡Porque siempre nos hemos amado!

–¡Así sea!—repuso el viajero con majestuosa bondad—. Y ahora, mirad vuestra casa.

Así lo hicieron; pero, ¡cuál fué su sorpresa al encontrarse con un gran edificio de mármol blanco, con grandioso pórtico, que ocupaba el sitio donde hasta hace un momento estaba su humilde morada!

–Esa es vuestra casa—dijo el viajero sonriendo benévolamente—. Ejercitad la hospitalidad en este palacio tan cordialmente como en la pobre choza donde ayer tarde nos recibisteis.

Los ancianos se arrodillaron para darle las gracias; pero ya ni él ni Azogue estaban allí.

Así, Filemón y Baucis se instalaron en el palacio de mármol, y pasaron días y días con gran satisfacción en recibir y agasajar a cuantos viajeros pasaban por aquel camino. No debo olvidar deciros que el cántaro conservó su virtud maravillosa de no estar nunca vacío cuando hacía falta que estuviese lleno. Siempre que un huésped honrado, de buen genio y de buen corazón, bebía un trago de aquel cántaro, comprendía que era el líquido más agradable y nutritivo que hubiese bebido nunca. Pero si un pillo de mal carácter, terco o malintencionado, acertaba a beber de él, seguro estaba de hacer una mueca de desagrado, diciendo que la leche estaba agria.

Así el matrimonio, ya tan viejo, vivió en su palacio y envejeció más y más. Por fin llegó una mañana de verano, en que Filemón y Baucis no aparecieron sonrientes, como de costumbre, para llamar a sus huéspedes de la noche anterior al desayuno. Los huéspedes los buscaron por todas partes de arriba abajo, en el espacioso palacio, pero inútilmente.

Por fin, después de mucha perplejidad, vieron frente al pórtico dos venerables árboles, que nadie pudo recordar haber visto allí el día antes. Allí estaban, con las raíces fuertemente hundidas en tierra, y anchas copas, cuyo follaje daba sombra a toda la fachada del edificio: uno era un tilo, otro un roble. Sus ramas—y era extraño y hermoso el verlo—estaban mezcladas, y se enlazaban unas con otras; así es que cada uno de los árboles parecía vivir en el seno de su compañero mucho más que en el suyo propio.

Mientras los huéspedes se maravillaban viendo cómo aquellos árboles, que hubiesen necesitado casi un siglo para crecer así, podían haberse hecho tan altos y venerables en una sola noche, se levantó un poco de viento y movió las ramas entrelazadas. Y entonces hubo en el aire un profundo murmullo, como si los dos misteriosos árboles estuviesen hablando.

–Yo soy el viejo Filemón—murmuró el roble.

–Y yo Baucis—murmuró el tilo.

Y como el viento se hizo más fuerte, los dos árboles hablaron a un tiempo—¡Filemón! ¡Baucis! ¡Baucis! ¡Filemón!—, como si ambos fuesen uno solo y hablasen juntos desde lo más hondo de su corazón. Fácil era de comprender que la anciana pareja había renovado su vida e iba a pasar lo menos cien años tranquilos y deleitosos: Filemón convertido en roble y Baucis en tilo. ¡Oh, qué hospitalaria la sombra que daban! Siempre que un caminante se detenía


bajo ella, oía un placentero murmullo de las hojas sobre su cabeza, y se maravillaba al escuchar cómo el rumor aquél se parecía a un sonar de palabras que dijese:

–¡Bien venido, bien venido, viajero!

Y algún alma buena, que sabía lo que hubiese agradado a Filemón y a Baucis, construyó un banco circular alrededor de su tronco, donde mucho tiempo después, los cansados, los hambrientos y los sedientos, acostumbraban a descansar y a beber leche abundante del cántaro milagroso.

–¡Ojalá nosotros le tuviéramos aquí ahora!

–¿Cuánto cabía el cántaro?—preguntó Trébol.

–Dos cuartillos escasos—respondió el estudiante—; pero podías estar sacando leche de él hasta llenar una artesa. La verdad es que manaba sin cesar, y no se secaba ni en pleno verano, lo cual no le sucede a ese arroyito que ahora corre, haciendo tanto ruido, vertiente abajo.

–Y ¿dónde está ahora el cántaro?—preguntó el niño.

–Se rompió, siento decirlo, pero es verdad, hace unos veinticinco mil años—respondió el primo Eustaquio—. Le compusieron lo mejor posible; pero aunque siguió sirviendo para contener leche, ya nunca volvió a llenarse solo. Así es que no tenía ya más mérito que cualquier otro cántaro viejo y rajado.

–¡Qué lástima!—exclamaron a un tiempo todos los chiquillos.

El respetable perro Ben había acompañado a los excursionistas, así como también un perrillo pequeño de Terranova, que respondía al nombre de Bruin, porque era negro como un oso. Como Ben era el de más edad y el de costumbres más circunspectas, el primo Eustaquio le rogó respetuosamente que se quedase con los pequeños para guardarles de todo mal. En cuanto al negro Bruin, que era ni más ni menos que un chiquillo, el estudiante juzgó más prudente llevarle consigo, por temor a que en sus turbulentos juegos con los otros chiquillos les echase a rodar colina abajo, aconsejando, pues, a la gente menuda que se estuviesen quietos y sentaditos en el sitio donde los dejaba; el estudiante, con Primavera y demás niños grandes, empezó a subir, y pronto se perdieron todos de vista entre los árboles.