Ansiado rescate

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Era demasiada información toda junta por lo cual Ana se sintió terriblemente abrumada. Por un lado, estaba de acuerdo con el hecho de que nadie mejor que ella para hacerse cargo de las cosas de la oficina de Clara, pero… no tenía ninguna idea de lo que había ocurrido con su departamento. Nunca pensó en ello tal vez porque nunca lo había conocido. Siempre dijeron que se invitarían mutuamente a comer en sus casas, pero nunca llegaron a hacerlo.

Ni siquiera conocía su dirección, y al pensar en ello se dio cuenta de algo muy extraño. Jamás habían recibido un llamado de su casa para averiguar algo sobre ella, ¿acaso sabrían lo ocurrido? ¿cómo se habrían enterado?; supuestamente el accidente había ocurrido durante un viaje por trabajo. ¿Qué mejor lugar que la Universidad para averiguar lo que había ocurrido? Realmente era muy extraño ese silencio.

Como Ana era la única que sabía la verdad, se dijo que sería ella quien se encargaría de averiguar qué había pasado con su casa. Buscaría en el archivo de Clara su dirección y en cuanto tuviese tiempo se llegaría para averiguar qué sabían en ese lugar.

—Ana… ¡Ana! ¿no vas a responderme nada?

Las palabras de Hopkins la llamaron a la realidad.

—Perdón doctor, me dejé llevar por los recuerdos. Sí, despreocúpese que seré yo quien se ocupe de las pertenencias de Clara.

—Le diré a María que se ponga a tus órdenes para ayudarte.

—¡No doctor, por favor! prefiero hacerlo sola si no le parece incorrecto.

—Por supuesto que no Ana, como tú prefieras; solo imaginé que te vendría bien la ayuda de María, pero si prefieres hacerlo sola está perfecto para mí.

—Gracias doctor, prefiero hacerlo en una hora en que no haya nadie como para estar tranquila y poder dar rienda suelta a mis sentimientos sin tener que mostrarme ante nadie – dijo pensando que de esa manera no iba a tener que dar explicaciones de lo que hacía y de las cosas que pudiese encontrar.

—Muy bien Ana solo te recuerdo que debería ser esta misma semana, no vaya a ser que nos veamos sorprendidos por la llegada de la nueva investigadora y la oficina esté ocupada. Confío en ti.

—Gracias doctor Hopkins, quédese tranquilo que así será.

Al retirarse de la oficina de Hopkins y pasar delante de la de Clara decidió que esa misma tarde, cuando todos se retirasen, procedería a revisar lo que debería llevarse para evaluar la necesidad de algunas cajas que traer de su casa o del propio Instituto para hacerlo lo más pronto posible, buscando en el expediente de Clara su dirección para ocuparse de todo sin más dilación.

Eran las siete y media de la tarde cuando Hopkins se retiró de la oficina.

—¿Aún aquí Ana?

—Es que voy a ocuparme de su pedido con respecto a la oficina de la doctora Frers, ¿lo recuerda?

—Ah, cierto Ana, pero no hay tanto apuro. Si tienes algo previsto para hoy puedes esperar un poco.

—Es que justamente no tengo nada previsto, por lo que prefiero hacerlo hoy y al menos revisar para saber el volumen de cosas que debo retirar. Por otra parte, revisar ciertos papeles que creo pueden serle de interés a la nueva investigadora si es que están estrictamente ligados a las investigaciones de Clara.

—Como te parezca Ana, ya te he dicho que manejes el tema como consideres más conveniente. De todos modos, no te retires muy tarde; recuerda que cierran el edificio en una hora aproximadamente. Avisaré en portería que te quedas un tiempo más, no vaya a ser que te dejen aquí encerrada si piensan que nadie se encuentra dentro.

—Gracias doctor, no se preocupe que el día de hoy solo será para revisar. Buenas noches.

—Buenas noches Ana.

Así esperó que Hopkins se retirase y entró en la oficina de Clara. Todo estaba como lo había dejado a la mañana con las persianas levantadas, por lo que al abrir la puerta se encontró con un ambiente ligeramente iluminado por las luces del campus ya encendidas. De todos modos, encendió la luz para revisar con comodidad cerrando así las persianas para que nadie pudiese observar desde el exterior sus movimientos.

Tomando coraje comenzó por su escritorio; en primer lugar, la bandeja donde tenía sus papeles encontrando solo unos pocos, puesto que ella misma le había preparado el portafolios para que llevase todo lo necesario en su viaje a Galway. Al revisarlos decidió que no era necesario retirar ninguno dado que no existían notas personales.

Abrió cada cajón encontrando solo elementos de librería tales como lápices, biromes, resaltadores, papeles de señalización, gomas de borrar, correctores, etc. Nada que perteneciese a la intimidad de Clara, por lo que los dejó juntos en un cajón del escritorio por si la nueva investigadora los necesitaba.

Encontró un paquete vacío de medias, lo que le hizo recordar el día en que Clara había regresado empapada de su almuerzo y tuvo que cambiarse para la reunión con Dumas; fue entonces al placard para revisar si había algo de ropa, encontrando el traje que se había puesto para la reunión. Obviamente Clara había llevado la ropa mojada a su casa para volver a dejar el traje en su oficina para cualquier otra situación en que lo necesitase.

—Debo llevarlo – pensó. – No debo dejarlo aquí, mañana me ocuparé de traer una caja para guardarlo junto con sus enceres personales que como son pocos, un solo viaje me alcanzará, pero…

—¿A dónde lo llevaré? – pensó, era fundamental averiguar qué había ocurrido con su departamento.

Miró su reloj y estaba por cerrar ya el Instituto, por lo que era también tarde para ir al departamento de Clara. Mañana a última hora retiraría las cosas de su oficina para cumplir con el pedido de Hopkins, y temprano en la mañana del siguiente día iría por su casa para averiguar qué sabían de ella.

Cerró la oficina de su amiga, sacó sus cosas de su escritorio y se retiró saludando al guardia que ya se encontraba en la puerta esperando poder cerrar hasta el día siguiente.

6

Pedro se despertó sobresaltado por el zamarreo de Héctor; se había quedado finalmente dormido vencido por el cansancio de todo un día de trabajo y por las horas de vigilia en que vestido, estuvo presto a responder por si Cristina lo necesitaba.

—¡Apúrate muchacho! el amo nos llama. Primero intentas levantarte cuando no debes, y ahora que nos necesitan estás hecho un holgazán. ¡Apúrate!

Pedro intentó levantarse algo aturdido y perdió pie en el intento. Recordó que no había comido en muchas horas y se sentía un poco mareado, por lo que se dirigió a gatas hasta la ventana del ático y desde allí observó la casa principal que seguía en silencio. Solo podía ver al amo Mac Eoinn hablando con Héctor y cómo este, haciendo una reverencia, estaba volviendo a las caballerizas.

Casi se tiró por las escaleras para estar parado a la entrada cuando Héctor abriese los portones para ingresar.

—Aquí estás muchacho. ¡Por fin!

—Debes ir al pueblo inmediatamente.

—¿Qué ha pasado Héctor? ¿La señorita Cristina está bien? ¿por qué estaba el doctor Benton tan temprano? ¿Acaso?…

—¡Deja ya de hacer tantas preguntas! El amo necesita que vayas urgentemente al pueblo a buscar a Olson.

—¿Olson? Preguntó aterrado sabiendo que era el enterrador del pueblo.

—¡Por Dios Héctor! Dime qué ha ocurrido, ¡te lo imploro!

—Ama Elena ha muerto.

—¿Muerto? Pero… ¿cómo?

—Eso no nos incumbe, debes ir inmediatamente al pueblo para avisar a Olson que prepare todo y venga rápidamente. Eso sí, el amo ha dicho que disponga su mejor servicio, el más caro, todos los vecinos de la comarca vendrán y deben ver lo mejor.

—¿Ver lo mejor? ¿De qué estaba hablando Héctor? – ¿Acaso eso era lo importante? ¿Las apariencias? Pedro solo pensaba que debía ver a Cristina, y cuánto antes. Sabía cuánto amaba a su madre por lo que asumió cuan desesperada debía estar.

—Prepara la yegua del ama Cristina, es la más veloz para que puedas llegar al pueblo más rápido.

Al escuchar esas palabras Pedro encontró la oportunidad que estaba buscando para poder ver a su amada.

—Si monto a Altamira necesito el permiso de la señorita Cristina.

—¿Estás loco? ¡La señorita Cristina no está como para ser molestada por tonterías!

—Discúlpame Héctor, pero yo soy quien se ocupa de Altamira y recibo las órdenes de la señorita, y ella me ha exigido que nadie monte a su yegua sin su permiso y no puedo ser justamente yo quien desoiga sus órdenes en este momento.

Héctor quedó pensativo unos instantes que a Pedro le parecieron eternos.

—Tienes razón, no podemos agregar una molestia más en estos momentos. Llévate a Rayo de Sol entonces.

Pedro se sintió desfallecer al ver que la oportunidad que tenía de hablar con Cristina se desvanecía entre sus manos.

—¡Apúrate muchacho! Ve a ensillar a Rayo de Sol.

Pedro se retiró de mala gana hacia el lugar donde se encontraba el caballo tratando de encontrar en su cabeza una excusa para montar a Altamira. Fue entonces en que pensó en algo…

Mientras caminaba y fuera de la vista de Héctor, tomó de unas alforjas un clavo largo y grueso, y al entrar a la caballeriza de Rayo de Sol le dijo:

—Perdóname amigo, más tarde lo arreglaré – y así introdujo el clavo entre la herradura y uno de sus cascos delanteros, con el suficiente cuidado de no lastimarlo, pero con la seguridad que ello obligaría al caballo a renguear. De esa manera lo ensilló y lo sacó de su ubicación teniendo especial cuidado de que Héctor lo pudiese observar.

—Pero, ¿qué pasa con Rayo de Sol? ¿por qué está cojeando?

 

—No lo sé Héctor, algo le pasa en una pata, me parece poco conveniente que el caballo corra antes de revisarlo. No sería bueno agregar un problema más al amo Mac Eoinn y se enoje con nosotros ¿no te parece?

Pedro sabía que sus palabras harían pensar a Héctor quien de inmediato le dijo.

—Devuelve a Rayo de Sol a su lugar, quítale la montura para que descanse y ve rápidamente a preguntar a la señorita Cristina si puedes llevarte a Altamira.

Pedro lo obedeció con la mayor rapidez posible, aprovechando para quitar la montura a rayo de sol junto con el clavo que le había puesto en una de sus patas de manera de reconfortar al caballo y no dejar evidencias de lo que había hecho por si Héctor decidía revisarlo en su ausencia. Lo hizo a una velocidad como nunca antes había empleado para salir corriendo ante los ojos sorprendidos de su jefe.

Recorrió la distancia que lo separaba de la casa como si sus pies no estuviesen en contacto con la tierra, decidiendo acercarse por la puerta de servicio cuando de pronto, pasando por una de las ventanas de la cocina vio a Gertrudis cerca de una de las hornallas. Golpeó la ventana llamando la atención de la nana de Cristina, quien al verlo le hizo señas de que se alejara.

Pedro no podía hacerlo, debía imperativamente saber lo que estaba pasando. Volvió a golpear la ventana y cuando Gertrudis muy molesta levantó nuevamente la vista le hizo señas que iría por la puerta trasera. Se quedó allí parado esperando que la nana le abriese, pero como pasaba el tiempo y no lo hacía, volvió hacia la ventana de la cocina viendo con desesperación que Gertrudis ya no estaba allí.

No sabía qué hacer; caminaba de un lado al otro pensando qué debía hacer para poder hablar con Cristina. Sabía que no podía entrar por sí solo a la casa sin correr riesgos de ser encontrado por el señor Mac Eoinn y no poder explicar lo que estaba haciendo allí. Estaba entrando en desesperación cuando de pronto vio que la puerta de la cocina se abría.

—¿Qué haces aquí muchacho? – escuchó mientras se le helaba la sangre. Dio la vuelta lentamente agradecido de encontrarse con Gertrudis.

—¡Te hice señas de que te alejases! ¿Por qué insistes?

—Es que Héctor me ha pedido que lleve a la yegua de la señorita Cristina para ir al pueblo para buscar al señor Olson por… por…

—Habla muchacho, ¿acaso eres tartamudo?

—No me animo a decirlo por si Héctor se ha equivocado o ha entendido mal la orden del amo Mac Eoinn.

—Ha entendido correctamente muchacho; debes ir a pedir que Olson venga de inmediato y cumplir así la orden del amo Mac Eoinn.

—Pero… entonces ¿es verdad?

—Si muchacho, ama Elena ha muerto. Debes partir urgentemente.

—Pero… es que yo no puedo montar a Altamira sin el consentimiento de la señorita. Ella siempre me ha exigido que nadie la monte sin su consentimiento, y… como usted sabe señora Gertrudis yo soy el responsable del cuidado de su yegua. ¿Cómo puedo entonces ser yo mismo quien desoiga el deseo de la señorita?

—No es momento para molestar a Cristina con este tema no está en condiciones de hablar con nadie, y mucho menos con alguien que no es de la familia.

Esas palabras le dolieron a Pedro en el fondo de su alma, pero no podía explicar a Gertrudis la excelente relación que se había instalado entre ellos, y obviamente, no era el momento para hacerlo.

—Pero… – volvió a insistir.

—Llévate a la yegua bajo mi responsabilidad, si Cristina pregunta o se enoja, le diré que yo te autoricé a hacerlo y te aseguro no habrá problemas.

Pedro permaneció inmóvil en la puerta viendo como la oportunidad de estar cerca de Cristina en esos momentos se le esfumaba de las manos.

—¿Qué estás esperando muchacho? ¡Ve a cumplir la orden que se te ha dado y deja de perder tiempo! Mi señora necesita ser preparada lo más pronto posible para poder descansar en paz.

Viendo que ya no quedaban excusas que justificasen su demora, Pedro agradeció a Gertrudis y se alejó rumbo a las caballerizas para preparar a Altamira, sintiendo el corazón acongojado por no poder acompañar a Cristina en esos momentos de desesperación.

Preparó la yegua de su amada con premura y dejando atrás las caballerizas para cumplir con el mandato del amo Mac Eoinn, levantó la vista hacia la casa viendo a Cristina observarlo desde una ventana del piso superior. Jinete y caballo permanecieron inmóviles bajo una ligera pero persistente llovizna que comenzaba a caer; esperando un gesto, no sabía bien qué, algo en ella que le demostrase que lo había visto. Fue entonces que Cristina, apoyó su mano en la ventana siendo lo que Pedro necesitó para azuzar a Altamira, emprendiendo un potente galope para cumplir con lo que estaban necesitando.

7

Ana estacionó su automóvil un poco más allá del número 248 de la calle Bristol, domicilio declarado en el expediente de recursos humanos de Clara. Eran alrededor de las siete de la mañana, por lo que había mucho movimiento en las calles debido a las personas que se movilizaban para ir a sus trabajos. No vio a nadie salir del edificio durante los pocos minutos que permaneció dentro de su auto mirando si alguien aparecía por la puerta del palier.

El departamento estaba en el piso siete identificado con la letra A, pero no se animaba a bajar y tocar el portero eléctrico temerosa de con qué podía encontrarse del otro lado del teléfono. No fuese a ser que el departamento estuviese ya ocupado por otra persona y eso le provocase una angustia mayor a la que de por sí ya sentía esa mañana.

Con esas elucubraciones estaba cuando por el espejo retrovisor vio abrirse el portón del garaje del edificio y salir a quien supuso sería el portero, ya que llevaba una larga manguera y artículos de limpieza presto a lavar las veredas.

—¡Claro! Es la hora en la que suelen hacerse estas tareas.

Dudó unos instantes, pero decidió descender y conversar con él para enterarse si ya habían dispuesto del departamento o si algún familiar de Clara había aparecido. Le preguntaría para saber que podía hacer con sus cosas ya que si había algún familiar podría dejar allí las pertenencias de Clara, pero... si no era así, y alguien totalmente desconocido había ocupado el departamento sería ella quien conservaría las cosas de su amiga.

Convencida de que era la mejor decisión bajó del auto dirigiéndose hacia donde el portero estaba comenzando su día de trabajo.

—Buenos días –

—Buenos días – respondió Juan, – ¿qué necesita señorita?

—Mire… no sé cómo comenzar esta conversación…

Entre sorprendido y preocupado detuvo sus actividades y mirándola a los ojos dijo:

—¿Se siente mal señorita? ¿puedo ayudarla en algo? – ¿necesita que llama a alguien?

—No no, no he querido molestarlo con mis palabras, pero… verá…

A esas alturas Juan ya comenzaba a inquietarse no sabiendo qué actitud tomar ante esa joven mujer que se le había presentado de esa manera y que no lograba expresar lo que necesitaba. Dejando la manguera en el piso, se le acercó entre preocupado y desconfiado, no fuese a ser una trampa para distraerlo y que ladrones se metiesen en el edificio, por lo que se alejó inmediatamente de ella y dijo:

—si quiere llamo a la policía – creyendo que si se trataba de un hecho potencialmente delictivo la joven desestimaría el intento.

Al escuchar sus palabras Ana se dio cuenta que no estaba generando ninguna buena impresión en ese hombre sino todo lo contrario, ya que podía leer en sus ojos la desconfianza por lo que inmediatamente se dijo que debía ser clara.

—Verá, mi nombre es Ana Seller; soy la secretaria del Instituto de Historia antigua y medieval de la Universidad donde trabaja… trabajaba la doctora Clara Frers.

—Ah – expresó aliviado, – discúlpeme señorita, pero su cara me hizo asustar – encantado de conocerla. ¿Cómo anda la doctora Frers?

Ante esas palabras Ana quedó de una pieza no sabiendo cómo proseguir con la conversación. ¿Acaso este hombre no sabía nada de lo ocurrido; ¿o, mejor dicho, de lo supuestamente ocurrido? Por suerte, Juan evitó que Ana no supiese cómo proseguir la conversación pues inmediatamente agregó:

—¿Cómo le están yendo las cosas por Irlanda a la doctora? La extrañamos un montón mi esposa Laura y yo, pero nos alegramos mucho que esté trabajando tan bien en la Universidad Nacional de Irlanda. ¿Dónde era que estaba? – dijo mirando sin ver, como tratando de encontrar en su memoria un nombre que había olvidado.

—Galway – agregó Ana.

—¡Cierto; Galway! – respondió.

—Entonces…

—¿Si? – preguntó Juan; – ¿Entonces… qué señorita Seller?

—Entonces… ustedes la están esperando.

—Por supuesto que la estamos esperando. Ella se comunica con nosotros todos los meses. Bueno, en realidad se comunica con los señores Thomas, sus vecinos, y a través de ellos sabemos que está muy bien y que fue contratada por este año para trabajar allí. Mi esposa se ha ofrecido a mantener limpio el departamento, pero la señora Thomas le dijo que no se preocupe, que ella se encargaría.

—¿Los señores Thomas?

—Sí, el doctor Fermín Thomas, y su esposa Marta, quienes viven en el piso de arriba de la doctora Frers. Ellos se hicieron muy buenos amigos y le están cuidando el departamento.

—O sea que la están esperando…

—Por supuesto; perdón señorita Seller, ¿acaso le ha pasado algo a la doctora? preguntó a esas alturas de la conversación un poco preocupado.

—¡No! Por supuesto que no. Está todo muy bien con la doctora, bueno, con Clara. Si bien soy su secretaria nos hemos hecho muy buenas amigas.

—Entonces usted está al tanto de todo esto que le he dicho.

—Por supuesto – titubeó Ana.

Mucho más tranquilo Juan le dijo:

—Discúlpeme señorita Seller, pero… ¿qué es lo que la trajo aquí y la llevó a decirme que no sabía cómo comenzar esta conversación?

Ana debía encontrar una respuesta convincente para no llamar la atención de Juan. No podía decirle que traía pertenencias de Clara si estaban hablando de que volvería a trabajar en unos meses.

—Verá señor…

—Juan Vozz – agregó – pero dígame Juan por favor.

—Juan… Dudaba en cómo decirle si… podía buscar unos papeles en el departamento de Clara que me ha pedido le envíe a Irlanda. Creía que estaban en la oficina, pero allí no están, por lo que me ha dicho que tal vez los haya dejado aquí en su departamento.

Juan quedó pensativo.

—Lo lamento si lo he puesto en una situación incómoda. No se preocupe, le diré que no puedo entrar – dijo tratando de alejarse de aquella situación por demás incómoda y de una conversación que ya no le era fácil sostener.

—No señorita Seller… pero usted comprenderá que recién la conozco y siendo los Thomas quienes se ocupan del departamento de la doctora, creo que ellos debieran autorizarla. Espero no se moleste señorita.

—Para nada Juan, tiene usted toda la razón. Volveré en otro momento para hablar con los Thomas– dijo aliviada al haber encontrado una excusa para alejarse de allí. Le dio la mano y se estaba subiendo a su automóvil cuando ve que Juan le golpea la ventanilla.

—¿Si Juan?

—Señorita Ana, ¿puedo llamarla así?

—Por supuesto que sí, ¿qué necesita?

—La acompañaré al departamento de los Thomas, les avisé por el portero eléctrico y el doctor me ha dicho que suba; que la están esperando.

Ana no podía creerlo. Quería salir huyendo de allí, pero sabía que ya no podía hacerlo sin generar sospechas. Pero… ¿qué haría ahora? ¿cómo hablar con esta gente? ¿qué les diría? ¿por qué le sonaba el apellido Thomas?

En todo eso iba pensando mientras subía en el ascensor con Juan los ocho pisos que la separaban de tener que enfrentar a esta gente que no entendía qué estaban haciendo en el departamento de su amiga, si en la Universidad todos la creían fallecida.

Elucubraba en su cabeza con quienes se iba a encontrar, qué les diría; qué le dirían, y todo delante de Juan. ¿Cómo hacer para disimular lo que pasaba ya que la conversación con esas personas podría delatarla delante del portero?

Se abrió la puerta del ascensor en el piso ocho y Juan la escoltó hasta la puerta del departamento; cuando tocó el timbre y Ana sentía que estaba a punto de desfallecer, se abrió la puerta escuchando:

—¡Cómo está señorita Seller! ¡un gusto volver a verla! Clara nos adelantó su visita, estábamos esperándola. Gracias por guiarla Juan, no te distraeremos más de tus tareas. Pase Ana por favor, justamente estábamos por desayunar. ¿Haría el honor de acompañarnos?

 

Ana no podía dar crédito a sus ojos; delante de ella estaba la extraña pareja que le había entregado, seis meses atrás, la carta de Clara con la cruz celta, por lo que, recordando las palabras de su querida amiga entró sin dudar.

Fermín terminó de despedir a Juan cerrando la puerta tras de sí mientras Ana, sumamente nerviosa esperaba parada al lado de Marta no sabiendo muy bien qué hacer ni decir. De pronto la pareja volvió sus miradas a Ana y con un gesto cariñoso, Marta la tomó de un brazo y la escoltó hasta un sillón del living.

—Siéntese Ana, creo que lo está necesitando.

La joven lo hizo sin quitarles los ojos de encima a cada uno de ellos, como tratando de encontrar las respuestas que necesitaba; sin embargo, a pesar de sentirse sumamente extraña y sorprendida, de algo estaba segura, y era que en aquel lugar nada malo le podría pasar ya que una gran paz rodeaba aquella sala y estaba decidida a dejarse abrazar por ella.

—Ustedes… ustedes… – no sabía cómo seguir.

—Tranquila querida, nosotros somos Fermín y Marta Thomas, amigos de Clara y fuimos quienes la visitamos en la universidad unos meses atrás llevándole la carta y…

Marta interrumpió sus palabras al ver que Ana, abriendo el botón superior de su blusa, dejó ver la cruz celta que la pareja le había llevado junto a la misiva de su amiga. Al verla ambos sonrieron, y mirándose a los ojos se tomaron de las manos en señal de alivio.

—¡La está usando! ¡Qué alegría y tranquilidad para Clara y para todos nosotros!

—Perdón, pero… ¿quiénes son “todos nosotros”? No entiendo.

—Verá querida Ana, es una larga conversación, ¿dispone usted de tiempo? Sabíamos que su venida era inminente, asique nosotros estábamos esperándola dispuestos a mantener esta charla. Ahora bien, la pregunta es ¿está usted dispuesta a escucharla?

Luego de unos instantes y sin decirles nada, Ana tomó su móvil y marcando un número esperó al teléfono sin quitarles la mirada de los ojos.

—Disculpe doctor Hopkins que lo haya llamado al celular, pero… no me siento bien esta mañana. Me he levantado con mucha jaqueca y necesito quedarme en cama hasta que ceda el dolor. Trataré de ir pasado el mediodía. Despreocúpese que anoche dejé todos los papeles que llegaron para usted en su escritorio, por lo que creo no necesitará nada más salvo el servicio de café, aunque de eso puede ocuparse muy bien María.

Luego de unos instantes en los que obviamente estaba escuchando la respuesta del actual director agregó:

—¡Muchas gracias por su comprensión doctor! Espero poder ir esta tarde.

Mirando a la pareja, apagó su teléfono y dejándolo dentro de su cartera les dijo:

—Tengo todo el tiempo del mundo para escucharlos.

—Voy por ese café; nos hará falta a los tres – dijo Marta.