Presente imperfecto

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Las leyes de Tántalo









codiciar







1.

tr

. Desear con ansia.



La vergüenza llega en el momento en que, sin mirarme, te pones en pie y empiezas a vestirte.



Intento disimular mi incomodidad mientras te observo de espaldas y comparo la silueta trabajada de tu cuerpo con las formas imprecisas del mío. Permanezco tumbado, convencido de que la horizontalidad favorece la indiferencia que finjo ante la que será una despedida tan breve como las anteriores. Buscando alguna excusa —un mensaje que no necesito enviar, un cigarrillo que no me apetece fumarme— para completar con acciones minúsculas el tiempo que tardas en localizar tu ropa en el suelo de la habitación.



La última vez. Esta es la última vez.



Me lo repito mientras oigo la puerta cerrarse, tus pasos bajando las escaleras, el silencio de un móvil donde solo te encuentro cuando a mí me pueden las ganas y a ti, la inmediatez. O la rabia.



Hoy he estado a punto de preguntártelo, justo antes de que entraras con esa actitud displicente con la que ni siquiera te molestas en ganarte una atención que sabes que ya tienes. Me habría gustado saber si vienes porque este piso y su ocupante te resultamos prácticos o si la temporalización errática que te trae hasta aquí tiene que ver con circunstancias que ignoro y que para ti, más que alicientes, son atenuantes. Excusas con las que te perdonas por acceder a la humillación de este hombre de físico mediocre y actitud complaciente que, tras cada uno de vuestros polvos, se ha mostrado dispuesto a sumar otro más.



Eso explicaría que todo sucediera siempre con la misma rudeza. Sin margen para nada que no sea la violencia con que nos empujamos a través del pasillo, como si estuviéramos a punto de comenzar una pelea que sé que voy a perder y en la que eres tú quien, agarrándome con una fuerza que tiene más de inmovilización que de abrazo, marca el ritmo de cada uno de sus asaltos.



La primera vez pensé que te habías equivocado, que no había quedado claro quién podía hacer el qué después del abrupto intercambio de requisitos con que decidimos las coordenadas del cómo y del dónde, pero enseguida entendí que esa violencia era tu manera de atribuirte también la ejecución aunque fuera yo quien, obligado por tus brazos e incapaz de oponer resistencia, acabara penetrándote con la misma urgencia que se repetiría en las siguientes ocasiones. Todas y cada una de las veces en que el deseo ha resultado ser más perseverante que mi dignidad.



La última vez, me insisto.



Y aún en la cama, encogido en esa pequeñez en que me desdibujo cada vez que tú sales de ella, me culpo de una debilidad que conozco demasiado bien como para pretender vencerla.



No tiene sentido empeñarse en dejar de ser quien sé que soy, cuando una de las pocas certezas con que cuento es la de una vulnerabilidad que, en mi pantalla, se fractura en tantos pedazos como para hacer imposible una reconstrucción en la que quepa algo parecido al orgullo. Para qué aspirar a contenerme cuando, después de recorrer los perfiles entre los que no tengo nada que ofrecer, sé que un mensaje tuyo despertará de nuevo mis ganas y, peor aún, la fantasía estúpida en la que hablamos y hasta empezamos a conocernos después de follar. Hasta ahora, ninguna de nuestras conversaciones ha dado para semejante prodigio, así que me conformo con los escasos datos con que hemos ido completando el cuestionario previo y en el que tengo más información acerca de tus rutinas y tus horarios de entrenamiento que sobre lo que de verdad me gustaría saber.



Sé que vives en las afueras.



Sé que te obsesiona tu cuerpo.



Sé que estás en una relación de varios años.



Sé que a él no se lo cuentas y que, si quiero que esto siga repitiéndose, tampoco yo debo contarlo.



Y sé que te gusta girarme y manipularme hasta que nuestras bocas quedan a altura del sexo que buscamos voraces y en el que nos permitimos un tiempo que no nos concederemos al terminar.



—Deberías mandarlo a la mierda de una vez.



Lola pierde la paciencia conmigo cada vez que le hablo de ti. Es más, para ella ni siquiera tienes nombre. No soporta que te mencione, ni cuando le explico que hemos quedado de nuevo ni cuando me quejo de que no muestres ningún interés por volver a verme.



—No lo entiendo, Teo, en serio.



—Ya —me rindo en vez de defenderme—, yo tampoco.



—Pues pon más de tu parte. Además, ¿qué tiene de malo estar solo?



Me encojo de hombros, porque el verdadero problema no es estar solo, sino la autoestima herida por no saber si alguna vez voy a estar con alguien. Los cristales en que me observo lejos del canon que me permitiría avanzar hasta la siguiente plataforma en el laberinto de aplicaciones donde soy, en el mejor de los casos, invisible.



—Ese tío te está usando.



—Y yo a él.



—Bueno, eso es lo que tú te dices.



—Eso es lo que hacemos, Lola. Usarnos. Yo también saco algo.



—Cuando él decide que puedes tenerlo.



—Pero al menos lo tengo.



—Qué triste, ¿no?



—Cuando lo tengo debajo de mí te aseguro que no lo es.



Iba a ser más directo, pero he logrado frenarme antes de acabar con la paciencia de Lola y obligarla a que se levante y me deje con esta botella de vino que acabamos de empezar y que, como se ajusta a la cantidad estricta de euros que hoy podemos permitirnos, sabe tan áspero como nuestra conversación.



—Monólogo —me corrige ella cuando trato de pedirle que cambiemos de tema—. Hablar contigo es como figurar en uno de tus relatos —estoy a punto de interrumpirla para confesarle que sigo sin encontrar editor para los más recientes, pero prefiero guardarme el inciso para no darle tan pronto la razón—, perdida en medio de una historia donde el único protagonista siempre eres tú.



—Eso no es verdad.



—¿Ah, no?



—Claro que no. Mis relatos son otra cosa. Cuando quedo contigo, hablamos de los dos.



—Vale, pues demuéstramelo.



—¿Y cómo quieres que te lo demuestre?



—Cuéntame ahora a mí.



—¿Qué?



Lola llena las copas y me desafía después de dar un trago a este vino que, tras superar el primer tercio de la botella, casi parece asumible.



—Que me cuentes a mí.



Si, como ella propone, esto fuera un juego literario, su relato empezaría en nuestro Erasmus en Roma y acabaría en David y en Marion, lo que supondría admitir que tengo poco que decir del intervalo que abarca desde su piso compartido hasta esta misma tarde. Ese paréntesis que comienza con el momento en que conoce a dos personas con quienes entabla una relación que no necesito que me explique porque resulta obvia cada vez que los veo a los tres juntos y que termina a la vez que apuramos la primera de las tres botellas de vino que caerán hoy. No estoy seguro de que la culpa de ese vacío narrativo sea mía, quizá sí podría llenar estas líneas hablando de Lola si ella me hubiera descrito un poco mejor a Marion, o a David, si me hubiera querido contar qué la sedujo de ella o qué la atrajo de él, en qué momento pensaron que podían compartir piso y vida con una armonía que yo sigo buscando y que, aunque me duela admitirlo, me obsesiona.



Adivino mi reflejo en el fondo de la copa y me pregunto si en mi expresión no hay un rastro de envidia. Un tímido gesto que no se atreve a manifestarse con la misma contundencia con que sí me hiere cuando Lola se excusa y me dice que no puede escaparse conmigo en uno de esos viajes que antes sí hacíamos, los que empezaron con ese Erasmus en Italia y se prolongaron mientras acabábamos una carrera que dejó de interesarnos en el mismo momento en que nos matriculamos en ella. Puedes venirte con nosotros, suele añadir, como si ser el número cuatro en un mundo de tres no resultara aún más humillante que invitarte —no creas que en esta digresión me he olvidado de ti— a mi cama.



—Llevaba yo razón…



Lola se ríe y rompe en pedazos la servilleta donde he improvisado unas líneas que debían de hablar de ella y que, me temo, solo he sido capaz de que hablen de ella conmigo.



Alza su mano para pedir la segunda botella y me detengo a mirarla con la atención que siento que no le he prestado desde que he asumido que su nueva realidad la aleja de la que habíamos construido los dos juntos. Repaso, como si no la conociera, sus ojos menudos y grises, su nariz recortada y su melena rubia siempre desordenada y en movimiento, agitándose con la misma libertad con que escoge la ropa con la que juega a disfrazarse en un cuerpo que aprendió a querer después de los años en que llegó a odiarlo. De eso tan solo sé lo justo, lo que quiso contarme en aquel apartamento en Roma del que lo único que recuerdo son las fiestas en las que se mezclaban bebidas e idiomas mientras, entre rayas y copas, yo me ejercitaba con hombres que nunca volvía a ver y de los que aprendía el tipo de amante en que quería llegar a convertirme. A lo mejor no me contó más porque no estaba escuchando, o porque ella misma tampoco sabía cómo hacerlo. Ahora no parece sensato preguntarle por todo aquello. No cuando la segunda botella nos permite alejarnos de los reproches de lo que no sabemos y reírnos de guiños y bromas que no por gastadas resultan menos eficaces.



Sus anécdotas en el laboratorio. Las mías en mi empresa. La reflexión social lo suficientemente burguesa como para ironizar sobre la precariedad de nuestros contratos sin que eso desemboque en acción necesaria alguna. Las alusiones a la serie que no debería perderme. El comentario sobre una exposición recién inaugurada de una pintora del exilio (Ruth no sé qué más). Y el diálogo avanza hacia la intrascendencia en la que sí nos reconocemos y donde puedo refugiarme en su manera de agitar la melena cada vez que está en desacuerdo conmigo al mismo tiempo que baja la voz cuando intenta convencerme para que esté de acuerdo con ella.

 



—Déjalo de una vez —me insiste. Y coloca su mano derecha firme sobre la mía, con ese tono solemne que le da a los consejos (pocos) que se atreve a ofrecerme. Como la tarde en la que decidimos que ese Erasmus era la ocasión que necesitábamos para alejarnos de una realidad que nos asfixiaba y abrazar otra en la que, si hubiéramos sido más hábiles —o más valientes—, deberíamos habernos instalado.



No recuerdo más momentos en que se haya mostrado tan taxativa. Salvo hoy. Quizá porque tu nombre, que jamás me deja pronunciar en voz alta, le resulta especialmente desagradable. O porque imagina qué límites estoy dispuesto a cruzar con tal de que tú también cruces ese umbral bajo el que, durante unos minutos, parece que buscases algo que necesitas. Algo que sí codicias y que, aunque quiero creer que tiene que ver con lo que yo puedo ofrecer, puede que solo nazca de lo que tú deseas dejar atrás.



—Si te conformases con lo que hay entre vosotros, no me preocuparía —admite a la vez que abrimos, ahora sí, la tercera y última botella de este vino que confirma su mediocridad a cada trago—. Pero no te conformas. Tú esperas, Teo. Esperas que esa intermitencia acabe provocando algo más. Y eso es jodido, porque no va a ocurrir. Y cuando no ocurra, voy a tener que esforzarme mucho para no soltarte un «te lo dije».



Como hoy prefiero mis mentiras a sus verdades (¿por qué tendrían que ser mejores las segundas?), le entrego otra servilleta y le pido que sea ella quien, ahora, me hable de cómo empezó todo con David y Marion. De quién conoció a quién. De en qué momento supieron que no era cuestión de decidir, sino de sumar. Pero Lola adivina mis trucos y, cansada de que utilice sus confidencias para evitar seguir desgranando las mías, dobla la servilleta, la deja en blanco sobre la mesa y me invita, a cambio, a pasarme un día a cenar en su piso.



—Si quieres que no hablemos de ese cabrón, no lo hacemos. Pero no me pidas que me explique a mí ni a mi relación para evitarlo, Teo. Bastantes veces me toca hacerlo ya en otros contextos…



No llego a defenderte porque eso supondría retomar la conversación y convertirte en objeto de un debate donde llevo todas las de perder. Puedo insistir en que no estoy seguro de si el problema, como asegura Lola, se resume en que tú eres un cabrón o, sencillamente, en que yo soy gilipollas, pero resulta tan difícil establecer algún criterio científico con el que medir ambas variables que prefiero no decantarme por ninguna y permitir que el resto de la botella y de la noche nos devuelvan a anécdotas que no necesitamos repetir y a esbozar planes que, seguramente, no haremos. O porque el dinero será insuficiente para ese viaje juntos que Lola y yo nos llevamos prometiendo desde que cambiamos la posibilidad de Roma por los contornos de esta eterna periferia o porque el tiempo será demasiado escaso como para compartirlo con quien ya no ocupa el mismo espacio que sí poseía entonces. Mencionar esto último resultaría mezquino, así que justificaremos todo lo que no hagamos con la precariedad en la que hemos aprendido a sostener el presente y que a veces, aunque me joda admitirlo, me resulta cómoda para explicarme por qué me cuesta tanto inventarme futuros.



Ya de regreso, en la misma cama que hemos deshecho hace unas horas y que no me he molestado en cambiar porque encuentro un placer minúsculo —y admitámoslo, ligeramente masoquista— en las arrugas y el olor que aún perviven en ella, sostengo el móvil y ensayo un mensaje largo que escribo y borro compulsivamente.



Podría dejar que fuera mi voz la que llegase a ti, pero confío en que la temeridad resultante de cualquier comunicación etílica quede amortiguada por el esfuerzo de teclear una selección de palabras entre las que se me escapan todas las que de verdad querría escribirte.



El resultado final es tan poco satisfactorio como el de la servilleta en la que improvisé un relato que, me prometo, sí que voy a escribir, aunque Lola esté convencida de que no sé mirar y no se dé cuenta de cómo me gusta la persona que hoy es y el mundo que, cuando toma la palabra, dibuja ante mí. Incluso cuando los contornos de esos espacios, en los que me ve con demasiada precisión, me duelen.



Borro el mensaje y juego con la idea de eliminar también tu número. De bloquearte. De darme de baja en la misma aplicación que he vuelto a descargar tantas veces como he suprimido de mi teléfono. Imagino la satisfacción de ser yo quien haya cerrado hoy la puerta por última vez. La rabia, ahora sí, que te invadirá cuando necesites utilizar de nuevo a ese hombre al que fingías someter para que nadie, ni siquiera tú, supiera que era él quien en realidad te dominaba. Me resulta morbosa la posibilidad de que puedas acercarte en mi busca, merodeando esta calle que conoces y que, pese a tu soberbia, podría jurar que guardas en tu agenda. Pero la fantasía se aparta pronto del camino por el que pretendo guiarla y me vuelve a conducir hasta esa encrucijada en que esa búsqueda se vuelve necesidad. Y lo sórdido, íntimo. Quizá mantenerte sea el único modo de alejarme, asumir el papel de Tántalo y ser yo mismo quien me niegue lo que, cada vez que reapareces, despierta mi sed.



Preferiría poder elegir cualquier otro mito. Alguno que no tuviera que ver con esos castigos eternos que definen con exactitud nuestra existencia. Cualquier referente que me alejara de la sed de Tántalo o del cansancio de Sísifo y me acercase a ese otro lugar que, gracias a Lola, sé que también existe. Ese Parnaso que, de momento, se halla a salvo de Dite y donde tres personas son capaces de acompañarse y desearse sin que los dioses se atrevan a castigar la soberbia con que los desafían desde su libertad. Quizá porque basta mirarlos de cerca, en cualquiera de las fotos que Lola sube a sus redes, para adivinar en su comunión una belleza intimidante y única, una verdad que ninguno de los tres necesita justificar y que, mientras me pregunto si debo o no borrar tu número, me gustaría encontrar alguna vez.



Si esta fuera una de esas servilletas de bar en las que, en esta etapa de bloqueo perpetuo y de noes continuos, improviso relatos que nunca se publicarán, inventaría un final en el que llegaría un aviso. Mi pantalla parpadearía con una señal que llevaría tu firma y ante la que podría optar por acceder o por contenerme.



El desenlace sería rotundo, preciso. Con esa exactitud de las historias que fingen hablar de la vida pero que, en sus últimas líneas, se traicionan al ofrecer un cierre poético y que, por eso mismo, rara vez resulta verosímil. No sería, en ese caso, un relato realista, sino vengativo. Un cuento redentor donde me regalaría la posibilidad de superarte, o de olvidarte, o —por qué no— hasta de humillarte y que hablaría del deseo y de la dignidad, del vacío y del orgullo, de las expectativas y del conformismo.



Pero si hiciera algo así, estaría olvidando el temblor que me invade cuando me abro paso a través de ti. La respiración agitada de los dos cada vez que esta cama se convierte en nuestro espacio. Los labios que recorren gozosos el cuerpo del contrario, recreándose en la perfección del tuyo o en el modo en que juega a esconder sus complejos el mío. Y eso, por mucho que Lola intente salvarme de mí mismo, no tiene que ver con dignidades ni con usurpaciones, sino tan solo con la voluntad de considerar esos minutos en que tus piernas se enlazan con las mías como el único tiempo posible. Este ahora que, mientras le doy la vuelta al móvil donde temo —a la vez que deseo— volver a encontrarte, es todo lo que tengo.







La huida









arriesgar







1.

tr

. Poner en peligro o exponer a un riesgo.



Sería un reencuentro inocente si no tuviéramos un pasado.



Pero mis pasos me sitúan en el mismo lugar en que Lucía y yo llevamos atrapadas hace ya más de quince años. Ese instante en el que las dos tomamos una decisión de la que, quizá, ni siquiera fuimos responsables. Puede que nos hayamos convencido a lo largo del tiempo de que si no ocurrió fue porque lo evitamos, o porque nos esforzamos por impedirlo, pero cada vez que vuelvo a verla dudo si no fue más que la consecuencia de una sincronización imperfecta y de una logística demasiado precaria.



Lucía no insiste.



Me conoce demasiado bien como para saber que semejante derroche dialéctico solo serviría para alejarme, así que acepta mi silencio ante su oferta —una noche, un hotel, una escapada— y me cede, a cambio, el privilegio de la siguiente réplica, de modo que seré yo quien decida si nuestro encuentro de hoy se prolongará un poco más o si nos despedimos antes de que lo que no decimos pueda empezar a oírse.



—Ya quedaremos algún día —aseguro con ese tono con el que aludo a lo que es evidente que no voy a cumplir.



—Claro —sonríe ella sin traslucir ni un ápice de decepción en su respuesta, como si no tuviese la certeza de que esa llamada no se va a producir.



Podría añadir que ese mensaje ni siquiera será necesario porque nos bastará con seguir la misma rutina que hoy nos ha conducido hasta esta galería a la que hemos venido en más ocasiones de las que nos atreveríamos a admitir. Un espacio que conocimos juntas por culpa de nuestros respectivos trabajos y que acabó siendo de las dos por pura rutina, convertido en testigo habitual de las conversaciones con que nos relatábamos la vida habitada para aludir a esa otra vida que, a ratos, nos gustaría invadir.



—¿Con Marta bien?



Asiento y, en un quiebro no sé si cortés o defensivo, le devuelvo la pregunta.



—¿Y con José Luis?



—Lo de siempre, ya sabes.



En realidad, no. No lo sé. Finjo que he adivinado a lo que se refiere, pero tengo que admitir que ignoro si ese «siempre» encierra una rutina mansa como la que nos ha envuelto a Marta y a mí desde un momento que no soy capaz de determinar. O si es su manera de hablar de un vínculo que no se ha visto tan alterado por el tiempo y la costumbre como, por mucho que Marta lo niegue, creo que se ha vuelto el mío. Lucía, sin embargo, parece convencida de que cuento con los indicios necesarios como para entender la vida conyugal que no me describe y que, honestamente, no necesito conocer. Tampoco le pregunto por sus hijos, aunque haya mencionado algo de cómo le va a Delia en su empresa o a Cristian en la suya. Contemplar sus posibles grietas agravaría el eco que el tiempo hace resonar en las mías y no quiero que mis decisiones, si es que llego a tomar alguna, nazcan del retrato de la frustración ajena.



—Era buena, ¿no crees? —comenta a la vez que señala con la mirada el cuadro de Ruth de la Fuente que tenemos justo a nuestra derecha—. Es difícil retratar mejor el exilio.



Asiento, con la única duda de si me admira más la obra o la biografía de la artista.



—Lo triste es que haya tenido que esperar a morirse para que se le reconozca su talento.



—De algo han tenido que servir nuestras luchas, ¿no te parece?



—Tú y yo tampoco hemos luchado tanto —la corrijo.



Me molesta que mitifique una beligerancia que no recuerdo. En los ochenta, al poco de conocernos en la universidad —ella, en el último curso; yo, apenas comenzándola—, las dos nos dedicamos más a experimentar con nuestras emociones que con nuestro activismo y estábamos más ocupadas en interpretar lo que sentíamos —lo que, tantos años después, quizá aún sentimos— que en cambiar el mundo.



No pretendo culparnos de eso. Ni era fácil definirse en un entorno como el mío, de misa semanal, álbum en sepia y ennegrecidas raíces filofranquistas, ni resultaba sencillo buscarse en una bisexualidad sin referentes que hacían que Lucía se sintiera cuestionada tanto cuando estaba con ellas como cuando se encontraba con ellos. Tuvo que aprender pronto que llegar a entenderse exigía renunciar a explicarse, haciendo caso omiso a los estigmas nacidos de la ignorancia o, peor aún, de la inseguridad de la mayoría de sus parejas, obsesionadas con saber si eran hombres o mujeres quienes tenían cabida en sus fantasías mientras ella dormía a su lado. Sin embargo, me gustaría que también pudiésemos presumir de una revolución que no ejercimos, de haber contribuido a exigir una memoria y un ajuste de cuentas que renunciamos a alcanzar, quizá porque el hambre no nos había mordido la infancia o porque las dos contábamos con las facilidades suficientes como para que nuestra rebelión no dejara de ser un juego.

 



—Tampoco lo hemos hecho tan mal —se defiende Lucía, que siempre ha estado convencida de que escapar de la mediocridad que nos precedía ya había sido batalla suficiente. En mi caso, que tuve la suerte de contar con un punto de partida más acomodado, donde no se requerían las becas que para ella sí fueron imprescindibles, me cuesta verlo así. A pesar de todo, le doy la razón. Sigo sin creer que nuestros recorridos merezcan un especial reconocimiento, pero los años me han enseñado a tratarme con la misma indulgencia que intento aplicar a los demás.



Antes de abandonar la galería, en la que Lucía se jubiló hace ya cuatro años y donde solo volvemos cada vez que inauguran una exposición porque hay grandes probabilidades de encontrarnos, me pregunto cuándo será la próxima vez. Intuyo que ella también lo piensa, pues las dos sabemos que la voluntad no tiene nada que ver con lo que nos pasa, con este caminar en círculos alrededor de dos existencias que nunca convergen porque ninguna de las dos ha encontrado el modo de hacer esa intersección posible más allá de esas noches que convertimos en nuestro particular breve encuentro y que, desde entonces, buscan mañas y estrategias para volver a repetirse.



Desde ese primer verano, en que José Luis y sus dos hijos se habían ido un par de semanas y Marta había salido de viaje de trabajo, hace ya quince años. Ni su relación ni la mía atravesaban por sus mejores momentos, aquejadas de reiteraciones que habían convertido el amor en costumbre y el sexo en una obligación semanal de anodino cumplimiento.



Nos reencontramos en una exposición colectiva de pintoras del exilio de la que Lucía había sido una de sus comisarias y allí, además de descubrirme por primera vez la obra de Marta Palau o Ruth de la Fuente, nos dimos cuenta de que era inútil negarse a las ganas de revivir esa experimentación universitaria que habíamos dejado aparcada años atrás. Resucitar a sus cincuenta y a mis cuarenta y cinco la quemazón de los veinte, la vehemencia de la novedad y la fascinación de lo prohibido porque, simplemente, no se ha acordado.



No sé qué pensaría José Luis si supiera que no ha habido un solo año que hayamos dejado de vernos. Ni qué me diría Marta si le contase que Lucía y yo siempre hemos hallado el modo de que esta relación a espaldas de nuestras vidas oficiales siga existiendo. No quiero imaginar lo que podría desencadenar en esos mundos que, sin que nuestras parejas lo sepan, mantenemos a salvo gracias a que nos permitimos huir de ellos. Caerían fulminados si no fuera por la fuga que a veces, en su vertiente adulta, acaba en un hotel y que otras, como hoy, se conforma con un museo donde no cabe otra opción que disfrutar del platonismo preadolescente. Sin este morbo que nos seguimos provocando, porque ella cada día se parece más a la mujer de la que yo querría enamorarme y yo cada vez escondo menos la mujer de la que ella se enamoró, no sé si podría seguir sosteniendo la realidad a la que regresamos cada vez que Lucía y yo nos despedimos.



Las dos hemos cambiado desde el primer verano. Lo que se ha mantenido es el decorado. La ciudad. Las calles. La posibilidad de buscarse sin pretenderlo o de huir sin querer evitarlo. La necesidad de saber que esa historia no elegida seguía siendo posible y que, en tardes como hoy y frente a este óleo de inspiración expresionista, cabe la opción de rozar el peligro sabiéndonos a salvo, porque el amor o la cobardía —a veces no sé cuál de los dos sentimientos es más poderoso— nos devolverá a nuestra cotidianidad.



—¿Ha merecido la pena, Olga?



Juraría que Marta lanza su pregunta con intención, pero en mí estalla una culpa estúpida que, además de estorbarme, me avergüenza.



—No ha estado mal, aunque es una artista demasiado clásica para mi gusto.



—Eso parecía obvio…



—¿Tú crees?



—Por lo que he leído de ella, Ruth de la Fuente no era una pintora especialmente innovadora —comenta Marta con algo que yo interpreto como desprecio y que quizá no sea más que cansancio. Desde la compra de la empresa en que trabaja por una multinacional sueca, apenas ha tenido un minuto entre auditorías y reuniones de las que sale repitiendo los cinco años que aún le quedan para jubilarse y quejándose de los esfuerzos que ahora siente que hizo para nada. He intentado convencerla de que no es así, pero ella confunde mi consuelo con condescendencia, así que prefiero no opinar cuando

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