Biografía de un cuerpo

Text
From the series: Gran Angular #378
Read preview
Mark as finished
How to read the book after purchase
Font:Smaller АаLarger Aa

Vaslav Nijinsky no lo olvidó. No olvidó el terror y la muerte en el fondo del río. Solo tenía ocho años.

A los pocos meses, su padre los abandonó.

Como si los hubiera empujado de nuevo al fondo del río y no supieran nadar.

14

Trasteo en Instagram. Veo las fotos, los vídeos de mis amigos y de desconocidos. Fotos de cuerpos perfectos en posiciones imposibles. Piernas sobrextendidas, pies con empeines que parecen colinas nevadas. Giros, saltos, variaciones... Casi todas las personas a las que sigo son bailarines. Envidio esos cuerpos, esa elasticidad. En este mundo no tienen cabida los barrigudos como el conductor de la ruta; los cuerpos imperfectos como el mío. Solo a veces, en algunas fotos, consigo esa perfección y la subo y la muestro como si fuera uno de ellos. Me canso. Chateo con los de mi clase. Muevo muy rápido los pulgares para escribir. En la pantalla se suceden los avisos. Toc. Toc. Toc. Clara está conectada, pero no interviene. A medida que escribo y que leo los mensajes, siento que toda esa confusión que me ofusca se sedimenta, cae. Baja al fondo del precipicio que es mi cuerpo. Se deposita en el paisaje ficticio que es mi identidad, allí, dentro del móvil. Enterrada bajo decenas de

emoticonos,

palabras sin peso,

tonos (adara, bongo, whisper),

letras triviales o cómplices.

Soy esas fotos perfectas de Instagram.

Llega la calma o la nada. Ese vacío que es mejor que el desasosiego que a veces me invade y que no comprendo.

Noto los ojos irritados.

Dejo el móvil. Me envuelvo entre las sábanas. Entierro la cabeza en la almohada y sueño.

Si es que sigo pudiendo soñar.

15

Avanzo por la calle y de pronto siento que estoy preparado. Tomo impulso y salto. La ingravidez me recorre los huesos. Son huesos de pájaro. Como los de Nijinsky. Muslos de acero, huesos de pájaro. El viento me da de frente, lo mismo que el último sol. El salto alcanza su máximo y, en lugar de caer, me detengo en el aire. Braceo como si fuera agua, la ciudad debajo. Las farolas. Avanzo sobre esta mezcla de luz, la tenue del atardecer y la artificial de las bombillas. Forman un nudo, una franja sobre la que me desplazo. Vuelo. Hay un muchacho en la ventana que sonríe al verme pasar. Posa su mano en el cristal, como si quisiera abrirla y unirse a mi salto. Yo le invito con una sonrisa. Intenta abrir la ventana, pero no puede. Siento su angustia mientras floto haciendo un círculo con los brazos. Abajo los coches pasan veloces, intermitentes. Entonces empiezo a descender. No puedo hacer nada por evitar esta caída. Pero lo hago muy despacio. Desciendo. La ciudad debajo, como un vértice, viniendo hacia mí. El cielo arriba, con su telón naranja. Y entonces, el impacto del cemento en los pies. Suave, delicioso. Como el golpe de Nijinsky en la tarima del teatro. Un leve click que enciende el estruendo de los aplausos. ¡Bravo, bravo! Merveilleux! Incroyable!

16

Suave y reposado, Nijinsky salta, traza una trayectoria de cuatro metros y medio. Descubre los espacios ocultos del aire y, al fin, desciende lentamente, delicadamente. Sin hacer ruido. Con los brazos levantados en un gesto elegante. El crítico Henri Gauthier-Villars lo dejó así escrito. La maravilla de las maravillas. El dios de la danza.

Soy Dios. Soy Dios. Soy Dios. Soy Dios...

17

Nijinsky levantó la cabeza, vio las paredes de la habitación del hotel Suvretta de Saint-Moritz y retomó la escritura feroz, arrebatado. El lápiz de carboncillo sobre las hojas pautadas. Aún sentía el temblor colérico del último baile ante sus amigos. Los aplausos lentos, desconcertados por su danza brutal, resonando en el salón del hotel. Y ahora escribía aquel primer cuaderno de los cuatro que compondrían su diario íntimo. Ya la locura empezaba a extenderse por su cuerpo de treinta años como la savia en las venas del árbol. Soy Dios. Soy Dios. Soy Dios. Soy Dios…

La vida fue pájaro y vuelo,

después solo pico y garras.

18

Yo también he volado. En sueños. Ahora ya ni siquiera puedo volar dormido. Como si una extraña metamorfosis se estuviera apoderando de mí. Este cuerpo que no es el mío. Este pico y estas garras. Los sueños que ya no me pertenecen. La realidad y el espejo.

¿Quién eres?

19

Salgo enfurecido de la clase.

No me ha salido nada. Soy un cuerpo grotesco, sin armonía. La tensión me domina. Me hace temblar como un títere manejado por un viejo sin pulso. Siento mi fuerza. Siento mi fuerza y no consigo embridarla. Se encabrita como un potro salvaje.

Doy un golpe con el pie en la pared del pasillo. Me hago daño. Las zapatillas de ballet son muy finas. Ha sido una tontería, pero no me importa. Es lo que quiero. Hacerme daño. Fustigar al caballo.

Escucho las pisadas apuradas, la mano en el hombro.

¿Qué pasa, tío?

Déjame.

Tienes que relajarte.

Álex me mira intranquilo. Sus ojos devuelven mi reflejo deformado. Le aparto la mano de malos modos. No digo nada y huyo a los vestuarios. ¿Cómo voy a relajarme? Lo haría si tuviera su cuerpo, sus condiciones. Me encierro en la ducha. El agua tibia cae sobre mis músculos cansados. Los reconforta. Es una lluvia de misiles, de balas líquidas que golpean mi cráneo, los hombros. Me envuelven con su vapor. Cierro los ojos y me concentro en las gotas calientes que descienden por mi rostro. Levanto la cabeza y recibo el chorro de agua como el golpe de una ola que me arranca el aire. El agua en la boca. Bufo, muevo bruscamente la cabeza, escupo y meto mucho aire en los pulmones para volver a dejarme cubrir por la ola. Y es en esa furia del agua en la que me asalta el recuerdo. Las imágenes que no busco, pero que llegan, violentas, rojas, cargadas como las armas del diablo. Arrojadizas.

Esto es lo que soy. Esta es la única vida que conozco.

Álex baila sobre el escenario. Un óvalo luminoso le sigue. Extiende una mano y en ese gesto tan sencillo encuentra la esencia de la danza. Las piernas recorridas por hilos de cobre. El pie extendido, el muslo flexionado. Bajo el foco se muestra su rostro maquillado, bello. Teatral en ese gesto que conmueve. La música cambia. Soy yo el que está ahora en el escenario haciendo cabriolas y de nuevo Álex llega, lo ocupa todo, baila. Los aplausos como el fragor de esta agua. El público arrebatado. Entonces Clara, Luisa, María deslizándose por el proscenio, en puntas, como espectros frágiles, ilusiones de cuerpos. La luz contra la gasa de sus vestidos, enlazados a las piernas. Como llevadas por un viento repentino. La danza sucediéndose en esta caída de agua. Todo sucediéndose. Los abrazos excitados después de la función. La palmada complaciente de mi padre, su risa bobalicona. Los besos orgullosos de mi madre y el hastío de Luis, mi hermano, siempre relegado a un segundo plano. Manu, Simón, Álex y yo tumbados en los vestuarios, desnudos, doloridos, recordando los fallos. Casi me doy contra Alba. Bueno, al menos es la más mullida. Qué bruto eres, tío, y las risas. Una flor amarilla en un vaso junto a mis libros. ¿Y esto? Te la trajo Álex. Da suerte el día del estreno. ¿Y después? Después también. Entonces la siento a ella, a Clara, su mirada de ojos impasibles, sus párpados como bosques. Esa mirada que no alcanzo a entender. Negra, profunda, lejana.

Abro los ojos, ansioso, pensando que ella está ahí, frente a mí, tras la tempestad de la ducha, pero solo está el vapor. Un vapor que podría ser la estela de su cuerpo, como si ella se hubiera desvanecido y al fin solo fuera eso, un sueño que se escabulle entre las manos, como todo lo que ha sido mi vida hasta ahora.

Cierro el grifo y me llegan las voces de los otros.

¿Por qué no quedamos el sábado, los cuatro, para dar una vuelta y relajarnos?

Tengo que ir a ver mi abuelo.

Dile que eres marica y ya no tendrás que ir más.

O te llevo a ti.

Qué gracioso.

¿Y tú qué dices?

Todos se vuelven a mirarme.

Tengo que estudiar.

Pues como todos.

Venga, tío.

Te vendrá bien.

Nos vendrá bien a los cuatro.

Bueno, digo.

20

La primera vez que la vi fue en las pruebas de acceso a los estudios profesionales de danza clásica del conservatorio. Venía de una escuela privada y se la veía perdida, con esos ojos de animal asustado y también impenetrables. Me llamaron la atención su seriedad y su cuerpo esbelto. Había otros nuevos que se presentaban a la prueba y no habían estudiado en el conservatorio con nosotros. El chico del pelo color tabaco, por ejemplo. Cara limpia, luminosa, pies endiablados. Todos estábamos muy nerviosos menos él. A él se le veía tranquilo, consciente de su superioridad. Ella aún tenía cuerpo de niña, estrecho, las piernas y los brazos muy largos. Apenas se notaban los botones de su pecho tras el maillot blanco. Le costaba la apertura de las caderas, pero había algo en ella delicado y limpio. Todos calentábamos en el aula, en los pasillos, armando revuelo. Los del conservatorio en corrillos, echando miradas escrutadoras a los nuevos, valorando sus posibilidades de entrar, de dejarnos a alguno de nosotros fuera. Álex enseguida se acercó a nuestro grupo y se presentó, seguro de sí mismo. Pensé que su sonrisa y sus ojos claros, a veces rubios, a veces verdosos, le hacían parecer pelirrojo, pero su pelo era ocre, pajizo, y lo llevaba revuelto en un tupé que le hacía más alto. Nos preguntó por el conservatorio, por los profesores, por el tribunal que evaluaría el examen de acceso. Yo miraba de reojo a la chica nueva, atrincherada en una esquina. La veía calentar sus pies, tomar uno de ellos, estirar la pierna hasta colocársela en vertical, junto a la cabeza. Muy seria, muy concentrada, con un ligero temblor que demostraba la tensión interna.

 

Si apruebo me vendré a vivir aquí con mi madre, dijo Álex.

¿Eres de fuera?

Sí. Mi profesor me dijo que ya no podía ayudarme más, que me viniera a este conservatorio, que era el mejor.

Todos asentimos orgullosos porque el conservatorio formaba parte de nuestra vida. Era nuestro. Nuestro conservatorio. Y también atemorizados porque el talento de aquel chaval nos dejara a alguno de nosotros fuera. Si queríamos seguir estudiando allí, teníamos que superar las pruebas, y eso no estaba asegurado. No siempre pasaban todos los que habían estudiado en él. Buscaban genio, talento, destreza, y eso a los ocho años no podía verse. A los doce se vislumbraba. Así que nos jugábamos mucho. Después de cuatro años en los que nos habíamos ido despojando de todo cuanto no era la danza, podían arrojarnos de ese mundo que ya habíamos hecho nuestro. Que nos pertenecía. Conocíamos sus pasillos, sus aulas, sus taquillas mejor que los pasillos del colegio. Era la geografía de nuestra infancia, porque habíamos trabajado allí cada tarde, frente al espejo. Era nuestra cueva, nuestro paraíso. Un paraíso de dolor y esfuerzo, donde, de pronto, un día, tu imagen adquiría una dimensión prodigiosa y eras movimiento, batalla, energía, y todo cobraba sentido. Esa efímera lucidez bastaba para seguir con el dolor y el esfuerzo. Cuanto más dolor y esfuerzo, más duraba la luz. El relámpago que nos compensaba frente al espejo. Y ahora todo nuestro mundo quedaba en suspenso, pendiente de las pruebas de acceso. Detenido en aquella tarde calurosa de junio, en la que nuestro futuro nos iba a ser impuesto por un tribunal de expertos en danza clásica. Tú eres de los nuestros y te quedas; tú vete, vuelve a una vida ordinaria, en un instituto cualquiera, sin las clases con pianista y el olor a jabón de los vestuarios, el cuerpo cansado y satisfecho. Tú no, tú te quedas e irás a un instituto por las tardes con los alumnos de los conservatorios de danza. Abandonarás tu colegio, los amigos de primaria, y te dedicarás al ballet en cuerpo y alma. Yo pensaba en ellos, en Alfonso, Javier, Lola... en mis compañeros de primaria. En que, si aprobaba, ya no volvería a verlos. Todo era un vértigo. Y mi padre:

Los seguirás viendo por el barrio.

Y si quieres, puedes no presentarte y seguir con ellos.

No digas tonterías, mujer. ¿A que tú no quieres eso?

Me coincide con el viaje de fin de primaria.

¿Qué te coincide?

La prueba.

Pero la vas a hacer, ¿no?

Deja al niño que decida lo que quiera.

¿Prefieres ir al viaje o hacer la prueba?

¿Qué quieres hacer, hijo?

Los dos mirándome, mi padre, mi madre, él con los brazos cruzados, la boca en un rictus de superioridad, como si le impacientara ese trámite de preguntarme y fuera simplemente una concesión hacia mi madre. Ella, con los ojos semicerrados, tratando de cavar en mis pensamientos más profundos, a los que ni siquiera yo llegaba.

Presentarme a las pruebas.

Entonces, la risa eufórica de mi padre.

¡Ese es mi Nijinsky!

Puedes cambiar de opinión incluso si apruebas.

Parece que no quisieras, mujer.

Quiero si él quiere.

¿Y si suspendo?

Qué vas a suspender, hijo.

¿Y si suspendo?

Mi pregunta se quedó flotando en el salón, tensando las cuerdas del aire. Rompía las ilusiones de mi padre, que seguía incrédulo ante la pregunta, los ojos risueños. Pero mi renuncia al viaje podía no tener recompensa. Y si suspendo, qué. Para qué.

Fue mi madre la que reaccionó. Miró con dureza a mi padre y después, suavizando el gesto, se volvió hacia mí. Sonrió.

Hay mucho mundo más allá del conservatorio, hijo.

Mucho mundo, repitió, y me desordenó el pelo en un gesto protector y cálido.

Pero eso no era verdad. No había mundo más allá de esas pruebas. No aprobarlas era precipitarse por un vacío.

O peor aún.

Tratar de saltar y no despegarse del suelo.

Como en una pesadilla.

21

Estoy ante un precipicio al que puedo caerme, pero no estoy asustado. Dios no quiere que me caiga. Él me ayuda, escribió Nijinsky. Y dio un paso y se sostuvo en el aire. Dios o el público o sus huesos de pájaro le sostuvieron en el aire, antes de despeñarse por los acantilados de la locura.

Y a mí quién me sostiene.

22

Estoy frente a la ventana. La luz rebota en los cristales. Abajo, en la calle, una niña se detiene y señala con su dedo hacia lo alto. Sigo su mano y veo al chico. Debe de tener mi edad y está volando. Avanza por el aire sostenido por el movimiento redondo de sus brazos. En su rostro se advierte la plenitud del vuelo, la dicha que le ofrece ese vagar por el aire. No me sorprende. Sé que volar es posible y yo quiero imitarle. Por un momento me mira y nuestros ojos se cruzan. Él sonríe, me invita a unirme a su vuelo. Alargo la mano, pero choca contra el cristal. Entonces trato de abrir la ventana. Está cerrada. Lo intento de nuevo, cada vez con más violencia, con más angustia. Estoy encerrado. La golpeo. Grito. Pero el cristal no cede. Miro mis manos y son garras. Respiro mal, me ahogo, mientras vuelvo a golpear la ventana una y otra vez y otra. Con las garras, con el pico. Entonces me despierto. Me incorporo en la cama, jadeo. Sudo. Hasta que, poco a poco, las pulsaciones vuelven a su ritmo normal. Miro mis manos y son manos. Grandes, con una suavidad aún infantil que desmiente este cuerpo que crece. Las paso por mi piel, me acaricio como si así pudiera sentir las plumas que me recubren y que algún día me dejarán volar. Pero no hay plumas.

23

Era fácil para mis padres pensar que yo pasaría la prueba de acceso a profesional. Era fácil para todos. Decían:

Ya verás, apruebas seguro.

Y se sentaban a esperar con sus sonrisas firmes, sensatas, tenaces.

Nunca había estado tan nervioso, ni siquiera en las actuaciones o en los exámenes de los cursos de estudios elementales, también con tribunal.

Fui a despedir a mis compañeros del colegio al autobús. Quise hacerlo. Había mucho revuelo, maletas, risas. Padres nerviosos. El autocar tenía el motor en marcha y ronroneaba como un animal urbano. Soltaba bocanadas de humo tóxico. Y el calor. Un sol alto, despiadado, hacía temblar el asfalto. Resbalaba por los hombros desnudos de las chicas, por las piernas en shorts. Las cabezas con gorras. Observé con envidia cómo metían las bolsas, se despedían de sus familiares, subían a gritos al autobús para elegir asientos. Javier a mi lado:

Tío, por qué no te subes y lo mandas todo a la mierda.

Noté cómo el aire salía de mis pulmones en un suspiro seco, autocompasivo.

Tengo dos bañadores. En serio.

No estaría mal, dije.

Vamos, todos arriba. ¿Quién falta?

Buen viaje, chicos.

Llamad cuando lleguéis.

Me crucé de brazos, apoyándome en el muro del colegio, frente al autobús.

Y Javier:

¿Estás seguro?

Asentí.

Te arrepentirás.

Si suspendo, seguro, dije. Y sentí que me encogía un poco.

Javier me dio un golpetazo en el brazo, con el puño. Era más grande que yo, que aún no había dado el estirón. Hablaba soltando gallos.

Menudas fiestas guarras que vamos a hacer allí. Nos acordaremos mucho de ti.

¡Y en la piscina y en la playa también!, gritó mientras se subía al autocar y desaparecía para surgir al rato, aplastando la nariz contra la ventanilla. A su lado estaba Alfonso. En otros cristales, Lola, Laura, Miguel... Sentí algo extraño. Tal vez no volviera a verlos. Tal vez ninguno volviera a ser mi amigo con la intimidad de entonces. Eso es lo que estaba dispuesto a sacrificar.

Todos dijeron adiós.

El autobús se puso en marcha y lo vi desaparecer. El sol destellaba en la parte trasera. Los padres se dispersaron, alguno me dijo algo. Yo encogí los hombros como si hiciera frío y metí las manos en los bolsillos. Caminé por la acera de vuelta a casa, el sol golpeándome el cráneo como un boxeador profesional. Vivíamos muy cerca del colegio, solo una calle estrecha, con un único árbol donde la carretera se bifurca. Las aceras sucias, llenas de mierda de perro. Sentí lástima por perderme el viaje, por perderlos a ellos. Mi decisión de presentarme a la prueba flaqueó. Había un soplo a verano en esta soledad de la calle, en la quietud de las hojas del árbol, en el olor oscuro y pesado y lleno de luz. Caminé y el sol iba dando golpes, derechazos arriba y abajo de la calle, ganchos, fintas, amagos. Este deslumbramiento irreal me trae la ilusión de la playa, las risas de mis compañeros. Imagino las olas escalando por nuestros cuerpos desnudos. Nos sentamos entonces, aún mojados, en círculo sobre la arena, con el sol quemando los hombros. Javier cuenta un chiste malo, nos reímos mientras alguien trae helados para todos, el mío de chocolate y nata, por favor. Voy a probarlo cuando todo se desvanece. Con una fuerza inusitada, me asaltaron la prueba, el aula, el espejo, el sudor. Como si alguien hubiera soltado las cinchas que los amarraban al fondo de mi cerebro. Los rostros serios del tribunal estudiándonos, anotando en sus papeles. Un vértigo me recorrió el estómago y me empujó como una ola, trayéndome con fuerza al presente. Yo no había ido al viaje. Yo haría la prueba. Yo no era como ellos. Atravesé entonces una zona de sombra. Mi cuerpo la recibió agradecido, revivió. Sentí su solidez, la elasticidad de mis músculos, y me detuve en lo que me diferenciaba de mis compañeros. Mi capacidad de sacrificio, mi pasión. Esa diferencia me hizo sentirme especial. En uno de los balcones se había posado un pájaro. Me encontraba cerca de mi casa y hasta allí el camino estaba en sombra. Miré a todos los lados, comprobé que la calle estaba vacía. Entonces di un salto abriendo mucho las piernas en el aire. Después otro y otro hasta alcanzar el portal. Al menos los sueños hay que intentarlos, me dije. Y me encontré lleno de energía, de plenitud, de dicha. El sol, sentado en su sillón de púgil, tiró la toalla. No ha podido conmigo, pensé. Tampoco mis amigos marchándose de viaje de fin de curso.

Me arrepentiría toda la vida si no lo intentase.

Hay trenes que solo pasan una vez.

La playa siempre estará allí.

Eran frases de mi padre. Las repetí. Las repetí una y otra vez. Cuando llegué a casa, sonreí. Mi padre me miraba orgulloso.

Al día siguiente, de camino a las pruebas, todo mi optimismo desapareció.

24

No estábamos todos. Solo algunos. Nos habían dicho que sacarían las notas en el tablón a las diez de la mañana. Eran las diez y diez y nos mirábamos nerviosos y mirábamos la puerta de cristal, donde se vislumbraba la garita del bedel. Mi padre paseaba arriba y abajo del pequeño tramo de escaleras, salía a la calle, volvía a entrar. Miraba el reloj y me miraba. Yo estaba con Manuel y Simón. También había algunas niñas de clase. Paula había venido con el pelo recogido en un moño, como si después de las notas hubiera que bailar. El resto de chicas iban con el pelo suelto, hablaban a gritos, inquietas, moviendo sus largas melenas, que las hacían tan distintas a cuando estaban en clase, con los moños muy prietos, mostrando sus orejas salidas, sus frentes despejadas. Álex no estaba. Ni la chica nueva delgada y seria, Clara. Y yo pensé en ella.

Entonces salió el bedel. Todos nos arremolinamos a su alrededor.

Venga, venga, dejadme pasar.

Vemos cómo saca la llave y abre el cristal de la vitrina del tablón de anuncios. Todo tan despacio que sentimos un poco de rencor, como si lo hiciera a propósito, mientras nuestros cuerpos reciben una corriente eléctrica que se extiende y se hinca en el estómago. Me entran muchas ganas de hacer pis. Mi padre está un poco retirado, pero no aparta la vista. El bedel cuelga al fin la hoja clavando chinchetas en sus cuatro esquinas. Cuando lo hace, sus manos ocultan los nombres y todos nos agitamos inquietos a su alrededor, como una bandada de palomas ante un viejo que ofrece mendrugos de pan. Aleteamos, chillamos. Crías de pájaro ansiosas. Cierra el cristal e introduce la llave en la cerradura metálica, la gira. Le empujamos un poco y nos empujamos todos para ver la lista. Lo primero que se advierte es que es muy corta. Demasiado. En las pruebas éramos cuarenta y dos. En el listado hay trece. Nos miramos angustiados. Encabezan la lista Alejandro Anaya y María Villota, empatados con las notas más altas. Recorro rápidamente los nombres y me descubro unos puestos más abajo, pocos, justo encima de Clara Pérez, y una onda cálida me recorre el cuerpo. Me relajo de golpe. Me gusta leer mi nombre junto al de la chica nueva. Clara. Sigo bajando la lista de nombres con una alegría irreprimible. Manuel y Simón también están, son los dos últimos. Es la primera vez que hay tantos chicos en primero de profesional, cuatro de trece. Nos sentimos orgullosos. Nos miramos, gritamos, damos saltos de alegría, abrazándonos los tres, sin importarnos los demás. Un grupo de chicas también grita, entre ellas María, que dice que no se cree que haya sacado la nota más alta, pero claro que se lo cree. Siempre lo ha creído. Llaman con sus teléfonos móviles, hacen fotos del listado. En uno de los asientos de la entrada está Paula sentada, ocultando la cabeza con las manos, los codos en las rodillas. Al saltar, tropiezo con María y ella con Paula, que levanta la cabeza. Sus ojos están rojos. No aparece en la lista. Me doy cuenta de que, algo más alejadas, hay dos niñas que lloran.

 

Enhorabuena, Nijinsky.

Mi padre posa la mano en mi hombro. Sonríe. Sus ojos tártaros se achican. Hay un brillo furioso, lleno de orgullo. Puedo escuchar los caballos de sus ojos. Después da un golpecito amistoso en las espaldas de Manuel y Simón. Uno tan alto ya, y el otro tan bajo que parece de primaria, mucho más que yo, que tampoco di el estirón.

¿Y quién es ese Alejandro Anaya?, pregunta mi padre de camino al coche donde esperan mi madre y mi hermano.

Uno de fuera, digo. Se viene a vivir aquí con su madre para estudiar en el conservatorio.

¿Y es bueno?

Siento su mano apretarse contra mi hombro mientras avanzamos por la calle. Me molesta el peso de su mano. Me gustaría apartársela, pero no me atrevo.

Sí.

Él cabecea como valorando el alcance de mi respuesta.

¿Y es majo?

Sí. Es muy abierto.

¿Cómo muy abierto?

No sé. Muy seguro.

Vuelve a cabecear y esta vez, por su expresión, parece que ha descifrado algún enigma.

Eso es lo que te falta a ti, hijo. Seguridad. La seguridad es muy importante.

Y aprieta un poco más su mano sobre mi hombro.

Mi madre y mi hermano aguardan expectantes en el coche. Antes de que nos acerquemos, mi madre, con medio cuerpo asomando por la ventanilla del conductor, nos interroga impaciente con un gesto.

Mi padre hace el signo de la victoria, levantando dos dedos. Sonríe de oreja a oreja.

Yo también sonrío. Siento que me he quitado un peso de encima. De momento, el vértigo de todo lo nuevo, lo que vendrá y desconozco, las clases profesionales, el instituto por la tarde, la separación de los amigos del colegio... no ha aparecido.

Solo siento la dicha de haber aprobado.

De saltar y saber que, al fin, al otro lado hay un terreno firme donde poner los pies y caminar.

Tras la ventanilla trasera veo, por un instante, el gesto fastidiado de mi hermano en el asiento trasero. Después, el sol lo borra por completo.

25

Mi hermano tiene los ojos oscuros de mi padre y la inteligencia práctica de mi madre. Es más pequeño que yo. No es un niño mimado. Siempre ha ido a rebufo de mí. Como el patito feo que no alcanza a seguir a su familia y la pata madre se tiene que dar la vuelta, resignada y molesta, para tirar de él. Pero en este caso es el pato padre. Creo que la pata madre le entiende mejor. Es como si hubiera dos equipos en mi casa.

Todo gira en torno a mí.

En torno a mi pasión.

A mis horarios, a las exigencias del conservatorio.

He aprendido a aprovecharme de ello.

A ojos de mi hermano soy un déspota, un tirano, un dictador.

Pero no lo soy. No soy yo. Es este cuerpo que necesita atenciones, que se rebela; él es el tirano. Crece por su cuenta, hace sin dar explicaciones, me sacude, me obliga. Todos giran alrededor de mi cuerpo.

Quiero hacer atletismo, dice mi hermano.

¿Y eso para qué? Si eres muy malo corriendo.

Qué va a ser malo, le reprocha mi madre a mi padre.

Quiero hacer atletismo.

Luis se cruza de brazos y los reta. Mi padre parece no darle importancia, como si fuera un capricho pasajero del niño, pero a medida que Luis insiste, sus ojos se aprietan. Adquieren un brillo de caballo mojado y en su rasgadura parecen ojos mongoles. Fieros, de raza.

Tienes que estar muy seguro, Luis. Nos pasamos el día llevando y trayendo a tu hermano.

Podemos probar, ya nos organizaremos, dice mi madre.

Nos complica mucho la vida. ¡No!

Mi padre es categórico.

Entonces Luis me mira, nos mira uno a uno y dice muy despacio:

No os preocupéis, odio correr.

Ahora es mi madre la que endurece los ojos, los cristaliza en ese color ambarino, sil. Mira a mi padre, airada. Él sonríe bobalicón, alegre.

¿Ves? Era una tontería del niño, ya lo sabía.

Y echa la cabeza hacia atrás y se ríe.

No entiendes nada, dice mi madre. Nos estaba poniendo a prueba.

De pequeño me imitaba, me seguía a todas partes, cogía mis cosas. A mí me irritaba que me mirara con aquellos ojos negros y hondos, la boca entreabierta: Si no la cierras, te entrarán moscas. ¿Y por qué te has puesto eso? ¡Es mío! ¡Mamá, mamá! Jugábamos y nos peleábamos.

Pero cuando llegaba del conservatorio era distinto: Deja a tu hermano, que estará muy cansado. Me ponía con los deberes, me traían la merienda o la cena y se llevaban a mi hermano. A veces, mientras escuchaba el rasgar del lápiz, los ojos enrojecidos del sueño, el cuerpo, aún mío, derrotado y satisfecho del ejercicio, sentía su presencia a mi espalda. Me miraba, pero no decía nada. Y yo adivinaba esos ojos de ternero tártaro, mirándome. Sus rodillas dobladas en el suelo, con un coche de juguete entre las manos, muy quieto, silencioso. Y yo, sin volver la cabeza, intentaba mirarme a través de sus ojos. Salía de mi cuerpo para entrar en el suyo y verme desde esa perspectiva menuda, admirándome. Odiándome y queriéndome a un tiempo. Un día me giré. Estaba absorto, arrancando las ruedas a un camión de juguete. Ni siquiera levantó la vista para mirarme.

En el verano en el que superé la prueba de acceso a los estudios profesionales de danza clásica, mi padre transformó su despacho en mi habitación. Ahora el ordenador de mi padre está en su cuarto y yo no tengo que encerrarme en el baño cuando el cuerpo se yergue y habla. Al principio, contra toda sospecha, echaba de menos a Luis, con el que había compartido habitación hasta entonces.

Recuerdo mi primera oscuridad solo. Era más terrorífica que la oscuridad acompañada de mi hermano. Sentía que hurgaba con su sombra en los rincones y que todo allí dentro era posible. En medio de ella, el corazón latiendo, lo mismo que la casa, como si fuera un monstruo cálido y grande y ajeno. Porque aquel cuarto era demasiado nuevo, no estaban los contornos familiares y la negrura los volvía más ajenos todavía. Todo era posible allí, sí, dentro de su noche, de sus paredes, y cuando ya iba a salir de la cama en busca de la familiaridad de nuestro antiguo cuarto, ahora solo de Luis, se abrió la puerta, dejando un chirrido agridulce y ese rectángulo de luz sobre la sombra enmarañada, y era mi hermano.

¿Qué pasa, enano, no tendrás miedo?

Él sacudió la cabeza, los ojos grandes, la boca entreabierta donde entran las moscas.

Anda, vente.

Golpeé varias veces el colchón. Luis corrió a meterse en la cama conmigo, los pies fríos. La frente ardiendo, agarrado aún a su peluche. Y así dormimos, abrazados, como nunca antes habíamos hecho.

Durante unas semanas, Luis y yo dormimos en mi cuarto nuevo. La habitación, en lugar de separarnos, nos unió. Pero entonces mi cuerpo empezó a quejarse, a crecer lentamente como las plantas, a exigir su sitio. El olor corporal, el vello, su tiranía. Y yo quería estar a solas con mi cuerpo. Con aquel incómodo, perturbador y fascinante cuerpo. Tan ajeno y mío a un tiempo. Tan hermoso y cruel y feo.

You have finished the free preview. Would you like to read more?