Ansiado rescate

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8

Pedro cabalgó a una velocidad inusitada. Altamira galopaba como si supiese que debía llegar rápidamente a cumplir la misión que estaba necesitando su ama Cristina. Ella y el jinete parecían una dupla endemoniada capaz de enfrentar y sortear cualquier obstáculo que se presentase en su camino, amalgamados en una única voluntad de llegar lo más rápido posible al pueblo.

Pedro la condujo por el camino más corto alejándose del tradicional, por lo cual debieron desplazarse a campo traviesa adentrándose en el bosque, por lo que, tanto yegua como jinete sortearon varios obstáculos antes de salir intempestivamente de la tupida arboleda para empalmar con el camino principal de entrada al pueblo.

Su llegada al camino fue tan sorpresiva que una caravana que estaba abandonando el pueblo debió sosegar a los caballos que tiraban de las carretas, asustados ante esa dupla enajenada que apareció de la nada desde el bosque. Pedro y Altamira no tenían tiempo que perder por lo que no se detuvieron a pedir disculpas, desoyendo los gritos e insultos de quienes conducían los carromatos.

Entraron al pueblo sin aminorar la velocidad por lo que a su paso la gente corría despavorida, tratando de evitar ser embestidos por ese caballo que seguía corriendo esquivando cuanto objeto se interponía ante su paso, fuese este humano o no. Cuando por fin llegaron a lo de Olson, Pedro detuvo a Altamira de un solo movimiento arrojándose al piso para golpear la puerta con todas sus fuerzas, ya que Olson, aún no había abierto.

—¡Qué son esos ruidos! – se oyó vociferar desde el interior.

—¡Ábrame Señor Olson!

—¡No abriré nada si no me dices quién eres! ¡Aún no estamos abiertos! ¿No sabes la hora qué es?

—¡Soy Pedro, el caballerizo del señor Mac Eoinn! Mi señor está necesitando sus servicios.

Luego de unos instantes de total silencio, Olson abrió la puerta.

—¿Qué necesita el señor Mac Eoinn? – dijo cerrándose su bata.

—Tiene que venir enseguida a la mansión, ¡la señora Elena ha muerto! – dicho lo cual Olson abrió la puerta de par en par e hizo entrar a Pedro dentro de su casa.

—Pasa, pasa muchacho, parece que te traen mil demonios. Dime, ¿qué ha pasado?

—No lo sé bien señor Olson, solo sé que me han encargado que vaya usted a la mansión lo más pronto que pueda con su mejor servicio para preparar a la señora Elena. Lo esperan con urgencia ya que quieren dar aviso a toda la comarca por lo que mucha gente vendrá a dar su último adiós a la señora.

—De acuerdo muchacho. Recupérate del viaje y vuelve a salir llevando el mensaje de que estaré por allí en poco menos de dos horas, que es el tiempo que me llevará preparar todos los implementos que necesito para el servicio fúnebre para tan magnífica dama. Dile a tu amo que se despreocupe que no lo haré quedar mal ante los ojos de sus vecinos.

¿Quedar mal ante los ojos de los vecinos? ¿Qué importancia tendría eso? ¿Acaso lo relevante era dar una buena impresión? ¿Lo más importante acaso no era la desaparición de tan maravillosa dama, y el dolor que su partida producía en su esposo y su querida hija Cristina?

¡Qué cosas importaban a los ricos! Definitivamente Pedro no los entendería nunca, aunque sabía que eso no era lo que verdaderamente le importaba a su amada; ¡obviamente que no!

Luego de recuperarse un poco de su alocada carrera emprendió el regreso a un paso menos agitado sin dejar de ser veloz, ya que quería llegar rápido para avisar que todo estaría listo tal cual lo habían solicitado. Cuando llegó a las caballerizas y fue a dejar a Altamira en su pesebrera se sorprendió con una sombra que salió a su encuentro.

Tomando rápidamente un rastrillo largo como para defenderse de un artero ataque, se detuvo al ver que la sombra no era otra que Cristina quien, al verlo salir corriendo unas horas atrás montando su yegua, había decidido esperarlo para poder hablar con él a solas.

—¡Por Dios Cristina; he podido lastimarte! ¿Qué haces aquí escondida?

La joven no podía articular palabra, sus ojos estaban tan hinchados de llorar que casi no podía abrirlos para mirarlo. Aún sollozaba desolada y solo atinó a abrazarse fuertemente a él y dar rienda suelta a sus sentimientos llorando profundamente durante varios minutos que a Pedro le parecieron una eternidad, sintiendo que no debía interrumpirla.

Solo la abrazó fuertemente permitiéndole soltar sus lágrimas mientras acariciaba su cabeza como si fuese una niña demandando protección y cobijo; estuvieron así por varios minutos hasta que aminoraron sus sollozos. Sin moverse ni dejando de acariciar su cabeza, esperó pacientemente a que Cristina reaccionase rogando que Héctor no apareciese en el lugar, lo que habría provocado una situación muy incómoda y difícil de explicar.

Poco a poco la joven fue recuperando el aliento y en un momento separándose de Pedro, tomó el rostro del joven entre sus manos y poniéndose en puntas de pie lo besó muy suavemente en los labios; un beso inocente, cálido, casi infantil, desprovisto de erotismo, pero lleno de una inmensa ternura y entrega total.

Pedro lo devolvió de la misma manera. No quería destruir ese mágico momento forzando una situación que entendía Cristina no estaba buscando. Sus labios devolvieron exactamente la misma intensidad que estaban recibiendo, y supo de esa manera, que un puro pero férreo amor se estaba consolidando entre ellos.

Permanecieron así unos instantes hasta que sus labios se separaron y quedaron uno al lado del otro mirándose a los ojos, esos ojos hinchados de Cristina, pero llenos de un adolescente y sincero amor por ese joven que, no perteneciendo a su misma escala social representaba para ella la persona con quien quería compartir su vida para siempre.

No eran necesarias las palabras. Quedaron abrazados rodeados por un halo de ternura y sinceridad que les brindó todo el calor que esa terrible mañana les estaba privando de sentir.

—No quiero alejarme de ti – le dijo Cristina con su rostro apoyado contra su pecho. – Cuando te vi partir esta madrugada montando a Altamira supe que ibas a encargarte de algo que mi padre te había encomendado; sintiendo que en realidad lo estabas haciendo por mí, y por… por mi madre. ¡Gracias por ello!

—Mi amada Cristina – le dijo Pedro, aunque sintiendo miedo por la reacción que la joven pudiese tener ante esas palabras, calló abruptamente pensando que podría malinterpretar sus dichos y pensar que quería aprovecharse en estos momentos de debilidad y fragilidad extrema.

—¿Por qué te has detenido Pedro? ¿Qué quieres decirme?; por favor no te detengas, ¡te necesito!

—Es que no quiero que me malinterpretes Cristina. Mi corazón late por ti desde el primer momento en que te vi, pero temo que sientas que quiero aprovecharme de tu situación de vulnerabilidad en estos momentos de enorme tristeza por la pérdida de tu madre.

—¡Asesinato!

—¿Qué dices?

—No me hagas caso – dijo Cristina separándose de él.

—¿Asesinato has dicho?

—No importa. No te preocupes por lo que digo. La muerte de mi madre es un problema que debo atender personalmente.

—Pero…

Cristina puso su dedo índice sobre los labios de Pedro indicándole que callase.

—Por favor, escúchame un instante; te pido que no me interrumpas pues es muy difícil para mí expresar lo que estoy por decirte. ¿prometes que no me interrumpirás escuches lo que escuches?

—Pero… – Nuevamente lo interrumpió Cristina.

—¿Lo prometes sí o no?

—Lo prometo –

Cristina se alejó unos pasos acercándose a la puerta de las caballerizas, mirando hacia la casa con la vista perdida en sus más espantosos recuerdos de la noche anterior. Permaneció callada unos instantes como buscando las palabras adecuadas, mientras Pedro la observaba intranquilo tratando de imaginar lo que estaba pasando por su cabeza y su corazón.

De pronto, la escuchó expresar con voz firme.

—Creo que mi padre es el responsable de la muerte de mi madre. Los oí discutir fuertemente esta noche, mucho más de lo habitual. Es evidente que mi madre no era feliz en su matrimonio, aunque ella tratase siempre de esconder tal situación ante mí, también sospecho que Gertrudis estaba al tanto de todo.

—Mi madre siempre trató de disimular ante mí para que creciese tranquila amando tanto a mi padre como a ella, pero… él nunca fue un padre amoroso conmigo, como tampoco lo fue como esposo. Ahora que he crecido y que siento en mi corazón lo que es el amor verdadero me doy cuenta de todo.

Dándose vuelta caminó hacia Pedro y tomándolo de la mano le dijo.

—Sí Pedro, amor verdadero. Yo también te amo y creo que lo hago desde el momento en que te vi por primera vez al igual que tú.

Pedro sintió su corazón galopar a una velocidad inusitada al escuchar las palabras de Cristina que le recordaron la loca carrera que había emprendido con Altamira rumbo al pueblo. Sintió que no debía interrumpirla, por lo que solo atinó a apretar fuertemente sus manos entre las suyas demostrándole que su corazón sentía lo mismo.

—Solo te pido me ayudes a descubrir lo que ha pasado.

—Por supuesto te ayudaré en lo que creas necesario. Cuenta conmigo siempre mi amor.

—¡Gracias! dijo Cristina mientras se escuchó a Gertrudis llamándola a viva voz.

—Debo volver a la casa de inmediato, pero no quiero que Gertrudis me vea salir de aquí. No quiero dar explicaciones complicadas ni siquiera ante ella. No todavía.

—Ven; sígueme arriba, puedes bajar por la ventana trasera del ático hacia la parte de atrás de las caballerizas. No podrá verte nadie desde la casa – dijo tomándola de la mano.

 

Sin dudarlo Cristina decidió seguirlo. Una vez que hubieron subido, Pedro recogió la escalera y caminando hacia atrás del ático corrió unos fardos de alfalfa que estaban bloqueando la ventana trasera que no se utilizaba. Una vez despejada, sacó la escalera por la ventana y la deslizó hasta tocar la tierra.

—¿Te animas a bajar sola?

—Por supuesto dijo Cristina, de esa manera será menos complicado dar explicaciones a Gertrudis por si te encuentra conmigo.

Entonces la joven salió por la ventana y ubicó sus pies en el primer peldaño de la escalera que Pedro sostenía contra la ventana para evitar cualquier corrimiento de la misma. Cuando sus dos pies se encontraron en el segundo peldaño Cristina tomó entre sus manos el rostro de Pedro besándolo suavemente en los labios, aunque pudo sentir cierta intensidad diferente al primer beso entre ambos.

—Te amo Pedro.

—¡Yo también mi amor! Ahora vete y baja con cuidado.

Así lo hizo Cristina, bajando rápidamente con total seguridad. Cuando llegó al suelo lo saludó con la mano y salió corriendo hacia la casa. Él recogió con premura la escalera ubicándola nuevamente en su lugar justo al tiempo en que Héctor entraba a la caballeriza. Al escucharlo se apuró a correr nuevamente los fardos de alfalfa para que no notara lo que allí había ocurrido.

Lo que allí había pasado solo el interesaba a Cristina y a él mismo; nadie más debía ser testigo de ese amor que se habían jurado.

—¡Cristina! ¿qué haces viniendo de allí?

—Necesitaba salir de esa casa que me estaba ahogando Gertrudis. Allí adentro no podía respirar.

—Pero, ¿acaso estás loca mi niña? ¿Qué pasó por tu cabeza para abandonar la protección de la casa y adentrarte en el bosque?

—¿Protección de la casa? ¿De qué estás hablando Gertrudis? ¿Acaso esa enorme mansión le ha dado protección a mi madre o ha sido un permanente calvario a punto de encontrar entre esas supuestas seguras paredes su propia muerte?

Gertrudis no pudo contestarle pues sabía que lo que la joven estaba diciendo era exactamente así.

—Vamos, vamos mi niña, debes cambiarte, el servicio para tu madre está listo y la gente debe estar próxima a llegar.

—No tengo ganas de cambiarme Gertrudis.

—Debes hacerlo; tu padre ha pedido que te vistas apropiadamente para el servicio.

—¡Apropiadamente! Siempre pensando en el “qué dirán”.

—Te entiendo Cristina, pero tu madre así lo hubiese querido.

—¡Tú sabes bien lo que mi madre hubiese querido! Y dista mucho de satisfacer las expectativas de mi padre y sus abominables amigos – Además no tengo ningún vestido apropiado a los deseos de mi padre, mi madre nunca me ha comprado un vestido negro, ella siempre ha querido vestidos de colores alegres para mí. ¿Cómo haré para vestirme apropiadamente ante los ojos de mi padre?

—Te pondrás un vestido de tu madre, ella tenía uno que usó para el funeral de su tío -

—¿Crees que me quedará bien?

—Te quedará perfectamente; ¡eres tan parecida a tu madre! Vamos mi niña, apresúrate.

Cristina tomó la mano de Gertrudis para caminar hacia la casa volteando dos veces hacia las caballerizas esperando encontrar los ojos de Pedro, aunque… él ya no estaba allí.

—Espérame en tu cuarto Cristina, volveré con el vestido de tu madre y te arreglaré los cabellos, los tienes hechos un desastre.

—Te dije que no me importa lo que mi padre ni ninguno de sus invitados piense sobre mi aspecto personal.

—Y yo te he dicho que lo harás por tu madre. Ella querría que estuvieses muy bien y que nadie te viese flaquear en estas circunstancias. Te ha criado para que seas una mujer libre con convicciones fuertes y así debes mostrarte, no por tu padre, sino por ella. ¿entendido?

Luego de unos instantes en los cuales Cristina comenzó a encontrar sentido a lo que Gertrudis le estaba diciendo le dijo:

—Tienes razón, aquí te esperaré.

Estaba sentada en su dresuar mirándose al espejo cepillando su cabello, cuando de pronto sus lágrimas comenzaron a desaparecer dejando una mirada de rencor profundo en sus ojos mientras pensaba.

—Te lo he prometido madre, no descansaré hasta hacer pagar por lo que te ha ocurrido – diciéndose que ese rencor sería el motor que la impulsaría de ahora en adelante para alcanzar su venganza.

Cuando Gertrudis entró con el vestido de su madre lo dejó sobre la cama, luego la ayudó a terminar de cepillar sus cabellos, a vestirse y peinarse, hasta que viéndola parada frente al espejo no pudo menos que exclamar:

—¡Por Dios Cristina, estás idéntica a tu madre!

—¿Si? Pues no hay nada que me dé más placer que parecerme a ella.

—¿Lista Cristina? Ya han llegado muchos de los amigos y vecinos de tu padre.

—¡Lista!... ¡vamos!

Cuando llegó a la balaustrada pudo ver la capilla ardiente de su madre en la biblioteca a un costado del gran salón, y en éste, a un nutrido grupo de personas charlando distendidamente como si de una reunión social se tratase. Con horror identificó a su padre entre ellos pareciéndose mucho más a un anfitrión de una fiesta que a un viudo acongojado por la pérdida irreparable de su esposa.

Sintió ganas de salir corriendo de allí y volver a sumergirse en los brazos de Pedro, donde tanta calidez y seguridad sentía, pero… recordó la promesa hecha a su madre cuando yacía entre sus brazos y logrando sobreponerse comenzó a bajar las escaleras.

De pronto se hizo un silencio en el salón cuando los rostros de los presentes giraron hacia ella. Tan profundo fue, que pudo sentirse claramente la copa de su padre estrellándose contra el piso al verla bajar.

Cristina era la copia fiel de su madre, con su cabellera negra ondulada finamente recogida sobre su cabeza, y al verla en ese vestido negro que tan bien conocía su padre, no pudo menos que sentirse sobresaltado al verla descender. A medida que bajaba cada escalón Cristina sentía más y más seguridad guiada por la promesa hecha a su madre.

—Buenas noches a todos, muchas gracias por acompañarnos a mi amado padre y a mí en estos difíciles momentos – dijo hipócritamente, pues debía disimular el rencor en sus ojos para no llamar la atención de nadie. A medida que se acercaba a su padre la gente se abría para darle paso, ensimismados por la belleza de esa joven en la que jamás habían reparado, pero que esa noche pareció haber despertado.

Decidida se acercó a su padre y tomándolo del brazo le pidió que la acompañara a la biblioteca donde descansaba su madre.

—Acompáñame padre por favor, debemos estar cerca de mi madre.

Michael Mac Eoinn no podía articular palabra al ver a Cristina igual a Elena, su esposa, a quien él había asesinado en la noche.

—Ve tú querida, yo debo atender a los presentes.

—¡Querida! – pensó Cristina. Cuánta falsedad sintió en esas palabras. No recordaba un momento, ni siquiera de niña en que Mac Eoinn se hubiese referido a ella con esos términos. ¡Cuánta actuación! En esos momentos, mirándolo a los ojos se dio cuenta de la terrible verdad. La muerte de su madre no había sido por su propia decisión sino provocada por ese hombre al que no podía siquiera llamarlo padre.

En esos instantes en que ambos se miraban a los ojos se acercó un hombre mayor, mucho mayor que su padre quien le dirigió unas palabras que casi ni entendió.

—¡Señorita Mac Eoinn! – insistió el hombre allí parado.

—Cristina – dijo su padre, – permíteme presentarte al señor O’ Sullivan – Cristina seguía sin poder quitar sus ojos de los de su padre tratando de escudriñar en esa terrible mirada la confesión que estaba buscando.

—¡Cristina! ¡Hija!

En esos momentos reaccionó.

—Discúlpeme ¿Señor?…

—O’ Sullivan; Mark O’ Sullivan. Soy el dueño de “Las Rosas”, la propiedad que rodea la parte norte de sus tierras señorita Mac Eoinn, o… si me permite… ¿puedo llamarla Cristina? – Y sin esperar la respuesta de la joven tomó su mano entre las suyas diciéndole – quisiera expresarle mis más sinceras condolencias ante tan irreparable pérdida.

Cristina retiró su mano de las del hombre tratando de disimular el malestar que el contacto con su piel le produjo, pero reponiéndose inmediatamente le dijo:

—Muchas gracias señor… O’Sullivan. Si me disculpan, quisiera estar un momento a solas con mi madre.

—Por supuesto señorita –

Inmediatamente abandonó la sala rumbo a la biblioteca cerrando la puerta tras de sí pues no quería ser vista por ninguna de las personas que habían venido. Acercándose al ataúd de su madre pudo ver que el señor Olson se había encargado muy bien de su aspecto final. Sus cabellos negros estaban perfectamente ordenados a los costados de su rostro con sus mejillas ligeramente coloreadas para disimular lo grisáceo de la brutal muerte y sus manos entrelazadas. ¡Qué hermosa era! Y ¡qué injustamente joven había muerto!

Su abuelo la había casado con su padre a los catorce años, habiendo quedado embarazada al año de la boda, por lo que al momento de su muerte contaba tan solo con treinta y tres años de edad. Elena había hecho lo imposible para evitar que ella corriese la misma suerte, por lo que era un milagro que Cristina estuviese por cumplir dieciocho años estando aún soltera, hecho impensado para la época.

Cuánto tenía para agradecerle a esa mujer que yacía en esa fría caja como lujosa cárcel para su eterno descanso.

—Descanso – pensó – Y sí; tal vez su madre al fin estaba descansando de las garras de su padre que la habían condenado a una vida sin amor viviendo en una jaula de oro de la cual no podía salir, encontrando en su hija la única razón para seguir viviendo.

—Te prometo madre mía; te prometo que no cejaré hasta hacer pagar al culpable de tu muerte. Le haré pagar por ello y por cada uno de los instantes en que te haya hecho infeliz a lo largo de todos estos años. Ahora descansa mi bella paloma, descansa que seré yo de ahora en adelante quien te cuide y vele por tu eterno descanso, que juro se consolidará una vez que haya hecho pagar al culpable. ¡Te lo juro madre!

—Ven querida Cristina, salgamos un momento de esta sala; necesitas aire fresco. Tu madre querría que no sufrieras por ella – las palabras de Gertrudis la volvieron a la realidad. – Tu padre te llama al salón.

Cristina no quería dejar a su madre sola en ese lugar.

—Ven querida, tu madre por fin está descansando en un lugar donde la congoja y el miedo no existen. Ella es ahora una hermosa alma que protegerá tu vida hasta el fin de los tiempos.

Cristina debía encontrar las fuerzas para seguir, y de pronto se dio cuenta de que las encontraría en la memoria de su madre y en el rencor contra su padre que minuto a minuto crecía dentro de su corazón.

—Tienes razón Gertrudis. Vamos.

Mientras salía se dijo a sí misma que no volvería a llorar, que las lágrimas contenidas serían el fuego que alimentaría su venganza y la transformarían en una magnífica actriz, para que nadie, absolutamente nadie sospechase jamás que en ese momento comenzaba a pergeñar la forma en la que un día su madre Elena descansaría por fin en paz.